Un nuevo reino
Eso tuvo lugar en el trascendental año de 1553. Faltaban tres meses para mi trigésimo cumpleaños. ¡Treinta años! No era una edad avanzada, pero en mis treinta años había vivido acontecimientos que habían destrozado la paz no solamente de mi casa, sino del país entero. En esa etapa de mi vida había llegado a la conclusión de que había cometido la más grande de las equivocaciones que una mujer puede cometer: casarse con un hombre que jamás podrá darle la exquisita plenitud que anhela.
El conflicto religioso era el problema principal de esos días. Mi madre se evadía de él siguiendo la corriente oficial.
—Deberías estudiar las nuevas opiniones, Damask —decía—. Son los puntos de vista del rey y es bueno que todos lo sigamos.
—Madre —repuse—, no puedo decir que un enfoque está bien y el otro mal porque ambos tienen sus argumentos.
—Tonterías —dijo mi madre enérgicamente—, ¿cómo podría estar bien el mal y mal el bien? Tiene que ser uno u otro. Y el del rey está bien, te lo aseguro.
—¿Porque te lo ha asegurado tu marido?
—Ha estudiado estas cosas.
—Otros también las han estudiado. Hay personas inteligentes de ambos lados.
—Es fácil para la gente equivocarse y tu padre ha dedicado gran cantidad de tiempo a ello.
Le sonreí indulgentemente. ¡Cómo tratar de explicárselo! Pero solo el hecho de que ella estuviera al tanto del reformismo demostraba lo firmemente implantado que debía estar en mi viejo hogar.
Era una noche de junio, había luna llena y yo estaba sentada en mi ventana cuando vi unas figuras oscuras dirigirse hacia la iglesia. Sabía lo que eso significaba. Iban a misa. Bruno estaría entre ellos.
Tuve un pequeño escalofrío. Si eso se sabía, se hallarían en peligro y, sin embargo, continuaban actuando de ese modo. Tal vez creyeran que Bruno, con sus poderes sobrenaturales, podría salvarlos de cualquier desastre que pudiera amenazarlos.
Las figuras habían desaparecido dentro de la iglesia cuando repentinamente vi otra figura. Esta vez no era ninguno de los monjes. Observé al hombre que avanzaba sigilosamente hacia la iglesia y reconocí a Simon Caseman.
Impulsivamente me puse una capa sobre mi camisa de dormir y enfilé escaleras abajo.
Corrí por la hierba hasta el atrio de la iglesia. Entré. Una figura se adelantó. No me había equivocado. Era Simon Caseman.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dije perentoriamente.
—Puedes preguntarlo. —Sus ojos estaban encendidos de excitación. Nunca había visto con tanta claridad la máscara del zorro.
—¡Esto es un atropello!
—Por una buena causa.
—No tienes derecho a estar aquí.
—Sí, todos los derechos.
—¿En nombre de quién?
—En nombre del rey.
—Hablas bizarramente.
—Digo la verdad. ¿Qué está pasando aquí? Esto se ha convertido nuevamente en un monasterio. Fue disuelto, pero aquí está de nuevo.
—¿No sabes, Simon Caseman, que muchas tierras de abadías han sido conferidas?
—Lo sé muy bien. Tal vez haya alguna razón para semejantes concesiones.
—Una muy buena razón, la cual concierne solamente al donante y a quien lo recibe.
—En eso estoy de acuerdo, pero cuando se emplea el sitio para quebrantar la ley del rey…
—Aquí no se ha quebrantado la ley del rey.
—Sí, cuando aquello que ha sido abolido ha sido reconstruido secretamente.
—Hay muchos trabajadores aquí, Simon Caseman.
—Mayormente monjes.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —Una voz fría, brusca y autoritaria habló perentoriamente. Bruno había salido al atrio. De la iglesia llegaba el sonido de cánticos.
—Sucede —repuso Simon Caseman— que he sido testigo de algo que podría enviarte a la horca. Puedes estar tranquilo de que cumpliré con mi deber.
—Tu deber es regresar a tu casa y vivir tranquilamente allí, si bien no te mereces ni eso por haber tomado lo que nunca te hubiera correspondido sino por injusticia.
—No hables de justicia, te lo ruego. ¿Qué está pasando en este lugar? ¿Por qué lo has reconstruido como lo has hecho? ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que puedes engañarme ante mis propios ojos con tus cuentos de milagros? ¡Milagros en verdad! Está claro de dónde provino tu riqueza.
Vi que Bruno había palidecido. Estaba intranquilo.
—¡Sí! —gritó Simon Caseman—. Lo sé muy bien. ¿De dónde viene el dinero para reconstruir una espléndida abadía y reunir a monjes y seglares? ¿De dónde por cierto? De los enemigos de Inglaterra. De España y Roma, de allí viene el dinero.
—¡Mientes! —gritó Bruno.
—Entonces, si es mentira, ¿de dónde? Responde a eso, Bruno Kingsman, san Bruno… Contesta eso. ¿De dónde vino el dinero para reconstruir la abadía, eh? ¿Vas a decirme que proviene de los beneficios de la granja? No te creería. Se han usado enormes riquezas en este lugar y te pregunto de dónde salieron. Eso es lo que quiero saber.
El canto había cesado en la iglesia. Vi rondar las figuras de los hombres no lejos del atrio.
—¡Miénteme si quieres! —exclamó Simon Caseman, con la cara desfigurada por la pasión—. No me engañarás. Yo lo sé. Siempre lo supe. El dinero viene de España y Roma. Sale de los enemigos de nuestro país. Procede de aquellos que volverían a poner al papa como cabeza suprema de la Iglesia, en contra de las leyes de este país.
—¡Mientes! —exclamó Bruno.
—Entonces, ¿de dónde? Dinos la verdad, Bruno, san Bruno… tejedor de milagros. ¿Vino de las alturas? ¿Cayó dentro de tus arcas desde el cielo?
—Sí —respondió Bruno sobriamente.
Simon Caseman rompió a reír.
—Podrías llamarlo del cielo, ya que viene de España. Yo y muchos otros lo llamaríamos traición.
Hubo un silencio en el atrio ante la mención de la temida palabra.
Luego Bruno dijo:
—Vete de aquí. No nos hacen falta los de tu calaña.
—Desde luego que no. No me hallarías quebrantando la ley del país. Esto quiere ser el comienzo de la restauración de los monasterios. Sé que están en marcha tales planes. Son órdenes venidas de Roma y España… donde se encuentran tus amos. No pienses que permitiré que prosiga esta traición.
Bruno entró en la iglesia nuevamente. Yo retrocedí a las sombras y Simon Caseman pasó junto a mí. Jamás había visto una mirada tan determinada en su cara. Pensé que por la mañana nos delataría. Quizá por la noche Bruno estaría en la Torre. Luego mis pensamientos volvieron a las niñas y me pregunté qué sería de ellas.
Corrí hasta Simon Caseman.
Escuchó mis pasos y se volvió lentamente.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Qué vas a hacer?
—Cumplir con mi deber.
—No será la primera vez que eres un delator.
Simuló no comprenderme.
—Puede que no sea la última. Soy un hombre que cumple con su deber.
—Particularmente cuando hay tanto que ganar.
—¿Ganar? ¿Qué ganaría yo?
—Venganza.
—Eres muy dramática, mi querida Damask. —Sus ojos me recorrieron y recordé que tenía solamente mi camisa de dormir bajo la capa.
Me sentí muy asustada y eso me hizo imprudente, supongo.
—¿Es la venganza tan satisfactoria como la espléndida casa que no tenías esperanzas de lograr mientras vivía mi padre?
—¿Qué tiene que ver eso con esto?
—Es una situación similar. Antes cumpliste con tu provechoso deber, ¿no es verdad?
Permaneció en silencio, desconcertado.
—Sé que delataste a mi padre —lo acusé—. ¡Canalla desagradecido! Asesino.
—¿Esa es la manera de hablar a alguien que tiene tu vida en sus manos?
—Esa vida no valdría la pena vivirla si no fuera fiel a mí misma.
—Eres indomable, Damask. Siempre lo fuiste. ¡Qué tontita imprudente! ¡Podrías haber tenido tanto! Pero lo elegiste a él… ¿Es un hombre o un ídolo? Pronto lo veremos. Ahorcado se verá bien.
—¿Has decidido delatarlo como lo hiciste con mi padre?
—¿Tu padre?
—No trates de engañarme más, Simon Caseman. Mi padre te trajo a su casa. No tenías nada propio. Todo lo que tenías era envidia, codicia y una lamentable falta de principios. Tenías egoísmo, maldad, ingratitud…
—En realidad era un sujeto bastante pecador.
—Por una vez has dicho la verdad. Eres el asesino de mi padre, Simon Caseman. Querías sus propiedades.
—Quería a su hija, lo admito. Y la verdad es que aun cuando despotrica o insulta, todavía la deseo.
—¡Cómo te atreves!
—Cómo tú te atreves, mi imprudente belleza. Aquí está el hombre que podría llevarte a la Torre… y tú te atreves a abusar de él.
—Abusaría de ti hasta con mi último suspiro. ¿Has amado alguna vez a tu padre?
—Nunca lo conocí, de manera que me fue imposible.
—Yo amé a mi padre. Lo amé entrañablemente hasta el último momento, cuando lo vi en su prisión de la Torre. Tú cortaste esa cabeza, Simon Caseman. ¿Crees que te perdonaré alguna vez por eso?
—Tu padre fue un tonto. Nunca debió haber albergado al clérigo. Sabía que estaba faltando a la ley. Dar albergue a un cura, levantar una abadía que ha sido deshecha… estos actos van contra las leyes del rey y se castigan con la muerte. Harías bien en recordarlo.
—No contento con ser el asesino de mi padre, nos asesinarías a todos. Deseas esta abadía, ¿no es así? ¿Es este el precio que pides?
—No seas tan tonta, Damask. Yo no te haría daño. ¿No eres acaso mi propia hijastra?
—Para mi más profunda vergüenza, lo soy.
—Y alguien por quien, a pesar de toda su intolerancia y malevolencia hacia mí, siempre he sentido un gran afecto.
—¿Has sentido eso alguna vez por alguien?
—Por ti, lo sabes.
—¿Estás sugiriendo que deseabas casarte conmigo por otras razones que porque era la heredera de mi padre?
—No eres la heredera de tu padre ahora, Damask. Estás en grave peligro. Mañana llegarán los hombres del rey. No estabas allí cuando se llevaron a tu padre. Esta vez vendrán por tu marido, a menos…
—¿A menos que qué?
—Podrías hacer mucho por mí, Damask.
—Entonces ve y ahórcate.
Se rio.
—Eso es pedir un poco demasiado porque si muriera, ¿cómo podría disfrutar de tu compañía? No, Damask, tendrás que ser más complaciente conmigo… si quieres seguir viviendo en la comodidad de tu oro español.
—Lamento no entenderte.
Dio un paso hacia mí.
—Creo que me entiendes demasiado bien. Si fueras amable conmigo, tal vez yo podría olvidar lo que he visto aquí esta noche.
—Pediré consejo a mi madre —dije cáusticamente.
—Oh, Damask, no seas poco sensata. Piensa que si no lo hubieras sido, tu padre podría vivir hoy.
Me volví y empecé a dirigirme hacia la casa.
—Te daré veinticuatro horas —dijo a mis espaldas—. Piénsalo. Podrías haber salvado a tu padre. Ahora es el momento de salvar a tu familia.
En ese momento, Bruno salía de la iglesia seguido por varios monjes.
Simon Caseman corrió y yo me apresuré a entrar en la casa temblando.
Bruno no vino a nuestra cámara esa noche. Pasé la mayor parte de ella esperando su regreso. Quería saber si verdaderamente había recibido dinero de España o de Roma. Me parecía que era la única explicación. Me preguntaba cómo no se me había ocurrido antes.
Las palabras de Simon Caseman me daban vueltas en la cabeza. Yo era responsable por la muerte de mi padre. Si me hubiera casado con Simon Caseman no lo hubiera delatado, porque habría obtenido la casa por herencia. Pero yo no quería casarme, de manera que mi padre tenía que morir. Y ahora me había hecho otra proposición: podría comprar su silencio entregándole mi cuerpo.
Las perspectivas que nos esperaban me dieron escalofríos. Al menos, estábamos a salvo por veinticuatro horas.
¿Por qué Bruno no venía y me consolaba? Qué característico de él era dejarme sola. No me dejaba compartir nada porque sabía que yo no creía en él.
Por la mañana fui a la torre donde tenía sus aposentos privados. Trabajaba plácidamente en sus libros.
—¡Bruno! —exclamé—. Había pensado que tendrías algo que decirme.
Se sorprendió.
—No puedes haber olvidado la escena de anoche —insistí.
—Tu padrastro no merece un momento de meditación.
Repuse agudamente:
—Fue responsable de la muerte de mi padre. Ahora amenaza con la tuya y la de muchos que dependen de ti.
—¿Y crees que lo logrará?
—Lo logró con mi padre.
—Tu padre actuó estúpidamente.
—No tan estúpidamente como tú, que violas descaradamente la ley. Al menos él lo hizo en secreto.
Sonrió y levantó la cabeza, y se lo veía tan hermoso que tuve ganas de llorar por todo lo que no estaba bien entre nosotros.
—Te digo que no hay qué temer.
—¿No hay qué temer? Ese hombre es nuestro enemigo y ha presenciado lo de anoche, y además ha amenazado con delatarte.
—No hará nada.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque lo sé.
—Ha amenazado con desenmascararte.
—Confías en todo el mundo menos en mí. Das a entender que no me crees capaz de defender todo lo que he construido.
—¿Con el oro español? —pregunté.
—¿Ves?, le crees.
—Pero ahora resulta muy obvio. ¿Dónde puedes haber encontrado todo ese dinero?
Sus ojos brillaron con un fuego interno.
—Caseman preguntó si el cielo me había abierto sus arcas. Y la respuesta es sí. Fue un milagro. Fue con ese objeto que llegué al pesebre aquella mañana de navidad. Hombres y mujeres han levantado calumnias respecto a mí, pero juro que el dinero con que estoy reconstruyendo esta abadía no proviene de España. Viene del cielo. Y si dices que solamente puede ser un milagro, te contesto: sí, lo es. Te digo que ese hombre no puede hacerme daño, pero tú no me crees.
—Si me juras que no estás pagado por los españoles…
—No te ruego que me creas. Simplemente te digo que no nos traicionará. Puede ser que a su debido tiempo tengas un poco de fe en mí.
Con esas palabras me dejó.
Veinticuatro horas de gracia. Conocía a Simon Caseman lo suficiente como para saber que llevaría a cabo su amenaza. Era un hombre avaro y vengativo. Disfrutaba atormentándome evidenciando cómo nos tenía en su poder a mí y a mi familia. Más aún, no me codiciaba solamente a mí, sino también la abadía, y yo sabía que lograrla era su objetivo.
Era imposible argüir con Bruno. No dudaba de que no solamente Simon Caseman había visto lo que estaba sucediendo en la abadía, sino que tendría testigos.
Se me ocurrió que podría tomar las niñas y partir hacia casa de Kate. ¿Eso las salvaría? ¿Implicaría a Kate?
La tensión era tan insoportable que me dejó insensible. Traté de comportarme normalmente y fui hasta la panadería como lo hacía a menudo por las mañanas, a consultar a Clement acerca de la comida del día. Él había estado presente en la iglesia la noche anterior.
Me sorprendí, porque no parecía demasiado perturbado.
—Clement —dije—, ¿qué crees que será de todos nosotros?
—Estaremos a salvo —respondió.
—¿Piensas que fueron amenazas en vano?
Clemente alzó los ojos al cielorraso.
—Bruno nos librará de todo mal.
—¿Cómo podrá hacerlo?
—Sus medios son milagrosos.
La complacencia del hombre me asombró. Parecía no percatarse de que podía ser arrastrado al lugar de ejecución, colgado, desollado y descuartizado. ¿No había oído hablar de los monjes de la Cartuja?
—Oíste lo que ese hombre dijo anoche, Clement. Estabas allí.
—Estaba allí, pero Bruno nos habló después. Afirmó que no había por qué temer.
—¿Qué puede hacer para salvarnos?
—Eso depende de él y de Dios.
«Creen que es divino», pensé. Oh, ¡qué duro despertar tendrían!
La repentina visión del bueno y simple Clement, que había llevado a mis niñas sobre sus espaldas, siendo torturado era más de lo que yo podía soportar.
—Clement —dije—, podrías escaparte. Todavía hay tiempo.
Me miró con asombro.
—Esta es mi vida —respondió. Luego me sonrió casi con lástima—. No tienes fe. Pero no temas, todo saldrá bien.
Ese día transcurrió como de costumbre. Nadie más que yo parecía darse cuenta de la amenaza que pendía sobre nosotros.
Mi madre nos visitó por la tarde. Me preguntaba si Simon Caseman habría confiado en ella y si habría venido a prevenirme. No podía haberle contado de sus insinuaciones hacia mí.
Había traído la habitual canasta de cosas ricas, su vino más joven, una nueva torta que había hecho y su mazapán especial.
Me besó y me dijo que no me veía bien. Sus ojos ansiosos me escudriñaron y sabía que estaba preguntándose, como lo hacía cada vez que nos encontrábamos, si estaría encinta.
Rápidamente me di cuenta de que no sabía nada del descubrimiento de su marido porque era demasiado franca para ser capaz de ocultarlo, pero sí me habló de las ventajas de la religión reformista.
—Y es verdad, Damask —dijo—, que nuestro rey es partidario de la fe reformista. Pobre muchacho, está enfermo. Dicen que nunca se recuperó de aquella viruela. He oído decir que no vivirá mucho tiempo, pobrecillo.
—Madre —le pregunté—, ¿se te ha ocurrido que si el rey muriera, cosa que espero que no ocurra, lady María podría ser reina y, si así fuera, podría haber un vuelco hacia Roma?
—¡Imposible! —exclamó mi madre, palideciendo ante la idea.
—Sin embargo, no es imposible, madre. ¿No deberíamos ser precavidos al proclamar nuestros puntos de vista hasta estar seguros?
—Si conoces la verdadera fe, Damask, ¿cómo puedes negarla?
—¿Pero qué es la verdadera fe? ¿Por qué no podemos aceptar las sencillas leyes de Cristo? ¿Por qué ha de ser tan importante que profesemos de esta o aquella forma?
—No estoy segura, Damask, pero pienso que podrías estar hablando de traición.
—Traición un día, madre, es la lealtad del siguiente. —Repentinamente tuve miedo por ella, porque era muy simple. No amaba una fe, sino a un marido; hubiera aceptado cualquier cosa que él le ofreciera. Sin embargo, podría morir por esas creencias como otros habían muerto antes que ella.
La abracé súbitamente.
—Mi querida niña, estás afectuosa hoy.
—¿Cómo puedo saber si podré hacerlo mañana?
—Vaya, ¡estamos sombrías! ¿Qué te ocurre, Damask? ¿No estás cayendo enferma? Te daré una pequeña bebida que contiene tomillo. Eso te dará dulces sueños y mañana te despertarás amando a todo el mundo.
«¿Mañana? —pensé—. ¿Qué nos deparará el mañana?»
El día me pareció largo. No podía concentrarme en nada. Fui al scriptorium, como lo hacía algunas veces, y escuché a las niñas en sus lecciones. «¿Qué será de ellas?», me pregunté a mí misma y deseé, como mi padre había deseado para mí, que estuvieran bien casadas y viviendo en algún lugar lejano.
Durante la cena nos sentamos a la mesa familiar sobre el estrado y el resto de la casa en la gran mesa del salón. Sin embargo, cuando se oía algún sonido del exterior, yo me daba cuenta de las miradas furtivas en dirección a la puerta y sabía que algunos sufrían una profunda aprensión y temblaban en sus asientos, pero no se advertía franca alarma y se arrojaban miradas confiadas en dirección a Bruno.
Justo cuando estábamos a punto de dejar la mesa llegó un mensajero.
Nunca olvidaré la espantosa consternación que cundió por el salón. Me puse de pie. Había tomado la mano de Catharine, que estaba sentada junto a mí. Su mirada sorprendida se dirigió a mí. Pensé: «Oh, Dios, ha llegado el momento. ¿Qué será de nosotros?».
Bruno también se había puesto de pie, pero no demostraba ninguna alteración. Tranquilamente abandonó su lugar y se dirigió a recibir al mensajero.
—Bienvenido —dijo.
—Traigo malas noticias —informó el mensajero—. El rey ha muerto.
Pude sentir la tensión que se rompía, fue como si todo el mundo hubiera dejado escapar un lamento. El rey había muerto. ¿Quién podía decir qué sucedería? Lady María era la que seguía en la línea al trono. La abadía estaba salvada.
Vi la sonrisa complacida de Bruno y las miradas de asombro en las caras de aquellos que habían estado con él la noche anterior en la iglesia.
Les había prometido un milagro, ya que solamente un milagro podía haber salvado la abadía de la traición de Simon Caseman. Y este era su milagro: la muerte del rey, el fin del gobierno protestante y una princesa católica esperando para ascender al trono.
Por un momento sus ojos buscaron los míos. En ellos vi triunfo y aquel enorme orgullo que nadie había poseído con tanta fuerza como él. E inmediatamente pensé que lo sabía. Sabía que el rey estaba muerto. Sabía que para que la acusación de Simon Caseman prosperara tendría que haberla hecho meses atrás. Sin duda, habría arreglado las cosas para que el mensajero trajera la noticia en el momento que produjera el mayor efecto. Estaba empezando a conocer bien al hombre con quien me había casado.
Nadie pensaba lo que sucedería a continuación.
Cuando oí que Eduardo había muerto dos días antes de que su muerte hubiera sido dada a conocer, estuve segura de que Bruno lo había sabido.
Estaba formándome un concepto tan cínico de mi marido que empecé a preguntarme si no lo odiaba.
Pero se mostró menos complacido cuando llegaron las noticias de que el duque de Northumberland había persuadido al rey de que dejase de lado a sus dos hermanas, María e Isabel, en razón a su ilegitimidad, y que declarara a Jane Grey como la verdadera heredera al trono. María tenía demasiado apoyo para aceptar esto e inmediatamente se comenzó a formar una facción católica alrededor suyo y el país se vio dividido. Las familias estaban divididas. El único hecho que me alegraba era que teníamos un respiro. Las cuestiones del país eran tanto más importantes que las de una abadía.
Mi madre llegó a la abadía temblando y aprensiva. Simon había ido a Northumberland a ofrecer sus servicios en apoyo de Jane Grey, a quien mi madre llamaba la verdadera reina.
Yo sabía por qué había ido. Era imperativo que Jane Grey se convirtiera en reina de Inglaterra, para que la fe reformista pudiera ser preservada. Había llegado demasiado lejos en sus convicciones protestantes como para retirarse ahora.
—La reina Jane es una mujer virtuosa —dijo mi madre—. Ha llevado una vida piadosa.
—Creo que lo mismo puede decirse de aquella que muchos llaman reina María.
—No es reina. ¡El casamiento de su padre fue invalidado! —exclamó mi madre—. ¿Su madre no fue acaso la primera mujer de Arturo, el hermano del rey Enrique?
—Hay muchos que la apoyan —afirmé.
—Serán los papistas —dijo mi madre amargamente.
Al día siguiente vino a decirme que habían cortado las orejas al chico de un viñatero de la región porque había declarado que Jane no era la verdadera reina.
—¿Ves —dijo mi madre con firmeza— lo que sucede a aquellos que niegan la verdad?
Había muchos rumores. Oíamos que Jane se mostraba reticente a tomar la corona. No era más que una niña de dieciséis años, no mucho mayor que Honey, y había sido forzada a esto por hombres ambiciosos. Sentí pena por la pobre Jane.
En la ciudad la gente murmuraba, temerosa de dar abiertamente una opinión, pero yo sentía que la mayoría de la gente estaba en contra de la reina Jane, en parte porque detestaban a Northumberland, su suegro, y no estaban dispuestos a aceptar su dominación, pero principalmente porque sabían que María era la verdadera heredera al trono.
María había huido a Norfolk, donde miles de personas se congregaban por su causa. Cruzó la frontera hacia Suffolk y plantó su estandarte en el castillo de Framlingham. Esperábamos noticias cada día. Cuando Ridley, el obispo de Londres, predicó en favor de la reina Jane, mi madre estuvo encantada.
—Todo saldrá bien —dijo—. ¡Es una niña tan dulce y buena!
Pero unos días después, los condes de Pembroke y Arundel proclamaban a María reina de Inglaterra en Paul’s Cross y nos dimos cuenta de que el reinado de nueve días había llegado a su fin. La pobre y patética Jane no podía sostenerse contra la fuerza del derecho. María era la verdadera heredera de Inglaterra.
Fui a ver a mi madre, porque imaginé que estaría muy angustiada.
—¿Qué está ocurriendo? —exclamó perturbada—. ¿En qué está pensando la gente? La reina tiene el beneplácito del obispo de Londres. ¿Quién puede negar eso?
—Muchos —dije, y me sentí llena de ansiedad por ella—. Tendrás que ser muy cuidadosa. No hables libremente a los sirvientes.
Tomé los libros que Simon le había indicado que leyera y los escondí.
—No debes guardarlos aquí. Debes vivir muy calladamente por un tiempo. No debe ser recordado que apoyabas a la reina Jane.
Simon Caseman había regresado alicaído a su casa, tratando de disimular que había estado fuera por asuntos de negocios cuando en realidad había ido a Londres a apoyar a la reina Jane.
Estaba tan dispuesto como cualquiera a gritar: «¡Viva la reina María!». Al menos era sensato en eso.
Esperaba que siguiera siéndolo.
Resultó evidente que los años comparativamente tranquilos del reinado de Eduardo habían terminado. Antes que terminara el mes, lady Jane y su marido, lord Guilford Dudley, fueron confinados a la Torre de Londres.
Kate vino de Remus a la abadía, trayendo a Carey y a Colas con ella.
Estaba animada como siempre frente a los grandes acontecimientos. Quería que cabalgáramos con ella hasta Wanstead para ver entrar en la capital a la nueva reina.
Me pareció una buena idea alejarme de la abadía y nos preparamos. Íbamos Kate y yo, con dos hombres de nuestra casa para protegernos, y Carey, Honey, Catharine y Colas.
Kate estaba excitada porque la princesa Isabel iba a encontrarse con su hermana en Wanstead para acompañarla a Londres. En realidad todos estaban alegres y animados. Pero ni siquiera en ese momento podía olvidar a mi madre en su casa y me pregunté cómo se sentiría y si se hallaría en la misma clase de peligro con que su marido había amenazado a mi casa tan poco tiempo atrás.
No podía evitar advertir las miradas de admiración dirigidas a mis chicas. Desde luego, Kate dominaba cualquier escena con su encanto incomparable al que ahora se sumaban el aplomo y una cierta mirada de experiencia. Pero Honey tenía una belleza aún mayor que Kate. Era una niña todavía, pero a punto de florecer como mujer y, con su traje de montar rojizo y su garboso sombrero con plumas, pensé que era una de las criaturas más adorables que había visto. En cuanto a Catharine, con un sombrero parecido, pero de terciopelo verde oscuro, resplandecía de amor a la vida, en contraste con el silencio un poco melancólico de Honey, de manera que lo que le faltaba en verdadera belleza lo suplía con su vitalidad. Y Carey, qué muchacho más apuesto, parecido a Kate y no muy diferente a mis chicas. En cuanto a Colas, de ocho años, el benjamín del grupo, estaba decidido a disfrutar de cada momento. Podían muy bien haber sido todos hermanos y hermanas. Catharine y Carey reñían continuamente y tuvimos que reprenderlos una o dos veces, diciendo a Carey que recordara que no debía hablar de ese modo a una dama, y a Catharine que lo provocara menos.
Y en Wanstead presenciamos la reunión de la reina con su hermana Isabel. Fue un momento histórico, pensé, las hijas de Catalina de Aragón y Ana Bolena reunidas en Wanstead.
Juraría que había más ojos puestos en la princesa Isabel que en la reina. Esa joven pelirroja de veinte años me recordaba en cierto modo a mi hija Catharine. No era una belleza, pero poseía tal vitalidad y encanto que contrastaba mucho con los modales reservados de la nueva reina.
María llevaba un traje de terciopelo color violeta, lo cual no favorecía su aspecto envejecido, ya que tenía treinta y siete años. Pero los vivas eran leales y cuando las hermanas se besaron fueron aún más fuertes.
Las hermanas dejaron Wanstead y se dirigieron hacia la ciudad. Nos unimos al gentío y nuestros sirvientes nos rodearon para asegurar que nos abrieran paso. Hice que las chicas cabalgaran a mi lado y así entramos en Londres por el portal de Aldgate. Nuestros jóvenes charlaban excitadamente todo el tiempo.
Seguimos todo el camino hasta la Torre; sobre el río, las embarcaciones con sus cubiertas alegremente engalanadas parecían dar cabriolas de deleite y, por todas partes, se oía una música alegre mientras los cañones tronaban las salvas.
Catharine dijo repentinamente:
—¡Qué pena que Paul y Peter no hayan venido con nosotros! ¡Cómo les hubiera gustado la procesión!
Yo me estremecí y me pregunté cómo estaría tomando mi madre las noticias de la aclamación de la nueva reina, mientras que aquella que había reinado tan brevemente esperaba su destino con terror.
Kate permaneció con nosotros por algún tiempo en la abadía.
Todos temían hablar libremente. Se veía lo rápidamente que uno podía caer en desgracia y era inevitable que después de semejante choque entre dos reinas y dos religiones corriese sangre. Eduardo fue enterrado en Westminster y la reina hizo oficiar un servicio solemne en su capilla privada con todos los ritos y ceremonias de la Iglesia de Roma.
Unos pocos días después, el duque de Northumberland perdió la cabeza.
Kate permaneció para la coronación, que fue en octubre, y vimos a la reina llevada en su litera, cubierta de tela de plata y tirada por seis caballos blancos.
Miré a Kate y me pregunté si recordaba a aquella otra reina que habíamos visto años atrás cuando Tom Skillen había sido sobornado por Kate para que nos llevara hasta Greenwich. ¡Qué diferente era aquella elegante y radiante Ana de esta mujer envejecida y cansada!
Fue una ceremonia de gran pompa, pero yo me preguntaba, y estoy segura de que muchos lo hacían, qué nos depararía el futuro.
Desde luego, yo sabía que un nuevo reinado significaría cambios; para nosotros en la abadía era como si hubiéramos escapado por poco al desastre. Me alegraba que Simon Caseman permaneciera sereno. Era sensato y andaba por su propiedad sin aclamar ni condenar a la nueva reina. En Bruno era aparente una mayor complacencia. Deduje por Clement que se creía que había logrado otro milagro, que había salvado la abadía. Era el tercero. El primero había sido cuando había aparecido en la cuna, luego había regresado a la abadía y había hecho posible que muchos retornaran y, ahora, cuando un enemigo había amenazado destruir lo que él había levantado, por un milagro el rey había muerto a tiempo y una nueva reina católica se hallaba en el trono.
Bruno había hecho todo esto, Bruno el hacedor de milagros.
El primer cambio fue un decreto que abolía la liturgia reformista.
A comienzos de año oímos que se iba a llevar a cabo un matrimonio entre María y Felipe de España, el más fanático de los católicos.
Supe que este hecho daba grandes esperanzas a aquellos que deseaban ver restablecida la Iglesia reformista. María era popular, pero el pueblo de Inglaterra no quería ser dominado por España. El Parlamento alzó su voz para pedir a la reina que no desposara a un extranjero, pero esto pareció ser inútil.
Rara vez iba a la Mansión Caseman. Temía encontrarme con Simon Caseman, pero mi madre y los mellizos me visitaban continuamente.
Peter y Paul, tan parecidos que no se los podía diferenciar, eran menores que Carey, pero se habían unido al grupo de niños y formaban como una familia en miniatura. Mi madre me había pedido que los mellizos compartieran los mentores de mis hijas, y esto había sido arreglado, y cuando Kate estaba con nosotros, Carey también se les unía en el scriptorium. Yo lamentaba que ninguna de mis chicas brillara en sus estudios. Eran despiertas sin ser especialmente inteligentes. En cuanto a Carey, destacaba más en los pasatiempos al aire libre que en sus lecciones; Peter era el más inteligente de los niños y Paul era el deportista y podía rivalizar con Carey. Siempre me parecía que los mellizos se repartían los atributos de una persona muy cabal.
La ingenuidad de mi madre a menudo me daba una visión de lo que podía estar ocurriendo en la Mansión Caseman, y eso me alarmaba.
Cuando se habló del matrimonio de la reina mi madre no pudo ocultar cierto contento y enseguida pude ver que tenía esperanzas de que la reina fuera derrocada. Yo sabía que hablaba por los sentimientos de su marido, ya que ella consideraba su deber compartir sus opiniones.
—Casamiento con España —dijo, mientras estábamos sentadas juntas en mi jardín—. Vaya, ¡seríamos súbditos de ese país! ¿Quieren eso los ingleses?
—No dudo —respondí— que si la reina desposara a Felipe de España habría toda clase de condiciones para prevenir que España se apoderara del país.
—Cuando una mujer se casa está influida por el marido.
Sonreí.
—Madre —dije—, todas las mujeres no son esposas tan obedientes como tú.
—Tendríamos la Inquisición aquí —continuó, sin hacer caso de mi mordacidad—. ¿Puedes imaginar que significaría eso? Nadie estaría a salvo. Cualquiera de nosotros podría ser llevado ante un tribunal.
—Sería terrible. Odio la persecución en cualquier forma.
Mi madre dejó caer la camisa que estaba bordando y oprimió mi brazo.
—Entonces, mi querida Damask, debemos evitar que llegue a nuestras playas.
—Estoy segura de que el pueblo nunca la toleraría aquí.
—Si este casamiento español se lleva a cabo, ¿quién puede decir lo que pasará? Si fuéramos dominados por España, llegarían aquí con sus tornillos bajo las uñas y sus instrumentos de tortura.
—Ya están aquí, madre, y lo estaban antes de que la reina pensara en casarse con un extranjero. Me estremezco a veces cuando paso por la Torre y pienso en las mazmorras y en las cámaras de tortura en las que muchos hijos y esposos bien amados han sufrido. También las mujeres… ¿Has olvidado a Anne Askew?
—Fue una mártir.
—Una mártir, verdaderamente.
—Una santa —dijo mi madre con fervor.
—Y lo hubiera sido también si hubiera sido de cualquier otra fe.
Mi madre calló y luego se inclinó hacia mí.
—Este reinado no puede durar —afirmó—. Tengo razones para saberlo. Me preocupas, Damask…, tú y tus niños.
—Madre, yo me preocupo por ti y los mellizos.
—Sí —dijo—. Es extraño que la religión sea la causa. No comprendo por qué no ven todos el camino verdadero.
—¿El tuyo, madre? ¿O el de tu marido tal vez?
—Yo he visto la verdad —dijo—, y creo que vives peligrosamente. Me gustaría verte con nosotros, Damask. A tu padrastro, también. Siempre habla bondadosamente de ti.
Sonreí con cinismo.
—Muy bondadoso de su parte, madre.
—Oh, es un hombre bueno. Un hombre de principios.
«Oh, Dios —pensé—, ¿no sabes que asesinó a mi padre?»
—Él piensa que tú no aceptas que haya ocupado el sitio de tu padre.
—¡Nadie podría ocupar su sitio! —exclamé fervientemente.
—Quiero decir, mi querida, porque nos casamos. Algunas hijas son así… los hijos también. Pero debes recordar que me ha hecho muy feliz.
Quería gritarle la verdad. Asesinó a mi padre; me pidió que me casara con él; me había hecho una proposición infame, exigiendo mi virtud como precio por mi seguridad. «¿Y este es el hombre de quien tú, madre, tienes tan alta estima?», le dije mentalmente. Pero, por supuesto, no dije nada. Era tan inocente… Tenía que seguir en su bendita ignorancia.
—Tendrías que tratar de ser un poco más razonable, Damask. Me preocupo por ti —continuó—. Desearía que Bruno hubiera comprado una agradable mansión de campo. Una abadía es sospechosa… particularmente cuando…
—Oh, madre, cuidémonos todos. Y recordemos que los enemigos de Roma son los que están hoy en peligro, si bien mañana puede ser diferente.
—Mañana —dijo mi madre, alegrándose—. Eso llegará.
No era de extrañar que me perturbara.
En la panadería, Clement estaba amasando; tenía las mangas arremangadas hasta los codos y parecía acariciar la mezcla mientras trabajaba.
Catharine estaba sentada en un banco alto contemplándolo, su cara adorable brillando de interés. Desde que yo podía recordar, siempre tenía algún entusiasmo. Se desvanecían rápidamente, pero mientras duraban eran intensos; Honey era más constante.
—Sigue contándome, Clement —pidió la niña,
—El abad nos había llamado, estábamos de pie alrededor del pesebre y en él había un niño vivo. —Se volvió al verme entrar—. Aquí viene la señora —dijo Clement— para darme las órdenes del día.
—Madre —explicó Catharine—, Clement ha estado contándome la historia. ¡Fue maravillosa! Parece un episodio de la Biblia, como el de Moisés en los juncos. Siempre adoré esa historia y ahora saber esto…
Miré su cara animada y no supe qué decirle. Estaba tan conmovida por la idea de que su padre fuera una especie de Mesías que, aun cuando yo estaba convencida de que era falso y quería que mi hija aceptara la realidad, no podía contarle la verdad. Catharine siempre tenía que saberlo todo una vez que su interés despertaba. Sabía más de la gente que vivía alrededor nuestro que todos los demás componentes de la casa. Vi que estaba ante un dilema. Ella tendría que aceptar a su padre como ese ser superior o conocer la sórdida historia de su nacimiento. Por el momento pensé que era mejor que aceptara la leyenda, pero deseé que no hubiera sido así.
Discutí sobre la comida que había que preparar y dije:
—Vamos, Catharine, pronto será la hora de tus lecciones y antes quiero que me juntes algunas flores y las arregles de forma bonita.
—Oh, madre, odio arreglar flores. Sabes que no sé hacerlo.
—Razón de más para que aprendas. Es una de las condiciones necesarias para un ama de casa.
—Creo que no seré un ama de casa. Permaneceré aquí toda mi vida y me haré monja y tendré un convento propio. Supongo que sería una abadesa.
—Mi querida niña, no hace mucho tiempo los monasterios y los conventos fueron disueltos por órdenes del rey.
—Ah, pero eso fue hace mucho tiempo, madre. Ahora tenemos una nueva reina, una buena y virtuosa reina. Indudablemente desearía ver retornar estas instituciones.
—Eres una niña, Cat —dije, no sin un asomo de alarma—. Por amor de Dios, no te enredes todavía con estos asuntos.
—Querida madre, ¡qué vehemente eres! Siempre sospeché que eras algo irreligiosa. —Me besó de manera cariñosa—. No es que no te quiera por ello. Todo esto me asustaba… Tenía miedo de acercarme a algunos de los viejos edificios. ¿Recuerdas como solía colgarme de tu mano o de tus faldas? Solía pensar que nada podría hacerme daño mientras tú estuvieras conmigo y me cuidaras.
—Mi querida, y siempre lo haría.
—Lo sabía, madre queridísima. Eres tan… como debe ser una madre. Él es diferente, desde luego, pero también es maravilloso. Clement ha estado contándome cómo era la abadía cuando él llegó. No sabían cómo cuidar a un bebé y, si bien no era un bebé común, vino con la forma de un bebé, y por lo tanto era a medias mortal.
—Clement habla demasiado.
—Todo es tan interesante… Hay tanto que quiero saber…
—Limita tus intereses a tus lecciones por un tiempo —dije.
Se rio con esa risa sonora y contagiosa que yo amaba tanto.
—Queridísima madre, eres tan práctica… tan diferente de… No es de extrañar que tía Kate se ría de ti.
—¿De modo que soy el objeto de sus diversiones?
Me besó la punta de la nariz.
—Eso es algo bueno, y todos te amamos por ello. Vaya madre, ¿qué haríamos sin ti?
—Ahora —dije complacida—, tendrás justo el tiempo de recoger tus flores y arreglarlas antes de ir al scriptorium. Y no llegues tarde. Ya he tenido quejas de tu impuntualidad.
Echó a correr y la contemplé con un amor tan intenso que me hacía sentir dolor.
Después de eso, frecuentemente la encontré con Clement, que le contaba historias de la niñez de su padre. Descubrió cosas que yo nunca había sabido. Cada día se interesaba más y más. Bruno lo había notado y lo había vuelto afectuoso hacia ella. Finalmente se interesaba por su hija.
Un día entré en la sala de estudios y oí reñir a Catharine y a Honey.
—Te embaucan fácilmente, Cat. Siempre crees lo que quieres creer. Así no se puede saber lo que es verdad. Yo no lo creo. Él no me gusta. Nunca me gustó. Creo que es cruel con… nuestra madre.
Catharine le espetó:
—Es porque no es tu padre. Estás celosa.
—¿Celosa? Te digo que me alegro. Preferiría cualquier hombre antes que él como padre.
Hice una pausa ante la puerta y no entré, me escabullí silenciosamente.
Pensé mucho en esa conversación. Desde luego que era inevitable, ahora que estaban creciendo, que se formaran sus propias opiniones. Cuando habían sido pequeñas las había mantenido lejos de él, a sabiendas de que en su vida no había lugar para niños pequeños. Me preguntaba cómo hubiera sido si Catharine hubiera sido varón.
Pensaba en ellas, Catharine tenía casi doce años y Honey catorce, casi una mujer. Había un cierto toque de la voluptuosidad de Keziah en ella y su belleza no había disminuido para nada. Solamente esos sorprendentes ojos violeta con sus pestañas negras hubieran bastado para hacer de ella una belleza irresistible. Pero no era tan fácil de conocer como Catharine, que era toda efervescencia, con los sentimientos a flor de piel, con lágrimas y enojos que llegaban tan rápidamente como desaparecían. ¡Qué diferente era Honey! Yo sabía que tenía que ser cuidadosa con ella y siempre lo había sido, demostrándole que la amaba tanto como a Catharine. Estaba convencida de que ella sentía por mí una devoción profunda y apasionada. Me gratificaba y al mismo tiempo me alarmaba un poco, porque uno nunca podía estar del todo segura con Honey. ¡Su nombre la desmentía! Era salvaje y apasionada.
Ahora estaban creciendo y desarrollando personalidades muy diferentes. Cuanta más adoración demostraba Catharine por Bruno, más disgusto parecía sentir por él Honey. Bruno notaba el creciente aprecio e interés de su hija hacia él, y también advertía la repulsión de Honey.
Decidí que hablaría con Honey y le pedí que fuera conmigo una mañana al jardín y juntáramos flores.
—Honey —dije—, Catharine te habla a menudo de su padre.
—No habla de otra cosa en estos días. A veces pienso que Catharine no es muy inteligente.
—Mi querida Honey —repuse, con lo que Catharine llamaba mi «voz virtuosa»—, ¿es poco inteligente una hija que admire a su padre?
—Sí —replicó Honey—, si él no es admirable.
—Mi querida niña, no debes hablar así. Es… ingrato e incorrecto.
—¿Debo estarle agradecida?
—Has vivido bajo su techo.
—Prefiero pensar que ha sido bajo el tuyo.
—Él lo suministró.
—Nunca me quiso aquí. Fue solamente porque tú insististe que yo pude quedarme. Sé eso. Voy a ver a mi abuela en el bosque.
—¿Te habla de esas cosas?
—Es una sabia mujer, madre, y a veces me habla enigmáticamente, como lo hace la gente sabia. Me ha contado verdades. Dice que está bien que yo sepa ciertas cosas. A menudo pienso qué difícil habría sido mi vida si no hubiera sido por ti.
—Mi querida Honey, has sido una alegría y un consuelo para mí.
—Siempre procuraré serlo —me contestó fervientemente.
—Mi bendita niña, recuerda que eres mi propia hija.
—Pero de adopción. Cuéntame acerca de mi madre.
—Era alegre y hermosa a su modo… si bien tú lo eres más.
—¿Entonces me parezco a ella?
—No, no en tus modales.
—¿Por qué no se casó con mi padre? Sé que él vino a disolver la abadía. ¿Cómo era?
—Lo vi poco —dije evasivamente.
—Y mi madre se enamoró de él y nací yo.
Asentí con la cabeza. Había sido así en cierto modo, y yo no podía contar a Honey la horrible verdad.
—Yo soy hermana de Bruno, ¿verdad? Mi bisabuela me lo contó. Dijo: «Vosotros dos sois mis bisnietos». Y cuando lo supe no podía creerlo. Ella dice que es por eso que me odia. Preferiría no tener que verme.
—No lo cree, porque no quiere aceptar el hecho de que tu madre sea la de él.
—Se cree divino —rio—, ¿a los santos les importa tanto que la gente los adore?
—Él cree que tiene una gran misión en la vida. No olvides que ha dado hogar a mucha gente.
—Nunca ha dado algo sin contar con lo que recibirá a cambio. Eso no es dar.
Era demasiado perspicaz, mi Honey.
—Tendrías que tratar de comprenderlo.
—Comprenderlo no aumenta mi respeto por él. Quizá lo comprenda demasiado bien, lo que es de esperarse, ya que provenimos de la misma madre.
—Honey, me gustaría que olvidaras eso. Yo pienso en mí misma como en tu madre. ¿No podrías tratar de hacer lo mismo?
Se volvió hacia mí y vi arder la devoción en sus ojos.
—Mi querida niña —dije—, no puedes saber lo mucho que significas para mí.
—Si yo pudiera pedir un deseo —afirmó—, sería que yo fuera tu verdadera hija y Catharine la de mi propia madre.
—Nada de eso, yo querría que las dos fuerais hijas mías.
—Yo preferiría ser la única.
Sí, Honey me inquietaba. Su odio sería tan feroz como su amor.
La paz no podía durar mucho tiempo. Mi madre vino para decirme que Simon Caseman había partido «por negocios». Estaba ansiosa, y me preguntó qué podían significar esos negocios.
Pronto lo descubriría: sir Thomas Wyatt dirigía una rebelión contra la reina María.
Mi madre se apresuró a venir a la abadía con noticias de que la reina se había atrincherado en el palacio de Whitehall y que los hombres de sir Thomas Wyatt marchaban sobre la ciudad. La reina estaba desesperada.
—Sabe que es el final de su reinado. —La voz de mi madre sonaba triunfante.
—¿Dónde está tu marido? —le pregunté.
Sonrió secretamente.
—No te preocupes por él —dijo enigmáticamente—. Quiero que cojas a las niñas y vengáis a mi casa. Cuando triunfe sir Thomas Wyatt no te quiero aquí.
—¿Y si sir Thomas no triunfa?
—Ya verás como sí.
—Madre —insistí—, ¿dónde está tu marido?
—Tenía negocios que hacer —me contestó.
—¿Negocios? ¿Con sir Thomas Wyatt?
No respondió y yo no insistí, porque tenía miedo.
—Sir Thomas sentará en el trono a la reina Jane o a la princesa Isabel —dije—. ¿Y tú crees que la gente aceptaría tranquila que echen a la legítima reina?
—Quiero que vengas conmigo a la Mansión Caseman —fue su respuesta.
Pero mi madre se vio desilusionada, ya que las fuerzas rebeldes marcharon sobre Londres y hubo lucha en las calles. Oí decir que la reina se había mostrado intrépida y que había consolado a sus llorosas damas. Más adelante supe lo cerca del éxito que había estado Wyatt y que lo hubiera logrado si no hubiese sido porque al verse arrinconado en Fleet Street, rodeado y separado de sus fuerzas combatientes, se había entregado creyendo que la batalla estaba perdida.
Mi madre estaba muy perturbada y, sabiendo que Simon no estaba en casa, fui a verla.
—¿Qué salió mal? —exclamaba—. ¿Por qué gana siempre esa mujer papista?
—Tal vez —respondí— porque es la verdadera reina.
Poco tiempo después Jane, la reina de los nueve días, fue ejecutada junto con su marido.
La princesa Isabel estaba implicada en la rebelión y se decía que el objeto de esta había sido colocarla en el trono, y no a Jane.
Bruno comentó:
—Es una mujer astuta que codicia el trono. Es una pena que no le hayan cortado la cabeza a ella en vez de a Jane.
—Pobre Isabel —reparé—, es muy joven.
—Tiene veinte años, los suficientes para ser ambiciosa. La reina no debiera dejarla con vida.
Pero la reina le permitió vivir, ya que sir Thomas Wyatt declaró antes de ser decapitado que la princesa Isabel era inocente de cualquier conspiración contra su hermana.
Simon Caseman había regresado. Me preguntaba qué parte habría tomado en la rebelión Wyatt.
Era maravilloso cómo podía comprometerse y liberarse antes que el compromiso se convirtiera en algo embarazoso. Estaba convencida de que lo que él quería era ver el fin del reinado de María, para tener un gobernante protestante en el lugar de la reina.
La elección obvia era Isabel. Bruno creía que Isabel tomaba la religión como la política, por conveniencia. Había cobrado importancia. La gente reparaba más y más en ella. Muchos partidarios de María hubieran deseado tener su cabeza, pero la reina no era vengativa.
De manera que, a pesar de que la reina María se había consolidado en el trono y que la rodeaban hombres poderosos dispuestos a mantenerla allí, existía intranquilidad. Y los pensamientos y esperanzas de numerosos hombres se volcaban hacia la hija de Ana Bolena.
Mi madre vino a la abadía con su acostumbrada canasta de cosas buenas. Había traído a los mellizos, ya que estos aprovechaban toda oportunidad para venir a la abadía y le ayudaban con su canasta.
Las chicas vinieron a ver qué había traído y a escuchar sus noticias.
—¡Vaya —exclamó, sentándose—, qué cosas ocurren en la ciudad!
—Cuéntanos, abuela —ordenó Catharine.
—Bueno, mi querida, hay una casa embrujada en Aldergate Street, si bien puede ser que no lo esté. Tal vez habite allí un ángel de Dios ¿Quién puede decirlo?
—¡Sigue! —exclamó Catharine—. Oh, abuela, nos vuelves locas. Nos tienes en suspenso con tus historias.
—Te lo dirá a su tiempo —indiqué—. No la hostigues.
—¡A su tiempo! —refunfuñó Catharine—. ¿Cuándo será eso? Ahora es el momento.
—¿Y quién es la que está haciendo perder tiempo? —preguntó Honey.
—Es una voz que sale de los ladrillos —dijo Peter—. Yo la oí. ¿No la oíste tú, Paul?
—¿Qué clase de voz? —insistió Catharine.
—Bueno, si me hubierais dejado explicar desde el comienzo —dijo mi madre— ya lo sabríais.
—Lo cual es perfectamente cierto —agregué.
—¡Bueno, cuéntanos! —exclamó Catharine.
—Hay una voz que proviene de los ladrillos de esa casa. Y cuando la gente grita «Dios salve a la reina María», no dice nada.
—¿Cómo puede haber una voz si no dice nada? —replicó Catharine.
—Qué niña tan impaciente —dijo mi madre frunciendo el ceño—. No esperas a oír. Cuando la multitud grita «Dios salve a lady Isabel», la voz dice «Así sea».
—Tiene que ser alguien —dije.
—No hay nadie. La casa está vacía. Y cuando la gente grita «¿Qué es la misa?», la voz responde «Idolatría».
Catharine se soliviantó.
—Es algún malvado que está tratando de embaucar a la gente.
—Es una voz —insistió mi madre—. Una voz sin cuerpo. ¿No es algo maravilloso?
—Lo sería si hablara juiciosamente —dijo Catharine.
—¡Juiciosamente! ¿Quién pude cuestionar la palabra divina?
—Yo —expresó Catharine—. Es divina solo para los protestantes. Para la gente de verdadera fe es… herejía.
—Cállate, Cat —ordené—, faltas el respeto a tu abuela.
—¿Es faltar al respeto decir la verdad?
—Verdad para unos y tal vez no para otros.
—¿Cómo puede ser? La verdad debe prevalecer siempre.
—No voy a permitir estos conflictos en la casa —repliqué harta del asunto—. ¿No es bastante malo que existan en el país?
Catharine insistió:
—Debo decir lo que siento.
—Tienes que aprender a sujetar tu lengua y mostrar el debido respeto.
—¡Respeto! —gritó Catharine—. Mi padre diría…
—Basta —ordené.
Catharine se marchó fuera de la habitación, murmurando:
—Es una bonita salida simular estar de acuerdo con perversas mentiras… solamente para contentar a la gente.
—Vaya —dijo mi madre—, allí va una pequeña papista feroz.
Advertí que Honey sonreía, como siempre lo hacía cuando Catharine y yo teníamos una diferencia.
Con semejantes fricciones en la familia, me pregunté cómo se podía esperar que hubiera armonía en el mundo.
Catharine se sintió triunfante cuando una investigación reveló que una joven, llamada Elizabeth Croft, había sido ocultada en una falsa pared para responder a las preguntas que le hacían, e incitar al pueblo contra la reina y su prometido español.
—¡Ahí tienes tu voz! —exclamó Catharine, y se apresuró a ir a la Mansión Caseman a contárselo a mi madre.
—La abuela estaba tan avergonzada, que no pude evitar reírme —me comentó cuando volvió.
—Tendrías que haber sido más compasiva —le dije.
—¡Compasión con semejante fanática!
—Y tú, mi querida, ¿no sufrirás del mismo mal?
—Pero yo estoy a favor de la verdadera religión.
—Como dije, eres una fanática, Catharine. No quiero que te veas envuelta en estos asuntos.
—Ahora hablo de ellos con mi padre… —Sus ojos brillaban—. Es maravilloso haberlo descubierto después de todos estos años.
—No te prestaba atención.
—Desde luego, cuando era niña y estúpida. Ahora es diferente.
—Te ruego que seas cuidadosa.
Corrió hasta mí y me abrazó.
—Queridísima madre, debes saber que ya soy adulta… o casi.
—Pero no del todo —le recordé.
En ese momento Peter vino a contarnos que Elizabeth Croft estaba en el cepo por haber tomado parte en el engaño.
—Pobre niña —dije—. Espero que no pague con su cabeza por esto.
Ese mes de julio el príncipe Felipe de España desembarcó en Inglaterra y la reina viajó hasta Winchester, donde iban a casarse.
Vimos su entrada a la capital. Cruzaron el Puente de Londres a caballo y me impresionó la palidez de la reina y la forma patética en que adoraba a su pálido novio de labios finos. Era casi diez años mayor que él, y sentí pena por ella.
El matrimonio no era nada popular, pero la gente vitoreó cuando vio el tesoro que Felipe había traído consigo. Se precisaron noventa y nueve cofres para llevar las arcas repletas de oro y de lingotes de plata. El tesoro acompañó a la pareja real en su viaje hasta la Torre, y al menos eso contó con la aprobación del pueblo.
Después empezaron a producirse cambios en Inglaterra.
Se importaban al país las leyes de España. Oímos hablar mucho de la verdadera Iglesia, que era la santa Iglesia romana y se empleaba continuamente la palabra hereje.
Y los fuegos de Smithfield comenzaron a arder. Frecuentemente podíamos ver desde los jardines la capa de humo y cuando el viento soplaba del este lo podíamos oler; nos estremecíamos y nos parecía oír los alaridos de los moribundos.
La reina había recibido un nuevo nombre. Era María la Sanguinaria.
Una fría mañana de febrero del año 1555 se llevaron a Simon Caseman. Peter y Paul vinieron corriendo hasta la abadía.
—Vinieron… buscaron por todas partes… —contaron atropelladamente.
—Se llevaron libros con ellos…
—Amarraron su barca a nuestro embarcadero…
—Alto —ordené—. Peter y Paul, contadme desde el principio: ¿qué ha ocurrido?
Creo que lo adiviné muy pronto. Después de todo, no era extraño, pues yo sabía desde hacía tiempo que Simon Caseman estaba flirteando con la nueva fe.
De pronto Paul comenzó a llorar.
—Se han llevado a nuestro padre —balbuceó.
—¿Dónde está tu madre?
—Se ha quedado sentada con la mirada perdida. No habla. Ven rápido, Damask. Por favor, ven con nosotros.
Corrí hacia la casa. Entré en el salón, donde la mesa estaba puesta para la comida y pensé: «A este salón vinieron a buscar a mi padre… Simon Caseman los trajo para que se lo llevaran… y ahora le ha tocado el turno al propio Simon».
Mi madre estaba sentada a la mesa. Miraba como si estuviera aturdida. Me arrodillé a su lado y tomé su mano fría entre las mías.
—Madre —dije—, estoy aquí.
Habló entonces.
—¿Eres Damask? Mi niña Damask.
—Sí, madre. Estoy aquí.
—Oh, hija, vinieron y se lo llevaron…
—Sí, lo sé.
—¿Por qué tenían que llevárselo? ¿Por qué?
—Tal vez regrese. —La consolé sabiendo bien que no regresaría. ¿Acaso no habían dicho los mellizos que se habían llevado libros? Estaba condenado como hereje—. Madre debes recostarte. Te daré una de tus pociones. Si durmieras un poco… quizá cuando despiertes…
—¿Volverá?
—Quizá. Tal vez lo han llevado para interrogarlo.
Se tomó de mi brazo.
—Eso es. Lo han llevado para interrogarlo acerca de algún asunto. Regresará. Es un buen hombre, Damask.
Los mellizos me contemplaban como si yo tuviera algún poder para tranquilizarla. ¡Cómo hubiera deseado tenerlo! Por primera vez en mi vida me hubiera sentido muy feliz de ver entrar a Simon Caseman.
—¿Qué daño ha hecho? —preguntaba ella.
Me permitió que la ayudara a meterse en cama, le di la bebida tranquilizante y pensé: «Dos veces en su vida le han arrebatado un marido, y dos veces en nombre de la religión».
Cuando se durmió volví a la abadía. Encontré a Bruno en el salón.
—Vengo de casa de mi madre —dije—. Está deshecha de pena.
—De manera que se lo llevaron —comentó, y en sus labios se esbozó una sonrisa.
—¿Lo sabías? —exclamé, y de pronto lo comprendí todo.
Asintió con la cabeza, sonriendo misteriosamente.
—¡Tú… lo preparaste —exclamé—, tú lo delataste!
—Es un hereje —replicó.
—Es el marido de mi madre.
—¿Has olvidado que una noche casi hizo lo mismo con nosotros?
—Entonces es venganza —dije.
—Es justicia.
—¡Oh, Dios! —exclamé—. Irá a Smithfield.
—El premio a los herejes.
Escondí la cara entre las manos, porque no podía soportar seguir mirando la cara de Bruno.
—¡Tanta pena por el asesino de tu padre!
Me volví y corrí hasta mi habitación.
Las niñas vinieron poco después.
—Madre, ¿es cierto, entonces? —exclamó Catharine, con la cara traspasada de emoción—. Se lo han llevado. ¿Qué le harán? ¿Qué están haciendo ahora?
—Morirá —dijo Honey—. Morirá en la hoguera.
El rostro de Catharine se desencajó de horror.
—No pueden hacer eso, ¿verdad? ¡No pueden…! ¡A él! Es tu padrastro.
—Eso no los detendrá —observé tristemente.
—¿Y lo quemarán hasta matarlo, simplemente porque cree que Dios debe ser adorado de una cierta forma? —exclamó Catharine indignada—. Sé que es hereje y que los herejes son malvados, pero quemarlo…
—Hasta morir —añadió Honey sombríamente.
Eran demasiado jóvenes para saber de esos horrores.
—Puede ser que no ocurra —dije—. Voy a traer aquí a los mellizos. Tenéis que ser bondadosas con ellos. Recordad que es su padre…
Asintieron con la cabeza.
Luego volví a mi viejo hogar a cuidar a mi madre.
Me senté con ella e intenté hablar de otras cosas: de su jardín, de su despensa, de sus brebajes… Pero todo el tiempo sus oídos estaban alertas al sonido de una barca, a la voz que yo sabía que no volvería a oír.
No servía de nada. Debíamos hablar de él porque era en él en quien ella estaba pensando. Me dijo lo bueno que siempre había sido; lo felices que habían sido esos años con él.
—Era el marido perfecto —me contó, y yo pensé en aquel buen hombre, mi padre, y me pregunté si lo había llorado así—. Era tan inteligente —decía—. Quería saber lo que la gente escribía… lo que pensaba.
Ah, pobre Simon Caseman, debió haber sabido que uno no debe demostrar interés.
—Debían haber conservado a Jane en el trono. Esto no hubiera ocurrido.
«No, madre —pensé—, no a ti. Pero a otros, sí. Quizá a Bruno.»
Luego recordé que era Bruno el que había causado esto. Había hecho a Simon Caseman lo que Simon había tratado de hacerle a él.
El fatídico día llegó. Mi madre quería ir a Hampton Court a ver a la reina para implorarle que perdonara a su marido.
Se había probado que era un hereje y, había oído decir, que no renegaría de sus opiniones. Un hombre extraño, con tanta maldad en él y, sin embargo, el marido perfecto para mi madre.
Ese día la tranquilicé con su jugo de amapolas y se durmió.
Salí al jardín y miré hacia la ciudad. Una capa de humo bajaba hacia el río. Los fuegos de Smithfield estaban ardiendo.
Luego entré y me senté junto a la cama de mi madre para consolarla cuando despertara.