El padrastro

Una semana después de esa noche en que enterramos la cabeza de mi padre vino Kate y anunció su intención de llevarme de regreso al Castillo Remus.

Dije que me quedaría donde estaba porque deseaba visitar el sitio donde estaba enterrada la cabeza de mi padre.

Pero Kate estaba decidida.

—Tú regresas conmigo —indicó—. El pequeño Carey te extraña. Betsy dice que ella no ha tenido una noche en paz desde que te fuiste.

Finalmente me persuadieron y partí con Kate hacia Remus.

Kate juraba que el pequeño Carey estaba feliz ahora que yo había vuelto, pero yo decía que era demasiado pequeño para darse cuenta; sin embargo, encontré consuelo en el niño. Kate se desvivía por complacerme. Me engatusaba para que mostrara algún interés en los vestidos que se había hecho hacer. Insistía en que admirara las alhajas que Remus le había dado.

Pronto iba a ir a la corte, si bien se quejaba de que la corte se había vuelto aburrida.

—El rey —decía— encuentra gran placer en su nueva esposa e inventa excusas para estar a solas con ella todo el rato. Eso quita un gran peso a sus cortesanos, pero hay menos diversión y emoción. También está de buen humor, excepto cuando le duele la úlcera de la pierna, pero la reina sabe cómo consolarlo. Es joven y muy atractiva, pero he oído decir que ha tenido cierta experiencia en ofrecer consuelo antes de su matrimonio.

Pero yo no podía tolerar hablar del rey. Lo consideraba el asesino de mi padre y sentía hacia él tanto odio que si se hubiera sabido, indudablemente hubiera significado una estadía en la Torre y mi cabeza en una pica sobre el Puente de Londres.

Yo estaba segura de que nunca había habido tiempos cargados de tanto peligro como esos en que vivíamos.

Pero en el Castillo Remus parecíamos apartados del mundo. Yo amaba al bebé y empecé a pensar que tenía un sentimiento especial para mí.

Su bautismo en la capilla del castillo fue una gran ceremonia y hubo mucha gente presente de la corte. Conocí a muchos duques y condes que antes habían sido meros nombres para mí. Su conversación versaba principalmente sobre el rey y la nueva reina. Era asombroso cómo la gente no podía evitar discutir temas que sabían que podían ser peligrosos. Me recordaban a mariposas que volaran hacia una vela.

Seis semanas habían pasado desde la muerte de mi padre cuando un día vino lord Remus hasta el jardín del estanque, donde estaba sentada con el niño en su canasta, y dijo:

—Tengo serias noticias para ti, Damask.

El corazón me palpitó de miedo, pero aun en ese momento me pregunté qué más podía sucederme que me pudiera parecer de verdadera importancia.

Lord Remus no parecía saber cómo empezar.

—Damask —dijo—, debes saber que cuando se juzga a un hombre por traidor y se lo ejecuta, hay veces en que sus posesiones terrenales son confiscadas por el rey, que puede tomarlas para sí o entregárselas a alguien que considere que las merece.

—¿Estás diciéndome —exclamé— que el rey no solamente me ha robado a mi padre cortándole su cabeza, sino que también ha tomado sus propiedades?

—Eso es lo que entiendo, Damask.

—De manera que… no tengo hogar.

—No es tan desesperante como eso. Se ha demostrado una cierta benevolencia en el caso de tu padre —agregó con un cinismo que parecía no advertir—. Además, sus propiedades no son tan grandes y valiosas… para lo que el rey está acostumbrado, quiero decir.

—Por favor, dime qué ha ocurrido.

Lord Remus vaciló y se aclaró la garganta.

—Es un poco delicado —dijo—, pero se me ha pedido que te lo comunique. No debes pensar que la casa de tu padre no será más tu hogar. Simon Caseman ha dejado eso en claro. Siempre habrá un hogar allí para ti.

—¡Simon Caseman! —exclamé—. ¿Qué tiene que ver él con esto?

—Los funcionarios del rey han decidido otorgarle la casa de tu padre.

—Pero ¿por qué?

—Él ha vivido con tu familia. Ha sido la mano derecha de tu padre en su trabajo.

—Pero… si se ha decidido quitar la propiedad de mi padre a aquellos a quienes pertenece… a mi madre y a mí misma… ¿por qué no a Rupert, que está emparentado con nosotros?

Lord Remus parecía incómodo.

—Mi querida Damask, dejársela a un pariente no sería confiscarla de la familia. El rey quiere recompensar a Simon Caseman y esta es su manera de hacerlo.

—¿Por qué habría de recompensar el rey a Simon Caseman? Él ha trabajado con mi padre. Hubiera pensado que podría haber sido sospechoso de iniquidad desde el momento en que vivía en esa casa.

—Ha habido una investigación del caso. Simon Caseman ha dicho que está dispuesto a casarse…

—¡No! —grité—. Eso no puede ser.

Lord Remus prosiguió como si yo no hubiera hablado.

—Está ansioso por desposar a tu madre y esto resolverá las cosas. Tanto tú como tu madre no os quedaréis sin hogar, si bien de acuerdo a sus derechos, el rey ha privado a tu padre y sus herederos de sus posesiones.

Lo contemplé perpleja.

—¿Mi madre se desposará con Simon Caseman?

—En un tiempo razonable… no inmediatamente. Parece un buen arreglo.

No podía creerlo. Me parecía increíble. ¿Mi madre casarse con este hombre, quien hacía tan poco tiempo me había estado rogando que me casara con él?

Era como una pesadilla y luego empezó a despuntar la luz en mi mente. Vi una cara, la máscara de zorro exagerada y escuché la voz de mi padre: «Alguien de la casa me ha traicionado».

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Kate entró precipitadamente a mi habitación.

—Me preguntaba dónde estabas. No podía imaginarme por qué no bajabas. ¿Qué sucede?

—Acabo de enterarme de que nuestra casa pertenece ahora a Simon Caseman.

—Remus me contó.

—Oh, Kate, ¿te das cuenta de lo que esto significa? Él lo planeó. El rey quiso recompensarlo. ¿Por qué? ¿Tal vez por delatar a mi padre y a Amos Carmen?

Kate me contempló con incredulidad.

—No puede ser verdad.

—Algo dentro de mí me dice que podría ser cierto.

—Entonces sería el asesino de tu padre.

—Si yo pudiera estar segura de eso, lo mataría.

—No, Damask, no puede ser.

—Coincide, Kate. Me pidió que me casara con él. Me lo ha pedido varias veces. ¿Me ama? No, deseaba mi herencia.

—Eso puede ser así, pero un hombre no es un asesino por desear hacer un buen casamiento.

—Lo rechacé y él buscó la oportunidad de traicionar a mi padre.

—¿Cómo puedes saber eso?

—Porque alguien de la casa lo vendió y ¿quién sino Simon Caseman?

—Te precipitas en las conclusiones.

—Te olvidas de que recibirá las propiedades de mi padre. Eso es lo que siempre deseó. Por eso me pidió que me casara con él. Oh, sabía que era la máscara del zorro lo que veía allí en su cara.

—¡Máscara de zorro! ¿Qué tontería es esta?

—La he visto en su cara. Cuando su cara está entre las sombras. Sus ojos son leonados como los de un zorro. Es un zorro taimado que entró a robar en el gallinero…

—¿Te sientes bien, Damask? Todo esto ha sido demasiado para ti.

—¡Y yo he perdido el juicio! —grité—. Eso es lo que piensas. Pero sabías que mi madre va a casarse con él.

—Remus acaba de decírmelo.

—Debo regresar a casa enseguida —dije.

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Cuando llegué, la casa parecía muy callada. No me esperaban, de modo que no había nadie para recibirme. La casa parecía diferente. Desde luego era diferente. Era una casa de luto. Tenía un nuevo dueño.

Subí hasta la despensa de mi madre. Estaba allí y al verme se sonrojó más que la más roja de sus rosas. Sabía que yo estaba enterada de lo que iba a hacer y me alegré de que mostrara alguna vergüenza.

—Ya lo sé, madre —dije.

Asintió con la cabeza y se sentó en una silla, abanicándose con la mano. De pronto palideció y parecía que iba a desmayarse. Pensé que era muy típico de ella desmayarse en una crisis. Más de una vez había sido su forma de salir de una situación difícil. Olvidé que era mi madre. En ese momento la desprecié porque Simon Caseman me era tan odioso y ahora que estaba en casa la enormidad de la pérdida de mi padre se me refrescaba.

—De manera que vas a quitarte el luto por tu marido asesinado para ponerte la ropa de casamiento lista para el próximo —ironicé con crueldad.

—Damask —imploró—, debes tratar de entender.

—Entiendo demasiado bien.

Sus manos revolotearon impotentes.

—Nos hubiéramos quedado sin hogar. Parecía la única solución.

—¿Crees que él te eligió a ti como esposa?

—Verás, Damask, las propiedades son de él ahora y es lo mejor para nosotros, por eso me eligió…

—Me extraña en ti. Sé muy bien por qué te eligió ese hombre. Me sorprende que mi noble padre haya desposado alguna vez a una mujer que podía olvidar y perdonar su asesinato cuando su cuerpo apenas está frío y estar lista para bailar en su casamiento.

—No será una ceremonia grandiosa, Damask. Habíamos pensado en un casamiento sencillo.

Me reí burlonamente. Nunca entendería nada más que de su jardín y sus hierbas y de cómo hacer livianas sus pastas. Sentí una pena repentina por ella, pobre mujer desamparada, que jamás había tomado una decisión realmente por sí misma.

—Simon Caseman —dije con asco—. ¡Cómo puedes considerarlo… después de haber sido la esposa de mi padre!

—Tu padre está muerto.

Me volví para ocultar mi emoción.

—Oh, Damask —prosiguió—, sé lo unidos que estabais. Te quería a ti más que a mí. Siempre fuiste…

—Fue el mejor de los maridos tanto como el mejor de los padres —dije fervorosamente.

—Era un buen hombre, lo sé.

—De manera que has decidido poner a este arribista en su lugar.

—Pienso que no adviertes lo que está sucediendo, Damask. Las propiedades de tu padre han sido confiscadas.

—Y traspasadas a Simon Caseman. ¿Por qué crees? ¿Por qué?

—Porque era la mano derecha de tu padre. Han trabajado juntos. Este es también su hogar. Y se casará conmigo y seguiremos como en los viejos tiempos.

—¡Como en los viejos tiempos! —exclamé, incrédula—. Cuando él no está aquí. Rogaría a Dios por que siguiéramos como en los viejos tiempos. ¿Crees que será lo mismo con tu nuevo dueño? Madre, sé que una hija no debiera decir esto, pero lo haré. Eres una tonta.

—Pienso que tu pena te ha alterado tanto que no sabes lo que dices.

—Sé esto, Simon Caseman entró a esta casa con el expreso propósito de hacerla suya. Sabías que me pidió casarme con él… muchas veces. ¡Tan fiel era!, ¡tan caballeroso! Quería lograr nuestras propiedades casándose conmigo. Y no fui tan susceptible a sus encantos como tú. Dije: «No, nunca me casaré contigo». De modo que lo intentó por otra vía. ¿Quién más había? Tú, madre. Pero, claro, tenías un marido. Así que se libró de él para casarse con la viuda asequible.

—¡Damask! ¡Damask!, ¿qué estás diciendo?

—Digo que sospecho de un hombre que pide a la hija que se case con él y cuando ella lo rechaza y la madre se encuentra en una situación de darle lo que él busca, prontamente decide tomar a esta.

—Mi niña, sé cuidadosa. No digas tales cosas. Son alocadas. Son imposibles, pero podrían significar el desastre para ti.

—Hablar contra el hombre del rey, sí. Me atrevo a jurar que estás en lo cierto.

—Todos los hombres sensatos son los hombres del rey. Deberías saber eso.

—¿De manera que mi padre fue insensato? —Cada vez que mencionaba su nombre las palabras parecían sofocarme. Mi emoción dio ventaja a mi madre. Vino hacia mí y me puso una mano sobre el hombro.

—Escúchame, Damask —dijo—, esto tan terrible nos ha sucedido. Tu padre escondió a ese clérigo en la cabaña de los nogales. Al hacer eso, arriesgó su vida, nuestras posesiones y nuestro futuro. Sé que era un hombre santo, pero los santos que ponen sus vidas y las de sus familiares en peligro no actúan sensatamente. ¿Qué sería de nosotros, Damask, si yo no acepto este casamiento? Seríamos arrojadas a los caminos como mendigas o estaríamos a merced de nuestros parientes. Me atrevo a decir que Remus nos ayudaría, pero cuando yo me case con Simon continuaremos viviendo aquí. Será como antes…

—Nunca será como antes —expresé—. Él no está.

—Mi niña, tienes que superarlo. Algunos son llevados… de esa manera. ¿Cómo sabemos cualquiera de nosotros dónde estaremos mañana? Pensé en la casa y en todo lo de aquí. Pensé en ti y en el hogar… y Simon será un buen marido para mí.

—Eres más vieja que él.

—No tiene importancia.

—¿Cómo podría permanecer aquí y ver a ese hombre en el lugar de mi padre?

—Te acostumbrarás a ello. Simon es un buen hombre de negocios. Ha prosperado y continuará haciéndolo. La elección está entre quedarse aquí y vivir confortablemente o salir al mundo en la indigencia y morirnos de hambre, o vivir de la merced de los parientes. Simon me ha hecho esta propuesta de matrimonio. La he aceptado.

—Deseas este casamiento —dije—. Cuando hablas de ello hay un brillo de alegría en tus ojos.

—Nunca fui una mujer que deseara estar sola. Simon me ha prometido velar por mí. Hay mujeres que deben tener marido. Yo soy una de ellas. Simon y yo nos entendemos el uno al otro. Tu padre y yo teníamos muy poco que decirnos. Estaba siempre enfrascado en un libro o enseñándote. Nunca podía entenderlo cuando citaba en griego, ¿o era latín?

—Te excusas —observé—. Anhelas este casamiento. Lo veo. Eres diez años más vieja que él. ¡Y él se casa contigo por tus propiedades!

—La propiedad es de él sin mí.

—Pero las quiere como eran. Quiere una mujer que cuide de la casa como tú lo haces. No quiere que se diga que echó a la familia a mendigar por las calles. Quiere tener poder sobre nosotros. ¿No te das cuenta?

—Te lo imaginas, Damask.

—¿Y quién delató a mi padre?

—Había muchos que podían haberlo hecho.

—¿Los sirvientes, que perderían un buen patrón por ello? —le exigí.

—Hay otros que pudieron haberlo hecho.

—¿Su esposa —pregunté—, que deseaba un hombre joven en su cama?

—¡Damask!

Enseguida lo lamenté.

—Oh, madre —dije—, no puedo tolerarlo. Se ha ido para siempre. Nunca más volveré a ver su cara querida, nunca oiré su voz…

Me cubrí la cara con las manos y ella me tomó en sus brazos.

—Mi niña —musitó—, mi pequeña. Entiendo. Estás alterada. Tú y él erais como una persona. Yo solía sentirme a un lado. Nunca tuviste demasiado tiempo para mí, ¿no es verdad? Entiendo. Trata de aceptar esto, hija. Trata de ver que tenemos que seguir y esta es una manera.

Me sentí inerte y exhausta por la emoción. Permití que me llevara a mi habitación y me arropara. Me trajo una poción. Acababa de hacerla, me dijo. Tenía pimpinela para hacerme sentir feliz y tomillo para darme sueños agradables y había una rama de fresno sobre mi almohada porque se decía que alejaba a los malos espíritus, aquellos que ponen pensamientos crueles en la mente.

La dejé que me tranquilizara y luego, deshecha por la emoción, me dormí.

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Cuando desperté estaba repuesta. Pensé en mi madre, indefensa como sus arbustos bajo el ventarrón, soplada en este y aquel sentido por las circunstancias que eran demasiado para ella. No podía culparla. Conocía bien su carácter. Era una buena ama de casa. Quería vivir en paz. Mi padre había tenido poco en común con ella, ya que no había sido educada más que para aprender a leer y escribir y nunca podía seguir sus razonamientos. Él se había decidido a educarme y a menudo decía que la educación no era conocer los frutos y flores de otros hombres para poder repetirlos y hacer una demostración de erudición; su objeto debía ser poner la mente en movimiento de manera que pudiera producir sus propios frutos.

No debía culparla.

Ahora debía defenderme por mí misma. Tendría que hacer algún plan, ya que no creía que pudiera seguir viviendo bajo este techo y ver a ese hombre en el lugar de mi padre. Había hecho mal en hablar de mis sospechas hacia él, porque debía admitir que eran sospechas. ¿Podía realmente ser responsable de la delación de mi padre? Tal vez fuera solamente el chacal que esperaba el momento para entrar después de la matanza.

Debía ser justa. ¿Qué había hecho? Me había pedido que me casara con él y yo lo había rechazado. Mi padre había sido asesinado y sus propiedades entregadas a Simon. ¿Por qué? Debía ser razonable. Debía ser lógica. ¿Podía en verdad ser porque era el delator de mi padre? No podía estar segura y por eso no debía acusarlo. Sin embargo, lo averiguaría. Y mientras tanto, ¿debía vivir de su caridad?

Tenía horror de verlo, pero no podía evitarlo mucho tiempo. Salí de mi habitación y lo encontré en el salón. Me contempló mientras yo bajaba las escaleras.

—Bienvenida al hogar, Damask —dijo.

Lo miré impertérrita.

—Es bueno que hayas regresado —siguió.

—Supongo que esperas que te felicite por tu próximo casamiento.

—No, no esperaba eso. Sé que lo tomas de mala manera.

—El marido asesinado está apenas frío en su tumba.

—Mi querida Damask, te has contagiado de esas tragedias griegas que tanto te gustan. Voy a pedirte ahora que seas cuidadosa. No quisiera que cayeras en desgracia. Refrena tu lengua, te lo ruego. Podrías hallarte tan fácilmente en un problema calamitoso. Yo cuidaré ahora de ti. Seré tu padrastro…

Solté una risotada.

—¡No era exactamente el rol que habías elegido primero!

—Pienso que comprendes mis sentimientos hacia ti.

—Los cuales fueron convenientemente transferidos a mi madre.

—Tu madre y yo no somos románticos, solo pragmáticos.

—Creo que es algunos años más vieja que tú.

—No lo es mucho.

—¡Tan conveniente! Aunque si hubiera sido treinta años mayor estoy segura de que no hubiera sido un obstáculo para ti.

—¡Mi pobre y triste Damask!

—Todavía no te pertenezco.

—Estoy dedicado a ti y a tu madre —dijo—. Estas propiedades me han sido conferidas. No podría quitároslas. De manera que este matrimonio parece ser la mejor solución.

—Siempre podrías devolverlas.

—Pienso que no me sería permitido. Estoy haciendo lo que creo que es lo mejor para todos nosotros.

—Y si yo hubiera aceptado casarme contigo, ¿qué, entonces?

Vi un parpadeo en sus ojos, la marca de la máscara del zorro era más clara por un momento.

—Tú conoces mis sentimientos. —Había dado un paso hacia mí.

Lo alejé.

—No te olvides de que eres un novio comprometido —dije agudamente. Lo miré fijamente—. Dime, ¿quién traicionó a mi padre? —agregué.

Apretó los puños.

—Querría saberlo —dijo.

—Alguien lo traicionó —afirmé—, no permitiré que se olvide. No descansaré hasta descubrir quién fue.

Me tendió la mano. La contemplé con desdén.

—Quiero hacer un trato contigo —dijo—. Los dos trataremos de encontrar a ese hombre que se llevó la felicidad de esta casa y provocó la muerte del mejor hombre sobre la tierra.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y me miró con ternura, de manera que momentáneamente lamenté haber sospechado de él.

Me volví y me alejé corriendo de regreso a mi habitación. No pude bajar a comer al salón, así es que mi madre me envió una pata de pollo y una tajada del pan redondo y crocante que solía gustarme. No pude comer nada, y cuando finalmente me dormí, ya que creo que había echado una de sus pociones a mi vino, soñé con Simon Caseman. Tenía la cara de un zorro y en sueños creí que era un hombre malvado.

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Me debatía en la duda. Mi madre y Simon eran bondadosos conmigo. Ella me daba pociones y ordenaba que se me prepararan las comidas que una vez me habían gustado. Él era tolerante y jamás me imponía su compañía; algunas veces encontraba sus ojos en mí y cuando los míos hallaban los suyos, asumía una expresión tierna, como si ahora me contemplara como a una hija querida.

Pensé que no podía tolerar esto.

El casamiento iba a ser sencillo, ya que había pasado muy poco tiempo desde la muerte de mi padre; pero toda la casa aceptaba ahora a Simon Caseman como el dueño.

No podía recobrarme. Pronto tendría que tomar una decisión. Pero en esos momentos estaba demasiado aturdida para hacer otra cosa que no fuera dejar pasar el tiempo, mientras yo permanecía tirada lánguidamente, creyendo que a su debido momento mi pena pasaría y tendría alguna noción de cómo rehacer mi vida. A veces pensaba acudir a Kate. Sabía que desde el arresto de mi padre, mi presencia intranquilizaba un poco a su marido, pero Kate haría desaparecer ese problema si yo deseaba ir.

Por lo demás, cada tarde al crepúsculo atravesaba la puerta cubierta de hiedra, entraba al cementerio de la abadía y visitaba la tumba de mi padre. El romero que había plantado crecía bien. Vivía para mis visitas a su tumba y cuando iba a la abadía recordaba aquellos días en que Kate y yo solíamos deslizarnos a través de la puerta secreta para estar con Bruno. Nunca se alejaba mucho de mis pensamientos y anhelaba volverlo a ver.

Meditaba acerca de mis sentimientos hacia Bruno. Me alejaba de mi incómoda situación. ¿Qué sabía yo de Bruno? Muy poco. Nunca lo había entendido. Bruno parecía haber levantado un muro a su alrededor. Uno nunca podía estar seguro de lo que estaba pensando. Nunca se delataría completamente a sí mismo con nadie. Algunas veces daba la impresión de no pertenecer a este mundo, sin embargo su arrogancia, sus iras frustradas, eran esencialmente terrenales. Recordaba cómo el hermano John había contado acerca del Niño que había sido hallado robando tortas de la cocina y que había mentido al verse acusado.

¡Qué perdida y desconcertada estaba durante esas semanas!

Rupert también estaba desconcertado. No sabía qué le deparaba el futuro. Había amado aquellas tierras y los trabajadores lo apreciaban. Era un buen patrón para ellos y hacían todo lo que les pedía. Sembrar y cosechar, cultivar las comidas que proveía a la casa y vender el remanente, esa había sido la ocupación de Rupert y no podía imaginarse otra.

Una vez que yo regresaba de visitar el cementerio de la abadía oí una voz que me llamaba. Era la de Rupert.

—¡Damask —exclamó, alcanzándome—, no deberías estar aquí a estas horas!

—Saldré cuando tenga ganas —repuse enojada.

—No es seguro, Damask. Hay salteadores.

—No les temo.

—Pero es peligroso. —Me volví impaciente y dijo—: Damask, no te marches todavía. Quisiera hablar contigo.

—Habla entonces.

—A menudo pienso en el futuro. ¿Qué será de todos nosotros?

—Tendremos que esperar y ver.

—Habrá cambios. Ahora tenemos un nuevo dueño en la casa.

—Hasta ahora, ha hecho pocos cambios, pero los importantes vendrán después del casamiento.

—¿Entonces qué, Damask? He trabajado para tu padre durante muchos años. Me había prometido que parte de las tierras que yo había cultivado sería mía algún día. Desde luego que tenía la esperanza de que tú y yo nos casáramos —dijo un poco melancólicamente.

—Él sabía —dije rápidamente— que los matrimonios solamente pueden formarse entre dos personas que lo desean, los dos que se convertirán en marido y mujer. Hubiera sido el primero en decir que ambos debíamos estar de acuerdo de todo corazón.

—¿Y tú sientes que no puedes casarte conmigo?

—No puedo pensar en el casamiento. Está lejos de mi mente.

—Te diré algo. Lord Remus es dueño de varias propiedades y Kate jura que insistirá en que me dé un sitio.

—Entonces no hay necesidad de que te angusties por el futuro.

—Si tú lo compartieras, podríamos irnos juntos de aquí.

Sacudí la cabeza. Suspiró e insistió:

—Tu padre lo deseaba.

—Deseaba solamente mi felicidad —dije.

—Yo te haría tan feliz como pudieras serlo ahora que lo has perdido a él. Viviría solamente para ti. Te cuidaría, te protegería.

—Lo sé —asentí.

—Cásate conmigo, Damask. Vámonos de aquí. Estarías más segura que ahora, porque los parientes de un hombre que ha sido acusado de traición están en constante peligro. Una palabra descuidada… hasta una mirada podría condenarte. Como esposa mía, perderías tu identidad como hija de tu padre.

Me volví hacia él enojada.

—¿Crees que deseo eso? Estoy más orgullosa de él que de cualquier otra cosa que jamás me haya sucedido.

Me volví y me alejé de él corriendo hasta mi habitación. Me encerré y lloré. En mis lágrimas se mezclaban la pena y el enojo. ¿Nunca me sobrepondría a mi pérdida? Y ¿cómo se atrevía Rupert a sugerir que quisiera alguna vez ocultar el hecho de ser la hija de mi padre? Luego pensé en Rupert. Era bueno y afable; no había querido hacer daño. Fui hasta la ventana y miré hacia la abadía. Apenas podía divisar la torre gris. Pensé en el cementerio, qué fantasmal se debería ver ahora con la pálida luz de la luna brillando sobre las lápidas, por encima de las tumbas de los monjes muertos hacía tiempo.

Se decía que la abadía estaba embrujada. Uno de los granjeros y su esposa contaron que al regresar a su hogar al atardecer habían visto un monje saliendo del muro de la abadía, como si atravesara la piedra; los había mirado un momento y ellos se habían asustado tanto que habían echado a correr.

La gente lo consideró un hecho normal. ¿Cuántos monjes habían muerto por lo que había sucedido? Había que pensar en aquellos que habían colgado de cadenas a las puertas de la abadía. Estaba el que había intentado escapar a Londres con algunos de los tesoros de la abadía, y había sido atrapado y colgado; estaba el hermano Ambrose, que había asesinado a Rolf Weaver. Estaba el abad que había muerto con el corazón destrozado. ¿No era natural que esas almas no pudieran descansar en sus tumbas y regresaran a embrujar el sitio donde habían vivido y sufrido?

La gente tenía miedo de acercarse a la abadía después que oscurecía. Aun a la luz del día deseaban estar acompañados. Extrañamente, eso no tuvo efecto sobre mí. No podía tener miedo y seguí visitando la tumba de mi padre.

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Mi madre se había convertido en la esposa de Simon Caseman. Ahora que el casamiento había pasado yo advertía que se estaba produciendo un cambio en la casa. Al principio era sutil, pero no por eso dejaba de serlo. Los sirvientes fueron advertidos de que había otras reglas en la casa. Simon no iba a ser el dueño benévolo que había sido mi padre. Caminaba con un cierto pavoneo; los sirvientes debían llamarlo siempre «patrón». Los hombres no debían olvidar nunca tocarse la frente y las doncellas debían asegurarse de hacerle una reverencia casi hasta el suelo. Vigilaba cuidadosamente las cuentas de la casa. Despidió a algunos de los sirvientes considerándolos innecesarios. Los mendigos solo recibirían comida y vino en casos excepcionales; ordenó que no debía alentarse a los viajeros a que nos contemplaran como una especie de posada. No porque vinieran demasiados desde la muerte de mi padre, pues la gente tenía miedo de acercársenos al saber que había sido arrestado y condenado. Pero ahora que había un nuevo dueño, podrían venir, de manera que Simon Caseman dio la orden de no alentarlos.

A mi madre se la veía más nerviosa que antes, ansiosa por complacer a su nuevo marido. Convenía con cualquier cosa que él dijera, pero lo que más me desagradaba era que mostraba una especie de adoración por él. Esto me disgustaba aún más cuando recordaba su falta de afecto hacia mi padre.

Por cierto que estaba empezando a sentir las cosas con mayor fuerza lo que, supongo, era un signo de que estaba superando mi pena.

Un día encontré unas palabras grabadas en las puertas de hierro labrado: «Mansión Caseman». La casa no había tenido nombre antes. Se la conocía simplemente como la casa del abogado Farland. El resentimiento que experimenté al leer el rótulo me afectó como un dolor físico.

Él era el amo. Quería que todos lo supiéramos. Quería que todos supiéramos que vivíamos de su benevolencia. Mi madre tenía que presentarle las cuentas de la casa, algo que nunca había hecho con mi padre. Era una excelente dueña de casa ahorrativa, pero noté que siempre estaba nerviosa los viernes, día en que tenía que presentar sus cuentas.

La situación de Rupert cambió. Ya no se lo trataba más como a un miembro de la familia. Era un trabajador, si bien era muy bueno como tal. No se le permitía tomar sus propias decisiones.

Solamente yo no estaba sujeta a esos tratos. Si no quería reunirme con ellos en las comidas, no lo hacía y no se me llamaba al orden por esto. No se esperaba que hiciera nada en la casa. A menudo encontraba sus ojos fijos en mí. Sospechaba de él, me disgustaba.

Menos de dos meses después del casamiento, mi madre me dijo que iba a tener un niño. Me horroricé, si bien supongo que era bastante natural. Tenía treinta y seis años y era lo suficientemente joven como para tener un hijo; pero el hecho de que fuera tan fértil tan pronto me parecía un insulto hacia mi padre y me desagradaba. ¡Cómo había cambiado ella! Me parecía bobalicona y tonta, simulando ser como una joven esposa con su primer embarazo.

Simon Caseman estaba encantado. Parecía contemplar el embarazo como un triunfo personal. Sabía que mi padre había deseado una familia numerosa, y solamente había logrado tener una niña que sobreviviera, mientras que él, apenas a los dos meses de casado, ya había dado muestras de su virilidad.

Entonces comprendí que deseaba marcharme y decidí que escribiría a Kate para pedirle si podría quedarme con ella por un tiempo.

Simon me arrinconó un día en el jardín y me dijo:

—Vaya, Damask, te veo muy poco. Pienso que me evitas deliberadamente.

—Puedes pensarlo muy bien —respondí.

—¿Te he ofendido de algún modo?

—De muchas formas —repuse.

—Lo siento.

—Pareces lejos de sentirlo.

—Damask, debemos aceptar las circunstancias, sabes, incluso cuando están en nuestra contra. Sabes que siempre te he tenido afecto.

—Sé que me ofreciste matrimonio.

—Y estás un poco herida porque me casé con otra.

—No por mí, solamente por la otra.

—Parece estar bien contenta.

—Tal vez se contente fácilmente.

—Me aventuraría a decir que nunca estuvo tan contenta como ahora.

—Te aventuras demasiado lejos.

—Me hace bien hablar contigo.

—Yo no logro tal beneficio —repliqué.

—Lamento haber tomado aquello que debía ser tuyo.

—Mientes. Estás muy feliz de tener lo que siempre deseaste.

—No logré todo lo que quería.

—¿No? Es una buena casa; la tierra es buena. ¿Y no hablas como un buen marido?

—He oído que deseas marcharte con tu prima.

—No me digas que te propones prohibírmelo.

—No pretendería hacer eso.

—Me alegra, porque sería inútil.

—Damask, seamos buenos amigos —dijo—. Eres bienvenida aquí por todo el tiempo que desees.

—Es un gesto muy amable permitirme permanecer como huésped en mi propia casa.

—Sabes que es mía.

—Sé que tú la tomaste.

—Me fue conferida.

—¿Por qué a ti? ¿Podrías decírmelo? Es una pregunta sobre la que medito hace tiempo.

—Puedes adivinarlo, ¿verdad? Porque era capaz de administrarla. Había sido mi hogar durante algunos años. Estaba dispuesto a casarme con la viuda del propietario anterior, lo que aliviaría considerablemente los infortunios de la familia. Parecía un buen arreglo.

—Para ti, sí. —Me marché y lo dejé plantado.

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Rupert me pidió que caminara con él hasta los nogales. Solía ser mi lugar preferido, pero dado que allí se encontraba la cabaña en la cual mi padre había ocultado a Amos Carmen, se había convertido en un recordatorio demasiado penoso de todo lo que había sucedido.

Deslizó su brazo por el mío.

—Damask —dijo—, debo hablarte seriamente.

—Sí, Rupert.

—Me voy. Lord Remus me ha ofrecido una granja. La administraré y en poco tiempo será mía. Kate se ha impuesto sobre él.

—Su matrimonio fue una gran bendición, no solamente para ella sino para ti.

—Damask, te estás convirtiendo en una amargada.

—Indudablemente las circunstancias nos cambian.

—Todavía queda mucho de bueno en la vida.

—No lo veo así en estos momentos.

—Bueno, es un período oscuro por el que estamos pasando todos. Pero no será siempre así. El mundo que conocíamos está muerto. Tenemos que construir una vida nueva.

—Podrás hacerlo muy bien con tu nueva granja. Te irás de aquí y nos olvidarás.

—Nunca te olvidaré. Pero mi ambiente será diferente. Sé que los problemas del presente se impondrán sobre el pasado.

—Es fácil para ti.

—Amé a tu padre, Damask, y te amo a ti.

—Yo era su hija. ¿Crees que tu amor puede compararse al mío?

—Con todo, era amor.

Tomé su mano y la oprimí.

—Nunca olvidaré que te arriesgaste para traerme su cabeza —dije. Me corrían las lágrimas por las mejillas y él me atrajo hacia sí y las besó.

Repentinamente supe que si bien no podría encontrar todo el éxtasis con que había soñado en Rupert, al menos encontraría consuelo. Podría dejar esa casa. Significaría mucho para mí no ver a mi madre y a Simon Caseman juntos. Dejar aquella casa… nunca había pensado hacerlo. Había soñado envejecer en ella, mis hijos jugando en ese jardín como yo lo había hecho; mi padre deleitándose con sus nietos. Ese sueño no podría ser nunca realidad. Pero Rupert me ofrecía consuelo. Me estaba diciendo que aunque llorara a mi padre para siempre, yo podía empezar a hacer una nueva vida.

—La granja no está lejos de aquí —dijo—. Entre estas tierras y la propiedad de Remus, no lejos de Hampton. Estaré cerca de ti y Kate. Nos podremos ver frecuentemente… si decidieras finalmente no venir. Pero espero que lo hagas, Damask, porque yo sé que puedo cuidarte.

—Rupert —repuse emocionada—, eres un buen hombre. Cómo desearía poder amarte como se debe amar a un marido.

—Podrías llegar a eso, Damask. Con el tiempo llegarías.

Sacudí la cabeza.

—¿Y si no llega? Serías engañado, Rupert.

—Tú nunca podrías engañar a nadie.

—Tal vez no me conozcas, porque a veces siento que yo misma no me conozco. Irme de aquí… Oh, Rupert, nunca lo había pensado. Visito la tumba de mi padre… frecuentemente.

—Lo sé y no quiero que andes por los terrenos de la abadía sola.

—¿Temes que haya algún mal acechando allí?

—Temo que haya hombres desesperados ocultándose allí.

—¿Los monjes, tal vez, volviendo a su viejo hogar, o los espíritus de los hombres asesinados?

—Temo que vayas allí. Damask, podríamos retirar los restos de tu padre. Los podríamos llevar con nosotros. Podríamos hacer un santuario en nuestro nuevo hogar y allí podrías tener esa preciosa caja contigo. Podrías levantar un altar a su memoria.

—¡Oh, Rupert! —exclamé—, pienso que tú me entiendes como nadie me ha entendido jamás… después de mi padre.

—Ven conmigo entonces, Damask. Vete de esta casa que ya no es tu hogar, sal de una situación que te resulta dolorosa.

Parecía que debía hacerlo. Sin embargo, dudé. No era como siempre había pensado que debía ser. ¿Iba a ser la vida siempre una componenda? Pensé en Kate desposando a lord Remus por lo que él le podía dar. ¿Tenía yo que hacer lo mismo si me casaba con Rupert? Lord Remus le había dado a Kate alhajas, riquezas, un sitio en la corte y yo la había despreciado por sus motivos mercenarios. Pero si yo me casaba con Rupert, que podría sacarme de una situación que se había convertido en intolerable para mí, ¿no estaría yo haciendo lo mismo?

—Estoy tan insegura —dije—. No sé qué debería hacer. Sé paciente conmigo, Rupert.

Me oprimió dulcemente la mano. Podía sentir su júbilo. Sabía que siempre sería paciente.

—Piénsalo —insistió—. Sabes que yo no querría que hicieras nada que te resultara desagradable. Recuerda también que ese era su deseo.

Lo recordaba y pesaba mucho en mí.

Y esa noche, acostada en mi habitación, pensaba que me casaría con Rupert y me sentía avergonzada de haber creído alguna vez que él se hubiera casado conmigo por la fortuna que yo le habría podido dar. Ahora yo no tenía esa fortuna y él todavía deseaba casarse conmigo. Lo había juzgado mal.

Eso me hizo sentir una gran ternura hacia él.

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Y con todo no podía decidirme.

Estaba sentada en el amurallado jardín de rosas de mi madre, pensando en el futuro, cuando Simon Caseman entró y tomó asiento junto a mí.

—Por Dios —dijo—, estás más hermosa con tu pelo a medio crecer que cuando te llegaba a la cintura.

—Como nunca fui muy linda, no hace falta mucho para eso.

—Tus dardos verbales siempre me divierten.

—Me alegra que te diviertas tan fácilmente. Debe ser una bendición en este mundo gris.

—Oh, vamos hijastra, ¿no eres indebidamente sarcástica?

—Considerando lo que ha ocurrido en el último año, pienso que no.

—Me gustaría verte más feliz.

—Lo único que me haría más feliz sería ver a mi padre entrar a este jardín vivo y bien y a salvo de… traidores.

—Ninguno de nosotros está a salvo de los traidores, Damask. Debemos recordar que vivimos en el borde de un volcán que puede entrar en erupción y destrozarnos en cualquier momento. Si somos sensatos, podemos tomar lo que podamos y hacer lo posible por disfrutarlo mientras podamos.

—Veo que llevas a la práctica tus principios. Estás disfrutando lo que has tomado.

—Lo hubiera compartido muy gustosamente contigo.

Se acercó a mí y yo me alejé con cierta alarma.

—Tonta, Damask —dijo—, yo te hubiera hecho la señora de este lugar.

—Eso era la intención de mi padre, que a su debido tiempo yo recibiera lo que me correspondía.

—Sí, él hubiera deseado verte como la señora de esto. Has sido tonta. Y algún día verás cuán tonta porque seré un hombre muy rico, Damask.

—¿Ves tu camino libre para lograr más tierras?

Simuló no comprender el significado de la pregunta y prosiguió cómo si hablara para sí.

—La abadía está cayendo en ruinas. No podrá ser siempre así. Imagínate lo que se podría hacer allí. Las tierras son ricas. No van a permanecer ociosas para siempre. Serán otorgadas a alguien que las cultive, posiblemente para que levante una gran mansión. Hay ladrillos suficientes como para construir un castillo.

—¡Castillo Caseman! —me burlé—. Suena todavía más grandioso que Mansión Caseman.

—Tienes cada idea, Damask. ¡Castillo Caseman!

—Y tú tienes ambiciones. No contento con una mansión también tienes que tener un castillo.

—Mis ambiciones no tienen límite, Damask.

—Pero no siempre se ven realizadas, ni siquiera en tu caso.

Sus ojos ardieron cuando miraron los míos. En ese momento le tuve miedo. Pensé: «Tengo que irme. —Era inseguro estar allí—. Me casaré con Rupert. Es el único modo».

¿Casarse por tranquilidad, por seguridad, por una esperanza de olvidar? Era tan mercenaria como Kate.

—Ganaste esta casa por algunos servicios en esferas influyentes —dije—. Indudablemente estarás mirando a tu alrededor para encontrar un medio de hacer un servicio similar, cuya recompensa sea la abadía y sus tierras.

Me miró, riendo; pero yo sabía que había puesto en palabras las ideas que estaban fermentando en su cabeza.

Me puse de pie.

—Eres un hombre muy ambicioso —afirmé.

—Los hombres ambiciosos frecuentemente consiguen lo que más desean.

—Nadie puede lograr jamás lo imposible —le repliqué, mientras me apresuraba a marcharme.

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Esa noche tuve un gran deseo de ver la tumba de mi padre. Esperé hasta que la casa durmiera y luego me deslicé calladamente fuera de la casa. La luna brillaba y qué hermoso se veía el campo, vago y misterioso bajo la fría luz pálida.

Me deslicé a través de la puerta cubierta de hiedra hacia los terrenos. Me apresuré a través del pasto y me detuve un momento a mirar las grises paredes de la abadía. El grito de una lechuza me sorprendió; miré hacia el techo, medio abierto ahora hacia el cielo y pensé en la histórica abadía cayendo en manos de Simon Caseman.

Seguí hasta el cementerio y, abriéndome camino a través de las tumbas, me arrodillé junto a la tumba en la que reposaba la cabeza de mi padre. El romero progresaba. Tomé una ramita y la metí dentro de mi vestido.

—Como si necesitara romero para recordarte, padre querido —murmuré. Y seguí—: Dame coraje para vivir sin ti. Enséñame lo que debo hacer.

Miré a mi alrededor casi como esperando verlo materializarse junto a mí, tan segura estaba de que estaba cerca.

Los tiempos eran crueles. Simon Caseman tenía razón en cierto sentido. Debíamos disfrutar lo que pudiéramos mientras pudiéramos.

Quise imaginar que era el espíritu de mi padre el que me consolaba. Y poniéndome de pie dejé el cementerio llena de paz y sin miedo, lo que siempre me asombraba en esas ocasiones.

Estaba bordeando el cementerio y tenía a la vista la abadía cuando vi la figura de un monje deslizándose a través del pasto. ¿Era este el fantasma de algún monje ido que no podía descansar y se había levantado de su tumba para embrujar el escenario de su tragedia?

Me quedé muy quieta. No estaba verdaderamente asustada.

La figura cruzó hasta la pared de la abadía. Esperé que desapareciera a través de ella, pero no hizo tal cosa. Empujó una puerta y entró a la abadía.

Todo era silencio. Oí la lechuza nuevamente. Algo me empujó a cruzar el pasto para ir hasta la puerta que había atravesado el monje. Seguí ese impulso y empujé la puerta, que se abrió fácilmente. La fría humedad de la abadía se levantó para recibirme. Casi di un paso adentro cuando por una razón que no pude entender sentí como una premonición difusa que me dio un súbito miedo.

En ese momento creí que el poder especial que me protegía en el cementerio y que provenía del espíritu de mi padre no podría seguirme más allá de esas paredes grises.

Tuve un abrumador deseo de correr. Me apresuré a través del pasto lo más rápido que pude y atravesé la puerta cubierta de hiedra. El miedo me abandonó entonces y caminé serenamente hacia casa.

Había corroborado la opinión del granjero y su esposa y de aquellos otros que decían haber visto una figura cerca de la abadía. De manera que la abadía estaba embrujada.

Mi madre estaba notoriamente más gruesa y hacía los preparativos para el nacimiento de su hijo con felicidad. Decoró la cuna que había sido mía y que había estado guardada durante dieciocho años. La había lustrado y limpiado y la mecía con una mirada soñadora en sus ojos, como si ya estuviera imaginando al bebé en ella.

Oíamos pocas noticias de la corte porque no teníamos visitantes entonces; Kate no escribía. En realidad nunca había sido buena corresponsal. Solamente se le ocurría tomar una pluma cuando pasaba algo malo o quería algo.

Le hubiera escrito, pero no deseaba escribir acerca de la Mansión Caseman. Y en todo caso había muy poco que decir.

Se decía que el rey era feliz en su matrimonio y que la reina lo acompañaba a todas partes. Era alegre y de buen carácter y se comentaba que la gente no tenía más que pedirle un favor y ella estaba dispuesta a concederlo. Más aún, no olvidaba a sus viejos amigos. También era de buen corazón y hacía lo máximo para reconciliar al rey con la pequeña Isabel, hija de Ana Bolena, que había sido prima de la actual reina.

No dudaba que Kate tendría bastantes escándalos que relatar acerca de las cosas de la corte, pero Kate estaba lejos y como el rey se encontraba finalmente feliz con una esposa, respirábamos cierta seguridad.

Después supe que la abadía había sido conferida. Mi madre había recibido la noticia de uno de sus sirvientes, quien a su vez, la había obtenido de uno de los barqueros, que se había detenido en nuestro embarcadero mientras ella alimentaba a los pavos reales.

Mi madre lo anunció mientras estábamos comiendo y nunca olvidaré la expresión de la cara de Simon Caseman.

—¡Es mentira! —gritó, perdida la calma por una vez.

—Oh, ¿lo es? —preguntó mi madre, dispuesta siempre a estar de acuerdo.

—¿Dónde obtuviste esta noticia? —le exigió.

Luego ella se lo contó.

—No puede ser cierto —se obstinó, y supe que él se estaba imaginando dueño de ese lugar.

Pero parecía que era cierto. Esa semana se vieron obreros reponiendo el plomo del techo. Simon fue hasta allí para hablar con ellos y cuando regresó estaba pálido de furia.

Los trabajadores habían sido instruidos para reparar el techo; otros estaban limpiando el lugar.

No sabían a quién había sido otorgada. Simplemente tenían órdenes de disponerla para ser habitada.