Revelaciones
Cuando Kate llegó al día siguiente parecía más calmada que de costumbre. Catharine también estaba callada. Pensé que estaría molesta con Kate, lo cual era raro; generalmente estaban en armonía ya que compartían sus puntos de vista alegres y despreocupados acerca de la vida.
Cuando acompañé a Kate hasta su dormitorio me dijo que debía hablarme cuanto antes. ¿Dónde podíamos ir para estar tranquilas? Sugerí la sala de invierno.
—Estaré contigo en quince minutos —me dijo.
Fui directamente a la habitación de Catharine. Estaba parada junto a su ventana, mirando melancólicamente hacia fuera.
—Cat querida, ¿qué pasa? —pregunté.
Se volvió en redondo y se arrojó a mis brazos. La consolé.
—Sea lo que sea, me atrevo a decir que podemos hacer algo por ti.
—Es tía Kate. Dice que no podemos casarnos. Dice que debemos separarnos y olvidar. Ha venido para hablarte de ello. ¡Cómo se atreve! No lo aceptaremos. Nosotros…
—¿Catharine, de qué estás hablando? ¿Casarte con quién? No eres más que una niña.
—Tengo casi diecisiete años, madre. Los suficientes como para saber que lo que más quiero en esta tierra es casarme con Carey.
—¡Carey! Pero tú y él…
—Oh, sí, sí, solíamos reñir. Pero ¿no lo ves?, eso era parte de un juego secreto. Reñir con Carey era siempre más excitante que ser amiga de cualquier otro. Ambos nos reímos de eso ahora y nunca, nunca, podremos ser felices lejos el uno del otro. Oh, madre, tienes que persuadir a tía Kate. Se está portando tan tontamente… ¿Por qué habría de desaprobarme? ¿No somos tan nobles como ella? Es una especie de prima tuya, ¿no es así? Y tus padres cuidaron de ella, de lo contrario hubiera sido muy pobre y no hubiera tenido oportunidad de casarse con lord Remus y tener a Carey…
—Por favor, Catharine, no tan rápido. Tú y Carey habéis hecho partícipe a tía Kate de vuestra decisión y ella rehúsa permitir el casamiento. Sigue desde allí.
—Se puso muy rara cuando se lo conté. Dijo que no lo permitiría y que venía a verte… sin demora. Y luego te escribió directamente y te dijo que veníamos… y aquí estamos.
—Estás agotada —observé—. Iré a ver a Kate para descubrir de qué se trata todo esto.
—Pero tú no serás tan despiadada, ¿verdad? No dirás que no…
—No veo ninguna razón por la que tú y Carey no podáis casaros, excepto que tú eres demasiado joven, pero eso lo soluciona el tiempo, y si no tenéis prisa…
—¿Qué sentido tiene esperar?
—Mucho sentido. Pero déjame ir y ver qué es lo que está preocupando a Kate.
—¡Y dile lo tonta que es! Creo que quiere la hija de un duque para Carey. Pero él rehusará.
Le pedí que no se excitara y bajé al salón de invierno, donde Kate ya estaba esperando, inesperadamente puntual.
—Kate, ¿qué es todo esto?
—Oh, Damask, esto es terrible.
—Deduzco por Catharine que ella y Carey quieren casarse y tú estás en contra del matrimonio.
—También lo estarás tú cuando sepas la verdad.
—¿Qué verdad?
—Eres tan ciega siempre en algunas cosas. No pueden casarse porque Carey es hijo de Bruno y hermano, por lo tanto, de Catharine.
Me quedé paralizada.
—Pero… —balbucí— ¿qué dices?… No puede ser verdad…
—Pero sí lo es. También lo es Colas. No te imaginarías que Remus podía tener hijos, ¿verdad?
—¡Pero él era tu marido!
Kate rio, pero sin felicidad ni alegría.
—Oh, sí, él era mi marido, pero no el padre de mis hijos. ¿Es tan difícil de entender eso? Éramos nosotros tres, ¿no es así?, jugando en los terrenos prohibidos de la abadía. Bruno no es el santo que a menudo pretende ser. Me amaba y me deseaba. Y para ti y para mí era desde luego el niño en el pesebre. Nos engañábamos a nosotras mismas, y eso era muy excitante. Estábamos en compañía de uno de los dioses que había descendido de las alturas del Olimpo. Era tan pagano como eso. Y sin embargo, era divino; era un santo. En todo caso era diferente de todos los que conocíamos. Y era importante para nosotras dos. Pero yo siempre fui la única, Damask. Él lo sabía. Cuando la abadía fue disuelta vino a la Mansión Caseman. Me amaba y quería que compartiéramos nuestras vidas, pero ¿cómo podía yo compartir mi vida con un muchacho sin un centavo? Y allí estaba Remus con tanto para ofrecer. De manera que acepté a Remus, pero no antes que Bruno y yo hubiéramos sido amantes. Pero casarme con él, ¡no! El casamiento era para Remus. Pienso que Bruno llegó casi a odiarme. Sabes que puede odiar… ferozmente. Odia a todos aquellos que menoscaban su arrogancia. Keziah, su madre; Ambrose, su padre; a mí misma por preferir una vida de lujos con Remus a una vida de pobreza con él. De manera que antes de mi matrimonio había una especie de amor entre nosotros, no un amor profundo, sino básicamente carnal. Para ambos, este estaba dominado por la ambición: en mí, hacia una vida de lujos; en él, hacia su arrogancia, su eterna y abrumadora arrogancia. Pensé que no podía darme lo que yo quería y con mi rechazo lo lastimé donde era más vulnerable. Pero el hecho es que Bruno es el padre de mi hijo y de tu hija y no puede haber matrimonio entre hermanos.
—¡Oh, Dios! —exclamé, aturdida por aquellas revelaciones—. ¿Qué hemos hecho a estos chicos?
—Ahora la cuestión más importante, Damask, es qué vamos a hacer —repuso sombríamente.
—¿Les has dicho que no pueden casarse sin darles razón alguna?
Asintió con la cabeza.
—Me odian por ello. Piensan que estoy buscando una heredera de noble origen para Carey.
—Es la conclusión obvia. Debemos decirles la verdad. Es el único modo.
—Así pensé yo, pero primero tenía que contártelo, y también debemos hablar con Bruno.
Estaba de pie en la sala de invierno, con la luz cayéndole de pleno sobre esas magníficas facciones y aun ahora parecía como si un halo brillara sobre ellas.
—Bruno —le dije—, Kate ha venido con un terrible problema. Cat y Carey desean casarse. —Observé intensamente su reacción.
—¿Y bien?
Apenas podía creer que se mostrara tan desentendido. Sentí una oleada de cólera.
—Kate me ha dicho que Carey es hijo tuyo. ¿Has olvidado que Catharine también es tu hija?
Miró a Kate casi con reproche.
—¿Has contado eso a Damask?
—Pensé que era necesario, teniendo en cuenta el problema que nos ocupa.
—No debe saberse —dijo fríamente—. El casamiento debe ser impedido por alguna otra razón.
—¿Por qué razón? —grité.
—¿Acaso tienen que dar razones los padres a sus hijos? No deseamos que se lleve a cabo el matrimonio y punto. Eso bastará.
Lo odié en ese momento. Nunca lo había visto con tanta claridad. No estaba tan conmovido por la decisión de su hijo y de su hija como por la perspectiva de cómo lo afectaría esto a él.
—No bastará —dije—. No puedes romper los corazones de la gente y no darles una razón porque sería inconveniente hacerlo.
—Estás histérica, Damask.
—Estoy profundamente preocupada por mi hija, la que lamento que también sea tuya. Oh, Bruno, baja a la tierra. ¿Quién eres, piensa, para adoptar ese papel de santidad?
Fue Kate quien dijo:
—Te estás excitando, Damask. —Era como si hubiéramos cambiado de roles. Yo siempre había sido la serena y sensata, y en numerosas ocasiones le había advertido de que fuera cauta.
—¡Excitada! —grité—. Esto es la vida de mi hija. Va a conocer la verdad. Va a conocer a su padre por lo que es.
—No debes estar celosa porque Kate y yo hayamos sido amantes.
—¿Celosa? —exclamé—. No estoy celosa. Creo que siempre supe que era el segundo plato… la que había venido a ti solo porque Kate había rehusado hacerlo. Todo está claro ahora para mí. No tenías nada que ofrecer a Kate excepto ser su amante, entonces te rechazó como marido. Descaradamente tuvo tu hijo. Luego, furioso, fuiste a Londres. Allí, tú te acercaste o se te acercaron los espías extranjeros que estaban interesados en revivir lo que el rey había destruido.
—Estás equivocada.
—Por supuesto que no lo estoy. Tú, el dios o lo que sea que te creas, no eres más que una de las muchas pequeñas facetas del plan español. Fuiste al continente en una embajada del rey, nos dices, pero en realidad fuiste al continente a recibir instrucciones de tus amos. Se te dio dinero para adquirir la abadía y restaurarla. Fuiste elegido porque te habían encontrado en el pesebre de navidad en la capilla de Nuestra Señora. Oh, sí, todo se está volviendo muy claro para mí.
—Estás gritando —dijo Bruno.
—Y temes que haga estallar tu mito. ¿No es hora de que ese mito estalle? Es hora de que se te conozca por lo que eres. Un hombre ambicioso… que no carece de sus momentos de lujuria y debilidad y que sacrificaría a su hijo y a su hija si fuera preciso para preservar intacto su orgullo.
—¿Qué te sucede, Damask? —se alarmó Kate—. No pareces tú.
—Así soy hace mucho tiempo. He visto demasiado últimamente. He visto a este hombre como es realmente.
—Pero lo amas, siempre lo amaste. Estamos muy unidos. Los tres somos como uno.
—Ya no más, Kate. Ya no estoy junto a ninguno de vosotros. Me habéis engañado, los dos. No volveréis a hacerlo.
—No debes tomarlo tan mal —dijo Kate—. Todo ocurrió de forma natural.
—¿Es tan natural —observé— que un hombre sea infiel a su esposa, que tenga hijos y su propia hija quiera casarse con uno de ellos?
—Esa es la situación que debemos considerar —dijo Bruno mirándome fríamente—. Cuando Damask termine de tenerse lástima tal vez podamos discutirla.
—¡Pena de mí misma! Mi pena es por esa gente joven.
—No debe saberse —expresó Bruno—. Catharine puede casarse convenientemente o Kate puede encontrarle una esposa a Carey que le haga olvidar a Catharine.
—No todos somos tan ligeros en nuestros afectos como lo eres tú —le recordé.
—Son jóvenes y se recuperarán. En unos pocos meses eso habrá sido apenas una aventura para ellos —dijo Kate.
—¡Qué fácilmente arreglas las vidas de los demás! Para ti es normal arreglar un matrimonio sin amor en aras de la conveniencia. Otros no sienten lo mismo. Hay que decirles la verdad.
—Lo prohíbo —intervino Bruno.
—Tú no estás en condiciones de prohibir nada. Incluso puede que no tengas cabida en este asunto. Ella es mi hija y le contaré la verdad. Debo prevenir que decidan escaparse y casarse sin que importe lo que digamos.
—¿Y si lo hicieran?
—¡Son hermanos! ¿Qué sucedería si tuvieran hijos?
Nadie habló y me horroricé, porque supe que Bruno estaba dispuesto a dejarlos casarse y arriesgarse a las consecuencias antes que decirles la verdad.
Lo miré. Y no pude tolerar más. Me volví y corrí fuera de la habitación. Catharine me alcanzó en las escaleras.
—Oh, madre, ¿qué está ocurriendo?
—Ven a tu habitación, mi querida. Debo hablarte.
La abracé y la apreté contra mí.
—Oh, Catharine, mi queridísima niña.
—¿Qué sucede, madre? ¿Qué está tratando de hacer tía Kate? Me odia.
—No, mi queridísima. Pero no puedes casarte con Carey.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? Te digo que lo haré. Hemos dicho que no permitiremos que ninguno de vosotros nos arruine la vida.
—No puedes casarte con él porque es tu hermano.
Me contempló azorada. La conduje al asiento del alféizar de la ventana y nos sentamos allí, con mi brazo alrededor suyo. Contada descarnadamente parecía una historia de lo más sórdida.
—Verás, éramos nosotros tres, Kate, tu padre y yo… Inseparables. Él amaba a Kate, pero como él era pobre ella se casó con lord Remus, pero tuvo un hijo de tu padre. De manera que, como ves, es tu hermano. Por eso no podéis casaros.
—No es cierto. —Sacudió la cabeza—. No puede serlo. ¡Mi padre! ¿Quieres decirme que él es…? —Me miró como implorándome que lo negara.
—Los hombres hacen estas cosas —dije—. No es una historia poco común.
—Pero él no es como los hombres comunes.
—Tú creíste eso, ¿no es verdad?
—Lo creí divino de algún modo. La historia del pesebre…
—Sí, supongo que es allí donde empieza, con la leyenda de la cuna. Mi queridísima niña, eres joven y, sin embargo, tu amor por Carey y la tragedia te han hecho mujer, de modo que te trataré como tal. Has escuchado a Clement y él te ha contado la maravillosa historia de cómo el abad entró a la capilla de Nuestra Señora una mañana de navidad y encontró un niño en el pesebre. Ese niño era tu padre. Fue conocido como el «milagro de San Bruno». Conoces esa historia.
—Clement me la contó. Y he oído a muchos hablar de ello, siempre lo están comentando.
—Bien, con la llegada del niño la abadía prosperó. Pero luego la abadía fue disuelta junto con otras en el país. Sin embargo, se fue levantando nuevamente a través del niño del pesebre. Crees eso, ¿no es verdad? Y es cierto. Pero debes saber la verdad completa y creo que eso te ayudará a recuperarte de tu tragedia. Todo lo que te han contado es cierto. Tu padre fue encontrado en la cuna, pero fue puesto allí por su verdadero padre. Su nacimiento fue el resultado de la unión de un monje con una sirvienta a la que conocí bien. Fue mi niñera.
—No puede ser verdad, madre.
—Es cierto. Keziah, la madre de Bruno, contó la versión verdadera; también lo hizo la abuela de Keziah y tengo la confesión escrita del monje.
—Pero él… ¿Mi padre no lo sabe?
—Lo sabe. Lo sabe su corazón. Lo sabe desde que Keziah lo divulgó. Pero no lo admitirá y su negativa a hacerlo lo ha convertido en lo que es.
—Lo odias —dijo, alejándose de mí.
—Sí. Creo que lo odio. Este odio ha ido creciendo en mi corazón durante mucho tiempo, tal vez desde que naciste tú y él se alejó de ti porque eras una niña y no el varón que exigía su orgullo. No, fue antes de eso. Fue cuando Honey vino y él la rechazó, una niñita indefensa y adorable. Pero ella era su hermana y él no podía tolerar que le recordaran a la madre que los había concebido a los dos. Odiaba a Honey, tenía resentimiento contra ella. Sí, fue ahí cuando empecé a volverme en contra de él.
—Oh, madre, ¿qué voy a hacer?
—Lo superaremos juntas, mi amor —exclamé, llorando con ella.
En la abadía existía odio ahora. Podía advertirlo.
Catharine se había encerrado en su habitación. No veía a nadie más que a mí. Me alegré de poder ofrecerle un poco de consuelo. De su padre dijo que no quería verlo nunca más.
Kate permaneció en su habitación escribiendo a Carey.
Ahora que yo había aclarado mis sentimientos a Bruno estaba decidida a mostrarle la confesión de Ambrose, ya que sabía que habíamos llegado demasiado lejos para poder volver atrás. Bruno debía enfrentarse a la verdad. Aun así, no creía que fuera posible comenzar una nueva vida.
Encontré a Bruno en la iglesia de la abadía y me pregunté si habría estado rezando.
—Hay algo que tengo que decirte —expresé.
—Puedes contármelo aquí —respondió fríamente.
—No es un lugar muy apropiado.
—¿Qué puedes tener que decirme que no pueda ser dicho en la iglesia?
—Tal vez esté bien, después de todo —dije—. Fue aquí donde te encontraron. Sí, fue aquí que Ambrose te puso en el pesebre de navidad.
—Veo que has venido a insultarme otra vez con esa mentira.
—No es mentira y tú lo sabes.
—Oh, vamos, estoy harto de tus desvaríos.
—Creo en la evidencia de Keziah y Ambrose.
—¿Lograda bajo torturas?
—La madre Salter contó su historia libremente.
—¿Una vieja bruja en una cabaña en el bosque?
—Una mujer que se burlaba de las mentiras. Cuando estaba en su lecho de muerte dijo cómo había ordenado a Ambrose que te colocara en la cuna.
—De manera que los crees a todos menos a mí.
—No. Tengo la confesión de Ambrose escrita mucho antes que Rolf Weaver viniera a la abadía.
—¡La confesión de Ambrose! ¿De qué estás hablando?
—La encontré en su celda, en el dormitorio de los monjes. La madre Salter me dijo que la buscara.
—De modo que por eso estabas hurgando.
—Tengo esa confesión. Cuenta su pecado al engendrarte y su pecado subsiguiente al ponerte en la cuna para que pudiera parecer algo milagroso.
—Dame esa confesión.
—A su debido tiempo.
—¿Dónde está?
—Eso lo sabrás cuando me des tu palabra de terminar con esta simulación… para seguir como un hombre real.
—Estás loca, Damask.
—Eres tú el que está loco… loco de arrogancia. Te pido ahora, Bruno, que renuncies a este falso misterio con el que te consuelas y te ocultas a ti mismo. Acepta la verdad. Eres inteligente. Eres más que eso. Has logrado que la abadía sea lo que es. ¿Por qué habrías de simular estar poseído por poderes sobrenaturales cuando tienes tantos que son naturales? Bruno, quiero que hagas saber que se ha encontrado esta confesión. Quiero que hagas saber a todos que eres un hombre… no cierta figura mística diferente del resto de nosotros. Allí reside la locura.
—¿Dónde está esa confesión?
—Está guardada con llave en un lugar seguro.
—Dámela.
—¿Para que la destruyas?
—Es un fraude.
—No lo es. Quiero que empieces con estos monjes que has traído aquí. Diles la verdad. Diles que Ambrose dejó su confesión y que, en realidad, tú eres su hijo y el de mi niñera.
—No cabe duda de que te has vuelto completamente loca.
—Eso es lo que pido. Muy pronto se sabrá que la confesión de Ambrose ha sido hallada. Preferiría que lo contaras tú en vez de hacerlo yo.
—¿Te has convertido ahora en un maestro que me instruye?
—Aquí está tu oportunidad, Bruno. Asume la verdad. Tienes una esposa y una hija; ambas podrían aprender a amarte. Tienes hombres que te sirven bien; te respetarán más si les dices la verdad. Y eres rico; podrías emplear esa riqueza sensatamente, aunque algunos digan que ya lo estás haciendo ahora. Pero renuncia a esta alianza con un poder extranjero. Buen Dios, ¡no sabes lo cerca que estuviste de la muerte durante el reinado anterior! ¿Y ahora? El año próximo podríamos tener un nuevo soberano. ¿Has pensado alguna vez lo que significaría? Este momento no va a durar para siempre. Tienes que elegir.
Sostenía en alto la cabeza, se lo veía asombrosamente hermoso; en realidad, se lo veía divino. Podría haber estado tallado en mármol, tan pálida era su cara, tan exquisitas esas facciones arrogantes. Sentí una súbita oleada de amor por él. Casi deseé que dijera: «Sí, dejaré a un lado mi arrogancia. No me ocultaré más de la verdad como si fuera la peste. Diré al mundo quién soy. Haré saber que Ambrose escribió la historia del milagro de la abadía de San Bruno».
Le hablé suavemente.
—Renuncia a todo esto. Tenemos la Mansión Caseman y sus ricas tierras. Si debes renunciar a la abadía, hazlo. Construiremos una nueva vida basada en la verdad… Tenemos una hija que consolar por la tragedia que le ha tocado vivir. Quizá pudiéramos olvidar todo lo que ha pasado y llegar a cierta felicidad.
Me miró desdeñosamente.
—La impresión de saber que Carey es mi hijo te ha alterado el cerebro —dijo—. Si existe esta confesión de la que hablas… y lo dudo, porque pensé que actuabas de forma extraña cuando te encontré hurgando en el dormitorio… deberás traérmela enseguida. Desde luego es un engaño, pero semejantes documentos son peligrosos. Ve y tráela para que pueda verla, tráemela aquí.
Sacudí la cabeza.
—No la tendrás. Te lo ruego, Bruno, piensa en lo que he dicho.
Salí y lo dejé.
Qué taciturna estaba la casa. Kate había escrito a Carey y había enviado un mensajero con la carta. Catharine seguía encerrada en su habitación sin comer nada. En los viejos tiempos hubiera acudido a Kate para compartir mi pena con ella. Ahora permanecí aparte.
Al anochecer de ese largo día estaba sola, sentada en mi dormitorio, cuando entró Bruno.
—Tengo que hablar contigo —dijo—. Tenemos que llegar a un entendimiento.
—Eso me agradaría, pero tienes que entender que no puedo continuar compartiendo esta mentira.
—Quiero que me des la confesión de Ambrose.
—¿Para que puedas destruirla?
—Para que pueda leerla.
—Esta mentira ha sobrevivido demasiado tiempo. No hubo milagro en San Bruno. Desde la confesión de Keziah nunca pude simular que lo hubo. Si hubieras intentado ser un hombre en lugar de un dios, todo hubiera sido diferente.
—¿Qué hubiera sido diferente?
—Tal vez me hubieras dicho que Kate te había rechazado.
—¿Qué diferencia habría habido? ¡Me habrías aceptado igualmente!
—¿Estabas tan seguro de mí?
—Sí, lo estaba.
—Cuando ella te rechazó por el rico Remus tu orgullo se vio profundamente herido. Lo entiendo, Bruno. Tú, el ser sobrehumano, el dios, el misterio, el niño milagroso se veía repentinamente reducido a un ser común, a un amante rechazado, bastardo de una sirvienta y un monje. Era más de lo que podías tolerar.
—Kate llegó a lamentar su decisión. —Vi un destello de satisfacción en su mirada.
—Tu arrogancia se vio profundamente herida. Tenías que aplicarle el bálsamo reparador que fue mi consentimiento de seguirte a donde quisieras… de vivir en una cabaña si hubiera sido preciso. Eso era lo que querías de mí.
Golpearon la puerta y Eugene entró con una bandeja donde había un botellón de vino y dos copas.
—De manera que deseas que probemos tu nuevo licor, Eugene —dijo Bruno.
Tomó la bandeja de Eugene y la apoyó.
—Es de mis mejores bayas de saúco —me explicó Eugene.
—Muy bien —dijo Bruno—. La señora lo probará especialmente.
Eugene salió sonriendo complacido, y Bruno sirvió el vino en las copas y me alcanzó una.
No me sentía con ánimo para beber. Dejé a un lado el vaso y dije:
—Es inútil, Bruno. Veo esto con claridad. No podemos seguir viviendo esta vida. Es falsa. Hay una sola oportunidad de que podamos rehacer nuestra vida familiar. Haremos saber que hemos encontrado la confesión del monje. El milagro de San Bruno terminará para siempre y con el tiempo será olvidado.
—¿Y qué deseas que haga?
—Es sencillo. Diremos a todos en la abadía que hemos encontrado la confesión. Esta es la prueba que necesitamos para demostrar que la historia de Keziah era verdadera. Debes decir a tus amos españoles que no puedes seguir con estas falsedades.
—Te digo que no tengo amos españoles.
—Entonces, dime esto también. ¿Cómo encontraste el dinero para hacer todo lo que has hecho aquí?
—Es en este punto donde se quiebra tu historia, ¿no es así? Por eso tienes que darme unos amos españoles. Te digo que no los tengo. No he recibido dinero de países extranjeros para rehacer la abadía.
—¿Entonces dónde encontraste el dinero?
—Vino a mí… como te he dicho, del cielo.
—¡Insistes en ese cuento!
—Te juro que los medios para reconstruir la abadía vinieron del cielo. Estás metiéndote en asuntos demasiado grandes para ti, Damask. No entiendes. Vamos, bebe tu vino. Eugene querrá saber qué piensas de su última destilación.
Tomé el vaso y al hacerlo advertí la mirada de Bruno fija en mí. Había odio en ella. Oh, sí, él me odiaba. Entonces supe que era debido a que yo tenía en mi poder los medios para desenmascararlo.
¿Qué fue? Algún aviso tal vez. Nunca lo supe. Pero sentí simplemente que no debía beber ese vino.
Lo dejé y dije:
—No estoy con ánimos para beber.
—¿No puedes tomar al menos un trago para complacer a Eugene?
—No estoy con ánimo para juzgar su calidad.
—Entonces no beberé solo.
—De modo que tampoco conocerá tu opinión.
—Yo ya la he dado. Es de sus mejores vinos.
—Tal vez lo pruebe más tarde.
Bruno salió y me dejó.
El corazón me latía rápidamente. Tomé el vino y lo olí. No pude notar nada.
Tomé los dos vasos y abriendo la ventana arrojé el vino.
Luego me reí de mí misma por mi exagerada aprensión. Bruno era orgulloso y arrogante, se veía a sí mismo con más importancia que los otros hombres, pero eso no significaba que fuera un asesino. ¿O sí? Repentinamente pensé en Simon Caseman y tuve una visión de él retorciéndose entre las llamas. Bruno lo había enviado a su muerte… como Simon había procurado enviarlo a él, como Simon había enviado a mi propio padre. ¿Eso no era asesinato? Simon se había mostrado como enemigo de Bruno, como yo lo había hecho…
Al día siguiente fui a la Mansión Caseman. Mi madre estaba encantada de verme.
—Hoy mismo estaba diciéndoles a los mellizos —dijo— que vendrías y me traerías también a Kate. Sé que está en la abadía. —Me miró detenidamente—. Vaya, Damask, ¿pasa algo malo?
Pensé que debía saber que Catharine y Carey no podían casarse y por qué. De manera que se lo conté.
—Vaya por Dios, un mal negocio —comentó tras oír la historia con los ojos como platos—. Siempre hubo algo de buscona en Kate. A menudo pensé que engañaba a Remus. Y el chico además… bueno, Remus estaba orgulloso como un pavo real en esa época de su vida. Todo esto es un asunto triste. Pobre Catharine; le enviaré algo. ¡Y tú, hija! Bueno, los maridos son infieles… si bien un hombre en la posición de Bruno… Bueno, bueno, tu padrastro nunca creyó en su fe. No es la verdadera fe, ¿ves?
—Madre —exigí—, ten cuidado. Se queman hombres y mujeres en Smithfield simplemente por decir lo que acabas de decir.
—Es así y también eso es un asunto lamentable. Pobre, pobre Catharine. Pero es joven y se recuperará. Y Carey también. No lo hubiera pensado de Bruno. Estaba tan bien considerado, casi un santo. Vaya, Clement y Eugene solían hacer una genuflexión cuando hablaban de él. No estaba bien. Tu padrastro decía que…
—Me ha dolido mucho —dije—. Pero tú me has consolado.
—Bendita seas, hija. Para eso estamos las madres. Y tú consolarás a Catharine.
—Trataré de hacerlo con todo el corazón.
—Ah, yo tuve un buen marido.
—Dos buenos maridos, madre.
—Sí, supongo que he tenido suerte.
—Así es.
—Voy a darte un poco de mi nuevo remedio. Se llama hierba de dos peniques y sé por la madre Salter que cura casi todas las enfermedades que puedas nombrar. Cuando la estaba recogiendo vi a Bruno. También estaba juntando hierbas. Hablé con él y me sorprendió cuánto sabía de ellas. Dijo que le habían enseñado el poder de estas cuando era niño. Tenía verbena, porque dijo que Thomas, uno de sus hombres, sufría de fiebre intermitente y no hay nada como la verbena para eso. Y estaba buscando ruda para el hígado de algún otro. Luego vi que entre las hierbas que había reunido había lo que parecía ser perejil, pero yo sé que era cicuta y se lo advertí: «Mira lo que tienes ahí. ¿No sabes que eso es cicuta?». Dijo que la conocía bien, pero que Clement la había recogido creyendo que era perejil y le llevaba un poco para mostrarle la diferencia.
—Cicuta… Eso es un veneno mortal, ¿no es así?
—Todos debieran saberlo. Me sorprende en Clement. Vaya, recuerdo que una de nuestras doncellas la confundió con perejil y ese fue su fin.
Pensé en los vasos de vino sin tocar y quise contarle de mis temores. Las madres, como decía ella tan a menudo, estaban para consolar.
—Veamos —preguntó—, ¿qué te doy? ¿Algo para hacerte dormir?
—No —dije—, dame rama de fresno, madre, porque una vez dijiste que alejaría los males de mi almohada.
Había caído el crepúsculo. La abadía estaba silenciosa.
Imaginé a Catharine en su habitación, con la cara boca abajo sobre su cama, pensando en un futuro desolado que no incluía a su amado. ¿Y en qué pensaba Kate en su habitación? ¿Acaso revivía el pasado y el mal que había hecho a Remus? ¿O cavilaba sobre las terribles consecuencias que sufren los hijos por culpa de los pecados de los padres?
Puse en mi almohada la rama de fresno que mi madre me había dado, pero no pude dormir fácilmente. Dormité un poco y soñé que Bruno se deslizaba en mi habitación y se paraba junto a mí; vi que tenía dos cabezas y una era la de Simon Caseman. Hablé en mis sueños y cuando desperté la palabra «asesinos» estaba en mis labios.
Me sobresalté. Estaba demasiado turbada para dormir. Seguía pensando en Bruno recogiendo cicuta y ofreciéndome aquel vino.
¿Me odiaba tanto como para querer mi muerte? Hubiera odiado a cualquiera que lo contrariara. Su egolatría era tan grande que cualquiera que no la alimentara era su enemigo. No aceptaba el hecho de ser un mortal común y allí residía su locura.
Si lo había intentado con el vino, ¿no lo intentaría nuevamente? Pensé en abandonarlo, llevando a Catharine conmigo a la Mansión Caseman.
Me levanté de la cama y me senté en el asiento del alféizar de la ventana cavilando acerca de mi situación. ¿Debía hablar con Kate? No, porque ya no confiaba en ella. Todos esos años en que yo había confiado en ella, Kate había sido su amante, ya que Colas debía haber sido concebido en una de sus visitas a la abadía. Me la imaginé compartiendo confidencias conmigo y yendo luego a compartir la cama de Bruno.
¿En quién podía uno confiar?
Me parecía que solamente en mi madre.
Llevaba meditando más de una hora cuando de pronto vi a Bruno. Se dirigía hacia los túneles.
Lo observé. Lo había visto ir hacia allí anteriormente. Recordaba una ocasión lejana en que pensé que Honey vagabundeaba por los túneles. Había ido en busca de ella. Bruno estaba allí y había estado muy enojado al encontrarme.
Nunca había ido a los túneles. Era una de las pocas partes de la abadía que no había explorado porque Bruno había dicho que era peligroso. Había habido un derrumbe de tierra cuando él era niño y prevenía a todos para que no se aventuraran dentro de esos pasajes subterráneos que conducían a ellos.
Sin embargo, él no titubeaba en ir.
Después pensé que había sido tonto por mi parte, pero ya era demasiado tarde. Estaba fuera de la cama ya, con zapatillas en mis pies y una capa sobre mis hombros.
Era una noche cálida y sin embargo temblaba, de miedo y aprensión supongo, pero algo más que la curiosidad me empujaba.
Tenía la sensación de que era crucial que siguiera a Bruno esa noche. La madre Salter le había dicho a mi madre que en los momentos en que nuestras vidas están cerca de la muerte tenemos un deseo abrumador de alcanzarla. Es como si fuéramos atraídos por un ángel al que no podemos resistirnos y este ángel fuera el ángel de la muerte.
Así me sentí esa noche. Aun de día esos túneles me repelían y, sin embargo, ahora estaba en la entrada de ellos y debía descender esa escalera oscura, si bien sabía que allí abajo había un hombre que, creía, había tenido en su mente asesinarme.
Había una pequeña luz a la entrada de los túneles, suficiente para mostrarme las escaleras por las que había caído cuando fui en busca de Honey.
Llegué al último escalón y, deslizando mis pies, avancé cautelosamente.
Mis ojos se habían acostumbrado un poco a la oscuridad y me di cuenta de que había tres túneles frente a mí. Titubeé y luego advertí una luz tenue al final de un. Se movía. Podía ser alguien que llevara una linterna. Debía de ser Bruno.
Toqué la pared fría. Era viscosa. Mi sentido común decía: «Vuélvete. Cuenta primero los túneles y vuelve mañana, trae una linterna. Tal vez trae a Catharine contigo y explora». Pero aquella urgencia que pensaba que era el ángel de la muerte me empujaba y tenía que seguir.
Busqué mi camino cuidadosamente, deslizando mis pies sobre las piedras del pasadizo. La luz seguía y seguía; desaparecía y volvía a aparecer. Era como un fuego fatuo y tuve un pensamiento. Tal vez no fuera Bruno, sino el espíritu de un monje muerto mucho tiempo atrás que me castigaría por fisgonear en lo que bien podía ser un sitio sagrado.
La luz desapareció repentinamente. La oscuridad parecía intensa, pero seguí adelante. Tanteaba cuidadosamente mi camino con las manos, deslizando los pies para no tropezar.
Luego llegué a un recinto en el que había luz nuevamente. La linterna estaba en el suelo. Había un hombre parado allí. Supe que era Bruno.
—¡Te atreviste…! —exclamó.
—Sí, me atreví.
Vino hacia mí y al hacerlo surgió una figura detrás de él, una gran figura fulgurante. En la cabeza tenía una corona que despedía destellos a la tenue luz.
—Maldita seas —dijo Bruno—. Debí haberte matado… antes de esto.
Vino hacia mí. Pensé que había sido atrapada por el ángel de la muerte. Iba a matarme; me dejaría allí, en esos túneles, y nadie sabría jamás qué había sido de mí.
Al dirigirse hacia mí, la gran figura se movió. Pareció tambalearse por un momento, luego cayó. Se vino abajo estrepitosamente y cerré los ojos, esperando la muerte. Luego los abrí y vi que Bruno yacía debajo de la gran imagen.
Olvidé todo lo demás, excepto que era mi marido y que una vez lo había amado.
—¡Bruno! —grité—. Oh, Bruno…
Me arrodillé junto a él y arrimé la linterna. Su cuerpo estaba aplastado y tenía los ojos bien abiertos mirándome, pero no parecían verme.
«Debo buscar ayuda», me dije. Miré a mi alrededor buscando la entrada a ese lugar y vi que estaba en una especie de cámara. Sus paredes eran de roca; como así también el techo. Había sido construida, adiviné, para guardar los tesoros de la abadía. Yo había visto anteriormente esa gran figura que yacía sobre el suelo, resplandeciente de joyas. Era la Virgen Recamada de la capilla secreta.
Fue comparativamente fácil salir de la cámara, pero al hacerlo tropecé con una especie de palanca y escuché un ruido sordo. Pensé que era un derrumbe de tierra, pero no lo era. Me volví. La cámara había desaparecido. Supe que se había corrido una puerta cerrando la cámara y que Bruno estaba de un lado de ella y yo del otro. Dejé la linterna y examiné la puerta. No podía ver picaporte alguno, ningún medio de abrirla. Luego, así como había sentido el impulso de seguir a Bruno, tuve un intenso deseo de irme.
Estaba sola en esos túneles oscuros. Tenía que intentar traer ayuda para socorrer a Bruno porque no podía hacerlo sola. Lentamente desanduve mi camino hasta la escalera.
¿Quién podría ayudar mejor? Pensé inmediatamente en Valerian.
Sabía dónde dormía. Era en una de las viejas casas de huéspedes donde varios de los monjes tenían sus aposentos.
Llevando todavía la linterna, fui a su habitación. Era como había supuesto, el crucifijo sobre la pared, el jergón duro, un escritorio y una silla; ningún otro mueble.
—¡Valerian! —exclamé.
Se levantó de la cama y le dije que Bruno yacía en los túneles, herido y temía que muerto.
No contestó, se levantó, se puso un traje de pana y juntos regresamos a los túneles.
A medida que íbamos, le conté lo que había sucedido. Cómo había seguido a Bruno, cómo él me había visto y entonces en la cámara secreta la figura había caído sobre él.
Él conocía los túneles mejor que yo, así que cogió la linterna y yo lo seguí.
Llegamos hasta la puerta de la cámara, pero todos sus esfuerzos por abrirla fracasaron. Me pidió que volviera con él al scriptorium y una vez allí me rogó que tomara asiento.
—No hay nada que podamos hacer —dijo.
—Podría salvarse.
—Su momento ha llegado.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Son los designios del Señor. Ahora su milagro pervivirá para siempre.
—No hubo milagro, Valerian. Tengo pruebas de ello, y por eso él me odiaba.
—Solamente él sabía cómo abrir la puerta. El abad se lo dijo antes de morir. Solo los abades conocían el secreto y se lo pasaban al sucesor. El código estaba escrito y guardado en un lugar secreto. Solamente dos de los monjes sabían dónde, y ambos están muertos. Bruno no se lo dijo a nadie. El secreto era solamente suyo. Estaba escrito.
—Ahora sé dónde encontró él la riqueza para reconstruir la abadía. Era de las alhajas de la Virgen. Probablemente fue vendiéndolas cuando las necesitaba.
Valerian asintió con la cabeza.
—Había tantas alhajas que había que tomar la mayor cautela para venderlas —dijo—. Tuvo que dejar pasar un tiempo antes de ir al extranjero para vender la primera; era la más pequeña y produjo una gran suma. De manera que cuando necesitaba dinero, tomaba una alhaja y la vendía en el extranjero.
Ni siquiera Valerian sabía cómo habían llevado abajo la Virgen. Un día había estado en su sitio, en la sagrada capilla, y había desaparecido al siguiente. Se pensó que había sido un milagro porque pocos días después vino Rolf Weaver. El sirviente grandullón del abad podía tal vez haberla llevado abajo. Tenía la fuerza de cuatro hombres y había desaparecido tras la muerte del abad. Podría haber ayudado al abad y a Bruno a esconderla en la cámara. Ese era el único medio que Valerian creía posible.
—Este es el final —dijo—. Bruno lo veía venir. Un nuevo reinado está casi sobre nosotros y no podríamos haber sobrevivido a las leyes del nuevo soberano. Esta es la respuesta de la Virgen.
—¿No hay nada que podamos hacer? Si está con vida…
—Está muerto. Lo sé. Estábamos muy unidos, él y yo. Cuando tú llegaste a mi dormitorio, estaba despierto, esperando que me llamara. Ahora te ruego que regreses a tu habitación y no digas nada de los acontecimientos de esta noche.
—¿Guardar su secreto?
—Tiene que ser así para que pueda salir algo bueno de esto. Se habrá marchado tan misteriosamente como llegó, y en las generaciones venideras la gente hablará del milagro de la abadía de San Bruno y será para bien.
Regresé a mi habitación y esperé que amaneciera.
Kate permaneció con nosotros durante ese año. No deseaba regresar al Castillo Remus ahora, ya que Carey estaba allí para reprocharla.
Durante meses, después de esa noche en que Bruno había muerto en la cámara de la Virgen, se había esperado su regreso y, cuando no lo hizo, la gente empezó a decir: «Fue un milagro. Siendo un bebé, apareció el día de navidad en la capilla de Nuestra Señora, en la cuna del pesebre, y desapareció en el año treinta y seis de su vida». Nunca sería olvidado.
Kate y yo volvimos a ser amigas como en los viejos tiempos. Solía venir a mi habitación y me comentaba los acontecimientos que sucedían en el mundo exterior, como siempre lo había hecho. La vieja reina estaba muriendo debido a un corazón destrozado porque su marido, Felipe de España, la descuidaba, aunque ella había declarado que su corazón se había roto de todos modos debido a la pérdida de Calais, y que cuando muriera ese nombre estaría escrito en su corazón.
—Tal vez el nombre de Felipe también esté allí —dijo Kate—, si puedo seguir con ese vuelo de imaginación.
Cada día estaba más alegre.
—Uno no puede seguir de luto para siempre —observó.
Honey estaba feliz porque iba a tener un hijo; yo insistía en que viniera a la abadía para poder cuidarla. Catharine empezó a recobrar su ánimo, si bien nunca más volvió a ser la misma chica alegre de antes.
—Catharine olvidará con el tiempo —dijo Kate—. Carey también. Tú olvidarás. Yo olvidaré. Todos olvidamos, de manera que cuanto antes lo hagamos, mejor. —Me miró intensamente y prosiguió—: Qué extraño que Bruno desapareciera… ¿Crees que volverá algún día?
—No —aseguré—. Nunca.
—Sabes más de lo que dices.
—Uno nunca debería decir todo lo que sabe.
—A menudo me pregunto —dijo Kate— dónde encontró el dinero para hacer lo que hizo. Creo que estaba pagado por España.
—Uno debe creer en algo —le repliqué.
—La única conclusión a la que puedo llegar es que verdaderamente hubo un milagro en San Bruno.
—No es una mala conclusión.
Ese mes de septiembre el emperador Carlos V, el padre de Felipe de España, murió y en su testamento exhortó a su hijo a causar castigos todavía más severos a los herejes. La gente decía que los fuegos de Smithfield serían intensificados. Se respiraba miedo en la atmósfera de aquellos días.
Pero la reina murió en noviembre y se proclamó un nuevo soberano en Hartfíeld, donde ella había estado viviendo en una reclusión casi absoluta que podría haberse llamado prisión.
Había regocijo en todo el país. El pueblo decía que los días tenebrosos habían terminado. No habría más humo en Smithfield.
Tomamos nuestra barca y bajamos por el río para ver a la nueva reina, conducida en triunfo hasta Londres. Kate y Catharine, mi madre, Rupert y yo nos unimos a los gritos leales de «¡Larga vida a la reina!».
Era una mujer joven y vital, y había declarado que su objetivo principal era dedicarse a su pueblo y a su país.
Y la creímos.
A medida que íbamos río arriba dejando la lúgubre fortaleza gris de la Torre de Londres a nuestras espaldas, supe que estábamos, cada uno de nosotros, convencidos de que habría cambios en nuestras vidas, y nuestros ánimos mejoraron y nuestros corazones se regocijaron.