Danica le miró fijamente.
–¿Que quieres que sea tu pareja? ¿Aquí? ¿En esta fiesta?
Con un gesto, Danica señaló a los invitados, con sus elegantes trajes, indicó los cuadros que colgaban de las paredes, las botellas de champán francés… Y, después, se señaló a sí misma, con ese sencillo vestido que había comprado en unas rebajas dos años atrás.
–¿Yo?
Luke se encogió de hombros.
–Ahora mismo no tengo otra elección.
Danica estaba a punto de decirle cuatro cosas cuando vio que Luke estaba conteniendo la risa.
–Muy gracioso –dijo ella.
Ambos se echaron a reír. Los dientes de Luke brillaron, en contraste con su bronceada piel.
–¿En serio quieres que me quede en la fiesta?
Luke asintió, despacio, significativamente.
–Sí, quiero que te quedes.
Su antigua jefa, Johanna, le había hablado mucho de la fiesta de la Sociedad de la Península, la Noche de Montecarlo. Había mencionado la exquisita comida, los vestidos de diseño y las subastas en las que los millonarios participaban y competían unos con otros.
Y ahora… ella estaba allí. Miró a su alrededor y una de las camareras, fijando los ojos en ella, hizo una mueca, se dio media vuelta y ofreció champán a otros invitados. Ese era el mundo de Luke, el de él y el de la esposa que quería encontrar. Pero no era su mundo, incluso las camareras se daban cuenta de ello.
Ese tipo de fiestas era algo normal para Luke, pero para ella era algo inalcanzable, propio de las películas. Sería mucho mejor no hacerse ilusiones, no soñar con imposibles. Una cena y un beso habían hecho estragos en ella. ¿Esa noche, en esa fiesta, en compañía de Luke? Jamás lograría volver a la realidad.
–Muchas gracias por la invitación, pero creo que será mejor que vuelva a la oficina. Tengo mucho que hacer para el poco tiempo del que dispongo.
La sonrisa de él se desvaneció.
–Como quieras. No obstante… –la mirada soslayada que Luke le lanzó hizo que le diera un vuelco el estómago.
–¿Sí? –Danica se humedeció los labios con la lengua. ¿Se acordaba Luke del beso?
–¿Qué historia les cuentas a las posibles candidatas? –preguntó Luke con los ojos fijos en su boca–. Y… ¿qué clase de acontecimiento es este?
–Es una fiesta de recaudación de fondos –respondió ella.
–Exacto. Mi futura esposa tendrá que relacionarse con la gente involucrada en las obras de beneficencia de esta zona, Bay Area, y sus donantes –Luke señaló las mesas de juego–. Los mayores donantes están aquí esta noche. Como jefe tuyo y cliente, te aconsejo que te quedes en la fiesta con el fin de familiarizarte tanto como puedas con esta gente para así, cuando hables con las candidatas, sepas de qué hablas. Se trata solo de trabajo –concluyó Luke con expresión impasible.
–Trabajo –repitió ella.
Por supuesto. ¿Qué otra cosa había imaginado que pudiera ser? Los cuentos de hadas eran pura fantasía.
–¿Qué otra cosa podría ser? –dijo Luke desafiándola con la mirada.
Si Luke no iba a mencionar el beso, ella tampoco lo haría.
–Tienes razón, mi trabajo consiste en buscarte una esposa que se encuentre cómoda en fiestas como esta –declaró Danica en tono profesional.
–Por fin lo has entendido –Luke vació su copa de champán–. Por lo tanto, necesitas quedarte para realizar tu trabajo con la mayor eficiencia posible.
–Lo que tú digas.
La expresión de Luke se relajó, lo que le hizo imposiblemente atractivo. Lo que más le gustó fue la calidez del brillo de sus ojos azules, que encendió una llama en su vientre.
Luke dejó la copa vacía en la bandeja de un camarero que pasó por su lado y agarró dos copas llenas. Le ofreció una. Ella la aceptó asintiendo con la cabeza y bebió.
–Bueno, ¿cuál es el plan? –preguntó Danica.
–Vamos a acercarnos a las mesas de juego. Solo por exigencias de la investigación, por supuesto.
–Por supuesto –respondió ella–. Bien, adelante.
Luke la condujo a la zona en la que los organizadores de la fiesta habían colocado las mesas de juego en filas largas a lo largo de la zona con vistas a los jardines. Otros invitados habían tenido la misma idea y los asientos estaban siendo ocupados rápidamente.
–Elije un juego –dijo él indicando con la mano varias mesas.
Danica paseó la mirada por las superficies de fieltro verde. Aunque no era una amante del juego, ahora que se le había presentado aquella ocasión, ¿por qué no aprovecharla?
–La ruleta –dijo Danica.
Luke arrugó el ceño.
–¿Qué pasa? –le preguntó ella–. ¿No te gustan las cosas que dan vueltas?
Luke se encogió de hombros y, poniéndole una mano en la espalda, la condujo hacia la mesa con ruleta más próxima. A pesar del tejido de algodón del vestido, la mano de él le quemó la piel.
–Hay, aproximadamente, un cuarenta y siete por ciento de probabilidades de ganar una apuesta a números rojos o negros, pero la recompensa es muy baja también. En lo que más se gana es apostando a un número en concreto, pero la probabilidad de que te salga es una entre treinta y ocho. Eso, por supuesto, si la mesa no está amañada –dijo Luke.
Danica se detuvo bruscamente y eso hizo que una pareja estuviera a punto de chocarse con ellos. El hombre le lanzó una mirada de censura, que se tornó en una expresión de respeto al ver quién era su compañero.
–¿Cómo demonios sabes eso? –preguntó Danica.
–Hay treinta y ocho números en una ruleta americana, treinta y siete en la europea. No hay que ser un genio para calcular las probabilidades.
Danica hizo una mueca.
–No me refería a tus habilidades matemáticas, sino a cómo sabes tanto sobre el juego de la ruleta. ¿Juegas con frecuencia?
–Cuando arriesgo dinero, prefiero hacerlo en circunstancias más fáciles de controlar.
–Eso no explica que conozcas tan bien las estadísticas.
–A los diez años me regalaron mi primer ordenador. Cuando quise sustituirlo por uno nuevo, más potente, mi padre quiso darme una de esas esporádicas lecciones sobre la vida y me dijo que me lo tenía que comprar yo, aunque no me dijo cómo conseguir el dinero que necesitaba. Fue por eso por lo que creé una cuenta en una página web de juego, utilizando la tarjeta de crédito de mi madrastra –Luke sonrió, rememorando–. Por aquel entonces había menos control en Internet.
Danica sintió los ojos secos. Estaba tan atontada mirándole que se le había olvidado parpadear.
–¿Te pusiste a jugar con dinero a los diez años?
–A los once. Y solo para conseguir el dinero que necesitaba para comprarme otro ordenador –Luke se quedó pensativo unos segundos–. Bueno, y también equipo accesorio. Pero dejé el juego cuando gané el dinero que necesitaba. Sin embargo, en relación a tu pregunta, me gusta más el póker que la ruleta, requiere cierta estrategia.
–¿Qué dijo tu madrastra al enterarse de que habías utilizado su tarjeta de crédito?
Sus padres la habrían castigado al menos durante un mes si hubiera utilizado una tarjeta bancaria sin permiso. Aunque, por supuesto, a ella no se le habría pasado por la cabeza hacer algo semejante. Nunca les había faltado comida, pero a su familia no les había sobrado el dinero.
–No me dijo nada –respondió Luke–. Me acuerdo que fui a vivir con mi madre porque me enviaron allí el ordenador nuevo. Debió coincidir con el divorcio de mi padre con esa madrastra.
–¿Esa madrastra? ¿Cuántas madrastras has tenido?
–Tres madrastras y cuatro padrastros… hasta la fecha –Luke miró a su alrededor–. Mira, allí. En esa mesa hay sillas vacías, la mesa de la izquierda, al fondo.
Luke la empujó suavemente en esa dirección y Danica le permitió que la guiara mientras asimilaba lo que él le había dicho. No podía imaginar a sus padres separados, y mucho menos con múltiples parejas. Sin embargo, Luke, en total había tenido dos padres biológicos y siete postizos. Ya no le extrañaba que se mostrara tan cínico respecto al matrimonio.
Se sentaron a la mesa de la ruleta, al lado de una mujer con tantos brillantes en el cuerpo que parecía una joyería ambulante. La mujer arqueó las cejas al mirarla a ella; después, al clavar los ojos en Luke, sonrió.
Luke dio un trozo de papel al crupier y recibió dos series de fichas en dos montones.
–Toma –dijo Luke pasándole la mitad de las fichas a ella–. Al apostar, te recomiendo el sistema D´Alambert. Empieza apostando poco y apuestas sencillas, al rojo o al negro. Aumenta la apuesta cuando pierdas y rebaja la apuesta después de ganar. Al final, saldrás ganando.
Luke apostó una ficha al negro.
Danica asintió y eligió una ficha de diez dólares. La estrategia que Luke le había sugerido parecía muy propia de él: inteligente y prudente, con el objetivo de minimizar las pérdidas y maximizar las ganancias. Pero al ir a colocar la ficha, se echó atrás. Entonces, agarró todas las fichas y apostó por el número tres.
–¿Qué haces? –preguntó Luke, quedándose boquiabierto.
–Apostar.
–Yo no te aconsejaría hacer eso. Las probabilidades…
–Sí, ya lo sé, ya me lo has dicho, una de treinta y ocho.
El crupier tiró la bola y giró la ruleta.
–Puedes cambiar la apuesta si quieres, todavía estás a tiempo –dijo él.
–No. Todo o nada –respondió ella.
Danica cruzó los dedos. A su lado, la expresión de censura de Luke era evidente, tenía los labios apretados y los hombros tensos.
Pero, a veces, una persona tenía que arriesgarse. Sus padres se habían arriesgado al abandonar su país natal e ir a los Estados Unidos. Ella se había arriesgado al trasladarse a California sin conocer a nadie. Y, el mayor riesgo de su vida hasta el momento, había sido aceptar el trabajo de buscarle una esposa a Luke. No obstante, no cambiaría por nada en el mundo el tiempo compartido con él.
La bola corrió por la ruleta. Ella contuvo la respiración y…
–El tres, rojo. Impar –declaró el crupier.
Después de pagar las apuestas menores, el crupier comenzó a añadir fichas a las que ella tenía. Cuando acabó, Danica no sabía qué hacer con tantas fichas.
–Y ahora… ¿qué sugieres que haga? –le preguntó a Luke–. He ganado, así que, ¿debería apostar menos ahora?
Danica, mirándole a los ojos, le sonrió.
Fue un error. Creía que a Luke quizá le hubiera sentado mal haber desoído su consejo; sin embargo, lo que vio en la expresión de Luke fue admiración. Y eso le causó una profunda turbación.
–Le has echado mucho valor –dijo él con voz grave.
Danica apartó los ojos de él y manoseó las fichas.
–Podrías haberlo perdido todo –insistió Luke.
–Pero no ha sido así, ¿verdad?
–Has tenido suerte –replicó él–. Pero ha sido…
–Sí, lo sé, he apostado sin tener en cuenta la ley de las probabilidades. Pero, a veces, hay que arriesgarse.
–Eso está bien tratándose de dinero falso. Pero en la realidad no es aconsejable.
Danica tuvo la impresión de que Luke no estaba hablando del juego de los casinos, pero prefirió dejarlo estar y agarró una ficha de quinientos dólares.
–Toma, arriésgate, pon la ficha en un número –dijo ella con una amplia sonrisa.
Luke, mirándola a los ojos, agarró la ficha. Sus dedos se rozaron, una corriente eléctrica le subió por el brazo. Sin embargo, en vez de apostar, Luke se metió la ficha en el bolsillo de la pechera de la chaqueta del esmoquin, sobre su corazón.
–¿Tienes hambre? –le preguntó él.
Sí, tenía hambre, pero no sabía de qué. Asintió. Luke se volvió al crupier, intercambió unas palabras con él y, de repente, las fichas de plástico de Danica se transformaron en un recibo en el que había una cifra con muchos ceros. Luke le dio el recibo.
–Voy a volver a darte un consejo: no te lo juegues todo a un número; aunque, por otra parte, puede que hagas quebrar la banca.
Danica dobló el recibo y se lo metió en el bolsillo del vestido.
–Es verdad, tienes razón. Probablemente perdería todo el dinero de un golpe. Pero eso es lo que lo hace interesante.
Luke le agarró una mano y se la colocó en su propio brazo, sin siquiera mirarla. Automáticamente, había asumido que ella le seguiría adonde fuera que quisiera llevarla. Algo que, tratándose de otra persona, la habría enfurecido. Pero, con Luke, lo aceptó como algo natural.
Luke la sacó a la terraza en la que varios de los mejores cocineros de San Francisco habían preparado mesas con comida.
–¿Te resulta interesante perder?
Danica se echó a reír.
–No, perder me aterra. Pero a veces, en noches como esta, no sé… ¿No te pasa a ti que, de vez en cuando, quieres que algo te sorprenda, o correr algún riesgo, hacer algo sin saber adónde te va a llevar?
Luke sacudió la cabeza.
–Cuando abro un libro, lo primero que hago es leer las últimas páginas.
Danica se detuvo, obligándole a parar.
–Eso es terrible.
–Es inteligente. De esa forma, sé que no voy a perder el tiempo si las conclusiones no son satisfactorias.
–¿Y la casualidad? –como la casualidad de encontrarle delante de la puerta de la antigua oficina de Johanna–. ¿Qué hay del destino? ¿Y no crees en la fortuna?
–El destino y la fortuna son excusas que se busca la gente desprevenida. Yo tengo en cuenta las probabilidades y actúo consecuentemente –declaró Luke, y cerró los labios con firmeza.
Danica le miró de soslayo.
–No se puede controlar todo en la vida –dijo ella con voz suave.
Luke no contestó y Danica decidió relajarse y disfrutar.
–¿No es ese Shijo Nagao? –preguntó Danica indicando a un chef que estaba ofreciendo sushi que había preparado. Había una lista de espera de un año para conseguir mesa en el restaurante de Nagao.
Luke miró en la dirección que ella indicaba.
–Sí, creo que sí.
–En ese caso, hasta luego –dijo Danica soltándose del brazo de Luke.
Luke le agarró los dedos.
–¿Vas a abandonar tu trabajo? ¿Por pescado crudo?
–Sushi –le corrigió ella, permitiéndose disfrutar unos segundos el hormigueo que sentía en los dedos–. Un pescado crudo delicioso preparado por un gran chef. Ese pescado es rico en omega tres, vital para el buen funcionamiento del cerebro. Eso me ayudará a realizar mi trabajo –Danica le lanzó una amplia sonrisa, desafiándole a llevarle la contraria.
Luke empequeñeció los ojos.
–¿Qué ha pasado con la mujer no acostumbrada a comidas exóticas?
–A esa mujer le gusta el pescado.
–Pescado servido con wasabi. Si no te gusta la salsa…
–No, nada de wasabi –declaró ella, estremeciéndose–. No me fío de nada que sea verde y pastoso.
Luke arqueó las cejas, pero sonrió a pesar suyo.
–Si no tuviera amplios motivos para fiarme de tu raciocinio, creo que me cuestionaría nuestra relación.
La palabra relación la hizo temblar de pies a cabeza. No, no debía hacerse ilusiones, Luke estaba hablando de relaciones profesionales.
–¿Cómo puedes comer sushi con wasabi? El wasabi destruye el sabor del pescado –dijo Danica.
–¿Qué? No, nada de eso. El wasabi lo acentúa. Es…
–Ya, deja que lo adivine. Vas a decir que es una reacción química, ¿no? –Danica arqueó las cejas.
–Sí. Hay cosas que encajan, simplemente.
–Estoy segura de que si le preguntáramos a Nagao, nos diría que la gente que pone mucho wasabi en la comida es porque no sabe apreciar las sutilezas de la combinación de sabores elaborados por el chef. Y creo que también nos diría que esa gente no debería comer pescado.
Luke apartó los ojos de la zona donde Nagao servía sushi y la miró a ella.
–¿Eso crees?
Danica asintió.
En ese momento, un camarero que pasaba con una bandeja a espaldas de Danica se tropezó con ella, la empujó y la hizo chocarse con Luke. Ella, inmediatamente, se agarró a él para no perder el equilibrio.
Luke la rodeó con los brazos, sujetándola.
–¿Estás bien?
No. No estaba bien. El pecho de Luke era duro y musculoso, su cuerpo olía a cuero y a cítricos… Pero habría conseguido ignorar todo eso de no ser por cómo la miraba, profundamente, con preocupación.
Los sonidos a su alrededor se disiparon. Las risas, las conversaciones, todo quedaba ahogado por debajo del ruido de los latidos de su corazón. Los brazos de Luke, rodeándola, habían creado un refugio en el que nada fuera del círculo contenido por ellos existía. La preocupación que había visto en la expresión de Luke se tornó en otra cosa, en deseo.
–Danica…
–¿Sí? –susurró ella.
–¿Qué dijiste antes sobre la casualidad?
–Que me gusta –logró responder ella.
Luke Dallas iba a besarla. Y ella quería que la besara. Era lo que más deseaba en el mundo. Otro beso, para el recuerdo. Otro beso, para endulzar sus sueños y sus noches.
Luke sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos. Su mirada permaneció oscura, intensa, lo suficientemente ardiente como para quemarle los labios. Ella alzó la barbilla, ladeó la boca, abrió los labios. Luke le apretó la cintura…
–¡Dallas! –exclamó un hombre a espaldas de Luke–. Vaya, justo la persona con la que esperaba encontrarme esta noche.
El hechizo se deshizo. Luke se enderezó y le soltó la cintura.
–Continuará… –le dijo él en voz baja.
El hombre que se les había acercado extendió el brazo y le estrechó la mano a Luke. Estaba moreno, era alto y tenía cuerpo de nadador. El cabello rubio, a mechones, le caía por la frente. Daba la impresión de ser un hombre que no desentonaría en la portada de una revista especializada en el deporte del surf. Pero quizá se equivocara, quizá ese hombre era un brillante programador o un genio del marketing.
–Me llamo Grayson –le dijo a ella estrechándole la mano con firmeza y dedicándole una amplia sonrisa. Después, se volvió de nuevo a Luke–. Evan dice que la empresa que acaba de montar es única. Yo creo que puede que tenga razón. ¿Qué opinas tú?
–Opino que no sé nada de Evan ni de su empresa –contestó Luke–. Pero… ¿un valor de diez mil millones de dólares? Eso sí que me parece único.
–Me encantaría hablarte de ello –dijo Evan–. Creo que sería muy ventajoso asociarnos con Ruby Hawk, para los dos. ¿Tienes un minuto para hablar de este asunto?
–Gracias, pero tengo un compromiso previo –Luke le ofreció el brazo a ella–. Y ahora, si nos disculpáis… –añadió Luke mirando a los dos hombres.
–Se corre el rumor de que Ruby Hawk está en apuros. Necesitas buenos socios con vistas al futuro de la empresa –dijo Grayson.
–¿Quieres un consejo para tu nueva empresa? Nunca prestes atención a los rumores –dijo Luke con voz tensa.
–Se lo he oído decir a Cinco Jackson. De todos modos, insisto en que me gustaría hablar contigo –dijo Evan.
El brazo de Luke endureció hasta el punto de parecer de acero. Danica se lo soltó.
–Creo que los tres deberíais hablar. Te guardaré un poco de sushi –le dijo a Luke.
–Y yo te he prometido una cena –respondió él.
–No te preocupes, soy capaz de procurarme mi propia comida –respondió ella con una sonrisa. Entonces, bajando la voz para que solo Luke pudiera oírle, añadió–: Tengo curiosidad por averiguar qué es lo que Jackson sabe. Si la verdadera razón de tu investigación se descubriera…
Luke se la quedó mirando.
–Te noto preocupada.
Ella asintió, mordiéndose los labios.
–No te preocupes, puedo hacerle frente a Jackson sin problemas –Luke se volvió a los otros dos hombres–. Lo siento, quizá en otro momento. Pero, como veis, tengo un plan mucho más atractivo.
Luke comenzó a tirar de ella.
–Esta fiesta tiene como objetivo recaudar fondos para obras de beneficencia, ¿no? –preguntó Danica, deteniendo a Luke–. Y la subasta es uno de los principales acontecimientos de la fiesta, ¿cierto?
Tres pares de ojos se clavaron en ella.
–Sí, cierto –dijo Evan.
Danica abrió el bolso y sacó el recibo que el crupier le había dado.
–Esto es lo que he ganado, tenía pensado donarlo durante la subasta –Danica enseñó la cifra en el recibo a Grayson y a Evan–. Os concedo media hora de mi tiempo con Luke si prometéis, cada uno, igualar esta cantidad.
–No sabía que estuviera a la venta –dijo Luke con ironía, pero sonriendo.
Danica enrojeció de pies a cabeza.
–Tú ganas –dijo Grayson riendo–. Venga, Dallas, vamos a algún sitio tranquilo para hablar. No quiero que los lobos que merodean por aquí se enteren de lo de la empresa de Evan sin que estemos preparados para ello.
–Eh, no tan deprisa –dijo Danica–. Vuestros cheques, por favor.
–Lista y bonita –le dijo Grayson a Luke–. Sabes elegir a las mujeres. Espero que te ocurra lo mismo con las empresas.
Grayson agarró su cartera y sacó una tarjeta de negocios.
–Aquí tienes. Puja en la subasta la cantidad de dinero que Evan y yo te debemos. Cuando ganes, dale esto al crupier y dile que yo pagaré lo que se deba.
Danica agarró la tarjeta y, con expresión de escepticismo, arqueó las cejas.
–Creo que… –empezó a decir Danica, hasta que vio el apellido de Grayson en la tarjeta, Monk. Monk Partners era una de las empresas de inversión de capital más importantes de Silicon Valley–. Bueno, está bien, de acuerdo.
Luke se acercó a ella y le susurró al oído:
–¿Nos vemos aquí cuando acabe? –ella asintió y Luke se volvió de nuevo a los dos hombres–. Un trato es un trato. Disponéis de treinta minutos.
Danica les vio alejarse. Después, se volvió para ponerse a la cola de la mesa en la que el chef Nagao estaba sirviendo su comida. Justo cuando estaba a punto de tocarle el turno, un hombre con una chaqueta de esmoquin blanca puso en sus manos dos copas de champán vacías.
–Tome, lléveselas –dijo el hombre.
Danica agarró las copas siguiendo un puro reflejo; después, se quedó perpleja.
¿Qué demonios…? Buscó con la mirada un sitio donde dejar las copas, pero no vio ningún lugar apropiado. Por fin, vio a una camarera con una bandeja en la que llevaba platos y copas vacías y se acercó a ella.
–Tome –dijo Danica, ofreciéndole las dos copas.
La camarera la miró de arriba abajo y esbozó una sonrisa burlona.
–Ni hablar, encárgate tú de ellas –respondió la camarera–. ¿Y dónde has dejado la bandeja? –tras esas palabras, la camarera se marchó.
Estaba claro, esa fiesta no era para ella, no pertenecía a ese mundo. En ese momento, vio una mesa apartada con platos sucios, se acercó, dejó las copas y se alejó de allí.
Al volver a la mesa del chef Nagao, vio que este ya había cerrado, había dejado una nota que decía que ya no le quedaba sushi. En ese momento, vio a una mujer con un vestido que había visto en la revista Vogue del mes anterior, la mujer sujetaba un par de platos vacíos y se dirigía directamente hacia ella. Danica, corriendo, se dio media vuelta y bajó las escaleras de la terraza a toda prisa.
Le habría gustado marcharse ya, pero tenía que esperar a la subasta. Lo mejor sería dar una vuelta por los jardines de la mansión para matar el tiempo.
Eligió un camino que atravesaba setos dispuestos formalmente y lechos de flores. Al final del camino, en un recodo formado por unos setos de aproximadamente un metro cincuenta de altura, había un banco de hierro forjado.
Se sentó a descansar y, al cabo de unos segundos, oyó unas pisadas al otro lado del seto. Se levantó para volver a la mansión cuando, de repente, oyó a una persona mencionar a Luke.
–¿Que ha dicho qué? –preguntó un hombre.
Danica frunció el ceño. La voz le resultaba familiar.
–No ha sido Dallas, sino la mujer que trabaja para él reclutando personal –respondió una mujer.
Esa voz sí la reconoció. Felicity. El hombre debía ser Cinco Jackson.
–No lo has entendido. La cuestión es que es ilegal preguntar por el estado civil en una entrevista de trabajo.
A Danica se le heló la sangre en las venas.
–Pero la mujer no fue quien lo preguntó. Me sorprendió tanto que alguien lo supiera que… que acabé confirmándolo.
–Sigues sin entenderlo –dijo Jackson como si Felicity fuera una niña pequeña–. ¿Tiene Dallas algo en contra de contratar a mujeres casadas? ¿Es eso algo que hace por norma?
Danica se llevó las manos a la boca. Tenía que encontrar a Luke a toda prisa. Pero, si se marchaba de allí, Jackson y Felicity la oirían, se darían cuenta de que alguien había estado escuchando su conversación.
–Aquí pasa algo raro, lo sé –continuó Jackson–. Bueno, volvamos a la fiesta. Quiero ver con quién está hablando Dallas y de qué está hablando.
Danica esperó a que Cinco Jackson y Felicity se alejaran. Entonces, agarró el móvil para ponerse en contacto con Luke. En la pantalla vio que tenía un mensaje de él: ¿Dónde estás? El sushi está cerrado.
Danica reflexionó unos instantes. Con la fiesta en pleno apogeo y la subasta a punto de empezar, la entrada estaría relativamente vacía.
Reúnete conmigo en el vestíbulo de la entrada. Tengo noticias.
Cuando Danica llegó al vestíbulo, aminoró la marcha para no resbalarse en el suelo de mármol pulido. Luke estaba al lado de las puertas de la entrada. Al verla, él sonrió, y la sonrisa de Luke la dejó sin respiración.
–Perdone –alguien, a sus espaldas, le tocó el hombro–. Recoje esto, por favor.
Danica se volvió y vio a la camarera que antes la había sonreído burlonamente. Sostenía una bandeja con copas de champán vacías, platos sucios y servilletas arrugadas.
–Lo siento, no soy…
–Tengo que irme, ahora mismo. Toma –la camarera le pegó la bandeja al cuerpo.