La Virgen Recamada

Nací en septiembre de 1523, nueve meses después que los monjes encontraron al niño en la cuna aquella mañana de navidad. Mi padre solía decir que mi nacimiento fue otro milagro. Por ese tiempo tenía cuarenta años y no era joven; había desposado recientemente a mi madre, que era veinte años menor que él. Su primera esposa había muerto al dar a luz un niño muerto después de varios intentos de embarazos, todos los cuales habían fracasado y, puesto que mi padre pudo tener finalmente un hijo, pensó que este hecho era milagroso.

No resulta difícil imaginar el regocijo de la casa. Keziah, mi niñera y preceptora en esos días tempranos, me contaba constantemente acerca de ello.

—¡Misericordia! —recordaba—. ¡Qué banquete! Era como un casamiento. Se podían oler por toda la casa el venado y el lechón. Y había torta de azafrán con aguamiel para todo aquel que la pidiera. Los mendigos venían desde kilómetros a la redonda. ¡Qué tiempos de abundancia! ¡Pobres almas! Subían a San Bruno a buscar albergue por una noche, un bocado para comer y una bendición, y luego a la casa grande por la torta. Y todo gracias a ti.

—Y al Niño —le recordé, ya que muy pronto me había enterado del milagro de San Bruno.

—Y al Niño —convino ella. Cada vez que hablaba del Niño, una sonrisa especial le iluminaba la cara y la embellecía.

Mi madre, cuyo mayor placer era ocuparse de su jardín, me llamó Damask en honor a la rosa que el doctor Linacre, el médico del rey, había introducido en Inglaterra ese año. Comencé a crecer consciente de mi propia importancia, ya que los intentos de mi madre por tener más hijos se vieron frustrados. En los cinco años que siguieron se produjeron tres abortos. Fui una niña mimada, cuidada y protegida.

La gran casa con su estructura de madera y sus techos empinados había sido construida por el padre de mi padre; era cómoda, con su gran salón, sus numerosas alcobas y habitaciones de recepción, su sala de invierno y sus tres escaleras. En el ala este había una de piedra en espiral, que conducía a los dormitorios en las buhardillas ocupados por nuestros sirvientes y había, además, la mantequería, el calefactor, la lavandería, la panadería y los establos. Mi padre poseía muchas hectáreas que eran labradas por hombres que vivían en su propiedad y también había animales, caballos, vacas, cerdos. Nuestra tierra lindaba con la de la abadía de San Bruno y mi padre era amigo de varios hermanos seglares, ya que una vez había estado a punto de convertirse en monje.

Entre la casa y el río se encontraban los jardines que mi madre tanto apreciaba. Allí cultivaba flores durante la mayor parte del año, iris y lirios atigrados; lavanda, romero y rosas, desde luego. La rosa de Damask era, sin embargo, su favorita.

El césped era parejo y hermoso; el río lo conservaba verde y tanto ella como mi padre amaban los animales. Teníamos nuestros perros y también nuestros pavos reales; cuántas veces nos reíamos de los pájaros vanidosos que pavoneaban sus hermosas colas mientras las hembras, mucho menos llamativas, seguían a la vera de sus amos y señores. Uno de mis primeros recuerdos es el de haberlos alimentado con los guisantes que tanto les gustaban.

Siempre me deleitaba sentarme sobre el muro de piedra y contemplar el río. Cuando lo miro ahora me sugiere serenidad y perfecta paz, más que cualquier otra cosa. Y creo que en esos días en mi hogar feliz no era totalmente ignorante del profundo sentido de seguridad, si bien entonces no lo apreciaba: no era lo bastante sensata como para hacerlo, sino que lo daba por sentado. Pero muy pronto iba a verme sacudida de mi complaciente juventud.

Recuerdo un día cuando tenía cuatro años. Me gustaba contemplar los barcos navegando a lo largo del río y como mis padres no podían negarse a sí mismos el placer de consentirme, mi padre me llevaba a menudo a la orilla del río; me estaba prohibido ir allí sola porque les aterraba que pudiera ocurrirle algún accidente a su única hija adorada. Él se sentaba sobre el murete de piedra y yo me ponía de pie sobre él. Me rodeaba con un brazo y señalaba los barcos a medida que pasaban. Algunas veces decía: «Es el milord de Norfolk», o «Esa es la barca del duque de Suffolk». Conocía levemente a esos señores porque algunas veces se encontraba con ellos a causa de sus negocios.

En aquel día de verano, mientras nos llegaban unas melodías desde una gran barca que navegaba río arriba, el brazo de mi padre me estrechó. Alguien tocaba un laúd y se oían cantos.

—Damask —dijo en voz baja como si pudieran escucharnos—, es la barca real.

Era bella, la más grande que había visto. La adornaba una hilera de banderas de seda; era de colores alegres y vi gente en ella; el sol se reflejó en las alhajas de sus jubones haciéndolas brillar.

Pensé que mi padre iba a alzarme para regresar a la casa.

—Oh, no —protesté.

No pareció escucharme, pero me di cuenta de su vacilación y me pareció diferente de su habitual manera de ser, fuerte e inteligente. Pequeña como era, sentí un cierto temor.

Se puso de pie, sosteniéndome más firmemente aún. La barca estaba muy cerca ya; la música era bastante fuerte. Escuché el sonido de risas y entonces reparé en un hombretón de barba pelirroja y una cara que parecía enorme, tocado con una gorra que brillaba con joyas; también relucían gemas sobre su jubón. A su lado había un hombre con una túnica granate.

Mi padre se quitó el sombrero y permaneció descubierto. Me susurró:

—Haz la reverencia, Damask.

Casi no hacía falta que me lo indicara. Sabía que estaba en presencia de una criatura semejante a un dios.

Mi reverencia pareció ser un éxito, ya que el gigantón rio amablemente y saludó con una mano reluciente. La barca pasó; mi padre respiró más libremente, pero permaneció con sus brazos fuertemente apretados alrededor mío, contemplándola.

—Padre —exclamé—, ¿quién era?

—Mi niña —respondió—, acabas de ser reconocida por el rey y el cardenal.

Había captado su excitación. Quise saber más acerca de ese gran hombre. De manera que era el rey. Había oído acerca del él; la gente pronunciaba su nombre con voces apagadas. Lo veneraban, lo adoraban como se suponía que debían adorar a Dios solamente. Y más que nada le temían.

Ya había notado que mis padres eran cautelosos cuando hablaban de él, pero este encuentro había hallado desprevenido a mi padre. Rápidamente me di cuenta de ello.

—¿Adónde van? —quise saber.

—De camino a Hampton Court. ¿Has visto Hampton Court, mi amor?

¡Hermoso Hampton! Sí, lo había visto. Era grandioso e imponente, más aún que la casa de mi padre.

—¿La casa de quién es, padre? —pregunté.

—Es la casa del rey.

—Pero su casa está en Greenwich. Tú me la mostraste.

—El rey tiene muchas casas y ahora tiene otra más, Hampton Court. El cardenal se la ha dado.

—¿Por qué, padre? ¿Por qué le dio Hampton Court?

—Porque se vio obligado.

—El rey… ¿la robó?

—Calla, calla, mi niña. Eso es traición.

Me pregunté qué era traición. Recordaba la palabra pero no pregunté entonces, porque me interesaba más saber por qué el rey le había quitado esa hermosa casa al cardenal. Pero mi padre no me contaba más.

—El cardenal no quería perderla —dije.

—Tienes una mente demasiado adulta sobre esos hombros —expresó mi padre cariñosamente.

Era algo de lo que se sentía orgulloso. Quería que fuera inteligente. Era por eso que a esa temprana edad ya tenía un preceptor, sabía las letras y podía leer palabras simples. Yo sentía el ardiente deseo de aprender, y esto era aplaudido y auspiciado por mi padre, de manera que supongo que era una niña precoz.

—Pero él está triste por haberla perdido —insistí—. Y tú también estás triste, padre. No te gusta que el cardenal haya perdido su casa.

—No debes decir eso, mi queridísima —dijo él—. Cuanto más feliz sea nuestro rey, más feliz debo ser yo como fiel súbdito, y también tú…

—Y el cardenal también —concluí—, porque es súbdito del rey.

—Eres una niña inteligente —observó tiernamente.

—Ríe, padre —dije—, ríe de veras, con la boca y los ojos y la voz. Es solamente el cardenal quien ha perdido su casa… no nosotros.

Me contempló como si yo hubiera dicho algo muy extraño y luego me habló como si fuese vieja y sabia, parecida al hermano John, que a veces venía desde San Bruno a visitarlo.

—Mi amor, nadie está solo. La tragedia de uno podría bien ser la tragedia de todos nosotros.

No comprendí sus palabras. Sabía lo que era tragedia y me pregunté en silencio acerca del significado de la frase. Más adelante pensé cuán proféticas habían sido sus palabras aquel día junto al río.

Cuando tenía cinco años, Kate y Rupert vinieron a vivir con nosotros. Había sido un verano terrible. Llegaban noticias acerca de la peste que azotaba Europa y de los miles de muertos en Francia y Alemania.

El calor era tremendo y la fragancia de las flores era apagada por el hedor que llegaba desde el río.

Supe lo que estaba sucediendo por Keziah. Yo había descubierto que podía enterarme más por ella que por mis padres, que eran siempre prudentes con respecto a lo que yo debía escuchar. Ellos sentían un poco de temor, si bien estaban inmensamente orgullosos de mi precocidad.

Keziah había estado en Chepe y había visto que varias tiendas estaban tapiadas porque sus dueños habían caído víctimas de la enfermedad del sudor.

«El terrible sudor», lo llamaba, y ponía los ojos en blanco cuando hablaba de ello. Se llevaba gente por millares.

Keziah fue al bosque a ver a la madre Salter, a quien todos tenían miedo de ofender y de quien, al mismo tiempo, se decía que tenía remedios para toda clase de males. Keziah se entendía muy bien con ella. Cuando hablaba de la madre Salter, solía sacudir orgullosamente su abundante pelo rubio ensortijado, entornaba los ojos con picardía y sonreía con aire conspirador.

—Es mi vieja abuelita —me confió una vez.

—¿Entonces eres una bruja, Kezzie? —le pregunté.

—Hay quienes me han llamado así, chiquitina. —Simuló tener garras en las manos y se abalanzó sobre mí—. De manera que más vale que seas buena o iré por ti. —Yo chillé con la alegría que Keziah me provocó y fingí asustarme.

Con su risa a veces socarrona, a veces tierna y cariñosa, Keziah era la persona que más me atraía en la casa. Fue ella quien me habló por primera vez del milagro y un día que nos encontrábamos paseando me dijo que si me portaba bien podría enseñarme al Niño.

Habíamos llegado al muro donde nuestras tierras lindaban con las de la abadía. Keziah me alzó.

—Siéntate en silencio —me ordenó—. No te atrevas a moverte. —Luego trepó ella a mi lado—. Este es su lugar favorito —dijo—, bien puede ser que lo veas hoy.

Tenía razón. Lo vi. Vino a través del pasto y miró directamente hacia nosotras dos, encaramadas sobre el muro.

Su belleza me impactó, si bien no lo noté entonces; todo lo que sabía era que quería seguir mirándolo. Su cara era pálida, sus ojos del más asombroso azul oscuro que jamás había visto y el pelo se le rizaba alrededor de la cabeza. Era más alto que yo, y ya a esa edad irradiaba un aire de superioridad que me intimidaba.

—No parece santo —susurró Keziah—, pero es demasiado joven para que se note.

—¿Quién eres? —me preguntó él, arrojándome una fría mirada.

—Damask Farland. Vivo en la casa grande.

—No deberías estar aquí —respondió el niño.

—Bueno, querido, tenemos derecho a estar aquí —replicó Keziah.

—Estas son las tierras de la abadía —contestó el chico.

Keziah rio por lo bajo.

—No donde estamos. Estamos sobre el muro divisorio.

El chico tomó una piedra y miró a su alrededor, como si quisiera ver si sería observado si nos la tiraba.

—¡No lo hagas! —exclamó Keziah—. Nadie pensaría que es santo, ¿verdad? Sin embargo lo es. Solo que la santidad no se revela hasta que crecen. Algunos santos han sido chicos muy traviesos. ¿Sabías eso, Dammy? Está en algunas de las historias. Más tarde aparecen sus halos.

—Pero este nació santo, Keziah —susurré.

—¡Tú eres mala! —exclamó el chico, y en ese momento uno de los monjes se aproximó caminando a través del césped.

—¡Bruno! —llamó el monje. Entonces nos vio sobre el muro.

Keziah le sonrió de forma extraña, pensé, ya que después de todo era un monje con hábito, no uno de los seglares que salían de la abadía y se mezclaban con el mundo.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó, y pensé que Keziah iba a dar un salto, me bajaría y correríamos, ya que él estaba evidentemente muy alterado de vernos.

—Estoy mirando al Niño —contestó Keziah—. Es muy bonito.

El monje pareció consternado por nuestra malicia.

—Soy yo solamente y la chiquitina —dijo Keziah, con aquella sencillez suya que hacía que todo fuera menos serio de lo que los demás trataban que fuese—. Iba a tirarnos una piedra.

—Eso está mal, Bruno —indicó el monje.

El chico levantó la cabeza y repuso:

—No tendrían que estar aquí, hermano Ambrose.

—Pero tú no debes tirar piedras. Sabes que el hermano Valerian te enseña a amar a todo el mundo.

—No a los pecadores —dijo el Niño.

Me sentí muy perversa entonces. Era una pecadora. Él lo había dicho y él era el Niño Santo.

Pensé en Jesús que había estado en su cuna el día de navidad y en lo diferente que debía haber sido. Era humilde, me había dicho mi madre y había tratado de ayudar a los pecadores. No podía creer que hubiera deseado tirarles piedras alguna vez.

—Se le ve muy bien, hermano Ambrose —expresó Keziah. Daba la impresión de estar hablando con Tom Skillen, uno de nuestros jardineros, con quien hablaba muy a menudo. Había un pequeño gorjeo al final de su frase que no era exactamente risa, pero que servía los mismos fines, ya que daba a entender que nada era demasiado serio en ninguna situación.

El niño nos contemplaba con intensidad, pero mi atención se fijó sobre Keziah y el monje. Había oído decir que el Niño podría convertirse en un profeta, pero en ese tiempo era simplemente un niño, si bien uno poco común. Yo aceptaba el hecho de que hubiera sido hallado en el pesebre de navidad como aceptaba los cuentos de brujas y hadas que Keziah me contaba; pero la gente adulta me interesaba porque muchas veces parecía ocultarme algo y descubrirlo era para mí una especie de desafío irresistible.

De vez en cuando veíamos a los hermanos seglares por el camino, pero no a los monjes que llevaban una vida de clausura. Yo había oído decir que en los últimos años, cuando se había extendido la fama de San Bruno, el número de hermanos seglares había aumentado. A veces iban a la ciudad, ya que había que colocar los productos de la abadía y tenían que discutir de negocios; pero siempre salían en pares de la abadía hacia el mundo. Las familias adineradas enviaban a sus hijos a la abadía para ser educados por los monjes; los hombres que buscaban trabajo a menudo lo encontraban en la granja, el molino, la panadería o la destilería de la abadía. Había mucha actividad, puesto que no solamente estaba la vida de la comunidad monástica, sino también los mendigos y los viajeros pobres, que siempre recibían comida y albergue por una noche, ya que era una regla que nadie que tuviera estas necesidades se viera despedido.

Pero si bien yo había visto a los hermanos caminar de a dos por los caminos, generalmente en silencio, con los ojos bajos para evitar las visiones mundanas, nunca había visto antes a un monje y una mujer juntos. No sabía qué clase de mujer era Keziah, pero a pesar de mi corta edad, sentía mucha curiosidad en esa ocasión y me sorprendió el desafío y la jocosa falta de respeto que Keziah parecía mostrar hacia el hermano Ambrose. No podía entender como este no la reprendía.

Todo lo que dijo fue:

—No debes mirar lo que no estás dispuesta a ver.

Luego tomó firmemente al Niño de la mano y se lo llevó.

Esperé que el chico mirara hacia atrás, pero no lo hizo.

Cuando se hubieron ido, Keziah saltó hacia abajo y me alzó para bajarme del muro.

Yo parloteaba excitadamente acerca de nuestra aventura.

—Su nombre es Bruno.

—Sí, por la abadía.

—¿Cómo sabían ellos que ese era su nombre?

—Ellos se lo pusieron y está muy bien que así haya sido.

—¿Él es San Bruno?

—Todavía no, eso está por venir.

—Creo que no le gustamos.

Keziah no contestó. Parecía estar pensando en otra cosa.

Cuando estábamos por entrar a la casa, dijo:

—Esa fue nuestra aventura, ¿no es así? Nuestro secreto, ¿eh, Dammy? No se lo diremos a nadie, ¿verdad?

—¿Por qué no?

—Oh, es mejor que no. Promételo.

Lo prometí.

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Algunas veces John y James, dos de los hermanos seglares, venían a ver a mi padre, quien me contó que una vez, hacía mucho tiempo, había vivido en la abadía de San Bruno.

—Pensé que sería monje y viví allí durante dos años. Después de eso retorné al mundo.

—Tú hubieras sido mejor monje que los hermanos John y James.

—No debes decir eso, mi amor.

—Pero tú has dicho que debo decir lo que sea verdad. El hermano John es viejo y se fatiga; Keziah dice que eso significa que tiene el pecho malo. Necesita unas hierbas de la madre Salter. Y el hermano James siempre parece estar muy enojado. ¿Por qué no te hiciste monje?

—Porque el mundo me llamaba. Quería un hogar y una esposa y una niñita.

—¡Como yo! —exclamé triunfante. Parecía ser una razón suficientemente buena para dejar la abadía—. Los monjes no pueden tener niñitas, pero tienen al Niño.

—Ah, pero su llegada fue un milagro.

Siempre me gustaba estar cerca cuando los hermanos John y James nos visitaban. Me repelían a la vez que me fascinaban con sus hábitos mohosos.

Un día que había estado jugando con los perros en el jardín, me sentí repentinamente cansada, de manera que trepé al regazo de mi padre y, de la manera rápida que lo hacen los niños, me quedé dormida.

Cuando desperté, los hermanos John y James estaban sentados en el banco del jardín junto a mi padre, hablando con él, así que permanecí quieta con los ojos cerrados, escuchando. Hablaban sobre la abadía.

—Es curioso, William —dijo el hermano John a mi padre—. La abadía ha cambiado mucho desde el milagro. Es reconfortante hablar y podemos hacerlo contigo, como si no fueras un extraño a la abadía.

—Fue un día triste —prosiguió el hermano John— el que decidiste dejarnos. Pero tal vez hayas sido sabio. Tienes esta vida… ¿Te ha traído la paz que deseabas? Tienes una buena esposa. Tienes tu hijita.

—Me contento con que todo permanezca como hasta ahora.

—Nada permanece estático, William.

—Y los tiempos cambian —dijo mi padre con tristeza—. No me agrada la forma en que cambian.

—El rey es violento en sus deseos. Conseguirá su placer a no importa qué precio. Y la reina deberá sufrir por causa de aquella que viene de Hever a perturbar nuestra paz.

—¿Y qué será de ella, John? ¿Por cuánto tiempo logrará retener su corazón y sus sentidos?

Todos guardaron silencio durante un momento.

Luego el hermano John dijo:

—Había creído que nos volveríamos más espirituales con la llegada del Niño. Recuerdo un día… un día de junio, unos seis meses antes que llegara. Hacía mucho calor y yo había salido al jardín con la esperanza de recibir la brisa fresca del río. Me sentía intranquilo, William. Éramos pobres. Nuestra cosecha se había arruinado el año anterior. Nos veíamos forzados a comprar trigo. Habíamos estado enfermos; no estábamos cumpliendo nuestro cometido. Parecía que, por primera vez en doscientos años, San Bruno caería en la ruina. Permaneceríamos allí y moriríamos de hambre. Y ese día en los jardines me dije: «Solamente un milagro puede salvarnos». No estoy seguro de si oré por ese milagro. Creo que deseé que sucediera un milagro. No lo pedí con humildad, como uno lo hace en oración. No dije: «Santa Madre, si es tu voluntad que San Bruno se salve, sálvanos». Sentía enojo, no tenía ánimo para la oración. Me parece ahora que mi espíritu era atrevido y arrogante. Yo exigía un milagro. Y luego, cuando llegó, recordé ese día.

—Como fuera, tus palabras fueron escuchadas. En pocos años la abadía se ha enriquecido. No temas ahora que Bruno caiga en la ruina. Jamás en su historia la abadía ha sido tan próspera.

—Es cierto, pero aun así me pregunto si no hemos cambiado, William. Nos hemos vuelto mundanos, ¿no es así, hermano James?

James gruñó su asentimiento.

—Hacéis mucho bien a la comunidad —les recordó mi padre—. Lleváis vidas útiles. Tal vez sea más valioso ayudar a los compañeros que encerrarse en la meditación y la oración.

—Había pensado eso. Pero el cambio es notorio. El Niño nos obsesiona a todos.

—Puedo entenderlo —dijo mi padre, apoyando sus labios sobre mi pelo. Me acurruqué más y luego recordé que no quería que supieran que estaba escuchando. No comprendía mucho de lo que hablaban, pero disfrutaba con el tono de sus voces y ocasionalmente entendía algo.

—Rivalizan entre sí para contentar al chico. El hermano Arnold está celoso del hermano Clement porque el muchacho está más a menudo en la panadería que en la cervecería; lo acusa de sobornar al chico con tortas. Casi nunca se observa la regla del silencio. Los oigo susurrar entre sí y pienso que es sobre el niño. Juegan con él. Parece ser una extraña conducta para hombres dedicados a la vida monástica.

—Es una situación complicada. ¡Monjes con un chico que criar!

—Tal vez debiéramos habérselo dado a alguna mujer para que lo cuidara. Tal vez tu buena esposa debiera haberlo tomado y criado aquí.

Me cuidé de protestar a tiempo. No quería al chico allí. Ese era mi hogar, yo era el centro de atracción. Si él venía la gente se ocuparía más de él que de mí.

—Con seguridad que se esperaba que permaneciera en la abadía —dijo mi padre—. Allí fue enviado.

—Dices la verdad. Pero podemos hablarte de nuestras dudas. Hemos ganado en bienes terrenales, pero hemos perdido nuestra paz. Como he dicho, Clement y Arnold comparten esta rivalidad. El hermano Ambrose está intranquilo. Habla de esto con James. Parece ser que no puede resistir esta indulgencia. Dice que el demonio está constantemente a su lado y que su carne domina su espíritu… Mortifica su carne inútilmente. Viola constantemente la regla del silencio. Algunas veces pienso que debiera salir al mundo. Encuentra solaz en el Niño, el cual ama al hermano Ambrose más que a ninguno.

—Ha venido para ser una bendición para todos vosotros.

—Sin embargo, es un niño, con modales de niño. El hermano Valerian lo encontró ayer comiendo tortas calientes que había robado de la cocina. Valerian estaba perplejo. ¡El Santo Niño robando! Luego Clement hizo creer que él le había dado al Niño las tortas, y Valerian lo encontró haciendo un guiño con una especie de complicidad. Ves…

—Travesuras inocentes —dijo mi padre.

—¿Inocente robar…, mentir?

—Sin embargo, la mentira demostró bondad por parte de Clement.

—Nunca hubiera mentido así antes. Se ha engordado. Come demasiado. Pienso que él y el muchacho comen juntos en la panadería. Y en las bodegas, Arnold y Eugene prueban constantemente su cerveza. Los he visto salir enrojecidos y alegres. Y palmearse mutuamente las espaldas, olvidando que una de nuestras reglas prohíbe establecer ningún tipo de contacto físico con otro ser humano. Estamos cambiando, William. Nos hemos vuelto ricos y complacientes con nosotros mismos. No era eso a lo que estábamos dedicados.

—Está bien ser rico en estos días. ¿Es cierto que se han disuelto ciertos monasterios para fundar los colegios del rey en Eton y Cambridge?

—Es cierto, y también es cierto que se habla de reunir los monasterios más pequeños con los más grandes —dijo el hermano James.

—Entonces está bien para vosotros que San Bruno se haya convertido en una de las abadías más poderosas.

—Quizá. Pero vivimos en tiempos de cambio y el rey tiene algunos ministros sin escrúpulos a su alrededor.

—Silencio —exigió mi padre—. Es insensato hablar así.

—Ahí habló el abogado —observó el hermano John—. Pero estoy muy intranquilo, más aún de lo que estuve ese día en que pedí el milagro. El rey está profundamente preocupado por haber tomado conciencia de que desea deshacerse de una esposa que envejece, y llevar a su cama a una que es llamada bruja y sirena.

—No le será concedido el divorcio —dijo mi padre—. Conservará a la reina y la dama continuará siendo lo que es ahora, para siempre, la Concubina.

—Ruego que así sea —acotó el hermano James.

—¿Y habéis oído —continuó mi padre—, que la dama está en este momento enferma de peste y el rey está casi loco de ansiedad ante la posibilidad de que muera?

—Eso evitaría muchos problemas a una buena cantidad de gente.

—¿No rezaréis por ese milagro, Hermanos?

—Nunca más pediré milagros —afirmó el hermano John.

Siguieron hablando de cosas que no comprendía y dormité.

Nuevamente me despertó la voz de mi madre.

Había salido al jardín y estaba evidentemente agitada.

—Malas noticias, William —dijo—, mi prima Mary y su marido han muerto de peste. ¡Oh, Dios mío! Esto es trágico.

—Mi querida Dulce —expresó mi padre—, son realmente noticias terribles. ¿Cuándo sucedió?

—Hace tres semanas, más o menos. Mi prima murió primero, su esposo la siguió a los pocos días.

—¿Y los niños?

—Afortunadamente mi hermana los había enviado con una vieja sirvienta que se casó y vivía a algunos kilómetros de distancia. Es esta sirvienta quien me envía ahora el mensajero. Desea saber qué será de los pequeños Rupert y Katherine.

—Por mi alma —dijo mi padre—, no cabe duda. Su hogar debe ser el nuestro ahora.

Y de esa manera Kate y Rupert vinieron a vivir con nosotros.

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Todo cambió. Parecía una casa llena de niños y yo era la más pequeña, ya que Kate era dos años mayor que yo y Rupert tenía dos más que ella. En un principio yo estaba resentida, luego comencé a reparar que la vida era más entretenida, si bien no tan confortable, ahora que mis primos habían venido.

Kate era bonita aun en ese tiempo en que era un poco regordeta. Tenía pelo rojizo, ojos verdes y piel suave con una salpicadura de pecas en la nariz. Ya era vanidosa con respecto a su apariencia a los siete años y se preocupaba mucho por las pecas. Su madre había usado una loción para pecas, ya que tenía la misma clase de piel delicada y Kate solía robársela. No podía hacerlo ahora. Era más despierta que yo, aguda y astuta, pero a pesar de sus dos años de ventaja, yo la superaba en griego, latín e inglés, que había estado estudiando desde los tres años, hecho que yo sabía que causaba gran satisfacción a mi padre.

Rupert era más tranquilo que Kate; se hubiera pensado que ella era mayor, solo que él era más alto y delgado. Tenía el mismo color de pelo, pero le faltaba el colorido de los ojos verdes, los de él eran casi incoloros, grises algunas veces, ligeramente azules, otras. Yo los llamaba color de agua, ya que reflejaban los colores como el agua solía hacerlo. Se esforzaba mucho por complacer a mis padres, solía pasar desapercibido y era la clase de persona en que la gente no reparaba. Mi padre pensaba que podría estudiar para ser abogado, en cuyo caso iría a alguno de los Colegios de Abogados después de dejar Oxford, como mi padre había hecho, pero Rupert era un enamorado de la tierra. Le gustaba estar en los trigales segando el trigo y acarreándolo, y en esas ocasiones parecía más vivaz que nunca.

Mis padres eran muy bondadosos con ellos. Secretamente se me dijo que debía tratarlos como si fueran mis hermanos y que siempre debía recordar, si por azar iba a maltratarlos, que yo era más afortunada que ellos ya que yo contaba con dos padres cariñosos y ellos los habían perdido.

Kate me dijo que nosotros no éramos gente a la moda. Sus padres habían sido distintos. Su padre iba a menudo a la corte. Me decía, erróneamente según resultó, que Rupert tendría un importante patrimonio cuando llegara a su mayoría de edad y que era mi padre quien se ocupaba de esto, dado que era abogado estaba preparado para hacerlo.

—¿Te das cuenta de que estamos haciéndole un favor al permitirle que se ocupe de nuestros asuntos? —me decía.

Eso era típico de Kate. Ella hacía un favor al aceptar algo.

—Entonces podrá cultivar su propio trigo —comentaba yo.

En cuanto a ella, se casaría, me decía. Nada por debajo de un duque le vendría bien. Tendría una mansión en Londres y suponía que también alguna propiedad en el campo, pero viviría en Londres principalmente, e iría a la corte.

Londres era divertido. ¿Por qué no íbamos más a menudo? Estábamos muy cerca. Era justo río arriba. Todo lo que teníamos que hacer era meternos en un bote e ir allí. Pero rara vez íbamos. A ella misma la habían llevado a ver al gran cardenal cuando iba con gran pompa a Westminster.

¡Qué espectáculo había sido! Kate sabía actuar: tomó mi capa roja, se arrebujó en ella y tomó una naranja sosteniéndola junto a su nariz, mientras se pavoneaba delante de mí.

—¡Soy el gran cardenal! —exclamaba— ¡Amigo del rey!

Así era como caminaba, Damask. Debías haberlo visto. Y alrededor suyo estaban sus sirvientes. Dicen que vive con más pompa aún que el rey. Estaban los portadores de la cruz y los ujieres y milord mismo en carmesí… un rojo mucho más brillante que esta capa tuya. Y su esclavina era de martas y la naranja era para evitarle el olor de la gente. Pero tú no entiendes.

Ella podría haber visto al cardenal con su naranja, le repliqué, pero yo lo había visto con el rey.

Sus ojos verdes relampaguearon ante la mención del rey y después de eso tuvo un poco más de respeto por mí. Pero desde el principio rivalizamos. Siempre estaba tratando de probarme no cuánto más instruida que yo era, ya que le importaba un bledo la instrucción que nuestros preceptores nos tenían que dar, sino cuánto más inteligente y mundana era.

Keziah la admiró desde el primer momento. «¡Misericordia! —solía exclamar—. Los hombres la rondarán como las abejas a la madreselva». Y eso, de acuerdo con Keziah, era la condición más envidiable de una mujer. Yo estaba un poco celosa de los efectos que ella ejercía sobre Keziah, si bien yo era siempre su «Chiquitina», su bebé, y siempre me defendía cuando era necesario contra la deslumbrante Kate.

Pero tras la llegada de Kate, todos los pequeños placeres parecían ser ligeramente menos excitantes. Jugar con los perros, alimentar a los pavos reales, juntar flores salvajes para mi madre y ver cuántas distintas podía encontrar y nombrar, todo eso era infantil. A Kate le gustaba disfrazarse, simular ser otra persona, trepar a los nogales, esconderse allí y arrojar nueces a la gente que pasaba por debajo, así como envolverse en una sábana y asustar a las doncellas. Una vez asustó tanto a una en la bodega, que la pobre muchacha se cayó de la escalera y se torció un tobillo. Me hizo jurar que no diría que ella había sido el fantasma y desde entonces los sirvientes quedaron convencidos de que la bodega estaba encantada.

Siempre había drama alrededor de Kate: solía escuchar por las cerraduras de las puertas lo que la gente decía y luego ella daba su propia versión coloreada; mortificaba a nuestro preceptor y cuando este daba la espalda le sacaba la lengua.

—Eres tan mala como yo, Damask —solía decirme—, porque te reíste. Si yo voy al infierno, también irás tú.

Era un pensamiento terrible. Pero mi padre me había enseñado a ser lógica y yo insistía en que no era tan malo reírse de algo como hacerlo. Kate me aseguraba que era igualmente malo. Le preguntaría a mi padre, decía yo; a lo cual respondía que si lo hacía ella inventaría alguna maldad y juraría que yo era la culpable para que él me echara de la casa.

—Nunca lo haría —decía yo—. Renunció a ser monje para tenerme.

Ella se mostraba desdeñosa.

—Espera que lo sepa.

—Pero yo no hice nada —protestaba con lágrimas.

—Lo diré de manera tal que será igual que si lo hubieras hecho.

—Irás al infierno por ello.

—De todas maneras voy a ir, tú me lo dijiste. De manera que ¿qué importa un poco más de maldad?

Por lo general insistía en que yo la obedeciera. El peor castigo que me podía infligir era despojarme de su presencia excitante y ella pronto descubrió esto. Le encantaba que fuera tan importante para mí.

—Desde luego —le gustaba decir—, eres solamente un bebé.

Hubiera deseado que Rupert estuviera más tiempo con nosotras, pero le parecíamos muy pequeñas. Siempre era bondadoso y muy amable conmigo, pero realmente no quería estar conmigo. Una de las ocasiones en que lo recuerdo más vívidamente fue en invierno, en el momento de las pariciones de las ovejas y en la manera en que salió bajo la nieve, trajo un corderito y se sentó a alimentarlo durante toda la noche. Era muy tierno y yo pensaba en lo bondadoso que era y cómo podría amarlo si me dejara hacerlo.

Una vez mi padre me llevó a la orilla del río, como solía hacerlo antes de la venida de mis primos, y se sentó en el murete. Yo permanecía de pie allí, con su brazo rodeándome, mientras contemplábamos pasar las barcas.

—Ahora la nuestra es una casa diferente, Damask —dijo él.

Supe lo que quería decir y asentí con la cabeza.

—¿Eres tan feliz como antes? —me preguntó.

No estaba segura y él me apretó contra él.

—Es mejor para ti —afirmó. Los niños no deben ser criados solos.

Le recordé la vez en que habíamos visto al rey y al cardenal pasar en la barca real.

—Nunca volvimos a verlos —dije.

—Ni tampoco los veremos —respondió mi padre.

—Kate vio al cardenal con su túnica roja y su esclavina de piel, con una naranja en la mano.

—Pobre hombre, la pompa y la gloria han pasado —dijo mi padre en voz baja.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Y mi padre repuso:

—Lo que el cardenal tenía en exceso y ya no tiene más. Pobre hombre triste, su caída es inminente.

Yo no podía creer que el poderoso cardenal fuera un pobre hombre triste. Iba a pedirle una explicación, pero no lo hice. Le preguntaría en cambio a Kate. Esa era la diferencia en nuestra casa. Kate se había convertido en mi instructora: ya no tenía que pedirle más a mi padre que me explicara las cosas que no sabía.

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Mis primos habían estado con nosotros dos años cuando el cardenal murió y para ese tiempo me parecía que siempre habían estado en mi casa. Por ese entonces tenía siete años y los dos años de tutela de Kate me habían hecho madurar considerablemente.

Yo había trabajado arduamente en mis estudios. Mis preceptores le decían a mi padre que sería bastante erudita en unos años más; él me comparaba con las hijas de su amigo sir Thomas Moro que eran notablemente inteligentes. Yo necesitaba estar por encima de Kate de alguna forma. Ella desdeñaba el latín y el griego. «¿Van a convertirte en duquesa todas tus agudezas y muletillas? ¿Qué son? ¡Apenas citar algo que alguien dijo antes!»

Ella montaba magníficamente y verla allí con su traje de montar verde y el sombrero con la pluma verde levantaba el espíritu como el espectáculo imprevisto de jacintos azules con rocío bajo los árboles o el primer canto del cuclillo. Supongo que otros sentirían lo mismo; siempre se volvían para mirarla y ella solía ignorar las miradas, pero yo sabía por la manera en que sostenía la cabeza y sonreía secretamente que había notado el efecto que producía y disfrutaba con ello.

Le gustaba bailar y lo hacía con una gracia que encantaba a nuestro maestro de baile. Podía tocar el laúd de una manera extraña, sin haber aprendido, que parecía ser más efectiva que mis piezas entonadas y rítmicas. Dominaba la escena, ya fuera en navidad cuando juntábamos muérdagos y hiedra y decorábamos el gran salón o en el Día de Mayo, cuando contemplábamos a la gente del pueblo bailando. Cuando los bailarines Morris venían a la casa ella bailaba con ellos. Le gustaba disfrazarse de Robin Hood y yo tenía que ser la doncella Marian. Siempre me tocaba el papel inferior.

Los sirvientes se reían y meneaban las cabezas ante mistress Kate y Keziah solía decir con su risita ronca: «Esperen… esperen solamente a que mistress Kate sea mujer».

Tenía más libertad que la que tenía antes que ella viniera. Mis padres parecían darse cuenta de que no me podrían mimar para siempre y, a veces, cuando Kate encantaba a todo el mundo yo encontraba la mirada de mi padre sobre mí. Él solía sonreírme y esa sonrisa me decía que yo todavía era y siempre sería la querida de su corazón y nadie, no importaba cuán hermosa y excitante fuera, podría sacarme de mi lugar.

Kate sabía que el cardenal había muerto y me dio su propia versión al respecto.

—Es todo debido a la pasión del rey por Ana Bolena. Está decidido a poseerla y ella dice: «No, no seré tu amante mientras tu esposa no pueda ser». Lo cual demuestra lo lista que es. —Kate alzó las manos como defendiéndose de un amante insistente. Ella era Ana Bolena. En ese momento pude ver que ella se preguntaba si un duque era lo bastante bueno para ser su futuro marido. ¿Por qué no un rey?

—¿Y qué pasa con la reina? —pregunté yo.

Los labios de Kate se distendieron.

—Es vieja y ya no es hermosa. Y no puede darle un hijo al rey.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no qué, idiota? ¿Por qué no es bella? Porque es vieja y es horrible ser vieja. ¿Por qué no puede darle un hijo? No puedo explicarte eso. Eres demasiado pequeña para comprenderlo.

La explicación preferida de Kate cuando no sabía algo era que yo era demasiado niña. Le había señalado eso y había servido para que lo empleara más que nunca. Prosiguió:

—El cardenal trató de detener al rey. ¡Hombre tonto! De manera que… murió.

—¿El rey lo mató?

—En cierto modo. El viejo hermano John le dijo a tu padre que murió con el corazón destrozado.

—¡Qué terrible!

Pensé en ese día en que los había visto juntos en la barca, parados muy cerca, riendo.

—No debió haber contrariado al rey. Fue tonto, de modo que su corazón se quebró. El rey va a divorciarse de la reina y entonces podrá desposar a Ana Bolena y tendrán un hijo que a su vez será rey. Es todo muy simple.

Dije que no me parecía simple.

—Eso es porque tú eres demasiado niña para entender.

Lo que yo sí entendía y lo que ella no podía, era la diferencia en nuestra casa después de la muerte del cardenal. Parecía que una melancolía hubiera recaído sobre ella. A menudo mi padre se veía triste y cuando yo le hablaba sonreía y me atraía contra él como antes, pero me parecía que su alegría era forzada. Parecía estar demasiado alerta y durante las comidas lo encontraba escuchando, como si esperara algún mensajero que no sería bien recibido.

A menudo nos visitaban amigos. La conversación era animada en la mesa durante sus visitas y cuando habían bebido generosamente del vino que mi padre les servía, a menudo hablaban de los asuntos del país. Algo que ocupaba la mayoría de las conversaciones eran «los asuntos secretos del rey». Yo notaba cómo brillaban los ojos de Kate cuando se hablaba de ello y mi padre dijo en una ocasión: «Recordad, amigos, que es asunto secreto del rey y por lo tanto no es para que nosotros lo discutamos o emitamos juicios».

Eso los aplacaba; yo notaba como casi todos ellos miraban furtivamente por encima del hombro e insistían mucho en que por cierto eran cuestiones secretas del rey y que ninguno de sus súbditos debiera intentar cuestionar las decisiones reales.

Sí, era difícil.

Pero tal vez eran el hermano John y el hermano James quienes más intranquilos estaban. A menudo solían venir y sentarse a hablar con mi padre. Yo ya era demasiado grande para acurrucarme en su falda y escuchar. Kate no se interesaba mucho por ellos. Arrugaba su naricita con disgusto y decía: «¡Monjes! Viejos tontos que van a vivir a monasterios y se arrodillan durante horas para rezar. Deben de tener las rodillas bastante doloridas».

De manera que yo no sabía de qué hablaban el hermano John y el hermano James con mi padre, pero creía que sus conversaciones estaban llenas de presagios y me percataba de su intranquilidad, aunque solo momentáneamente, ya que Kate pronto disipaba estas ideas. Para ella la vida era alegre y debía serlo para mí si yo había de compartirla. Ella sabía muchas cosas. Me contó que Jim, el caballerizo principal, que tenía esposa y seis hijos y vivía en una cabaña en nuestra propiedad, se deslizaba al bosque para encontrarse con Bess, una de las doncellas, y que los había visto acostados sobre los helechos.

Le pregunté qué haría al respecto. ¿Se lo contaría a mi padre o a la esposa de Jim?

Entrecerró los ojos.

—No se lo contaré a nadie más que a ti… y tú no cuentas. Me servirá cuando quiera utilizarlo. —Rompió luego a reír. Le gustaba el poder. Quería tener control sobre nosotros como el titiritero lo tenía sobre los muñecos que nos había enseñado en navidad, cuando había venido junto con los cómicos.

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Y luego se interesó por el Niño.

Un día vino hasta mí mientras yo estaba sentada en la huerta, sentada bajo un árbol haciendo mis ejercicios de latín. Era un día hermoso y había decidido que podía trabajar con más facilidad fuera.

—Deja ese libro tonto —ordenó Kate.

—Está lejos de ser tonto, Kate. En realidad, es bastante difícil de leer. Necesito todo mi poder de concentración.

—¡Poder de tonterías! —exclamó Kate—. Quiero mostrarte algo.

—¿Qué?

—Primero —dijo Kate— tienes que jurar que no se lo contarás a nadie. Jura.

—Juro.

—Alza la mano y jura por los santos y la Santa Madre de Dios.

—Oh, Kate, eso suena a blasfemia.

—Jura, o no te cuento nada.

Juré.

—Ahora vamos —ordenó.

La seguí fuera de la puerta, a través de nuestra propiedad hasta el muro que nos separaba de la abadía. La enredadera de hiedra crecía espesa en ciertas partes. En un lugar la apartó y para mi sorpresa descubrió una puerta.

—Me di cuenta de que la hiedra parecía haber sido movida, de modo que investigué —dijo con una risa—. Y así encontré esta puerta. Es dura de abrir. Hay que empujarla. Vamos. Tira conmigo.

Obedecí. La puerta dio un crujido de protesta y luego se abrió. Kate entró a través de ella a la abadía.

Permanecí al otro lado de la puerta.

—No debemos hacerlo. Es violar la propiedad ajena.

Se rio de mí.

—Por supuesto sabía que serías una cobarde. Me pregunto por qué me molesto por ti, Damask Farland.

Inmediatamente traspuse la puerta y al hacerlo, la hiedra volvió a su sitio, cubriéndola. Miré a mi alrededor, suponiendo que la tierra de la abadía sería diferente a las demás. El pasto era del mismo verde suculento y los árboles estaban a punto de dar sus primeras hojas. Nadie adivinaría que estábamos en lo que siempre había parecido ser tierra sagrada.

—Vamos —dijo Kate, y tomándome de la mano me llevó a través del pasto. La seguí a regañadientes. Atravesamos los árboles y repentinamente se detuvo porque habíamos llegado a la vista de las paredes grises de la abadía.

—Mejor no nos acerquemos demasiado. Podrían vernos y descubrir cómo entramos. Podrían clausurar la puerta y yo tengo la intención de volver aquí cada vez que quiera.

Retrocedimos hasta el amparo de los arbustos y nos sentamos sobre el pasto. Kate me observaba, sabiendo exactamente cómo me sentía y que lo que realmente deseaba era volver atrás, porque odiaba estar donde no debía.

—¿Qué dirían los mohosos John y James si nos encontraran aquí? —expresó Kate.

Una voz detrás de nosotros nos sobresaltó.

—Os llevarían a las mazmorras y os colgarían de las muñecas y permaneceríais allí hasta que se os rompieran las manos y cayerais en tierra… muertas.

Nos volvimos y parado detrás de nosotros se encontraba el Niño.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Kate. No saltó sobre sus pies como hice yo. Simplemente permaneció sentada allí con calma, mirándolo.

—¿Me preguntas tal cosa a mí? —replicó el Niño orgullosamente—. Me parece divertido.

—No debieras asustar a la gente —dijo Kate—. Podría ser alarmante.

—En especial cuando se hallan donde no debieran estar.

—¿Quién dice que no? Las puertas de la abadía deben estar siempre abiertas.

—Para aquellos que están necesitados —dijo el Niño—. ¿Eres una necesitada?

—Siempre estoy necesitada… de algo diferente… algo divertido. La vida es muy aburrida.

Me sentí hervir de indignación, ya que me pareció muy desagradecida y me ofendió la referencia a nuestra casa.

—Mis padres son muy buenos contigo —dije—. Si no te hubieran acogido…

Kate soltó una risa burlona.

—Mi hermano y yo no somos pordioseros. A tu padre se le paga bien por manejar nuestras propiedades. Además es algo así como un primo.

El Niño había desviado la vista de Kate hacia mí y yo sentí un extraño júbilo. Pensé en que había sido colocado en la cuna de navidad por los ángeles y en el gran destino que le esperaba.

Permanecía alejado, pareciendo tener conciencia de la diferencia que existía entre él y los mortales comunes. Era una especie de sublime arrogancia. Kate también la tenía, pero la de ella era el resultado de su belleza y vitalidad.

Kate lo abrumaba a preguntas. ¿Cómo era ser un Niño Santo? Quería saber. ¿Recordaba algo del cielo, ya que debió haber venido de allí? ¿Cómo era Dios? ¿Qué había respecto a los ángeles? ¿Eran verdaderamente tan buenos como la gente decía? Eso debía ser muy aburrido.

La estudió con una especie de divertida tolerancia.

—No puedo hablar de esas cosas contigo —dijo con frialdad.

—¿Por qué no? La gente santa debería ser capaz de cualquier cosa. Ser santo no parece ser muy distinto de cualquier otra cosa.

Estaba muy impresionada por él, por mucho que disimulara, y le debía de resultar claro que no podía mortificarlo o atormentarlo como hacía conmigo. Era demasiado serio y, sin embargo, había un brillo extraño en sus ojos que no podía entender. Pensé en eso que había escuchado acerca de las tortas robadas de la cocina.

—¿Tomas lecciones como todos los demás?

Repuso que estudiaba latín y griego.

Le conté que estudiaba con el señor Brunton y a qué nivel había llegado.

—No hemos atravesado el muro para hablar de estudios —se quejó Kate.

Se puso de pie y dio un salto mortal sobre el césped, le gustaba hacerlo y lo practicaba con frecuencia. Keziah lo llamaba «conducta de buscona». Supe que lo hacía para distraer la atención de mí hacia ella.

Ambos miramos a Kate dando saltos mortales. Súbitamente se detuvo y desafió al Niño a que se le uniera.

—No sería decoroso —dijo él.

—Ah —rio Kate triunfantemente—. ¿Quieres decir que no puedes hacerlo?

—Podría. Podría hacer cualquier cosa.

—Pruébalo.

Pareció estar confundido durante un momento y luego tuve la insólita experiencia de ver a la caprichosa Kate y al Niño Santo dando saltos mortales sobre el pasto de la abadía.

—Vamos, Damask —me ordenó ella.

Me uní a ellos.

Fue una tarde para recordar. Cuando Kate hubo probado que podía dar saltos mortales a mayor velocidad que cualquiera de nosotros dos, hizo un alto y nos sentamos sobre el pasto y charlamos. Supimos algo acerca del Niño, que se llamaba Bruno en memoria del fundador de la abadía. Nunca había hablado con otros chicos. Tomaba lecciones con el hermano Valerian y aprendía de plantas y hierbas con el hermano Ambrose. A menudo estaba con el abad, y este tenía un sirviente que era sordomudo, alto como un gigante y fuerte como un caballo.

—Debes de sentirte muy solo en la abadía —dije.

—Tengo a los monjes. Son como hermanos. No estoy todo el tiempo solo.

—Escucha —ordenó Kate con su voz autoritaria—. Volveremos. No digas a nadie lo de la puerta bajo la hiedra. Los tres nos encontraremos aquí. Será nuestro secreto.

Y lo hicimos. Las tardes que podíamos cruzábamos la puerta y muy a menudo Bruno se nos unía. Era una experiencia extraña, ya que por momentos nos olvidábamos de que había aparecido en el pesebre de navidad y parecía simplemente un chico común y a veces jugábamos juntos a bulliciosos juegos en los que Kate destacaba, pero también le gustaban juegos de adivinanzas y era allí donde yo tenía una oportunidad. Él y yo éramos rivales en eso, de la misma manera en que él y Kate lo eran en los juegos que implicaban esfuerzos físicos. No obstante, estaba siempre decidido a ganarnos a las dos, su inteligencia era más aguda que la mía y tenía una fortaleza física que Kate no podía igualar.

Desde luego, decía yo, era de esperar en un Niño Santo.

Rupert, que todavía no contaba quince años, trabajaba más y más en los campos. Podía hablar cabalmente con mi padre de cosechas y animales. Encontraba regocijo en las criaturas recién nacidas y le gustaba compartir esa excitación con otras personas, en especial conmigo.

El tiempo de emparvar era un tiempo feliz; solíamos salir todos a los campos. El mejor tiempo era el de la cosecha, sin embargo; y una vez que estaba todo enfardado y amontonado y los pobres habían terminado de espigar, solía haber una alegre «cena de cosecha». Durante todo el día llegaba desde las cocinas el aroma a ganso asado y a tortas horneándose. Mi madre solía llenar la casa de flores y todo el mundo estaba animado. Kate y yo colgábamos las diminutas espigas que tenían que ser conservadas durante todo el año para traer suerte en la próxima cosecha. Bailábamos luego y Kate se encontraba entonces a sus anchas, pero mi padre quería que Rupert y yo abriéramos el baile de la cosecha.

Por entonces las conversaciones parecían centrarse en la boda del rey con Ana Bolena. Había repudiado a la reina, quien había ido a Ampthill. Bruno solía contarnos mucho más de lo que sabíamos por otros medios, puesto que los frailes que los visitaban llevaban noticias a la abadía.

Un día en que estábamos sentados sobre el pasto manteniéndonos al abrigo de los arbustos para no ser vistos, hablamos acerca de la pobre y triste reina y una vez más él y Kate discutieron.

—La reina Catalina es una santa —dijo Bruno, y siguió describiendo sus sufrimientos.

Me gustaba contemplarlo mientras hablaba. Su cara me parecía tan hermosa: el perfil era firme, orgulloso y sin embargo inocente, y la manera en que el pelo se le rizaba alrededor de la cabeza me recordaba las imágenes de los héroes griegos que había visto.

—Y la reina —insistió Bruno— reprende a sus damas cuando maldicen a Ana Bolena. «Orad por ella», dice. «Tened compasión de ella, porque llegará el tiempo en que necesitará de vuestras oraciones.»

—¡Ella no necesitará sus oraciones! —exclamó Kate—. Es reina de veras, aunque haya muchos que dicen que no lo es.

—¿Cómo puede ser reina cuando ya tenemos otra reina?

—Eso es traición, Niño Santo —dijo Kate burlándose—. Ten cuidado que no te delate.

—¿Harías eso? —le preguntó con intensidad.

Ella le sonrió astutamente.

—¿Crees que no lo haría? Bueno, no te lo diré. Te dejaré adivinarlo.

—Entonces, puesto que no estamos a salvo no hablaremos de estas cosas contigo —aventuré yo.

—Cállate la boca, Niña Tonta. —Me ponía ese mote cuando estaba enojada conmigo, del mismo modo que él era Niño Santo. Los términos expresaban su exasperación o su deseo de burlarse.

—No me ocultarás nada.

—No queremos que nos delates —dije.

—Él está a salvo —indicó señalando a Bruno—. Si cualquiera tratara de dañarlo, la campiña entera se alzaría en armas. Además todo lo que tiene que hacer es realizar un milagro.

—Los santos inocentes fueron asesinados —comenté.

—Esta es una conversación infantil —dijo Bruno altanero—. Y si Kate quiere delatarte, déjala. No se verá a salvo, porque ella habló con nosotros y los delatores rara vez quedan en libertad.

Kate permaneció en silencio y él prosiguió.

—La reina pasa su vida en oración y bordando. Está haciendo un magnífico mantel de altar para la gloria de Dios.

—A ti te podrán gustar los santos —dijo Kate—, pero a mí, no. Son viejos y feos, por eso son santos.

—No es cierto —repuse.

—No trates de ser inteligente, Niña Tonta. —Pero estaba molesta y dijo que debíamos regresar o podrían buscarnos y ¿qué pasaría si nos encontraban? Entonces también hallarían la puerta y ya no sería un secreto y se acabarían nuestros encuentros.

Este era un pensamiento que nos horrorizaba a todos.

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Era mayo y se habían enviado las proclamas indicando que iba a tener lugar una coronación. La reina Ana Bolena saldría desde Greenwich hasta la Torre y después de permanecer allí iría hasta la abadía de Westminster. Sería un espectáculo como rara vez se había visto.

Kate se sentía impaciente con la que calificaba de nuestra familia pasada de moda. Esto era una coronación, mejor que un casamiento, decía. Se juntarían multitudes en las calles y en las márgenes del río para ver pasar a la nueva reina. ¡Y de acuerdo con algunos podía ser un funeral!

Señalé que había habido algunos funerales debido a esta coronación.

—Eso no importa ahora. Yo voy a ver la coronación.

—Mi padre no querría que lo hiciéramos.

Entrecerró los ojos.

—Es traición no ir a la coronación de la reina escogida por el rey.

¡Traición! Era una palabra que la gente temía cada vez más.

Ese hermoso día de mayo en que Ana Bolena iba a comenzar la primera etapa de su coronación, Kate llegó hasta los nogales donde yo estaba leyendo en mi lugar favorito, bajo un árbol. Tenía los ojos encendidos de excitación.

—¡Levántate enseguida —dijo— y ven conmigo!

—¿Por qué? —pregunté.

—No importa por qué. Ven igual.

La seguí, como lo hacía siempre y me condujo a través de un atajo por los huertos hasta la escalera del desembarcadero, y desde allí a una barca donde estaba sentado Tom Skillen, mirando con timidez.

—Tom remará hasta Greenwich —informó Kate.

—¿Mi padre ha dado su permiso?

Tom estuvo a punto de hablar cuando Kate le impuso silencio y afirmó:

—No hay de qué preocuparse. Todo está bien. Nadie puede manejar un bote mejor que Tom.

Me empujó dentro del bote y Tom me sonrió, tímidamente todavía. Pensé que todo estaría bien, porque Tom no nos llevaría a ninguna parte sin el permiso de mi padre.

Empezó a remar rápidamente río abajo y muy pronto pude ver el motivo de la excitación de Kate. Íbamos hacia Greenwich y el río se poblaba más y más de embarcaciones. Yo también me sentía tan excitada como ella al ver tanta actividad. Estaba la gran barca de ceremonias de la ciudad, en la cual iba sentado el lord Mayor, vestido de rojo con una gruesa cadena de oro alrededor del cuello, y estaban todas las compañías y cofradías en sus distintas barcas. El sonido de música llenaba el aire y se oían risas y charlas de las embarcaciones más pequeñas. Se podían oír a la distancia los disparos de salva.

—Pronto veremos a la reina —murmuró Kate—. Este es el comienzo de las festividades de la coronación.

—¿La veremos?

—Para eso estamos aquí —respondió Kate con una impaciencia extrema.

Y la vimos. El hábil trabajo de Tom con los remos nos llevó cerca del palacio, de manera que vimos a la nueva reina con su séquito de bonitas muchachas a bordo de su barca. Estaba vestida con una tela recamada de oro y parecía extrañamente atractiva…, no hermosa tal vez, pero más elegante que nadie que yo hubiera visto jamás, y sus enormes ojos oscuros brillaban tanto como sus alhajas.

Kate no podía apartar sus ojos de ella.

—Dicen que es una bruja —murmuró.

—Quizá lo sea —contesté.

—¡Es la mujer más fascinante que he visto! Si yo estuviera en su lugar…

Kate mantenía erguida la cabeza; sabía que estaba imaginándose a sí misma en esa barca navegando río arriba hacia la Torre, donde el rey estaría esperándola.

La barca de la reina había pasado; un bote que pasaba nos chocó y se levantó agua, empapándonos hasta los huesos. Kate rompió a reír a carcajadas.

—Será mejor que volvamos —dijo Tom nerviosamente.

—¡Por cierto que no! —exclamó Kate.

—La barca de la reina se ha ido.

—Yo diré cuándo nos iremos —replicó Kate.

Me sorprendió que Tom fuera tan dócil. No lo había advertido antes.

Pero Kate pareció darse cuenta repentinamente de que todo lo que ahora pudiera ver después del paso de la reina sería aburrido en comparación, de manera que indicó:

—Muy bien, nos iremos ahora.

Yo temblaba a pesar del tiempo cálido.

—Podríamos haber visto el paso desde nuestros escalones del embarcadero.

—No habríamos visto tan de cerca a la reina —observó Kate— y yo quería verla de cerca.

—Me sorprende que nos hayan dado permiso.

—Yo di el permiso —replicó Kate.

—¿Quieres decir que mis padres no sabían que estábamos en el río?

Tom parecía intranquilo.

—¿Pero quién dijo que Tom podía llevarnos remando en semejante día?

—Yo lo hice —dijo Kate, y mientras hablaba miraba a Tom. Me asombró que tuviera tales poderes sobre él.

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Nos vieron desembarcar y mi madre se apresuró a recibirnos; cuando vio mis ropas empapadas hubo un gran alboroto. ¡Yo temblaba! ¿Dónde había estado? ¡En el río! ¡En un día como ese! ¡En qué estaba pensando Tom!

Tom se rascó la cabeza.

—Bueno señora, no veo qué daño hacía…

Mi madre no dijo nada, pero yo fui llevada apresuradamente a mi antecámara con instrucciones de quitarme las ropas mojadas y tomar un cordial.

Kate subió a contarme que Tom había sido interrogado, que había dicho que las niñas habían querido ir y que él había pensado que no había ningún daño en llevarlas.

—¿No les dijiste que tú se lo ordenaste?

—¿De manera que sabes que yo lo hice?

—No entiendo por qué nos llevó. Realmente él no quería ir.

—Tienes razón, Damask. No quería ir. Pero no se atrevió a contrariarme cuando yo se lo ordené.

—Hablas como si él te perteneciera.

—Eso es lo que me gustaría… que la gente me perteneciera. Quisiera ser el rey o la reina, que todos temieran ofenderme.

—Eso demuestra una naturaleza desagradable.

—¿Quién quiere una naturaleza agradable? ¿Acaso eso atemoriza a la gente?

—¿Por qué quieres que te teman?

—Para que hagan lo que yo diga.

—Como el pobre Tom.

—Como Tom. —Dudó, pero sentía tanta ansiedad por que yo advirtiera su astucia, que reveló—:

—Lo oí salir del dormitorio de Keziah una mañana temprano. No querrá que nadie lo sepa, ¿verdad? Ni tampoco Keziah. De manera que si no quieren que cuente, tendrán que hacer lo que yo diga.

La contemplé con asombro.

—No lo creo —dije.

—¿Que duermen juntos o que yo los haya descubierto?

—Ninguna de las dos cosas.

—Tú sigue con tu griego y tu latín. Es todo lo que puedes hacer. No sabes nada…, nada de nada. Y te contaré algo más. Iremos a la coronación. Vamos a estar en una ventana en el lugar donde trabaja tu padre.

—Mi padre no querrá que vayamos.

—Oh, sí que quiere y te diré por qué. Yo hice que quisiera.

—¿No vas a decirme que él no se atreve a desobedecerte?

—En esto no se atreve. Verás, le pregunté: «Tío, ¿por qué no quieres que veamos la procesión de la coronación? ¿Es porque tú no crees que la reina es la verdadera reina?» Se lo dije con absoluta inocencia, ya sabes. Él empalideció porque había unos sirvientes por allí. Y ahora no se atreve a no llevarnos, porque si se sabe que no permite ver la coronación a su familia, la gente lo tachará de traidor y entonces…

—Eres perversa, Kate.

—La manera de conseguir lo que quieres —dijo Kate— es haciendo que la gente tema no concedértelo.

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Tuvo razón. Vimos pasar la procesión a través de la ciudad. Mi padre y mi madre nos llevaron y nos sentamos en la ventana superior de su lugar de trabajo, que miraba sobre la calle. Esta había sido cubierta de grava como todas las demás desde la Torre hasta Temple Bar. Se habían colocado cercas para que la gente no fuera lastimada por los caballos. La casa de mi padre quedaba en Gracechurch Street y tenía una magnífica vista.

¡Qué espectáculo fue! Toda la nobleza se hallaba presente. Estaba el embajador francés con todo su séquito de servidores en terciopelo azul; los arzobispos también estaban y vi a Cranmer, el arzobispo de Canterbury, que parecía muy severo y serio. Estaban los duques y los condes, los más altos dignatarios del Estado y la Iglesia, y al final, aquella en quien se centraba toda la atención, la nueva reina en persona.

Estaba magnífica, con el largo pelo oscuro flotando desde la tiara tachonada de rubíes, cayéndole alrededor de los hombros como una capa de seda. Su vestido y abrigo eran de tela plateada, orlados de armiño. Verdaderamente parecía una reina, recostada sobre su litera con cuatro hombres apuestos que sostenían un dosel de tela de oro sobre ella.

No podría olvidarla, y adiviné que Kate tampoco podría. La contempló como deslumbrada y estaba segura de que en su imaginación ella era la joven de la litera, de camino a su coronación en la abadía: ella era la mujer que el rey había honrado, aun cuando hubiera enviado a muchos a la muerte para poder alcanzarla.

La gente que trabajaba para mi padre se reunió con nosotros después para tomar un refrigerio y conocí por primera vez a Simon Caseman, un hombre de poco más de veinte años.

Mi padre dijo:

—Damask, este es Simon Caseman, que irá pronto a vivir a nuestra casa. Estudia para abogado y vivirá con nosotros durante algún tiempo.

Anteriormente había estado viviendo con nosotros un joven, pero me había impresionado tan poco, que apenas lo había advertido. Suponía que había estado con nosotros alrededor de tres años. Eso fue cuando yo era mucho más pequeña. No era inusual que un hombre de la posición de mi padre llevara a su casa a aquellos aprendices que eran sus pupilos.

Simon Caseman se inclinó. Luego Kate se adelantó, como siempre, interesada en impresionar. No estaba segura de lo que pensaba acerca de Simon Caseman, pero sí sabía que era diferente al otro joven.

Simon Caseman preguntó a Kate qué pensaba de la procesión y ella expresó su entusiasmo. Yo noté que mi padre parecía algo triste, de manera que no participé del relato, si bien había estado tan encantada como Kate con el espectáculo fastuoso.

Era necesario esperar hasta que la apretada multitud disminuyera antes de poder dirigirnos al embarcadero y a nuestra barca. Mi padre seguía en silencio y algo triste.

Cuando entramos a casa pregunté a Kate:

—¿En qué pensaría ella recostada sobre su litera?

—¿En qué iba a pensar —respondió Kate—, sino en su corona y en el poder que le acarreará?

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Durante el mes de septiembre de ese año hubo mucha excitación en todas partes, ya que la nueva reina iba a dar a luz un niño. Todo el mundo esperaba confiadamente que fuera un varón.

El rey había tratado de hacer creer a la gente que esa era la verdadera razón para el cambio de esposas. Después de todo, la reina Catalina ya le había dado a lady María.

—Habrá gran júbilo —observaba mi padre durante uno de nuestros paseos hasta la orilla del río—, pero si la reina fracasara…

—Padre, no fracasará. Le dará su hijo al rey y habrá bailes en el gran salón. Vendrán los cómicos, repicarán las campanas y los cañones despedirán salvas.

—Mi queridísima niña, roguemos porque así sea.

Me conmovía que él, cuyas simpatías estaban con la pobre reina Catalina, pudiera ahora sentir pena por la reina Ana Bolena.

—Pobre alma —dijo.

—Muchos han sufrido por su causa, padre —respondí.

—Sí, es cierto. Muchos han perdido sus cabezas por ella. ¿Quién sabe cuándo la perderá ella también?

—Pero ella es la bien amada del rey.

—También lo fueron las otras, mi niña, y ¿qué fue de ellas cuando dejaron de inspirar ese amor? Muchos descansan en sus silenciosas tumbas. Cuando llegue mi momento querría descansar en el camposanto de la abadía. He hablado con el hermano John sobre eso. Pienso que él puede arreglarlo.

—Padre, ¡te prohíbo hablar de muerte! ¡Habíamos empezado empezó hablando de nacimientos!

Sonrió con un poco de melancolía.

—Hay un vínculo, querida niña. Todos nacemos y todos tenemos que morir.

Unos días después nació el niño real. Oímos que el rey estaba amargamente decepcionado, ya que el niño, si bien era sano, era una mujer.

Hubo júbilo con ocasión de su bautismo y fue llamada Isabel.

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Llegó navidad con sus festividades: cómicos, villancicos, festines y la decoración con muérdago y hiedra. Estábamos creciendo y en la primavera siguiente escuché por primera vez el nombre de Elizabeth Barton porque todos hablaban de ella: era conocida como la Santa Doncella de Kent y había profetizado que, si el rey repudiaba a la reina Catalina y colocaba a Ana Bolena como su reina, él moriría al poco tiempo y ahora que así lo había hecho, mucha gente creía que no tenía mucho tiempo de vida.

El hermano John y el hermano James venían a ver a mi padre y los tres caminaban por el jardín enfrascados en su conversación; pensaban que la Santa Doncella podría hacer advertir al rey de su error. El hermano John decía que podía ser muy bien una señal del cielo. No sé qué sentía mi padre, porque nunca me hablaba de esas cosas. Me doy cuenta de que él temía que yo pudiera, en mi inocencia, decir algo que lo incriminara no solamente a él sino también a mí, ya que la gente joven podía ser acusada de traición. Ahora entiendo que el rey estaba fuera de sí por el deseo que le provocaba la mujer que lo había fascinado y por el aburrimiento con la reina, que ya no lo atraía. Sus sentidos lo dominaban, pero temía mucho la ira de Dios hacia los pecadores. Por lo tanto necesitaba convencerse a sí mismo de que estaba en lo cierto. Debía creer, como lo repetía constantemente, que no eran sus sentidos, sino su conciencia la que dictaba sus acciones. Insistía en que el matrimonio anterior de la reina Catalina con su hermano Arturo significaba que ella no era legalmente su esposa porque el casamiento se había consumado, si bien la reina juró que no había sido así. El rey decía que la razón por la que su matrimonio había fracasado al no verse bendecido con varones, se debía al descontento de Dios. No era su deseo por Ana Bolena lo que le había hecho pedir el divorcio de Catalina. Era su deber de proveer a Inglaterra de un heredero varón. La nueva reina tenía ya una hija y había probado ser fértil: el próximo niño sería varón.

De esa manera razonaba el rey y no había lógica que pudiera abatir a su conciencia. Eso lo supe después, pero por aquel entonces olvidaba la melancólica sensación de inseguridad por largas horas.

Mi madre también lo olvidaba. Era una mujer dulce, sumisa, quien quizá debido a que era tantos años más joven que mi padre, confiaba en él para todo y tenía pocas opiniones propias; pero mantenía en orden nuestra casa y nuestra servidumbre le era fiel; más aún, estaba comenzando a ser reconocida como una de las mejores jardineras del sur de Inglaterra. Se entusiasmaba siempre cuando se introducían plantas nuevas en el país; la rosa mosqueta había llegado ya y la cultivaba junto a la de Damasco. También se habían traído uvas de Corinto de la isla de Zante y había planeado tener viñedos.

Gradualmente aprendí que era la clase de mujer que cree que si cierra los ojos a los desagrados, estos dejan de existir. Yo le tenía cariño y ella me mimaba; pero nunca me sentí tan cerca de ella como lo estaba de mi padre. Mi mayor placer era estar con él, caminar con él hasta el río o a través de los huertos y a medida que yo crecía, podía hablar de cosas serias conmigo.

Recuerdo que el día en que Elizabeth Barton iba a ser ejecutada, él enlazó su brazo con el mío y bajamos hasta el río. Le gustaba ir allí porque el parque era abierto y hablábamos sin ser escuchados, como podía suceder bajo los nogales o en el huerto.

Me contó cómo la Santa Doncella había formado parte de la servidumbre del séquito del arzobispo Warham y cómo había enfermado y sufrido ataques. Estos se habían convertido en trances y había declarado estar bajo profunda influencia espiritual.

—Puede ser que haya sido utilizada —dijo—. Puede ser que haya dicho verdades a medias, porque como sabrás, Damask, ha murmurado contra el rey: ha profetizado su muerte si alejaba a la reina Catalina de su lado.

—Lo cual ha hecho, padre.

—Y ha tomado para sí a Ana Bolena.

—¡Nosotros deberíamos olvidarlo! —dije—. Si el rey ha pecado, él es el que deberá responder por ello.

Mi padre sonrió.

—¿Recuerdas, mi niña, cuando tú y yo vimos navegar al que fuera una vez gran cardenal, junto al rey?

—Nunca lo olvidaré. Creo que fue la primera vez que empecé a advertir cosas.

—Y yo te dije… ¿qué te dije? ¿Lo recuerdas?

—Dijiste: «No estamos solos. El infortunio de uno es el de todos nosotros».

—¡Qué niña tan despierta eres! Oh, Damask, gozaré de verte hecha mujer… si vivo hasta entonces.

—Por favor no digas eso. Desde luego que vivirás hasta verme convertida en mujer. Ya casi lo soy y siempre estaremos juntos.

—Y algún día te casarás.

—¿Crees que eso me apartará de ti, padre? Cualquier marido que quisiera separarme de ti no encontraría muy buena acogida en mí.

Él rio.

—Esta casa y todo lo que yo poseo serán para ti y para tus hijos.

—Pero permanecerá siendo tuya por muchos, muchos años —insistí.

—Damask, no pierdas esto de vista: vivimos en tiempos tormentosos. El rey se ha cansado de una esposa y ha querido otra. Eso puede afectarnos. Quiero que estés preparada. —Apretó mi mano—. Eres una pequeña sabihonda y a veces olvido tu edad. Te hablo como podría hacerlo con el hermano John o el hermano James. Olvido que eres solamente una niña.

—Kate me lo recuerda constantemente.

—Ah, Kate. Ella tiene su sagacidad, pero nadie puede pretender tener dos personas tan despiertas en una misma casa.

—Eres un padre cariñoso —dije.

—Lo admito. —Y siguió—: Hoy llevan a la Doncella de Kent a Tyburn. La ejecutarán allí.

—Solamente por una profecía.

—Por profetizar lo que el rey no quiere que le profeticen. —Tuvo un escalofrío y prosiguió—: Basta de hablar de muertes. Vamos a ver cómo están las rosas mosquetas de tu madre.

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La Doncella de Kent murió. En el cadalso admitió su culpa.

—Soy una pobre joven ignorante —había dicho—. He sido agrandada por los halagos de hombres con educación. Me hicieron inventar revelaciones que les podían ser útiles.

Los hombres con educación que la habían apoyado eran, entre otros, sir Thomas Moro y el obispo Fisher.

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Debido a mi corta edad, solamente advertía la tensión a mi alrededor de forma vaga e intermitente. En ese tiempo no podía aceptar el hecho de que el mundo fuera de nuestra casa tuviera gran importancia para nosotros. Mi padre envejeció considerablemente en los meses que siguieron a la coronación de la nueva reina. Solía remar río arriba hasta Chelsea y visitar a sir Thomas Moro, que era un caballero muy bien considerado. Había sido lord canciller antes de renunciar, habiendo tomado el puesto vacante del gran cardenal. Mi padre tenía mucho en común con sir Thomas, ya que sus vidas habían sido parecidas: los dos eran abogados, los dos habían acariciado la idea de convertirse en monjes y habían escogido, en cambio, la vida de familia. Sir Thomas tenía una casa que no era muy distinta de la nuestra.

Era una familia tan alegre: sir Thomas, a pesar de ser un hombre tan elevado y de tanta integridad, amaba las bromas, pero todo había cambiado ahora. Parecía como si todos esperaran que algo terrible sucediera y debido a esto, en nuestra casa también se vivía de forma diferente.

Yo había descubierto dentro de mí una tendencia a ignorar lo desagradable (indudablemente heredada de mi madre), de manera que trataba de no percatarme de la creciente tensión y de asegurarme que no existía.

Simon Caseman estaba con nosotros. Mi padre decía que era un joven extremadamente inteligente y pensaba que tendría mucho éxito. Había demostrado habilidad con los asuntos de mi padre y parecía resuelto a congraciarse con nuestra familia. Era siempre deferente con mi padre y durante las comidas solía decir con humildad: «¿Piensa usted, señor…?», y luego procedía a discutir algún asunto que era incomprensible para el resto de nosotros. Exponía un punto de vista y si mi padre no estaba de acuerdo con él, inmediatamente se disculpaba y decía que después de todo no era más que un aprendiz. Mi padre solía reprenderlo un poco y le decía que no necesariamente estaba equivocado porque no coincidieran: cada hombre debía tener su propia opinión.

«Es el más inteligente de los jóvenes que he adiestrado», comentaba algunas veces.

Simon se había hecho útil para mi madre. Rápidamente aprendió los nombres de las flores y la mejor manera de cuidarlas. Mi madre estaba encantada con él y a menudo se lo podía ver llevándole la canasta mientras ella andaba por el jardín, cortando capullos aquí y allí.

Muchas veces lo descubría contemplándome especulativamente y hasta intentó interesarse por lo que me gustaba. Trataba de discutir a los filósofos griegos conmigo, ya que yo tenía reputación de ser más o menos erudita, en gran parte por ser mucho mejor estudiante que Kate o Rupert; también hablaba de caballos conmigo porque me gustaba montar.

Con Rupert podía hablar con bastante conocimiento de la granja y de la crianza de animales. Siempre trataba a Kate con esa mezcla de gentileza y atrevimiento que ella provocaba y esperaba de la mayoría de los hombres.

En realidad, se tomaba grandes molestias para no causar inconvenientes en la casa, y por hacerse agradable.

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Fue en el verano cuando vi por primera vez a la Virgen Recamada. No teníamos derecho a verla y estoy segura de que Bruno no nos habría llevado nunca a la capilla si Kate no lo hubiera tentado.

Habíamos atravesado la puerta secreta para encontrarnos con Bruno. Creo que esperaba esos encuentros tanto como nosotras. Lo supongo, porque si se hubiera sabido que estábamos violando los terrenos de la abadía, y que Bruno se reunía con nosotras, habría habido un gran escándalo. Bruno nos fascinaba porque nunca podíamos olvidar el misterio de su nacimiento. Por esta razón yo le temía; también Kate. Ella se negaba a admitirlo y, para negarlo, trataba constantemente de empujarlo a alguna travesura. Una vez me dijo que comprendía muy bien lo que había sentido el demonio cuando tentaba a Cristo a desanimarse y a probar su divinidad, porque ella siempre estaba deseando que Bruno hiciera algo así.

—Debe de haber bastante de demonio en mí —decía.

Estábamos sobre el pasto y Kate hablaba como lo hacía a menudo acerca de la coronación de la reina.

—Brillaba con joyas tales tomo tú nunca has visto —le dijo a Bruno.

—Sí he visto —replicó él—, he visto mejores alhajas que las de ella.

—No hay ninguna mejor. Estas eran alhajas reales.

—Yo he visto alhajas santas —dijo Bruno.

—¡Alhajas santas! No hay tal cosa. Las joyas son símbolo de pompa mundana. De manera que ¿cómo podrían ser santas?

—Si son las alhajas de la Virgen, son santas.

—La Virgen no tiene joyas.

—Sí tiene. Nuestra Virgen tiene alhajas más finas que las del rey.

—No te creo.

Bruno sacó una brizna de pasto y empezó a chuparla de una manera nada santa. Permaneció en silencio y no había nada como esa clase de silencio para enfurecer a Kate.

—¿Y bien? —preguntó ella—. Mientes, ¿no es verdad? Estás inventando historias acerca de esa tonta y vieja Virgen.

Kate miró por encima del hombro al hablar, ya que era muy supersticiosa y se preguntaba si no habría ido demasiado lejos al referirse a la Virgen como vieja y tonta.

Bruno afirmó:

—No miento. Desearía poder mostrártelo. Nunca crees nada que no se te muestre.

—Entonces muéstranos —exclamó Kate.

—¿Cómo podría hacerlo? Está en la capilla sagrada.

—Todas las cosas son posibles —dijo Kate, virtuosamente.

—La Virgen Recamada está en la capilla y la visitan solamente los monjes que viven en clausura.

—¿Entonces tú la has visto?

—Fui llevado allí. La bendije y ella me bendijo.

—Oh —dijo Kate—, desde luego, el Niño Santo.

—El hermano Valerian tiene la llave y la cuelga de una cadena que usa alrededor de la cintura.

—Podrías robársela cuando duerme. Con frecuencia se duerme cuanto tú estudias tus lecciones. Tú nos contaste.

—No podría hacerlo.

—Quieres decir que no te atreves. ¡Te llamas el Niño Santo y temes a un monje viejo! ¿Dónde están todos tus milagros? Si verdaderamente fueras santo serías capaz de conseguir la llave… así sin más.

—Nunca dije que pudiera realizar milagros todo el tiempo.

—Pero es lo que nosotros esperamos de ti. ¿Cómo te atreves a aparecer en un pesebre de navidad si no eres un Niño Santo? Es sacrilegio. Tendrías que ser arrojado de la abadía. No eres un santo, eres un fraude.

Ya había descubierto que había una cosa que Bruno no podía tolerar y era que se dudara de su santidad. Estaba empezando a darme cuenta de lo mucho que significaba para él ser distinto de los demás. Su cara demostraba furia. Nunca lo había visto tan alterado antes.

—¡Lo soy! —exclamó—. Y no te atrevas a decir lo contrario.

Kate, que no conseguía aprender unas pocas líneas de poesía, que no podía sino con gran dificultad sumar algunas cifras o memorizar un verbo latino, era una gran conocedora del comportamiento de las personas. Inmediatamente advertía sus debilidades y sabía cómo explotarlas. Estaba decidida a ver la Virgen Recamada y se puso a trabajar para lograr ese fin.

Le llevó algunos días, pero insistió tanto con que Bruno tal vez no fuera tan diferente a los demás chicos, que lo obligó a robar la llave del cinturón del hermano Valerian.

Yo estaba tan ansiosa por ver a la Virgen como Kate. Nunca olvidaré el momento en que entramos en el frío edificio gris. Sentía que caeríamos muertos en cualquier momento por atrevernos a poner un pie en suelo consagrado, pero me veía empujada, no tanto por mi interés en ver la Virgen sino por compartir el triunfo de ellos dos, el de Kate por salirse con la suya y el de Bruno por probar que era capaz de actos más allá de los poderes de los simples mortales. Porque ¿quién sino él osaría llevar extraños a los sagrados recintos de la abadía?

Iba delante de nosotros y cuando se aseguró de que el camino estaba libre nos hizo señas a Kate y a mí para que lo siguiéramos. Nos deslizamos a través de esos claustros grises y húmedos, hacia los angostos corredores embaldosados y subimos por una escalera de caracol. Todo era muy misterioso y tan silencioso que después Kate comentó que era como estar con los muertos.

Bruno estaba muy pálido, con los labios firmemente apretados y supe que nada lo arredraría. Kate también, callada por una vez, con los ojos dilatados, parecía atemorizada. Antes de entrar a la abadía yo había pensado que si fuéramos descubiertos ello causaría a mi padre dolor y sorpresa, pero ahora lo había olvidado. Estaba tan ansiosa como Kate, e igual de descuidada al burlarme de la autoridad. Era un sentimiento raro; una cierta conciencia de que estaba haciendo algo muy malo y, sin embargo, incapaz de resistir.

Pareció transcurrir mucho tiempo antes que llegáramos a la capilla y Bruno metiera la llave robada en la cerradura; la puerta crujió tan fuerte al abrirse hacia adentro que pensé que la oirían los monjes en sus celdas.

Luego entramos a la capilla.

Nos deslizamos sobre las losas de piedra, más allá de los bancos guardados cada uno por un ángel de piedra, con lo que supuse que era una espada en llamas. Había quietud en el lugar. Los vitrales arrojaban una luz azulada; los grandes contrafuertes de piedra estaban muy fríos.

Avanzamos detrás de Bruno hasta el altar, sobre el que había un magnífico mantel labrado con hilos de oro y plata. Los adornos del mantel, también de plata y oro, estaban incrustados con joyas. Las mirábamos con asombro.

Entonces Bruno descorrió la pesada cortina decorada con bordados de oro y vimos el pequeño santuario donde descansaba la Virgen.

Kate contuvo la respiración. Era hermosa. Estaba tallada en mármol, pero su capa era de encaje auténtico y lucía un vestido amplio hecho con una tela muy bordada. El vestido resplandecía con las alhajas más brillantes imaginables. Era deslumbrante. Se le habían colocado rubíes, esmeraldas, brillantes y perlas. Las manos de la Virgen habían sido bellamente talladas y sus dedos refulgían con anillos. Había brillantes, zafiros y perlas en las pulseras que adornaban sus brazos. El resplandor de la corona era casi cegador. En el centro relucía un enorme brillante y a su alrededor se apiñaban gemas de todos colores.

Pensé que Kate tendría que admitir que la Virgen es más rica y más refulgente que la nueva reina en el camino a su coronación.

Kate enlazó las manos en éxtasis. Jamás había visto tales joyas. Quería tocar el vestido enjoyado, pero Bruno se lo impidió.

—No te atrevas. Caerías muerta —dijo.

Y Kate se echó atrás.

Una vez probado su argumento, Bruno estaba impaciente por sacarnos de la capilla y creo que nosotras estábamos ansiosas por irnos, si bien era difícil quitar los ojos de la figura resplandeciente.

Cautelosamente salimos de puntillas y ¡qué alivio experimentó Bruno cuando cerró con llave la puerta!

Nos apresuramos hasta nuestro lugar secreto de encuentro. Bruno se tendió en la tierra y ocultó la cara. Estaba sacudido por lo que acababa de hacer. Kate guardaba silencio; adiviné que se estaba imaginando a sí misma con la corona alhajada. Pero incluso ella parecía empequeñecida mientras volvíamos a casa.