VOCES QUE LLAMAN
Se siguieron días sombríos.
Los vaticinios siniestros no cesaron en largas semanas, la atmósfera se fué poniendo candente, y al fin se entró en el penoso período de las espectativas y de las incertidumbres crueles.
Acontecimientos graves perturbaron hondamente el país, y los afectos más preciosos se sintieron conmovidos y desgarrados ante el espectáculo de las pasiones sin freno. A todos alcanzaba el rigor de las cóleras y de los rencores en una lucha que podía durar mucho tiempo.
Tanto en el fondo de los hogares, en el secreto asilo, como en lo recóndito de los conventos, se debatían los sentimientos íntimos con indecibles zozobras a la llegada de noticias o datos funestos, aunque fuesen falsos o exagerados por los entusiasmos del amor o del odio.
Las asociaciones permanentes y las improvisadas de caridad, ponían en juego todos sus recursos para atender múltiplos reclamos, y proveer a los futuros, sin reserva de esfuerzos abnegados. No eran óbices a este empeño las simpatías y antipatías. Había que socorrer a los desgraciados por un interés común, a fin de preservar a unos vencidos de iguales consecuencias fatales que a otros, si se quería humanizar la guerra, y no cubrir de manchas indelebles las enseñas de los opuestos campos.
Hasta en el monasterio de Minés entraban ráfagas extrañas, llenas de calor, como si la general contienda no respetara en sus expansiones violentas ni los sitios aislados de paz y mansedumbre.
Decíase en los claustros que aquellos ardores en los aires, más que de incendio, eran resuellos del espíritu maligno mezclados a los del hipogrifo negro con seis alas rojas en que cabalgaba entre nieblas en las trágicas noches de la venganza y el exterminio. Eran el castigo y la expiación, que abatirían por igual a todos los impenitentes.
Sor Mercedes preparaba una expedición a la campaña con abundantes elementos, que estaría pronta apenas se indicara la necesidad de su auxilio.
Sor Silenciaria formaría parte de ella, conceptuando la hermana iniciadora que por su taciturnidad se contraería con mayor eficacia que otras enfermeras a la cura de los heridos.
Aunque esta religiosa manifestaba siempre tener mucho temor al espíritu maligno, por lo cual se encerraba días enteros en su celda a pretexto de penitencias voluntarias, miedo que podría aumentarse ahora que ese espíritu equitaba en un hipogrifo, sor Mercedes había llegado a imaginarse que la taciturna revelaría ejemplar celo en los hospitales de sangre, y que era conveniente ofrecerle la ocasión de distinguirse.
Conociendo las excelentes aptitudes de la conversa Marcela para este género de servicios, la hermana solicitó de sor Vicenta el concurso de esa útil colaboradora en obras de caridad; pero supo por ella que la lega habíase retirado del convento hacía algún tiempo, constándole que estaba colocada en casa particular, cuyas señas le indicó.
Lejos de desistir, sor Mercedes fué en su busca, encontrándola en dicha casa, en calidad de ama de llaves.
Oído el propósito, se rehusó con sentimiento, agregando que por distintas razones hubiese sido para ella una gran satisfacción acompañarla.
Su señor estaba ausente. Un día después de hacerse cargo de su puesto, él le dijo que quedaba al cuidado de su casa, en compañía de un matrimonio de hortelanos a quienes venía dispensando favores desde meses atrás, y que atendían el jardín y la huerta.
No le previno cuándo volvería.
Por la tarde, Cirilo, que era su sobrino, trajo los caballos, y partieron juntos.
Cirilo le dijo, al despedirse de ella, que el viaje sería tal vez un poco largo, porque don Ricardo iba a arreglar asuntos muy importantes lejos de Montevideo.
Dado el compromiso contraído por Marcela, la hermana no insistió, y tornó al convento.
De paso por el claustro, encontróse con Minés y Amelia, que se dirigían a la capilla con sus devocionarios.
Detúvose a saludarlas, y les manifestó su contrariedad por lo que le sucedía.
Como todas se afanaban en contribuir al objeto piadoso, prometieron hacer empeño para hallarle la auxiliar, y hasta avanzó Amelia tenerla ya casi segura, por tratarse de una lega a quien ella mucho quería, llamada Dionisia.
La hermana agradeció, y siguió para departir con la superiora.
Cuando sor Mercedes hizo el relato de su gestión infructuosa, citando nombres propios y la casa en que servía Marcela, quizás sin intención ni cálculo ulterior, Minés se puso sobre sí, y recuerdos aun recientes acudieron en tropel a su memoria.
¡Qué raras coincidencias!
Algún tiempo había pasado desde su entrevista con Ricardo, que en vano luchaba por olvidar. Por primera vez oía su nombre en el convento, y en boca de una religiosa austera. Luego, Marcela. . . ¡de ama de llaves de Valdemoros!
No abrigaba ya dudas. . .
La recompensa había sido digna del servicio.
Las cartas que aparecieron dentro de su pasionario, el recato guardado siempre por la lega, al punto de no acercarse nunca a ella, su salida del monasterio poco después de aquella tarde melancólica. . . todo lo veía ahora claro, sin sombra alguna de equivocación o de error.
—¡Vamos, Amelia! — dijo con un acento extraño, que jamás le había conocido su compañera.
Y sus labios, muy encendidos, de una tersura impecable, temblaban entreabiertos cual si estuviesen modulando una plegaria secreta.
Ya en la capilla, desierta a esa hora, la novicia miró con atención prolija a ciertos sitios; el coro, la pilastra próxima al altar, los episodios de la vía dolorosa, el cancel de entrada, como si buscase algo, alguna sombra, algún fantasma evaporado en su mente.
Tampoco había notado esto Amelia en ninguna ocasión, pues una vez en el santuario su amiga se concentraba en un profundo recogimiento.
Pusiéronse de rodillas y oraron.
Concluído su ejercicio, volviéronse juntas y silenciosas.
Recién en el claustro, Minés preguntó:
—¿Irá Dionisia?
—Ahora mismo lo sabré.
Y se separaron.
Muy pronto las novicias volvieron a reunirse.
—No puede — dijo Amelia. — Tiene a la madre enferma, y va a pedir licencia para asistirla.
—¡Ah! Ella también tiene sus dolores.
Amelia la miró con terneza.
—¿Qué tienes hoy, Minés?. . .
¿Será porque se acerca el día de nuestros votos?
La joven se estremeció, como si la arrancasen bruscamente de un sueño.
—¡Oh, no! Qué cosas se te ocurren. . . A cada momento estoy pensando en los que están en la guerra, me imagino en lo que han de sufrir. . . ¿No te pasa esto a ti?
—Sí, se me ocurre sin quererlo. . . Pero cuando una ha rezado por todos, ¿qué más queda que hacer? Orar siempre; así la tristeza es menos. . .
—¡Orar! Verdad. . . si orando se olvidase todo lo que una quisiera, y no quedase más que el consuelo. ¿Cuándo estás dormida, Amelia, tú no sientes a veces unos gritos raros en el alma, y que se encoge el corazón, así como si lo apretasen fuerte?. . .
Y la novicia cerraba su manecita hasta no dejar ver uno solo de los dedos.
—No, yo no siento eso — repuso Amelia toda confusa; — sólo que tenga algún pesar grande, de los que vienen sin motivo, y la obligan a una a llorar como una tonta.
En ese instante la figura chata y obesa de sor Silenciaria asomó por el extremo del corredor, sin que el roce de sus anchos zapatos negros sin tacones produjesen el menor ruido sobre las losas.
Con los pliegues de la toca muy ceñidos a la frente, orejas y mejillas, dejaba tan sólo ver una nariz corta y carnuda entre dos ojos verdosos con estrías amarillentas velados por párpados de un violáceo obscuro.
Cargada de hombros y un tanto patizamba, la hermana Silenciaria no carecía, sin embargo, de cierta desenvoltura y agilidad en el desempeño de funciones que no exigiesen gran pulcritud y esmero.
Por ser escudriñadora y callada, las conventuales se guardaban mucho en su presencia, pues cuando era preciso hablaba al oído de la superiora cosas que después producían desazones y penitencias.
Se la creía muy amiga de su comodidad, y aunque solía ir a los hospitales, nadie sabía que hubiese asistido tan sólo una noche a un enfermo. Pocas la igualaban para alcanzar frascos y drogas ya preparadas en la farmacia, para arrebujar un poco a los pacientes, y para traer fundas y sábanas limpias del cuarto de planchadoras.
Ahora se entretenía en el convento en cortar vendas y en hacer hilas. Pero se decía que dejaba siempre los deshilaches al comenzar, al punto de no hallarse más de dos docenas de hebras en su canastillo así que por cualquier pretexto suspendía la tarea.
Las novicias, que ya habían concluído la suya, se encargaban espontáneamente de complementar el esfuerzo de la hermana taciturna.
Luego, ella decía que al ahorrarle ese trabajo la habían despojado sin consulta de una parte de su deber, por lo cual se impondría algunas horas de castigo disciplinario.
Si reaparecía, era para ocuparse de doblar gasas y reunir copos de algodón en cajas listas al efecto, y que debían remitirse a los hospitales de sangre por intermedio de hermanas enfermeras o de la cruz roja.
Un acto de grande abnegación se elogiaba en ella; y era el de haberse decidido a acompañar a sor Mercedes en la primera excursión que realizara a la campaña, y cuya fecha debían determinar los sucesos.
Así que la vieron llegar las novicias, le abrieron paso respetuosas.
Sor Silenciaria pasó, paladeando una jaculatoria, sin dejar en pos más que un zumbido sordo de grueso coleóptero acorazado.
Cuando estuvo bien lejos, las jóvenes reanudaron su diálogo.
Pero esta vez para lamentarse de que el jardín y el huerto estuviesen ya en esqueleto con los avances del invierno.
¡Qué días sombríos
Y divagando sobre detalles frívolos, caían al fin en el tema obligado, el preferente en todas las conversaciones, ejercicios espirituales y ceremonias sagradas, que era el de guerra con su séquito de horrores.
¡Cuántos habrían caído para siempre, y qué sería de los heridos al raso entre lluvias y aires helados!
Las pocas noticias que entraban al convento presentaban las cosas de un modo terrible; los combates eran frecuentes y en cada uno de ellos se perdían vidas preciosas.
—¿Tú tienes hermanos en la guerra? — preguntó Minés emocionada.
—No lo sé — dijo Amelia. — Tiemblo de pensar que se hayan ido. Esto de no saberlo todo, es insoportable.
—¡Qué angustia! Sí. . . insoportable. . .
Yo te quería expresar esto mismo, hace un momento; hablarte de penas que se sienten cuando una está sola, y se despierta inquieta. . .
Una sabe por qué, ¿no es cierto? — añadió Minés exaltándose un poco, impelida sin duda por un ansia de expandirse que le ahogaba el corazón. — Los sufrimientos de otros se parecen a esos gritos que una oye en el sueño. . . ¡Son como voces que llaman tristes. . . que vienen de lejos, y no se callan!
Dijo esto último la novicia con tal vehemencia, que Amelia volvió a alarmarse.
—Tú te afliges demasiado por cosas que no se conocen — balbuceó blandamente. — Cualquiera supondría que tenías el ser más querido en esta guerra espantosa y que le veías ya morir.
Al escucharla atenta, Minés sintió una punzada aguda en el seno que soportó con todo el heroísmo de su fe; y repuso esforzando una sonrisa:
—Alucinaciones mías, sospechas que me vienen de pronto, y lo presentan todo de duelo. . . ¡No hagas caso! Yo no tengo hermanos varones. Mi padre es viejo y no quiere mal a nadie. Ya ves que no hay motivo. . .
Es por lo que otros sufren que a mí me duele sin poderlo remediar.
—¿Quieres que recemos otra vez? Tú sabes que eso nos conforta.
—Bueno; pero, ¿en mi celda?. . .
—Sí.
—Allí estamos solitas. . . nadie nos oirá.
Y a paso tardo, impregnadas las dos de melancolía, marcharon juntas enlazadas de las manos, para reiniciar sus coloquios y meditaciones sagradas ante la pequeña imagen que Minés veneraba en su celda.
Concluídos estos ejercicios, y al parecer reposadas y tranquilas, las novicias se miraron con aire satisfecho.
Luego, Amelia, llena de pueril curiosidad, se dirigió al lienzo, exclamando:
—¿Por qué lo tienes cubierto, Minés?. . .
Y apartó el cortinado.
Su sorpresa fué grande cuando vió que el Nazareno había desaparecido.
E interrogó atónita con los ojos a su compañera.
Esta quedó muda, con la mirada fija en el fondo obscuro del lienzo, cual si por su parte contemplase la imagen cuya desaparición asombraba a Amelia.
Rompió el silencio diciendo con acento amargo:
—Se fué. . . ¡Yo sola tuve la culpa de que se fuera!
—No te entiendo.
—Pues sí — continuó Minés, como embargada por una preocupación seria.
Una mañana me imaginé que él me decía con los ojos que no era Jesús, y lo borré de dos brochazos. Después me ha parecido un poco raro esto que he hecho. . .
—Y a mí también. ¡Era tan hermosa la cabeza de tu Redentor! ¿No te confesaste después?
—¿Confesarme? No. . . no había motivo. Todo fué un capricho mío que debo corregir, dice mi maestra, pintando otro busto más a mi deseo.
—De ese modo se te puede perdonar. ¿Y cuándo lo empiezas?
—¡Ah, no sé! Estas desgracias que a todos nos afligen, me quitan el ánimo por ahora.
En vez de entregarme a la pintura y al armonio, quisiera ayudar a aliviar y a consolar. . .
Amelia, un poco pensativa, observó, revelando secreto anhelo:
—Yo te acompañaría muy gustosa. Creo que pronto sucederá, porque he oído decir a la superiora que traen muchos heridos y enfermos a Montevideo.
—Mejor sería que no sucediese. Pero ya que eso no tiene enmienda, ¿para qué estamos nosotras? Es tan dulce creer que una sirve para alguna cosa útil. . . ¿Vendrás conmigo, Amelia?
—¡Ay, sí!
—Verás cómo, aun sufriendo, gozamos. . .
Ya que sólo vivimos para llorar, nos mirarán con un poquito de simpatía, ellos que así desafían la muerte sin acordarse de los corazones que se retuercen de dolor. . . Y les preguntaremos por los que quedan. . . Sí, por los que no han venido. . . Por tus hermanos, si están en el peligro; y por otros aunque no sean de la familia, pues todos merecen nuestro afán piadoso, nuestro recuerdo, nuestras lágrimas, ¿verdad?. . .
Estas últimas palabras de Minés salieron como encadenadas con un sollozo irreprimible.
Amelia, que la oía en suspenso, se arrojó en sus brazos, y la estrechó llorando.