Puesto que se trata de una novela escrita al hilo de hechos que acaecieron en la realidad, sólo a mí pueden atribuirse los errores que se adviertan en estas páginas. La mayoría de los personajes que la pueblan fueron protagonistas de su tiempo, salvo algunas excepciones que, por su importancia para el desarrollo del argumento, no debo pasar por alto, como las encarnadas por Magno y sus compañeros, Rotisis, Hasdro, Fausto, Atalo, Coronus, Crates y Palo. Teniendo en cuenta, por otra parte, que se trata de una novela histórica, no puedo por menos de señalar que, también en cuanto a las figuras históricas, me he tomado algunas libertades. Al menos que yo sepa, no disponemos de testimonio alguno que nos permita afirmar que Corbulón o Peto sirvieran en Tracia durante los años que Vespasiano estuvo destinado en aquella parte del mundo. Pero, habida cuenta de que algunos vástagos de los primeros contrajeron esponsales con la progenie del hermano mayor de los Flavios, me pareció un buen momento para introducirlos en la trama. Debo, qué duda cabe, pedir disculpas a los descendientes de Popeo: sus intrigas con Sejano son sólo fruto de mi imaginación; nada, en realidad, permite pensar que fuera algo más que el servidor entregado y gris que nos describe Tácito. De no haberlo sido, resultaría difícil entender que Tiberio lo hubiera mantenido tanto tiempo en el puesto, o hubiera otorgado su beneplácito para que se le concediesen las insignias del triunfo en el año 26, tras la derrota de los tracios.
A la hora de narrar los pormenores de la revuelta, he procurado atenerme al relato que de los hechos hace el mismo historiador latino, con una notable salvedad, sin embargo, que no es otra que el ataque que, en la novela, protagonizan las mujeres de los guerreros tracios. Desde luego, Tácito da testimonio de su presencia en el campo de batalla aquella noche para alentar a los suyos. Que se quedasen cruzadas de brazos viendo lo que pasaba me pareció una situación de la que se podía sacar tanto partido que no supe resistirme a la tentación de narrar ese ataque imaginario.
En cuanto al sistema de toques de atención de uso común en las legiones romanas, me he atenido a las observaciones que, sobre este particular, se encuentran en dos libros, a mi juicio imprescindibles: The Roman War Machine [La maquinaria de guerra en Roma], de John Peddie, y The Complete Roman Army, de Adrian Keith Goldsworthy [El ejército romano, traducción de Álvaro Ramón Arizaga Castro, Akal, Madrid, 2005]. Para facilitar la lectura, he ignorado la tuba, por cuanto las connotaciones actuales del instrumento nos evocarían una imagen que poco tendría que ver con aquella realidad. He conservado, sin embargo, los toques de bucina, dentro del recinto del campamento, y de cornu, en el transcurso de marchas y batallas. Del mismo modo, he mantenido el lituus, instrumento que cumplía las mismas funciones en la caballería. Confío en que estas libertades no disgusten demasiado a los puristas.
Por lo que se refiere a los hitos que jalonan el ascenso al poder de Vespasiano, me he atenido a la biografía que del emperador escribiera Barbara Levick, con el escueto título de Vespasian. Como bien dice la historiadora, podemos dar casi por seguro que Vespasiano llegó a Tracia al poco de que la rebelión hubiese concluido. Pasó, pues, tres o cuatro años de su vida dedicado a las tareas de rutina propias de la milicia. Como, en ese caso, poca emoción podría derivarse del desempeño de tales funciones, me tomé la libertad de adelantar su llegada en unos cuantos meses para que pudiera estar presente durante la contienda.
A propósito de los prodigios que rodearon la llegada al mundo de Vespasiano, he seguido al pie de la letra lo que nos ha transmitido Suetonio, que tenía mucho interés en esta suerte de presagios, como casi todos los escritores romanos por otra parte, y se los tomaba muy en serio. Por él tenemos noticia del reparo que Tertula hace a su hijo Tito cuando, al referirle éste que los augurios pronostican que Vespasiano llegará a lo más alto, le pregunta si está en sus cabales. Por él sabemos, asimismo, del reproche que Vespasia le dirige a su hijo pequeño, a propósito de si tiene intención de vivir para siempre a la sombra de su hermano, cuando Vespasiano se niega a abandonar la hacienda familiar. Finalmente, también tenemos noticia de la copa de plata de Tertula por Suetonio, cuando afirma que Vespasiano la conservó tras el fallecimiento de su abuela y que se servía de ella en las ocasiones señaladas.
En aras de la brevedad, una vez presentados los personajes históricos que aparecen en la novela, he utilizado un solo nombre para designarlos. Asimismo, para mantener la fluidez narrativa, no he dudado en recurrir a mi fantasía y gusto personal para nombrar a aquellos que son fruto de mi imaginación, procurando que no todos los personajes acabaran por llamarse Tito o Sabino. A nadie extrañará, pues, que, como en muchos otros casos, ya desde el título me haya referido a Vespasiano, en su transliteración castellana, a pesar de que su nombre en realidad era Vespasianus.
Tanto Caenis como Palas trabajaron al servicio de Antonia en su casa. Caenis, además, desempeñó las funciones de secretaria, de suerte que debía conocer el contenido de aquellos papiros, en caso de que hubieran existido, ¿y quién se atrevería a decir lo contrario? En cuanto a si pertenecía a la tribu de los ceneos, o keneos como se nombran en algunos mapas antiguos, es discutible, pero me inclino a pensar que así era.
Cuando afirmo que Antonia era la mujer más poderosa de Roma, no es del todo cierto. Aún vivía, y desplegaba una intensa actividad política, Livia, viuda de Augusto y madre de Tiberio. No obstante, como su muerte aconteció en el año 29, es decir, antes de que Vespasiano regresase de Tracia, he tomado la decisión de dejarla fuera del relato. Por otro lado, es cierto que el ascenso de Vespasiano se debió, en gran parte, a Antonia, sobre todo por la relación que éste mantuvo con Caenis, de quien nunca renegaría hasta la muerte de ésta, acaecida en el año 75.
La afirmación de Antonia de que Cneo Calpurnio Pisón fuera el responsable del envenenamiento de su hijo Germánico, en connivencia quizá con Tiberio, Livia o Sejano, era una verdad a voces entre la mayoría de los historiadores romanos. Que se suicidase antes de que finalizase el proceso que se entabló contra él se consideraba una prueba irrefutable. En cualquier caso, Robert Graves se inclina por otra explicación en Yo, Claudio [traducción de Floreal Mazía. Edhasa, Barcelona, 1986]. Para quien guste de adentrarse en una interesante teoría acerca de esta conspiración, le recomiendo la lectura de Blood of the Caesars, de Stephen Dando-Collins [La maldición de los césares, traducción de Jorge Conde Peidró, Ediciones Robinbook, Barcelona, 2009].
Nada sabemos de cuándo ni cómo Vespasiano conoció a Calígula. No obstante, lo más probable es que, debido a las buenas relaciones que mantenía con Antonia, llegase a tener trato con el futuro emperador.
En cuanto a Asinio, sabemos que fue cónsul en el año 25 y que falleció al año siguiente. Cómo y dónde, lo ignoramos. Pero el suceso en sí, tal como aquí se cuenta, casaba a la perfección con la trama de la novela. Que se aliase con Antonia en contra de Sejano es fruto de mi imaginación, pero no parece descabellado.
Aquel mismo año, el 25, Tiberio denegó a Sejano el consentimiento para que se casase con Livila, a pesar de lo cual ambos mantuvieron la relación durante el tiempo que el prefecto de la guardia pretoriana aspiró a hacerse con el poder.
Puesto que en ninguna parte se dice que tuviera hijos, la forma de vida que llevaba Cayo es fruto de mi invención, aunque no demasiado alejada de la realidad, me temo. Me proporcionaba, de paso, una buena excusa para esbozar una divertida incursión en la decadencia de Roma.
Son numerosas las personas con las que estoy en deuda. En primer lugar y de forma muy especial, con mi agente, Ian Drury, de Sheil Land Associates, por soportar mis cuitas y animarme siempre a seguir adelante. Asimismo, quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Gaia Banks, y a Emily Dyson en particular, del Departamento de Derechos Internacionales de la agencia, por el trabajo que han realizado en mi nombre. Vaya también mi gratitud hacia Nic Cheetham, de Corvus Books, por avenirse a publicar la novela, y encargar a Richenda Todd que la editase; trabajar con ella fue una muy grata experiencia. Gracias también a Emma Gibson, de Corvus, por asesorarme a lo largo de todo el proceso editorial, del que no tenía experiencia ninguna.
Toda educación que se precie debería necesariamente darse por fallida si no se mencionase siquiera a algunos de los profesores que nos dejaron una huella indeleble. En este sentido, me gustaría tener un recuerdo agradecido para tres maestros de la Christ’s Hospital School, de Horsham: para Richard Palmer, por acercarme a Shakespeare y Donne, y enseñarme a disfrutar de los deleites de la lengua inglesa; para Andrew Husband, por inculcarme la pasión por la Historia, algo que no debió de parecerle tan evidente en su momento, y, finalmente, para Duncan Noel-Patton, de quien aprendí que la imaginación no tiene límites.
Mis más sinceros agradecimientos a mi tía, Elisabeth Woodthorpe, y a mi hermana, Tanya Potter, por su apoyo y ánimo mientras escribía la novela.
Vaya, en fin, mi más profunda gratitud hacia mi compañera, Anja Müller, quien, cuando hace ya seis años le hablé de lo que me proponía, me compró una libreta de apuntes (en cuya portada figuraba un retrato de Vespasiano) que contenía todo lo que encontró en la red –¡tenga cuidado!– acerca del emperador, al tiempo que, con la mayor delicadeza del mundo, me pedía que dejase de hablarle del asunto y me pusiera manos a la obra. Cuando, por fin, le hice caso, todas las noches se sentaba y, armándose de paciencia, escuchaba lo que había escrito. Gracias, amor mío.
Tiempo habrá para hablar del ascenso al poder del futuro emperador en la próxima novela de este ciclo.