Vespasiano y Magno salieron a la oscuridad de la noche. Había empezado a llover. Por todas partes, se oían voces de centuriones y optiones que llamaban a los hombres a formar. Tanto la Via Principalis como la Via Praetoria estaban atestadas de legionarios que, provistos de corazas y yelmos, formaban en centurias, algunos con la cena todavía en la boca. Como habían realizado la maniobra en más de una ocasión, la mayoría sabía lo que tenía que hacer; sólo los recién llegados no escapaban a las varas de sarmiento que blandían los centuriones, mientras aturdidos, a la luz vacilante de las antorchas que iluminaban el campamento, buscaban a sus compañeros.
–¡Que registre de arriba abajo el maldito praetorium! –refunfuñaba Magno–. ¡Qué ocurrencia! ¿Cómo cojones voy a hacerlo?
–Seguro que guarda su correspondencia personal en un cofre en la parte de atrás de la tienda. Nada como hacer un buen agujero en el cuero, y te cuelas dentro –apuntó Vespasiano.
–Pero luego tendré que abrir el cofre.
–Utilizas una palanca.
–Estás tan perturbado como Asinio. Sólo hay un inconveniente en el que ninguno de los dos habéis reparado: ¿cómo sabré qué cartas llevan la firma de Sejano, si no sé leer?
Sin palabras, Vespasiano se detuvo en seco.
–¿Estás de broma?
–Pues no.
–¿Por qué no lo dijiste antes?
–Te lo comenté hace tiempo, si bien es cierto que nunca, hasta ahora, me había visto en semejante aprieto.
Los oficiales de más alto rango habían comenzado a salir del praetorium. Vespasiano no sabía qué hacer.
–Tengo que dejarte y presentarme a Pomponio. Hazte con cualquier documento que lleve el sello del emperador o la firma de alguien cuyo nombre empiece por S, ya sabes, esa letra que parece un garabato, la que se asemeja al movimiento de una culebra.
–¡Qué gran ayuda! ¡Menuda mierda!
Al otro lado de la Via Principalis, a la luz de las antorchas, cuatro hombres salieron de una tienda. Tres llevaban el uniforme de la guardia pretoriana; el cuarto parecía un civil; el pelo le llegaba hasta los hombros.
–¡Hasdro! –acertó a musitar Vespasiano.
Los cuatro se dirigieron al praetorium, y entraron en la tienda sin pararse a saludar siquiera a los guardianes.
–¡Lo que me faltaba, encima plagada de pretorianos! ¿Y ahora qué hago?
–No tengo ni idea. Ya se te ocurrirá algo. ¡Hasta dentro de un rato y buena suerte!
–¡Lo mismo te digo! –respondió Magno, dándole una palmada en el hombro.
Vespasiano cruzó la calle, sorteando las centurias que, en formación, se disponían a salir del campamento. Avanzó entre los caballos destinados a los oficiales de la Cuarta Escítica que se agolpaban a la entrada de la tienda del comandante, y se deslizó dentro antes de que Pomponio regresase del praetorium. Cuando el legado entró en la tienda, los mandos lo saludaron en posición de firmes.
–Está bien, ya basta –iba diciendo mientras pasaba entre ellos para dirigirse al otro extremo de la tienda. Una vez allí, se dispuso a transmitirles las órdenes pertinentes, no sin antes acomodar su voluminoso trasero en el borde de un escritorio que quedaba a sus espaldas–. Parece que, haciendo de tripas corazón, por fin esos cabrones se han decidido a presentar batalla –dijo, mientras en su rostro colorado y rechoncho se dibujaba una sonrisa maliciosa–. Nos haremos cargo de la defensa de la parte del muro que queda a la derecha de la puerta; los hombres de la Quinta Macedónica se ocuparán del otro lado. Las cohortes auxiliares nos cubrirán los flancos. No puedo daros ninguna orden especial: simplemente dejaos guiar por vuestro instinto y acabad con ellos. Retiraos y regresad cuanto antes junto a los vuestros. Tribuno Vespasiano, procúrate un caballo y ven conmigo; serás mi ayudante de campo.
* * *
Vespasiano esperó a lomos de una de las monturas reservadas a los mandos, mientras ayudaban a Pomponio a encaramarse a la suya. La lluvia había arreciado hasta convertirse en un auténtico aguacero que, a pesar de las corazas, les empapaba las túnicas que llevaban debajo. En lugar del humo de las fogatas que el agua que caía se había encargado de apagar, el aire estaba impregnado del aliento de millares de hombres sudorosos y calados hasta los huesos. Aun a sabiendas de que habrían de esperar al día siguiente para hacer el cálculo de aciertos, los chasquidos, siseos y fuertes batacazos indicaban que, pese a las inclemencias del tiempo, las máquinas de artillería alojadas en las torres habían entrado en acción, lanzando a ciegas flechas incendiarias y peñascos redondeados contra el enemigo.
Popeo y Corbulón salieron del praetorium y, de un salto, montaron en los caballos que los esperaban ya enjaezados. Con gesto teatral, Popeo alzó un brazo y dio la orden de ponerse en marcha. Resonaron las seis notas graves y sonoras de un cornu con que se daba la señal de avanzar. Las puertas de los tres muros del campamento se abrieron de par en par; por dos veces los signiferi inclinaron los estandartes de que eran portadores, y las cohortes que iban en cabeza echaron a andar a paso ligero.
–¡Pomponio, ven conmigo! –ordenó Popeo, espoleando su caballo y adelantándose a las columnas de legionarios que aguardaban para ponerse en marcha. Siguiendo a los comandantes, Vespasiano dejó atrás el campamento y, al galope, se dirigió hacia el muro defensivo.
* * *
Con el propósito de derribar las puertas, el grueso de los tracios había formado un frente de más o menos una milla. A pesar de la lluvia, algunas partes de la empalizada estaban en llamas y difundían un resplandor vacilante que alumbraba imágenes de lucha a vida o muerte. A la derecha de la puerta, en dos sitios al menos, se apreciaban los boquetes que el enemigo había abierto y las incesantes idas y venidas de los legionarios de dos valiosas centurias, pertenecientes a las dos cohortes encargadas de la defensa, que se habían visto obligadas a intervenir para repeler el asalto.
Popeo cabalgó hasta la puerta, se apeó y, precipitándose escaleras arriba, llegó a lo alto del parapeto. Bajo la lluvia de piedras y flechas que soportaba, la empalizada parecía estremecerse. El centurión que estaba al frente lo recibió con un saludo militar. A sus espaldas, los hombres a su mando iban de un lado para otro a la desesperada, echando abajo escalas que se apoyaban en el muro, cortando maromas que se habían trabado en las estacas y arrojando sus pila contra los atacantes.
–¡Novedades, centurión! –exigió el general nada más llegar, a voces para hacerse oír por encima del estruendo de la lluvia y la refriega.
–Aparecieron de repente, general, hará cosa de media hora. Debieron de burlar a nuestras patrullas de vigilancia, puesto que nadie nos había avisado –contestó, mientras esquivaba por los pelos una flecha que pasó rozándole la oreja–. Rellenaron el foso con cañizos y cadáveres en seis puntos distintos, y consiguieron llegar hasta el muro. Con ayuda de unos garfios, derribaron un par de tramos de la empalizada y le prendieron fuego en otros puntos. Éramos tan pocos para repeler la avalancha que bastante hemos tenido con contenerlos.
Un relámpago cruzó el cielo en ese momento, permitiéndoles observar los daños que había sufrido la empalizada.
–¡Buen trabajo! –gritó Popeo, satisfecho al comprobar que habían llegado a tiempo–. A lo vuestro; pronto llegarán refuerzos –los animó y, a continuación, dio una voz a Pomponio, que aguardaba al pie de la escalera–: Legado, que cuatro de tus cohortes acudan en ayuda de las dos que defienden la empalizada que se alza a la derecha de la puerta; que otras dos formen aquí mismo, al pie del portón, dispuestas a efectuar una salida en cuanto yo se lo ordene…
El doble restallido de un trueno retumbó sobre sus cabezas, obligándole a guardar silencio mientras el eco resonaba por las montañas hasta que fue perdiendo fuerza y él pudo continuar.
–Que las dos cohortes restantes formen detrás de la empalizada, pero fuera del alcance del grueso de los asaltantes. Ocúpate de que se provean de unos tablones para cruzar el foso y, después, ordénales que caven alrededor de las estacas de la empalizada a lo largo de un tramo que permita el paso de veinte hombres a un tiempo. Cuando hayamos efectuado la salida, que echen abajo esa parte del muro, crucen el foso y, por ese flanco, se abalancen contra esos malnacidos. Voy a pedirles a los hombres de la Quinta que hagan lo mismo, pero por el lado izquierdo, de forma que caigamos sobre ellos por ambos lados.
–Se hará como dices; estaremos preparados –gritó Pomponio, al tiempo que volvía grupas–. Vespasiano, regresa junto a los hombres y dile al primipilo Fausto que la tercera y la cuarta cohorte formen en columna a este lado de la puerta. Que los de la quinta, sexta, octava y décima cohorte echen una mano a los de la séptima y la novena, que están defendiendo la empalizada. Yo mismo me encargaré de vigilar sus movimientos. Mientras, Fausto y tú poneos al frente de la primera y segunda cohorte y de las tropas auxiliares de la caballería que podáis reunir y disponed el ataque por el flanco. Avísame en cuanto estéis preparados.
Bajo una lluvia torrencial, Vespasiano volvió atrás para transmitirle a Fausto las órdenes que acababa de recibir. Al cabo de un momento, mediante toques de cornu y gestos más que elocuentes, cada cohorte estaba en su sitio. Al observar el rápido despliegue de la legión, Vespasiano reflexionó sobre lo mucho que le quedaba por aprender del mundo ignoto en que se movían los centuriones. A su izquierda, a pesar de la lluvia y de la oscuridad de la noche, a la luz del fugaz destello de un relámpago, llegó a ver como los hombres de la Quinta Macedónica se dirigían a toda prisa al lugar señalado con el fin de llevar refuerzos allí donde más se necesitaban, a saber, cerca de las brechas que el enemigo había abierto en la empalizada.
A lomos de su caballo, Vespasiano se puso al frente de la primera cohorte, formada por casi un millar de hombres, una cantidad que duplica el número habitual de efectivos. A pie, sin apartarse de su lado, Fausto resollaba; a paso ligero, los hombres los seguían al abrigo de la empalizada. Tras ellos, iba la segunda cohorte, además de un ala al completo de la caballería auxiliar, cuatrocientos ochenta jinetes, a las órdenes de Peto. Mientras, los legionarios de las otras cohortes se abalanzaban hacia las diferentes escaleras que llevaban a lo alto del muro. Gracias a una rápida sucesión de relámpagos, la celeridad con que llevaban a cabo la operación pareció romperse en una secuencia de gestos crispados. Más truenos retumbaron por encima de sus cabezas, lo que hizo que algunos trastabillasen sin querer, como si hubieran de temer más la ira imaginaria de Júpiter que el peligro mucho más inmediato de la lluvia de proyectiles que el enemigo no cesaba de lanzar.
Hasta que, por fin, los gritos y alaridos de la refriega perdieron intensidad. Lo peor del ataque tracio había pasado. Vespasiano echó pie a tierra y, a voces, le dijo a Fausto que lo siguiese. Treparon por unos escalones donde no había nadie hasta llegar al adarve que discurría a espaldas del parapeto. Tras ellos, empapados y preguntándose sin duda qué pintaban allí, tan lejos de la lucha, los legionarios esperaban órdenes.
Vespasiano se quitó el casco y asomó la cabeza con cautela. Lo que vio lo dejó sin respiración: nunca antes había visto una batalla de verdad. Millares y millares de guerreros tracios se acercaban hasta el pie de las defensas romanas erizadas de torres, apilando matojos y cadáveres en el foso. Lanzaban escalas y trepaban por ellas con el arrojo de quienes saben que sólo les espera la muerte y nada tienen que perder. A lo largo de la empalizada, arqueros y honderos atacaban con saña el extremo superior de las escalas, obligando a los defensores a agacharse, hasta que sus guerreros llegaban a lo alto, momento en el que dejaban de lanzar proyectiles para no herir a sus compañeros. Se producían entonces encarnizados enfrentamientos cuerpo a cuerpo que solían concluir con los alaridos de los atacantes que se precipitaban al suelo desde lo alto de las escalas para acabar estrellándose contra los suyos veinte pies más abajo. Acto seguido, llovían andanadas de proyectiles contra aquellos defensores que no se habían agazapado al instante, que, con la cabeza abierta, los ojos, el cuello o los brazos asaeteados, caían al suelo de espaldas, como peleles, a los pies de sus conmilitones, que se apresuraban a reemplazarlos.
La aparición en el momento oportuno del grueso de las tropas romanas había permitido recomponer muchas de las brechas que los tracios habían abierto en la empalizada. Los asaltantes que habían conseguido superar la barrera defensiva, o bien yacían sin vida en el barro hollado, o bien continuaban luchando hasta el final con una fiereza que no conocía límites. Ni podían concebir la idea de rendirse: si habían llegado tan lejos, era para matar y morir matando.
Cerca de las puertas, en aquellos lugares donde habían arrojado al fuego unos pellejos de aceite, la empalizada seguía ardiendo. A la luz de las llamas, empujado por centenares de individuos que, desde donde estaban, parecían diminutos, vieron avanzar un artefacto semejante a una gran tienda de campaña que, con lentitud, se acercaba al portón.
–Se preparan para atacarnos con un ariete –le explicó Fausto, poniéndose al lado de Vespasiano–. Más vale que se nos ocurra algo.
El muchacho dio un paso atrás.
–Manos a la obra –le dijo a Fausto mientras, con cautela, volvía a ponerse el casco–. La refriega que nos queda más cerca tiene lugar a unos ciento cincuenta pasos de aquí. Vamos a atar unas cuerdas en lo alto de unas estacas y vamos a cavar alrededor de la base en que se asientan para desencajarlas. En cuanto hayamos acabado, ordena a los hombres que desmonten el adarve y se sirvan de los tablones para cruzar el foso.
–Como ordenes –dijo Fausto, dispuesto a cumplir el encargo recibido.
–Y que agachen la cabeza. Se trata de que el enemigo no descubra que estamos aquí.
–Claro, claro. No queremos aguarles la fiesta, ¿verdad?
–repuso el centurión con una sonrisa feroz, al tiempo que echaba a correr a donde estaban los hombres.
Los legionarios de la primera y la segunda cohorte se pusieron a ello con entusiasmo, disfrutando de antemano con la sorpresa que supondría un ataque inesperado por aquel flanco contra los tracios. Al cabo de un cuarto de hora, habían dispuesto las cuerdas en las estacas de la empalizada a lo largo de un tramo de sesenta pies, y nada quedaba del adarve que discurría por aquella zona.
Vespasiano corrió a informar a Pomponio, a quien encontró al frente de un par de centurias de la octava cohorte, taponando mediante una muralla humana la última brecha de la empalizada. Los proyectiles tracios se cebaban en los defensores que, en aquel terreno resbaladizo, sólo con dificultad conseguían mantener la formación de asalto en testudo. Los innumerables soldados romanos que, muertos o heridos, yacían en los alrededores de la brecha daban fe de la excelente puntería de los arqueros y honderos tracios, que se hallaban a tan sólo treinta pasos de distancia.
–Estamos en condiciones de iniciar el ataque por el flanco –le gritó a su comandante en jefe.
–¡Ya era hora, maldita sea! –exclamó Pomponio aliviado–. Estos cabrones no piensan ceder mientras quede uno sólo de ellos en pie, así que acabemos con ellos antes de que sigan matando a los nuestros. Informa a Popeo, que está junto a la puerta, y vuelve conmigo hacia este flanco.
–¡A tus órdenes! –contestó Vespasiano, espoleando su caballo.
* * *
A fuerza de resistir las sucesivas embestidas de la punta de hierro del ariete, las puertas no dejaban de temblar. Tras ellas, cuatro cohortes aguardaban dispuestas para salir a luchar a campo abierto. A fin de acabar con los guerreros encargados de llevar el aparato y los cientos de tracios que iban tras él, Popeo distribuyó a todos los arqueros de las tropas auxiliares a ambos lados del adarve, manteniéndose preparado a salir una vez que las flechas hubiesen debilitado al enemigo. Por detrás de las líneas de los arqueros, Vespasiano se abrió paso hasta el diminuto general que, a pesar de su corta estatura, era fácilmente reconocible gracias al ostentoso penacho que lucía. Ante las numerosas andanadas que lanzaban los arqueros contra las nutridas filas del enemigo que quedaban a sus pies, los tracios empezaron a acusar los efectos de un ataque tan devastador. El ariete, en cambio, cubierto como estaba por un toldo de cuero recio que protegía a los hombres que lo portaban, continuaba con sus incesantes arremetidas contra las puertas, minando la estructura y haciendo que el adarve temblase bajo los pies de Vespasiano.
–Cuando vino a verme esta tarde, el hijo de puta del sacerdote tenía que haberme advertido de que disponían de un ariete en el fortín –maldecía Popeo, cuando el joven lo alcanzó–. Pero no me dijo nada. Como lo encuentre, ¡ya puede despedirse de su lengua! Espero que me traigas buenas noticias, tribuno.
–Creo que sí. Preparados por el flanco derecho –contestó dando un paso atrás, mientras un arquero, con una flecha atravesándole el cuello, se desplomaba a sus pies echando sangre por la boca. De una patada, Popeo lo echó abajo.
–Enterado. Vuelve a tu puesto y dile a Pomponio que, tan pronto como nuestros arqueros obliguen a retirarse un tanto a esos cabrones, abriremos las puertas y haremos con ellos lo mismo que ellos tenían pensado hacer con nosotros. Cuando se percaten de lo que les tenemos preparado, abrir las mismas puertas que están intentando derribar, se van a quedar boquiabiertos –dijo Popeo, frotándose las manos, al tiempo que, impasible a las flechas que llovían sobre ellos, ordenaba a los arqueros que no se tomaran ni un segundo de respiro. A pesar de que lo tenía por traidor, Vespasiano no pudo por menos de admirar su serenidad en aquellos momentos: quedarse agazapado en la retaguardia y dar órdenes que podían llevar a los hombres a una muerte segura era algo que no iba con él; muy al contrario: estaba en primera fila, como todo general romano que confía en que sus hombres luchen y mueran por él.
Vespasiano esbozó un saludo que pasó inadvertido, se dio media vuelta y, con paso firme, con la esperanza de saber mantener la misma sangre fría que Popeo en el fragor de la batalla, se volvió por donde había venido.
* * *
Los hombres de la primera y la segunda cohorte estaban preparados. Otro relámpago vino a desgarrar el firmamento, tiñendo en tonos dorados las repulidas corazas de hierro, que desprendían innumerables destellos entre las filas romanas. La lluvia se deslizaba por sus cascos y se les colaba por el cuello mientras, quietos y muertos de frío, esperaban la orden de atacar. A pesar de la inclemencia del tiempo, estaban eufóricos. Respondían incluso con gracia a los comentarios de los centuriones que recorrían las filas inspeccionando sus pertrechos, alabando su valentía y recordándoles otras batallas y victorias que, juntos, habían vivido.
Al pie del muro, con las maromas entre las manos, una centuria esperaba la orden de derribarlo. Tras ellos, otra centuria sostenía los tablones que habían sacado del adarve, dispuesta a cubrir el foso que se abría al otro lado. En lo alto del parapeto, un centinela solitario vigilaba el campo de batalla, sin perder de vista las puertas principales, claramente visibles a la luz de las llamas que las cercaban, a la espera de dar la señal de aviso en cuanto se abrieran para dejar paso a las tropas de Popeo.
Vespasiano se quedó de pie junto a Pomponio al frente de la primera centuria. A su derecha, sólo con dificultad alcanzaba a distinguir la caballería de Peto. Una sensación de exaltación parecía recorrer su cuerpo, mientras su mente asimilaba que se disponía a matar sin compasión, sin titubeos. Movió los músculos del brazo que portaba el escudo para que no se le durmiese y, por enésima vez, comprobó que llevaba el gladio en la vaina.
–Cuando nos dispongamos a salir –le dijo Pomponio por tercera o cuarta vez–, habrá que hacerlo deprisa, aunque teniendo cuidado de no tropezar con alguna estaca.
Vespasiano se quedó mirando a su comandante, treinta años mayor que él, y se quedó más tranquilo al contemplar la tensión que se dibujaba en aquel rostro rechoncho: la espera estaba poniendo tan a prueba sus nervios como los suyos.
Desde arriba, el centinela les dio una voz.
–¡Ya salen!
Pomponio miró a Fausto.
–¡Da la orden, centurión! –gritó.
–¡Vamos a ello, muchachos! –aulló Fausto. Tensaron las sogas.
–¡A la de tres, tirad de ellas con tanta fuerza como si apartarais a un nubio de encima de vuestra madre! ¡Una, dos y tres!
Con un esfuerzo titánico y al unísono, sesenta pies de estacas de la empalizada se fueron al suelo como una sola. Los hombres siguieron arrastrando las maromas hasta despejar casi todas las estacas del camino por el que se disponían a pasar los legionarios que venían detrás. Cuando la centuria que llevaba los tablones cruzó la brecha, Pomponio dio la orden de ponerse en marcha. Se oyeron las graves notas del cornu, y las cohortes echaron a andar a paso lento por aquel terreno difícil y erizado de los restos de las estacas recién arrancadas, dirigiéndose al improvisado puente de madera que cubría el foso.
Antes de que la mayoría de los tracios se percatase de la amenaza que, desde la oscuridad, se cernía sobre ellos por aquel flanco, la primera cohorte había avanzado doscientos pasos; la segunda había franqueado la empalizada. Tras ellos, como una exhalación, pasó el ala de la caballería auxiliar, yendo a situarse a su derecha.
Pomponio dio la orden de que se detuvieran y formasen de dos en dos centurias a la izquierda. Al instante y como si fueran uno solo, mil quinientos hombres se plantaron de cara al enemigo.
Un sentimiento de pánico cundió entre las filas tracias. Si ya se habían percatado de que las tropas habían cruzado las puertas, aquella nueva amenaza suponía que tendrían que luchar en dos frentes a un tiempo, sin olvidar la nutrida lluvia de proyectiles que procedían de la empalizada. En ese instante, desde lo alto del peñasco, les llegó el grito estridente y prolongado de centenares de voces de mujer. Un relámpago iluminó la ladera y, durante unos segundos, pudieron ver quienes proferían tales gritos: llevando a sus hijos de la mano, las mujeres tracias acudían junto a sus hombres para vivir o morir a su lado.
Aquella imagen bastó para que los guerreros de nuevo se armasen de valor. Abandonaron sus frustrados intentos por llegar a lo alto de la empalizada y, como un caótico torbellino, se volvieron para hacer frente a la nueva amenaza.
–¡Adelante! –gritó Pomponio nervioso, tan alto que parecía que fuera a desgañitarse.
Los acordes del cornu retumbaron por encima de las filas romanas que, tras inclinar las insignias y golpeando de forma estruendosa las pila contra los escudos, se pusieron en marcha.
A unos cien pasos, cual sombras oscuras recortadas contra el fondo más claro y refulgente de las llamas, los tracios profirieron un aullido estremecedor y, en desorden, se abalanzaron contra los romanos. Gracias a los destellos de nuevos relámpagos que iluminaron el cielo, pudieron ver cómo, enardecidos, los rebeldes blandían rhomphaiai, lanzas y jabalinas por encima de sus cabezas, mientras corrían por un terreno encharcado y enlodado en el que muchos perdían el equilibrio y no volvían a levantarse, arrollados bajo la avalancha de botas que les seguían.
De todas partes, hasta Vespasiano llegaban las voces de los centuriones que ordenaban a los suyos que mantuvieran la formación y continuasen avanzando al paso establecido. Comenzaron a caerles encima las primeras flechas y jabalinas, y unos pocos infortunados cayeron muertos. No hubo tiempo de mandar que alzasen los escudos: los dos bandos habían acortado distancias a pasos agigantados. Los hombres aguardaban la orden de arrojar las pila. En cuanto la oyeron, los legionarios que marchaban al frente de las tres centurias dobles de la primera cohorte, al igual que los hombres de primera línea de las tres centurias regulares de la segunda, echaron el brazo derecho atrás, contaron tres pasos y lanzaron las pesadas lanzas cortas a lo alto, antes de empuñar sus espadas sin aflojar la marcha. Unas setecientas pila fueron a caer sobre la turbamulta enardecida y vociferante de los guerreros tracios, traspasando yelmos de bronce o de hierro como si de cáscaras de huevo se tratase, derribando hombres que se revolcaban en su propia sangre, mientras otros caían de espaldas por la violencia del impacto y las afiladas puntas de las lanzas los atravesaban de lado a lado y acababan por clavarse en el compañero que venía detrás, quedando ambos impúdicamente entrelazados por aquellas varas de hierro, antes de rodar por el barro que habría de acoger los postreros estertores de su existencia.
Cuando se dispuso a dar los últimos pasos, Vespasiano aspiró aquel aire lóbrego que le resecó la garganta. Llevaba el escudo en alto, de forma que podía ver por la ranura. A la izquierda, a su lado, observó que Pomponio estaba jadeando por el esfuerzo que realizaba y, durante un instante fugaz, se preguntó cómo un hombre tan entrado en carnes podía tener bríos para luchar en primera línea. La violencia del choque con el enemigo fue tal que recorrió todo su cuerpo y le llevó a pensar en otra cosa. Aunque inferiores en número, la primera línea romana, más sólida y compacta, obligó a retroceder a los tracios, haciendo que los guerreros que marchaban en cabeza trastabillasen, mientras ellos avanzaban un par de pasos antes de hacer un alto amenazante. El infranqueable muro de escudos romanos permanecía intacto.
Dio comienzo entonces la matanza cuerpo a cuerpo. Al compás de los mortíferos fulgores que asomaban entre los bordes de los escudos rectangulares, tachonados por dos relámpagos entrecruzados y una cabeza de carnero, los emblemas de la Cuarta Escítica, las hojas letales de la maquinaria de guerra romana comenzaron a hacer su trabajo sin pararse ante nada. Del primer tajo que asestó, Vespasiano le rebanó el cuello a un tracio que, medio aturdido, trataba de levantarse; la sangre le salpicó las piernas. Enseguida, volvió a fijarse en la horda vociferante que, a pesar de la oscuridad, sabía que tenía delante. Las hojas de las rhomphaiai cortaban el aire nocturno; las puntas de las lanzas parecían surgir de la nada. Era imposible saber contra quién se luchaba. Poniendo todo su empeño en no dejar un resquicio entre su escudo y los dos que lo flanqueaban, repartió estocadas sin parar, topándose a veces con la dureza de un escudo de madera, notando otras veces la blanda resistencia de la carne que traspasaba y, otras, arremetiendo también contra el aire. Un inesperado alarido a su derecha distrajo un momento su atención: uno de los legionarios que luchaba a su lado se fue al suelo, y casi le hizo perder el equilibrio; la sangre del tajo profundo de una rhomphaia en el cuello de su compañero le salpicó el brazo con que empuñaba la espada y un lado de la cara. No se le ocurrió nada mejor que agazaparse detrás de su escudo y asestar una feroz estocada contra la barriga de un tracio que trataba de colarse en medio. El hombre se dobló en dos. Un legionario de la segunda fila le dio un empellón con el escudo y lo tumbó de espaldas antes de ocupar el hueco que había dejado su compañero. Al sentir de nuevo el contacto con el hombro de uno de los suyos, Vespasiano siguió repartiendo estocadas a diestra y a siniestra.
Y así continuó haciéndolo, mientras las tropas romanas avanzaban paso a paso, atento sólo a salir de allí con vida. Asestando cuchilladas y estocadas a destajo, entregado por completo al combate cuerpo a cuerpo, con el escudo paraba golpes que parecían surgir de la oscuridad. Llovía a cántaros; el agua se mezclaba con la sangre que le resbalaba por la cara y le impedía ver con claridad, obligándole a parpadear sin cesar mientras blandía la espada. Al cabo de un rato, comenzó a darse cuenta de que, más adelante, había algunos claros: los tracios se retiraban.
Pomponio aprovechó la oportunidad para ordenar que se alinearan. Fila sí, fila no, dieron un paso a la derecha, colocándose a la altura de la fila que les quedaba al lado, abriendo unos huecos que, al instante, quedaron cubiertos por los hombres de las segundas centurias de cada cohorte. En cuanto ocuparon los puestos que sus compañeros extenuados habían dejado libres, las centurias de refresco formaron de nuevo un impenetrable muro de escudos. El cornu dio la señal de iniciar el ataque otra vez. Avanzaron, pues, hacia el enemigo que se retiraba, arrojando las pila a tan sólo diez pasos de una multitud que corría en desorden. Una nueva andanada de setecientas lanzas y otras tantas y pesadas puntas de hierro fue a caer sobre los tracios, que se sintieron desbordados. Quienes encontraron la ocasión procuraron huir de allí como buenamente pudieron; los demás, heridos y cubiertos de sangre, yacían desparramados en aquel lodazal ensangrentado. Aquellos a quienes aún les quedaba un soplo de vida gemían de modo lastimero agonizando en el suelo de su patria, cuya independencia, al igual que sus vidas, se había esfumado para siempre.
* * *
Vespasiano se limpió la sangre de la cara y aspiró el aire frío y cargado de humedad, tratando de reponerse de los nervios y el miedo que había pasado. Pomponio había ordenado suspender el segundo ataque y enviado recado a la caballería de Peto para que se uniesen a ellos, así como había reclamado la presencia de la décima cohorte, dado que ya habían acabado con los enemigos que quedaban en la parte del muro que les habían encomendado. En aquel momento, daba las instrucciones pertinentes a los centuriones y a Peto para asestar el golpe definitivo.
–Primipilo Fausto, hazte cargo de la primera, segunda y décima cohorte y ponte en marcha, de forma que el enemigo retroceda hasta las puertas, donde se encuentran los hombres de Popeo. Rematad a todos los heridos que encontréis por el camino. Como en la empalizada ya no hay peligro, ordena a los hombres de la cohorte que la defienden que se unan a los tuyos. Yo me pondré al frente de la caballería de Peto y trataré de cortar la retirada a quienes pretendan volver al fortín. ¿Alguna pregunta, centurión?
–Ninguna, legado –contestó Fausto, quien saludó marcialmente antes de internarse en la noche húmeda para transmitir las órdenes a los centuriones que acababan de poner bajo su mando.
–Peto, hazte con un par de monturas para el tribuno y para mí. Vamos tras ellos, antes de que puedan reagruparse.
–Como ordenes –dijo el prefecto de caballería, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blancos en mitad de la oscuridad.
Para cuando estuvieron a lomos de sus monturas y hubieron cambiado los escudos de la infantería por los ovales de la caballería, las tres cohortes a las órdenes de Fausto se habían provisto de nuevas lanzas cortas que se habían encargado de traerles unos esclavos del campamento en unos carros tirados por mulas. Comenzaron a avanzar más deprisa, cantando el himno de la victoria de la Cuarta Escítica y aporreando las nuevas pila al paso que llevaban contra los escudos. Armando un estruendo que podía oírse por encima del aguacero y dejándose ver a la luz de los relámpagos que rasgaban el cielo nocturno, obligaron a los tracios a retroceder hasta chocar con sus propios compañeros, acosados a su vez, pero en sentido contrario, por los hombres de Popeo.
Vespasiano no se separaba de Pomponio ni de Peto, mientras las tropas de la caballería vigilaban de cerca el avance de la infantería, atentas a desbaratar cualquier ataque que pudiera producirse por aquel flanco, dispuestas a frustrar cualquier intento de retirada en aquella dirección.
–Saben que, aunque se rindan, no tendremos piedad –comentó Vespasiano–, así que ¿por qué no acaban con esto de una vez y se deciden a atacar?
–Lo harán; de eso puedes estar seguro –le dijo Pomponio–. Ahora que se han reagrupado, dejarán un número reducido de fuerzas para distraer a las cohortes de Popeo, y el grueso de los rebeldes se abalanzará contra nosotros tratando de abrirse camino.
La refriega se había trasladado a aquellos tramos de la empalizada que aún ardían con fuerza suficiente como para convertir el intenso chaparrón en nubes de vapor. El resplandor de las llamas bastaba para iluminar las todavía considerables hordas tracias que se preparaban para el ataque definitivo. A ojo, Vespasiano calculó que aún debían de quedar cuando menos unos tres mil del lado exterior de las puertas; nada llegó a ver de lo que hacían los hombres de la Quinta Macedónica por el otro lado.
Con un alarido que se impuso a los cantos y al estruendo que armaban los hombres de la Cuarta Escítica, los tracios iniciaron el ataque. Tal y como Pomponio había previsto, un grupo reducido se lanzó contra las cohortes que se disponían a cruzar las puertas; el resto, más de dos mil guerreros, se abalanzaron contra ellos.
Vespasiano observó la espeluznante andanada de jabalinas y flechas que les arrojaron. Desaparecieron por encima de las llamas para volver a aparecer sólo cuando estaban a punto de caer sobre las líneas romanas, que, en aquella ocasión, las esperaban a pie firme con los escudos sobre la cabeza para amortiguar el golpe. Con todo, algunos proyectiles dieron de lleno en el blanco que iban buscando y sufrieron algunas pérdidas. Los romanos bajaron los escudos y, acto seguido, una nube de pila hendió el aire como respuesta; gracias a la baja trayectoria que llevaban pudieron verlas camino de su objetivo hasta alcanzar a los guerreros tracios, derribando a muchos, aunque los más siguieron adelante aullando con rabia hasta caer sobre las líneas romanas, repartiendo tajos y estocadas, alanceando y embistiendo, sin conceder ni concederse un respiro, un enfrentamiento tan violento y brutal que, incluso desde donde él estaba, a unos doscientos pasos, podía escuchar cada golpe.
–Vamos a sorprenderles por ese flanco –gritó Pomponio–. Peto, da la orden de ataque.
Peto hizo una seña al liticen, que enarboló su lituus de bronce de cinco pies de altura rematado en forma de bocina curvada, instrumento que utilizaba la caballería en lugar del cornu, y acercó los labios a la boquilla de asta. Cuando se escuchó el sonido estridente de aquella suerte de clarín, de cuatro en fondo, los cuatrocientos ochenta hombres del ala auxiliar de la caballería empezaron a moverse. Otro toque al cabo de unos veinte pasos, y los animales avanzaron al trote. A tan sólo cincuenta pasos del enemigo, un último aviso y los jinetes se pusieron a medio galope, al tiempo que arrojaban una lluvia de jabalinas contra el flanco desprotegido de las líneas tracias. Vespasiano espoleó su caballo y se lanzó contra las hordas rebeldes, atropellando a cuantos salían a su encuentro, arremetiendo y asestando tajos contra aquellos que seguían en pie, embargado de nuevo por la emoción, exaltación incluso, de la lucha hasta que, a sus espaldas, oyó un aullido tan estridente como prolongado. Volvió la vista atrás y alcanzó a distinguir la insólita amenaza que, por la retaguardia, se les venía encima: las mujeres tracias les atacaban.
Dejadas de lado como meras comparsas, sin que nadie hubiera vuelto a ocuparse de ellas desde que aparecieran sobre el terreno, al ver el ataque del ala auxiliar de la caballería, habían dejado a sus hijos al cuidado de los ancianos de la tribu y, amparándose en la oscuridad, habían bajado de lo alto del monte. Sin otras armas que cuchillos y estacas afiladas y ennegrecidas por el fuego, cientos de mujeres cayeron sobre los jinetes desprevenidos. Como arpías espectrales, dispuestas a todo, se colaron entre las filas de los soldados de la caballería y, guiadas por el único propósito de infligir el mayor daño posible, desjarretaban caballos, o les clavaban sus armas en la barriga o en la grupa para que retrocediesen y desarzonaran a los jinetes, mientras arrastraban a otros al suelo. Entre espantosos alaridos, los hombres así descabalgados, acuchillados, arañados, mordidos y destripados, heridos de muerte, desaparecían bajo aquella avalancha de mordiscos, arañazos y armas improvisadas.
Vespasiano volvió grupas en el preciso instante en que las primeras mujeres se disponían a abalanzarse sobre los jinetes que iban en cabeza. De un tajo, le cercenó el brazo a una que sostenía un cuchillo con intención de clavárselo en el muslo para, de inmediato, hundirle la espada en un ojo. A su alrededor, los jinetes se habían olvidado de los guerreros tracios que tenían delante y retrocedían para plantar cara a aquella amenaza con la que no contaban, repartiendo tajos y cuchilladas contra aquella insólita y enrabietada hueste melenuda. Demasiado tarde. Desbordada por las atacantes, que los duplicaban e incluso triplicaban en cuanto a número, la unidad había quedado prácticamente diezmada, mientras los que resistían trataban de hacer frente a los asaltos más insospechados.
Cerca de donde estaba, a su derecha, un grupo de unos cincuenta jinetes a las órdenes de Peto aún oponía resistencia. Vespasiano logró ver que Pomponio y su caballo se iban al suelo; rodeado de una turba de mujeres cubiertas de sangre, el legado trataba de abrirse paso hacia la seguridad relativa que representaba aquel escuadrón. El joven ordenó a quienes tenía más cerca que fuesen con él y, como una centella, acudió al lado de su comandante en apuros. Obligó al caballo a ponerse de manos, de forma que, con los cascos de las patas delanteras, aplastase los cráneos y los cuellos de aquellas que se cruzasen en su camino, pisoteando a sus víctimas a continuación. Seguido por media docena de hombres, consiguió llegar hasta Pomponio, que estaba de rodillas, rodeado de mujeres vociferantes. Al ver que el jinete se les venía encima, se abalanzaron sobre el legado y, a fuerza de golpes y arañazos, lo tumbaron en el suelo. El tribuno saltó del caballo y, arremetiendo con saña y sin miramientos contra aquel montón de cuerpos que se retorcían, comenzó a repartir tajos a diestra y a siniestra contra las espaldas indefensas de las mujeres, traspasando pulmones, perforando riñones, desgarrando arterias. Los hombres que lo acompañaban formaron un cordón de seguridad a su alrededor mientras, no sin esfuerzo, retiraba un montón de cadáveres. Debajo, horrorizado pero con vida, estaba Pomponio.
–¿Eres capaz de ponerte en pie? –le preguntó.
–Estoy bien, tribuno –respondió el legado, alzándose por sí mismo y tratando de tomar aire–. Te debo algo más que la vida: te debo el honor. ¡Imagínate la afrenta si, en estas circunstancias, hubiese muerto a manos de unas mujeres!
En aquel momento, los hombres de Peto se dispusieron a atacar. En formación, juntando rodilla con rodilla, avanzaron llevándose por delante a cualquier mujer que se pusiese en su camino. Los menguados grupos de jinetes que aún seguían con vida sacaron fuerzas de flaqueza y se lanzaron a la pelea con una fiereza que causó asombro entre sus adversarias, muy superiores en número. Poco a poco, las pequeñas fracciones fueron agrupándose, obligándolas a retroceder y matando a cuantas caían a su alcance hasta reunir a todos los supervivientes del ala auxiliar de la caballería. De los cuatrocientos ochenta hombres que la componían, sólo ciento sesenta se mantenían a lomos de sus monturas; algo más de noventa, entre los que se contaban Vespasiano y Pomponio, iban a pie. Casi la mitad, pues, yacía descuartizada en aquel terreno anegado por la lluvia. Había llegado la hora de resarcirse.
Mientras la batalla continuaba a sus espaldas y, tras comprobar que la aparición de las dos cohortes que, hasta entonces, habían defendido la empalizada bastaba para reforzar aquel flanco de la Cuarta Escítica, las tropas auxiliares comenzaron a acorralar a las mujeres. Algunas consiguieron eludir el cerco y corrieron al lado de sus hijos, pero la mayoría quedaron atrapadas. De pie y en silencio, aguardaban a que se cumpliera su destino. Ni una sola se postró implorando misericordia; de sobra sabían que, después de lo que habían hecho, no habría compasión. Se dispusieron, pues, a morir como sus hombres, delante de sus hijos, desafiantes hasta el final.
Los jinetes echaron pie a tierra y, con el estridente chirrido del roce de metal contra metal, empuñaron las armas. Recibieron la orden de ponerse en marcha. Vespasiano echó mano de la empuñadura de su espada, esgrimió el escudo oval de la caballería y avanzó hacia las mujeres, que permanecían inmóviles. Ni siquiera cuando hundió su espada en el cuello de una joven que tenía delante, ninguna de ellas hizo un gesto o emitió un gemido. Indefensas, permanecían de pie, retando a los romanos a que acabasen con ellas a sangre fría. Y eso fue lo que hicieron, acabar con ellas, de forma calculada y vengativa, en recuerdo de sus compañeros de fatigas.
Y siguió adelante. Sin importarle nada, sin sentir la exaltación de la pelea, cegado sólo por el odio y la rabia, Vespasiano mató sin compasión, lo mismo a jóvenes que a viejas, a mujeres hermosas o feas. Aun a sabiendas de que, sólo gracias a eso, ellos, los ejecutores, podrían sentirse purificados y a salvo, en su fuero interno experimentó ese íntimo reparo que sienten los humanos a matar a sus semejantes, aunque no sean de su tribu ni compartan sus creencias.
Sólo cuando la última de las mujeres cayó bajo el filo de sus espadas bañadas en sangre, satisfecha su sed de venganza, las tropas auxiliares dieron media vuelta. No hubo aclamaciones por la victoria conseguida, ni los habituales abrazos entre compañeros que, aliviados, celebran con regocijo el haber salido con vida. Montaron de nuevo en sus caballos y, en silencio, esperaron órdenes, sin atreverse casi a mirarse a los ojos. La afrenta que habían sufrido en su orgullo era demasiado honda.