Los años tranquilos

Había consternación en la abadía. James, uno de los pescadores, que había ido a la ciudad a vender el sobrante de pescado que había sido salado, regresó con la noticia de que había visto retirar imágenes de las iglesias y que las quemaban en las calles. Se había sumado a una multitud en el mercado y había escuchado conversaciones alarmantes.

—Este es el fin de los papistas —comentó—. Muy pronto los ahorcarán en sus iglesias.

El nuevo rey se inclinaba hacia las ideas reformistas y estaba rodeado por los que compartían sus puntos de vista. Las oraciones se decían en inglés en su capilla y ya no sería infracción poseer una traducción de la Biblia.

Mi madre nos visitó con las primeras flores de primavera de su jardín.

—El rey ha muerto, Dios se apiade de su alma —dijo—. Parecería que estamos ante el comienzo de un nuevo y glorioso reinado.

Sabía que estaba repitiendo lo que había oído y adiviné que Simon Caseman era uno de los que no estaban disgustados con el vuelco de los acontecimientos.

Sin embargo, yo estaba intranquila. Bruno tendría que ser precavido. Si la nueva religión se veía favorecida, aquellos que tuvieran autoridad mirarían con malos ojos una comunidad tal como la que Bruno estaba intentando construir y, si bien él podría tratar de dar la impresión de ser simplemente la cabeza de una gran propiedad de campo, con seguridad estaría bajo sospecha.

Debido a que el rey era demasiado niño para reinar, su tío, el conde de Hertford, fue hecho protector. Inmediatamente fue nombrado conde de Somerset y se convirtió en el hombre más poderoso del país. Era ambicioso y deseaba proseguir la guerra, y a menos de seis meses después de la muerte de Enrique VIII, marchaba a Escocia. Remus estaba con él y tomó parte en la famosa batalla de Pinkie Cleugh, una costosa victoria para el protector.

También nos trajo la guerra a casa —en el pasado todo había parecido demasiado distante para preocuparnos— ya que Remus fue abatido en Pinkie Cleugh.

Kate nos escribió acerca de su valiente y querido Remus, pero no estaba en su naturaleza condolerse o fingir una pena que no sentía. Ahora era rica y libre, de manera que supuse que no se afligiría por mucho tiempo.

Nuestro castillo estaba ahora terminado. Lo llamaba castillo, si bien todavía llevaba el nombre de abadía de San Bruno, porque con sus paredes de piedra gris y su estilo gótico, tenía un aspecto medieval.

Aunque el exterior era el de una fortaleza medieval, el interior poseía todo el lujo y la elegancia que imaginaba que podría encontrarse en lugares tales como Hampton Court.

Cada torre tenía cuatro pisos y en cada uno había una cámara hexagonal. Estas torres eran como pequeñas casas en sí mismas y sería posible vivir allí bastante aparte del resto de la casa. Bruno tomó una de estas como propia y pasaba allí gran cantidad de tiempo. La habitación más alta era el dormitorio y desde que se mudó a su nueva vivienda lo veía muy poco.

Había un gran salón de banquetes y Bruno quería tapices finos para este. Fue a Flandes a buscarlos y se colgaron en las paredes; al final del salón había un estrado donde se había colocado una pequeña mesa de comedor, que era para Bruno y sus invitados de honor, mientras que el resto de la casa comía en la gran mesa.

Cuando veía este sitio no podía entender por qué Bruno lo había reconstruido. Algunas veces pensaba que quería vivir como un gran señor y otras me preguntaba si estaba intentando establecer una orden monástica.

Ofrecimos una gran recepción cuando fuimos a vivir al castillo y muchos de nuestros vecinos fueron invitados; Simon Caseman vino con mi madre; Kate también asistió.

El gran salón estaba decorado con hojas y flores de nuestros jardines y fue ciertamente una velada grandiosa.

Estuve junto a Bruno recibiendo a nuestros invitados y rara vez lo vi tan excitado como en esa ocasión.

Me senté en el estrado a su derecha y Kate, a su izquierda. Simon Caseman y mi madre estaban allí. Bruno me había dicho que invitara a algunos de los hombres ricos que mi padre había conocido y yo lo había hecho. Todos habían venido, ansiosos por ver si los rumores que habían oído acerca de la reconstrucción de la abadía eran ciertos.

La comida fue un auténtico festín, ya que Clement se lució. Nunca vi tanta magnificencia de pasteles y tartas y grandes piernas de cordero y vaca. Había lechones y cabezas de jabalí y pescados de todas clases. Mi madre estaba intrigada, probando esto y aquello y tratando de adivinar el origen de ciertos sabores.

Después hubo baile. Bruno y yo lo abrimos y luego me vi acompañada por Simon Caseman.

—No tenía ni idea de que te habías casado con un hombre tan rico —dijo—. Vaya, yo soy un indigente en comparación.

—Si te da envidia, es mejor que no hagas comparaciones.

Bruno bailó con Kate y me pregunté de qué hablarían.

Algo extraño sucedió durante el baile, porque repentinamente una figura envuelta en negro apareció en medio de nosotros, una vieja mujer envuelta en una capa, con la cabeza oculta por una capucha.

Los invitados se echaron atrás y la contemplaron, seguros, como lo estaba yo, de que era portadora de algo malo.

Bruno se dirigió hacia ella.

—No he recibido invitación al baile —dijo con una risa ronca.

—No te conozco —repuso Bruno.

—Deberías hacerlo, hijo mío —fue la respuesta.

Entonces reconocí a la madre Salter, de manera que fui hacia ella y dije:

—Bienvenida. ¿Puedo ofrecerte un refrigerio?

Pude ver sus colmillos amarillos cuando sonrió. Y pensé: «Tiene todo el derecho de estar aquí; es la bisabuela de Bruno y Honey».

—Vine con dos propósitos, bendecir o maldecir esta casa.

—No podrías maldecirla —le dije

Rio de nuevo. Luego alzó las manos y murmuró algo.

—Bendición o maldición —dijo—. Ya descubriréis cuál es.

Pedí entonces vino, porque me vi colmada de una terrible premonición de desastre y en ese momento recordé que después que Honey se hubiese perdido en el bosque yo había perdido mi hijo.

Bebió el vino y luego caminó alrededor del salón. Los invitados retrocedían cuando ella pasaba. Cuando llegó a la puerta dijo una vez más:

—Bendición o maldición. Eso lo descubriréis. —Y con eso se marchó.

Hubo un silencio y luego todos comenzaron a hablar a un tiempo.

Era una especie de entretenimiento, decían. Era un cómico disfrazado de bruja.

Pero algunos habían reconocido a la madre Salter, la bruja del bosque.

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Unos meses después de nuestro gran baile Honey se resfrió. No era gran cosa, pero siempre me intranquilizaba cuando cualquiera de las niñas no estaba bien.

Esa noche fría de enero empezó a toser. Me levanté de la cama y fui a la habitación de las niñas. Catharine dormía tranquila en su cuna. Honey, que ya era lo suficientemente grande para tener una cama, me dirigió esa mirada de intenso amor cuando aparecí.

Le di su bebida, le acomodé las almohadas y puse un brazo alrededor de ella, que se recostó soñolienta y feliz.

Pienso que estaba casi contenta de tener tos para así poder contar con mi atención especial.

—Cat está profundamente dormida —susurró encantada—. No dejes que se despierte. Me gusta que estemos a solas.

Se acurrucó contra mí. La miré; las espesas pestañas describían un encantador semicírculo contra la palidez de su piel. Su abundante pelo negro le caía sobre los hombros. Iba a ser nuestra belleza. Catharine era vivaz, despreocupada, alegre; Honey era intensa y apasionada. Catharine era encantadora, más amorosa, menos exigente, pero Honey era la belleza. Hasta ahora me perturbaba por su continua vigilancia por si yo demostraba querer más a Catharine que a ella. Yo era el centro de su mundo.

Retiré suavemente el brazo y me deslicé a mi propia habitación cuando vi que Honey se había dormido.

Era una noche de luna y, pensando todavía en las niñas, fui hasta la ventana y miré afuera. La vista de los edificios de la abadía nunca dejaba de fascinarme y no podía acostumbrarme a vivir en semejante lugar. Pensé en lo extraño de mi vida y la de mi marido, y cuando traté de analizar mis sentimientos por él no pude hacerlo. Había empezado a sospechar que no deseaba hacerlo porque tenía miedo de lo que pudiera encontrar. En muchos aspectos era un extraño para mí. Nuestra proximidad siempre había sido física. Todavía éramos amantes. ¿Era porque los dos éramos jóvenes y sentíamos la necesidad de ese contacto? A menudo me sentía completamente excluida de sus pensamientos y me pregunté si él se sentiría así también, o si ni siquiera consideraba el asunto. Lo había desilusionado porque no le había dado un hijo varón, pero todavía esperábamos tenerlo.

Luego empecé a pensar en Rupert y en la ternura que demostraba por mí cada vez que nos encontrábamos y admití que era eso algo que echaba de menos en Bruno. ¿Había sido tierno alguna vez? Desvié mis pensamientos porque temía descubrir la repuesta.

Y entonces vi una figura surgir a la luz de la luna. Bruno, viniendo nuevamente de los túneles. Lo vi avanzar hacia la torre. Lo vi entrar. Observé y luego vi la luz de la linterna en su ventana.

Era la segunda vez que lo veía salir de los túneles por la noche. Me pregunté por qué. Podía ser solamente porque no deseaba que nadie supiera que él estaba allí.

Volví a mi cama. Me pregunté si vendría.

No lo hizo. Y por la mañana me dijo que debía realizar otro viaje al continente. Esta vez deseaba comprar más tapices para las paredes de algunas de nuestra habitaciones.

Más adelante se me ocurrió que en la otra ocasión en que lo había visto por la noche, inmediatamente después había partido para el extranjero.

Me pregunté si esto tendría algún significado. Era típico de nuestra relación que yo no me atreviese a preguntárselo directamente.

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Mi madre vino a visitarme a la abadía, con su canasta llena de lociones y ungüentos.

—¡Mi querida hija! —exclamó—, cuida a las niñas. Uno de nuestros hombres vino de la ciudad con la historia de que vio morir a un hombre en Chepe. Y a otro en una de las barcas, en las escaleras de Westminster. Tenemos la peste entre nosotros.

Me alarmé por las niñas. Les di los remedios de mi madre y les prohibí que salieran de la casa, pero ¿cómo podía estar segura de que alguien no hubiera traído la temible plaga a la abadía?

Honey, sintiendo mis temores, se mostraba aterrada, se colgaba de mí como si temiera que yo le fuera a ser arrancada. Catharine se mostraba desdeñosa y trató de escaparse cuanto podía. La reprendí y se mostró penitente, pero yo sabía que se olvidaría de la advertencia al minuto siguiente.

Kate vino en nuestra ayuda:

He oído que hay peste en Londres. Estás demasiado cerca para que me quede tranquila. Debes traer a las niñas a Remus. Aquí estarán a salvo del mal.

Yo me sentí encantada y me preparé para partir al Castillo Remus.

La viudez le sentaba bien a Kate. Era rica y, si bien hasta el momento nadie había pedido su mano —la muerte de su marido era demasiado reciente—, uno o dos se estaban tomando su tiempo, aunque no esperarían mucho, ya que el rápido casamiento del rey con Jane Seymour antes que Ana Bolena estuviera fría en su tumba había sentado un precedente.

Lord Remus nunca había sido un esposo exigente y siempre había estado dispuesto a malcriar a su mujer, pero ahora Kate era la dueña y señora de la casa y estaba decidida a disfrutar de su nuevo estado.

Tenía vestidos de terciopelo y seda, y nunca había visto tales frunces y pliegues de mangas anteriormente.

—No sabes nada de las modas de la corte —me dijo despectivamente.

Carey era ahora lord Remus; era un caballerito muy importante. Alguien le había dicho que tenía que cuidar de su madre, con mucha ironía, ya que ninguna mujer podía cuidarse mejor que Kate misma, pero Carey lo tomó en serio. Sabía montar bien y estaba aprendiendo a tirar en el patio de la arquería; tenía también un halcón que estaba aprendiendo a utilizar.

Catharine peleaba con él incesantemente; pero él y Honey eran buenos amigos.

Kate ya estaba haciendo planes para el futuro. Desde la muerte del rey Enrique la corte no existía, decía. ¡Cómo podía tener una corte un chico de once años! Por supuesto, el verdadero rey era el protector Somerset, y su hermano, el lord del Almirantazgo Thomas Seymour, tal vez estuviera un poco envidioso de él.

—Tom Seymour tiene esperanzas en lady Isabel —me contó Kate—. Puedes ver adónde conducirá eso.

—Nunca podrá ser reina de Inglaterra —dije—. Antes que ella está María, y ¿no están consideradas las dos como ilegítimas?

—Pobre Eduardo, es un niño enfermizo. Es dudoso que engendre hijos.

—Me atrevo a decir que lo casarán lo antes posible.

—Se dedica a su prima, Jane Grey. Creo que estaría encantado de desposarla.

—Lo cual sería un casamiento satisfactorio, ya que ella tiene ciertas pretensiones al trono.

—¿Has pensado que podría ser un casamiento protestante, Damask, y lo que significaría para él? Preferiría ver a alguien alegre en el trono. Jane es una remilgada, he oído decir. Parecida a ti, me imagino. Tan buena con su latín y griego. Bastante erudita.

Los días pasaban amablemente en Remus, y ahora se había convertido en un oasis para mí. No había problemas y yo me di cuenta de lo aliviada que me sentía de abandonar la abadía por un tiempo.

Kate disfrutaba rememorando el pasado y recordaba más incidentes de nuestra niñez que lo que yo hubiera creído. Yo recordaba también, pero era más introspectiva que ella. De manera que era sorprendente descubrir que esos pequeños episodios que habían parecido ser demasiado insignificantes habían permanecido de alguna manera guardados en su memoria.

Admitió francamente que siempre había tratado de conseguir lo que quería de la vida.

—Y debes concederme, Damask, que tengo bastante. La vida ha sido más bondadosa conmigo que contigo; sin embargo, tú has sido una mujer más buena que yo. Amabas a tu padre y sufriste profundamente cuando lo perdiste. Pensabas que yo no sabía cuán profundamente lo amabas, pero lo sabía, Damask, y mientras me entristecí por ti pensé que era tonto querer tanto a una persona porque luego su pérdida se convierte en una tragedia. Nunca amaría a nadie así… excepto a mí misma, desde luego.

—Hay una gran alegría en amar, también, Kate —dije—. Recuerdo tantas horas felices junto a mi padre… No hubiera cambiado eso por nada del mundo.

—Cuanto mayor es la felicidad que tienes, mayor es la pena. La gente como tú paga por la felicidad que logra.

—¿Y tú no?

—Soy demasiado inteligente para eso —replicó Kate—. Me basto a mí misma. No dependo de nadie.

—¿Nunca has amado?

—A mi modo. Te tengo cariño a ti, a Carey, al pequeño Colas y a mi hermano. Sois mi familia y me hace feliz teneros a mi alrededor. Pero esa devoción total y absoluta hacia alguien no es para mí.

Hablamos de Bruno y de lo que había hecho en la abadía y en lo que se proponía hacer.

—Bruno es un fanático —dijo—. Es la clase de hombre que termina en un patíbulo.

—No digas eso, Kate —le reconvine rápidamente.

—¿Por qué? Sabes que es verdad. Es el hombre más extraño que he conocido. Algunas veces me ha hecho creer que verdaderamente fue enviado con algún propósito del cielo. ¿Sentías eso, Damask?

—No estoy segura. Pude haberlo sentido.

—¿Pero ya no?

Permanecí en silencio.

—Ah —acusó—. Veo que no. Pero él lo cree, Damask. Debe creerlo.

—¿Por qué debe? Si fuera probado…

—No se atreve a hacer otra cosa. Conozco bien a tu marido, Damask.

—Ya me lo has dicho antes.

—No comprendo por qué no puedes hacerlo tú. Somos parecidos de alguna manera. Tú eres demasiado normal, Damask. Te conozco bien.

—Siempre creíste que lo sabías todo.

—No todo, pero bastante. ¡Cómo debió de haber sufrido cuando Keziah y el monje traicionaron su secreto! Lo compadecí entonces porque lo comprendía muy bien.

—Nunca hablamos de eso —dije.

—No. No te atrevas. No hables de eso. Siempre está tratando de probarse a sí mismo.

—Me preocupa a veces.

—No lo dudo.

—En cierta forma todo se ha convertido en una especie de… de mal sueño. Antes de casarme con Bruno había una razón para todo. Ahora, a veces siento que ando a tientas.

—Tengo la sensación, Damask, que andarás a tientas durante largo tiempo y tal vez sea mejor así. La oscuridad es una protección. ¿Quién sabe qué podrías ver a la cegadora luz de la verdad?

—Siempre preferiría la verdad.

—Tal vez no, si la conocieras.

Mi madre escribió que los mellizos estaban bien y que la peste estaba cediendo; pero con todo permanecí allí.

Kate invitaba a huéspedes a Remus y aquellos eran días animados en los que mirábamos desde la torre cuando entraban por la reja levadiza y hacia el patio.

La conversación era interesante en la mesa y supimos que la reina viuda, Catalina Parr, había desposado a Thomas Seymour, a quien amaba hacía mucho tiempo.

Kate estaba divertida.

—Desde luego él deseaba a la princesa Isabel, pero era demasiado peligrosa, de manera que prefirió a la reina Catalina. ¡Una viuda del rey en lugar de una princesa que cree que puede tener derecho al trono!

Kate se reía acerca de los escándalos de Casa Dower, donde vivían la reina y Seymour. Como la joven Isabel estaba a cargo del cuidado de la reina, había rumores de una relación nada inocente entre la princesa y Seymour.

El día en que la reina viuda murió al dar a luz regresé a la abadía.

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Siguieron luego años tranquilos. Hubo cambios, pero fueron tan graduales que apenas los noté. La abadía y la granja estaban muy activas, ya que habían aumentado los trabajadores.

Extendíamos nuestra mansión. Bruno no parecía estar nunca satisfecho con ella. Muchas de nuestras habitaciones estaban adornadas con tapicerías. Una y otra vez Bruno hacía viajes al extranjero, y a menudo volvía con tesoros.

Honey tenía once años y no había perdido nada de su belleza. Catharine, dos años menor, era más vivaz e independiente. Las dos eran despiertas e inteligentes y yo estaba orgullosa de ellas. Valerian había tomado ahora el control de sus estudios y les daba lecciones todos los días en el scriptorium. Para mí era una desilusión no haber tenido otro hijo. Mi madre, que se consideraba experta en estos asuntos, decía que tal vez lo deseaba demasiado apasionadamente. Siempre estaba preparándome pociones, pero no sucedía nada. A veces tenía la sensación de que la madre Salter me había echado una maldición porque temía que no quisiera suficientemente a Honey.

Visitaba a menudo a Kate y ella venía alguna que otra vez a la abadía. No se había casado, si bien se había comprometido dos veces, pero se había arrepentido antes que la ceremonia se llevara a cabo. Me dijo que amaba su libertad y como era muy rica no necesitaba casarse.

Los niños ansiaban estar juntos. Catharine y Carey reñían bastante. Honey estaba distante; siempre parecía mucho mayor que Carey. El pequeño Colas era ignorado por los demás y solamente se le permitía jugar si llevaba las partes menos importantes en los juegos, el destino usual de los más pequeños.

Algunas veces venían los mellizos, pero mi madre prefería que yo llevara los niños a la Mansión Caseman. En varias ocasiones me habló de la religión reformista. Le gustaría que yo la abrazara. Le pregunté por qué.

—Oh, en los libros te lo explican todo —dijo.

Le sonreí. Una fe era tan buena como otra para ella. Estaba dispuesta a seguir a su marido de todas maneras.

Parecía que hubiéramos iniciado una era diferente. El joven rey era muy distinto de su padre. Los tiempos habían cambiado. Ya no era peligroso mostrar interés por la fe reformista. El propio rey estaba interesado en ella y también aquellos que lo rodeaban.

Era un rey enfermizo, es verdad, pero lo casarían joven y, según Kate, ya había escogido a la pequeña lady Jane Grey, una elección muy bien recibida por aquellos que querían ver florecer la fe reformista.

Los rumores que nos llegaban durante esos años no parecían de tanta trascendencia como cuando el anciano rey vivía.

El gran lord del Almirantazgo, Thomas Seymour, había perdido la cabeza y un tiempo después su hermano Somerset lo había seguido al cadalso.

«¡Política!», pensé. Era tan peligrosa y tortuosa, y el hombre que estaba en la cúspide un día era aquel cuya cabeza rodaba a la canasta el siguiente.

No sabía que aquellos años tranquilos estaban llegando a su fin.

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La abadía florecía. Las viejas casas de huéspedes estaban ocupadas por trabajadores.

Había descubierto que no menos de veinte de nuestros trabajadores habían estado ligados a la abadía antes de su disolución, algunos monjes, algunos seglares. Parecía inevitable que se reunieran y recordaran las costumbres de los viejos tiempos.

La iglesia estaba intacta. Se usaba de noche. Frecuentemente veía desde mi ventana, después que la casa se hubiera recogido, hombres que se dirigían hacia allí. Creo que celebraban misa como lo habían hecho en los días del abad.

Rupert nos visitaba de vez en cuando y Bruno experimentaba el placer de conducirlo a través de nuestra propiedad. No había envidia en Rupert; admiraba todo y parecía alegrarse sinceramente de ver tanta prosperidad.

Un día apareció durante uno de los viajes de Bruno al continente y en cuanto lo vi supe que algo había ocurrido. Pensé que venía a decirme que iba a casarse. Me sorprendió el sentimiento de depresión que eso me provocó.

No era que yo tuviera hacia él una actitud de perro del hortelano, pero había llegado a considerarlo alguien muy importante en mi vida. En ese instante tomé conciencia del consuelo que me había proporcionado la devoción que me había demostrado durante tanto tiempo.

Llevé a Rupert a mi sala de invierno y envié a buscar vino y las tortas que servíamos con este. Clement siempre tenía una bandeja recién horneada.

—Veo que tienes noticias —observé.

Me miró intensamente.

—Damask —dijo—, ¿qué sabes de lo que está sucediendo?

—¿Quieres decir aquí en la abadía?

—Aquí y en el país.

—¿Aquí? Bueno, vivo aquí. Sé que están siempre ocupados produciendo y parece que vamos prosperando. ¿En el país? Bueno, Kate me mantiene informada, sabes, y oigo muchos rumores. Los viajeros nos traen noticias constantemente. Lo último que oí fue que el pobre rey estaba muy enfermo con viruela y sarampión y que, si bien se había recuperado, había quedado consumido.

—Será un milagro si sobrevive este año.

—Entonces habrá una nueva reina. Será una reina, ¿verdad? La reina María, supongo.

—Siempre hay peligro cuando un monarca muere sin dejar herederos directos.

—¿Es eso lo que te preocupa, Rupert?

—Tú me preocupas —contestó.

Desvié mis ojos. No deseaba una declaración de su devoción, que bien sabía que existía. Hubiera sido embarazoso para ambos. Creo que entonces advertí que amaba a Rupert. Oh, no era ninguna pasión abrasadora. No era como lo que había sentido y todavía podía sentir por Bruno.

Mis pensamientos volaban y quería saber qué era lo que había traído a Rupert.

—Corren rumores acerca de este lugar —dijo Rupert—. No estás al tanto de ellos. El último en conocer los rumores es aquel a quien más le conciernen. Todavía son rumores, pero mucha gente está observando la abadía de San Bruno. Hay un misterio que rodea el lugar.

—Es próspero porque hemos trabajado duro.

—Quiero que estés prevenida, Damask. Si hubiera algún peligro, no te detengas ante nada. Toma las niñas y acude a mí. Si hubiera necesidad, podría ocultarte.

—¿Las niñas están en peligro?

—Cuando una casa está en peligro todos sus componentes pueden muy bien estarlo.

—¿Cuál es este peligro que ha surgido repentinamente?

—No es repentino, Damask, ha estado aquí desde hace mucho. Desde que Bruno regresó y tomó la abadía se dice que este lugar está siendo reformado… Se sabe que muchos de los monjes han vuelto. Habla con Bruno. No debiera haber asambleas… ni servicios privados… ni prácticas monásticas. Es inevitable que la gente diga que el monasterio ha sido reformado desafiando a la ley.

Pregunté:

—El rey está enfermo, ¿no es así? He oído que cuando lady María sea reina puede ser que restaure los monasterios.

—Ella no vería con malos ojos a los monjes. Recuerda, sin embargo, que aún no es reina y en algunos ambientes se dice que nunca lo será.

—Es la heredera del trono, ¿no?

—¿Lo es? ¿No se había declarado que el matrimonio de su madre con el rey no había sido válido? En ese caso es una bastarda.

—El rey no está muerto y no deberíamos estar hablando de su muerte. ¿No podría ser interpretado como traición?

—No le deseamos mal alguno. Le deseamos una larga vida. Pero si debemos hablar peligrosamente, lo haremos, ya que podrías muy bien hallarte en peligro. Lord Northumberland acaba de casar a su hijo con lady Jane Grey, quien, como el rey Eduardo, apoya la fe reformista. Si se convirtiera en reina con lord Guilford Dudley como consorte, la religión reformista prevalecería y aquellos sospechosos de ser papistas serían considerados enemigos del Estado.

—Rupert, es muy bondadoso de tu parte preocuparte tanto por nosotros.

—No, no es bondadoso, pero no puedo hacer nada por impedirlo.

—Pero ¿cómo podría suceder esto? ¿Quién aceptaría a lady Jane como reina? ¿Quién cree ahora que el matrimonio del último rey con Catalina de Aragón no fue válido?

—No olvides al poderoso padre de Guilford Dudley. Northumberland podría usar la fuerza de las armas para apoyar los reclamos de su nuera.

—Pero no tendría éxito, ya que María tiene el verdadero derecho.

—¿Crees que el derecho prevalecerá sobre las armas? —repuso—. ¿Quién crees que es hoy el hombre más poderoso de nuestro país? No es el rey, pues no es más que un niño en las manos de Northumberland. Si este consigue poner en el trono a Jane Grey, el peligro en que ahora te encuentras no disminuiría, te lo aseguro. Hay enemigos de la abadía de San Bruno muy cerca de ti, Damask.

—Creo que estás pensando en el marido de mi madre.

—Es un hombre ambicioso. Proviniendo de orígenes humildes, se ha convertido en el dueño de la casa de tu padre. Te ha hecho un gran daño, y la gente que hace daño alberga a menudo un gran resentimiento hacia aquellos a quienes ha perjudicado.

—¿Piensas que desearía vengarse de mí por el daño que me hizo? ¿Crees entonces que fue el hombre que traicionó a mi padre?

—Lo he pensado, últimamente. Se ha enriquecido mucho. Solamente habría podido estar en la actual situación si se hubiera casado contigo y tú le dejaste claro que eso estaba fuera de discusión.

—Sabes mucho, Rupert.

—Siempre me he preocupado por todo aquello que te concierne.

—¿Qué debo hacer ahora?

—Advierte a tu marido. Ruégale que impida que estos hombres se reúnan. Sería mejor si los despidiera.

—¿Adónde los enviaría?

—Podría repartirlos por varios lugares. Tal vez yo pueda contratar a uno o dos. Kate podría tener más en Remus… Cualquier cosa con tal de que no pueda parecer una comunidad de monjes.

—Se lo comentaré a su regreso, Rupert.

Estaba muy ansioso, pero mis palabras lo tranquilizaron un poco.

Mandé a buscar a las niñas para que saludaran al tío Rupert. Estaba muy orgullosa de ellas. Honey tenía trece años y era una verdadera belleza; había superado esos tremendos celos hacia Catharine. Esta era, desde luego, mi preciosa y querida hija, y la quería como no había querido a nadie, aparte de mi padre. Mis sentimientos por Bruno eran diferentes, ahora sabía que era una fascinación. Podría haber crecido hasta ser un gran amor devastador, pero ya hacía algún tiempo que había advertido que no sería así.

A las niñas les encantaba Rupert. Les gustaba visitar su granja; él fue quien les enseñó a montar y sentían que tenían más libertad allí que en la abadía. La indiferencia de Bruno hacia Catharine y el resentimiento hacia Honey no pasaban desapercibidos a las niñas. Lo aceptaban como suelen hacerlo los niños y no trataban de cambiarlo. Pero frecuentemente pensaba que Rupert les daba el amor que debiera haberles dado su padre. Era una mezcla de tío preferido y padre.

Charlaron, preguntándole acerca de los animales de su granja; algunos de los cuales ellas habían bautizado.

Lo abrazaron tiernamente cuando partió y sus ojos me previnieron: «No olvides nuestra conversación. El peligro está aquí».

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Bruno regresó de buen humor. Después de sus visitas al continente estaba siempre jubiloso.

—¿Hiciste buenos negocios? —le pregunté.

Me aseguró que así había sido.

—¿Qué has traído a casa esta vez? ¿Algo diferente? Mi madre desea saber qué flores y hortalizas nuevas se han producido en otros países.

Dijo que había traído una tapicería fina que colgaría en el salón.

A solas en nuestra cámara, esa noche le conté de la visita de Rupert y del aviso que me había dado.

—¡Rupert! —exclamó Bruno mordazmente—. ¿Qué está insinuando?

—Está realmente preocupado. Estamos en peligro. Yo lo siento así.

Me miró impaciente.

—¿No te he dicho que debes confiar en mí para todas las cosas? ¿Dudas de mi habilidad para conducir mis asuntos? —Fue hasta la ventana y miró hacia fuera. Se volvió hacia mí—. Todo esto es mío. Lo he reconstruido. Se ha levantado de las cenizas como el ave fénix. ¡Yo lo hice posible y tú dudas de mi habilidad para manejar mis propios asuntos!

—No lo dudo ni por un momento, pero sucede a menudo que algunos están más al tanto del peligro que otros. Y hay peligro en el aire.

—¿Peligro? Tonterías.

—Muchos de los viejos monjes y seglares están aquí. Exhiben una vida muy semejante a la que llevaban en el monasterio.

—¿Y bien?

—Ha sido advertido.

Rio.

—Siempre has buscado menoscabarme. Siempre te ha molestado el hecho de que yo no sea como otros hombres, ¿verdad? Acepta que no soy un mortal común. Por Dios, ¿crees que cualquier otro hubiera podido venir a este lugar, tomarlo y levantarlo si no existiera algún poder superior en él?

Observé:

—Por cierto que es muy misterioso.

—¡Misterioso! ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—¿Cómo adquiriste la abadía, Bruno?

—Te lo he dicho.

—Pero…

—Pero tú no me crees. Siempre has dudado de todo lo que he dicho. Nunca debí haberte escogido.

Verdaderamente me asustaba. Pensé que había locura en él, y yo siempre tuve miedo a la locura.

—De manera que cometiste un error —repliqué—. Te equivocaste. Me escogiste y nunca debiste haberlo hecho.

Se volvió repentinamente hacia mí. Yo estaba sentada en la cama y me oprimió el brazo. Su apretón fue doloroso pero yo no grité; atisbé aquel destello fanático en sus ojos.

Repetí:

—Fue un error, ¿no es así?

—No debió haberlo sido. En ese momento no fue un error. Entonces confiabas en mí.

—Sí, te creía entonces. Y creía que construiríamos una maravillosa vida juntos. Pero me engañaste desde el comienzo, ¿no es así? Me dijiste que eras pobre y humilde.

—Humilde… ¿Cuándo fui humilde?

—Tienes razón. Nunca fuiste humilde. Solo era una prueba a la que me sometiste. Fuiste arrogante, ¿no es verdad? No me cortejaste como cualquier otro hombre lo hubiera hecho. Tenías que simular pobreza por temor a que me casara contigo por tus propiedades.

Soltó mi brazo con un gesto impaciente.

—Estás histérica. Rupert ha estado asustándote y a pesar de que no tiene fe en mí estás dispuesta a creerle a él.

—Le creo, porque lo que dice tiene sentido. El partido reformista está en el poder. El rey es protestante, Northumberland también lo es y ellos gobiernan el país. ¿No hemos visto acaso las tragedias que pueden sobrevenir a quienes no cumplen con las doctrinas dispuestas por nuestros gobernantes?

—¿Y tú crees que yo sería gobernado por esa gente inferior?

—Ten cuidado con lo que dices, Bruno. ¿Quién sabe si puede ser oído y delatado? Me resulta claro que no te dejarías gobernar por nadie más que por tu presuntuoso orgullo… tu deseo de probar que no eres como los demás hombres.

—¿Acaso no lo soy? ¿Has olvidado mi llegada a este mundo?

Pensé en Keziah en aquella noche terrible, y en su angustia por haber revelado aquello que nunca debió revelar; pensé en el hermano Ambrose caminando por la hierba con Bruno y en Rolf Weaver yendo hasta ellos, insultándolos. Bruno había visto eso. Había visto a su padre matar al hombre que lo había insultado. Sí, lo había visto y había cerrado sus ojos porque no creía que Keziah y Ambrose decían la verdad. No lo aceptaba porque, si lo hacía, la imagen que se había creado de sí mismo sería destruida. En eso residía su locura, pensé.

—No olvido nada —dije.

—Sería mejor que recordaras.

Permaneció junto a la cama, alto y erguido, con esa palidez marmórea de su cara, en contraste con sus sorprendentes ojos violeta, tan parecidos a los de Honey. Pensé: «¡Es tan hermoso como un dios!». Y sentí esa abrumadora ternura que me envolvía y no pude decirle: «Bruno, estás viviendo una mentira porque tienes miedo de afrontar la verdad».

—Yo solo regresé a la abadía —dijo—. Estaba perdida y la recuperé. ¿Cómo se hizo?

—Bruno, por favor dime honestamente cómo se hizo.

—Fue un milagro. Fue el segundo milagro de San Bruno.

Me volví amargamente. No se podía razonar con él.