[Capítulo IV]

 

 

 

Es una suerte que el cuarto capítulo se haya perdido, porque, créeme, era un desastre.

Desde que Chiquita empezó a dictármelo lo hallé aburrido y sensiblero. Sin embargo, respiré profundo y seguí tecleando. Hasta que no pude aguantar más y le dije lo que pensaba. Por supuesto, se ofendió y tuvimos una discusión bastante fea. Así que me desentendí del asunto y la dejé hacer lo que le dio la gana.

Qué caprichosa es la memoria, ¿no? Pese a lo flojo que encontré ese capítulo, es uno de los que recuerdo mejor. Por supuesto, no pienso torturarte contándotelo con lujo de detalles. Nunca he tenido vocación de sádico. Al fin y al cabo, lo que a ti te interesa es llenar ese hueco. Saber, a grandes rasgos, lo que pasaba ahí.

Pues bien, esas páginas, que eran un montón, Chiquita las dedicaba a contar cómo en 1894, un año antes de que empezara la segunda guerra de independencia, su familia comenzó a desintegrarse. Comenzaba hablando maravillas de lo unidos que eran sus padres y de lo bien que se llevaban los Cenda. Ella idealizaba mucho su niñez y su juventud, lo pintaba todo color de rosa. Pero cuando yo regresé a Matanzas, años después, y me puse a averiguar con personas que habían conocido a esa familia y estaban enteradas de sus dimes y diretes, salieron a la luz unos cuantos trapos sucios. Por ejemplo, que el padre y la madre no siempre fueron la pareja ideal que ella pregonaba.

Es verdad que Ignacio y Cirenia se quisieron mucho, pero llegó un momento en que se pedían la cabeza. De puertas para afuera parecían un matrimonio bien llevado, mas en la intimidad de la casa eran aceite y vinagre. ¿Notaste que dije casa y no casona? Es porque, cuando pude verla con mis ojos, me di cuenta de que no era tan grande nada. Pero bueno, volviendo a lo de los padres, una señora cuyo nombre no quiero mencionar me contó que sus peleas empezaron cuando Cirenia recibió un anónimo en el que le avisaban que Ignacio tenía una amante. Para salir de dudas, le ordenó a Minga que lo vigilara y así pudo comprobar que, en efecto, la estaba engañando.

Que un hombre casado eche de vez en cuando una canita al aire no es nada del otro mundo y ninguna mujer se disgusta más de la cuenta por eso. Pero Cirenia hizo sus averiguaciones y descubrió que lo que tenía su marido con aquella fulana no era un simple capricho, sino algo más serio, porque le había puesto casa en Versalles con sirvienta y todo.

En aquel tiempo las mujeres eran muy aguantonas y en casos como esos se resignaban a sufrir en silencio, pensando en el porvenir de los hijos, en la santidad del matrimonio, en el honor de la familia y esas bobadas. Si la amante hubiese sido una blanca, posiblemente Cirenia se hubiera quedado callada, como tantas otras, tragando buches de sangre y esperando que a Ignacio se le bajara la calentura. Quizás hasta le habría perdonado un desliz con una china, pues en esa época se comentaba que las mujeres del Celeste Imperio no tenían la rajita del pipi en posición vertical, como Dios manda, sino horizontal, y que esa rareza volvía locos a los hombres. Pero cuando supo cuál era el color de la piel de su rival, se puso furiosa. Doña Lola y sus hijos eran todos muy racistas, eran una especie de sucursal del Ku Klux Klan en Matanzas, y para ella debió ser un duro golpe descubrir que al igual que a su suegro, a Ignacio le encantaba «quemar petróleo». La querida de su marido era una mulata atrasada, de pelo malo y facciones toscas, pero con el cuerpo de una diosa. Aquella mujer, que se llamaba Catalina Cienfuegos, lo tenía trastornado y hacía con él lo que se le antojaba.

Una tarde que el doctor Cenda estaba en Versalles con la mulata, Cirenia entró en la casita como una tromba y los sorprendió en la cama. Entonces sacó un revólver que llevaba en el bolso y, ofuscada por la rabia, les disparó varias veces. Gracias a Dios tenía una puntería fatal y ninguna bala dio en el blanco. Ignacio trató de tranquilizarla, pero qué va, su esposa estaba fuera de sí y empezó a pisotear los vestidos de Catalina y a rasgarlos, y luego le hizo añicos una vajilla fina. Claro que la Cienfuegos no se quedó cruzada de brazos. En cuanto se repuso del susto, agarró a Cirenia por las greñas y las dos empezaron a darse patadas, a arañarse las caras, a escupirse, a chillar como gatas en celo y a decirse horrores. La autoridad no tardó en acudir, avisada por los vecinos, y el incidente se comentó en toda Matanzas.

Si Chiquita se enteró o no de aquello, la señora que me hizo el cuento no me lo supo confirmar. Pero, en cualquier caso, ya sus hermanos y ella eran mayorcitos y tuvieron que notar que sus padres apenas se dirigían la palabra. Ignacio siguió con su querida unos meses más, hasta que Catalina Cienfuegos lo plantó para enredarse con un militar español. Aquella mulata era la candela y, a juzgar por la forma en que enloquecía a los hombres, de los cien fuegos de su apellido noventa y nueve debía tenerlos en la papaya. Cuando Ignacio entendió que ni con súplicas ni con regalos lograría que volviera con él, trató de reconciliarse con Cirenia, pero ella no quiso perdonarlo. Y aunque el padre Cirilo trató de mediar en la pelea recordándole que ofensas mucho más graves había perdonado Jesús y acusándola de soberbia, de nada sirvió.

Entonces fue cuando a la mamá de Chiquita, que hasta ese momento había sido abstemia, le dio por empinar el codo. Aunque Ignacio prohibió a los sirvientes que le compraran licor y cada vez que le descubría una botella escondida se la rompía, Cirenia siempre se las ingeniaba para conseguir más. Yo creo que ella bebía no tanto para ahogar sus penas como para vengarse del marido. Las discusiones se volvieron diarias y llegó un momento en que Cirenia se pasaba la mayor parte del día encerrada en su cuarto, durmiendo la mona, sin ocuparse de la casa, y Minga tenía que hacerse cargo de todo.

De tanto oír hablar de los pecados de Ignacio, los muchachos crecieron convencidos de que su padre era un donjuán y su madre una víctima de su lujuria, una mártir. Lo respetaban, pero no lo querían. Bueno, todos menos Chiquita. El caso de ella fue distinto, pues Cirenia nunca logró indisponerla contra Ignacio. Y que conste: estos no son ni infundios ni suposiciones mías. Todo lo supe de buena tinta, en la mismísima Matanzas, de boca de alguien que conocía bien a la familia. Es más, voy a pecar de indiscreto y a decirte quién fue. Al fin y al cabo, ya debe haberse muerto hace rato. Quien me lo dijo todo fue Blandina, una de las primas de la enana.

Pero discúlpame, se suponía que tenía que contarte el capítulo cuarto y te he hablado de todo menos de eso. Si vuelve a pasarme, atájame sin pena. Cuando uno se pone viejo la mente le patina un poco. Pero no te preocupes, que para allá voy.

 

 

Después de un largo blablabla sobre lo maravillosa y unida que era su familia, Chiquita por fin entraba en materia y explicaba que Juvenal, uno de los gemelos, había sido el primero en alejarse de la casa.

Ese hermano había heredado del padre un gran amor por la medicina y desde niño le gustaba abrirles las barrigas a las lagartijas y las ranas con un bisturí. En opinión de Chiquita, no lo hacía por malo, sino por curiosidad científica: para averiguar cómo eran por dentro. El caso es que cuando le llegó el momento de entrar a la universidad, Ignacio Cenda decidió enviarlo a París, que era donde se formaban los mejores médicos. El otro motivo por el que quiso mandar al muchacho bien lejos fueron sus ideas políticas. Como muchos jóvenes, Juvenal pensaba que su patria debía ser independiente. Hacía medio siglo que las principales colonias de España se habían liberado y ya era hora de que Cuba rompiera también sus cadenas. Como la isla era un polvorín y en cualquier momento una chispa podía hacerlo explotar otra vez, Ignacio pensó que lo más sensato era apartarlo de una nueva guerra que parecía inevitable.

Chiquita le regaló al futuro médico una caja de música para que la abriera cuando extrañara el hogar, y le recomendó que no se enamorara de ninguna francesa por más bonita que fuera, porque tenían fama de no bañarse a menudo. Según ella, de sus hermanos varones ese era al que más unida se sentía, pues, aunque de niño había sido un salvajito, al entrar en la adolescencia el gusto por los libros y por el conocimiento los había acercado.

Antes de que Juvenal subiera al barco, su madre lo hizo jurar por los clavos de Cristo que le mandaría un telegrama en cuanto pusiera un pie en Francia. El joven cumplió su promesa, pero Cirenia no pudo leerlo, pues cinco días después de su partida se atoró comiendo un arroz con pollo, un hueso se le atravesó en el esófago y no hubo médico capaz de sacárselo. Chiquita dedicaba dos o tres páginas a describir su agonía, que fue terrible, lenta y muy dolorosa. La moribunda no podía hablar y se comunicaba con la familia mediante noticas que escribía en un cuaderno. La última que alcanzó a garabatear, casi sin fuerzas, antes de irse a la tumba, estaba dirigida a su hija mayor y decía: «¡Qué traicioneros son los huesos! ¡Nunca los chupes!».

El tercero en despedirse fue Crescenciano. Todos estaban de acuerdo en que el gemelo de Juvenal era el más buen mozo de los varones, pero también el más bruto. A duras penas pudo terminar la escuela elemental. Era un arado. Hasta Cirenia, que nunca veía los defectos de sus hijos, aceptaba que si aquel muchacho tenía la desgracia de tropezar en algún potrero y caer en cuatro patas, lo más probable era que se quedara en esa misma posición el resto de su vida, comiendo yerba y rebuznando. Eso sí, no había fiesta a la que no estuviera invitado. Crescenciano tenía azúcar para las mujeres. Todas se derretían al verlo bailar el danzón e iban a aplaudirlo cuando jugaba béisbol con el Matanzas Club.

A la familia le pareció una bendición que una viuda rica, que vivía en Cárdenas, lo conociera y se enamorara de él. Como Crescenciano estaba habituado a las aventuras fáciles, a libar de flor en flor y a sacar su poquito de miel de aquí y de allá, creyó que la viuda sería una conquista fácil. Pero, aunque se babeaba por él, la señora lo paró en seco y le aclaró que no le interesaba como amante, sino como marido, y que si no había boda, «tocante al monte, ni un cuje».

Entonces Ignacio le aconsejó a su hijo que le propusiera matrimonio. Cierto que la viuda le doblaba la edad, pero podía garantizarle un porvenir cómodo y seguro, y no era cosa de ponerse a buscarle la quinta pata al gato. Al joven le preocupaba dar aquel paso cuando la familia todavía guardaba luto por Cirenia, pero su padre le aseguró que la difunta hubiera sido la primera en comprender la situación.

—Cásate enseguida, no vaya a ser que esa infeliz lo piense dos veces y se arrepienta —le insistió.

Pero la viuda no se arrepintió: al oír la palabra matrimonio, organizó la boda en un santiamén y, en cuanto el padre Cirilo les echó las bendiciones, cargó con Crescenciano para Cárdenas, donde tenía casa en la ciudad, finca y una fábrica de cal.

Ese capítulo terminaba cuando, después de despedir a los recién casados, el doctor volvía a su casa, se ponía a conversar con Chiquita y le comentaba lo feliz que se sentía de haber casado a uno de los gemelos y de tener al otro estudiando en La Sorbona, a salvo de las disputas entre criollos y españoles. La única preocupación que le quedaba era Rumaldo. «Ojalá apareciera otra viuda dispuesta a cargar con él», decía. Entonces se explicaba brevemente que, aunque listo y con facilidad de palabra, Rumaldo tenía muy poca disposición para quemarse las pestañas estudiando Leyes, como pretendía Ignacio que hiciera, o para sudar la camisa en algún trabajo. Era un petimetre amante de la ropa de moda, de la buena mesa y del dinero fácil, que malgastaba su tiempo en el burdel de Madame Armande y en las lidias de gallos. «Mesura, mesura», le decía el padre Cirilo, también fanático de los gallos, cada vez que coincidían en las vallas y lo veía apostar sin la menor prudencia. Pero a Rumaldo los consejos le entraban por una oreja y le salían por la otra. Y con esa escena se acababa el capítulo. Un final flojísimo, ¿no te parece?

 

 

Ah, casi se me olvida contarte algo. En la escena de la muerte de la madre, Chiquita ponía que la tristeza había hecho encanecer a Ignacio de un día para otro. Ahora bien, la misma tarde que me dictó ese pedazo, alguien me dijo algo muy distinto allá en Far Rockaway.

Estaba yo en mi cuarto, batallando con un soneto, porque no vayas a pensar que había perdido el vicio de escribir versos, cuando Rústica tocó a la puerta para darme unas camisas y unos pantalones acabados de planchar. Esa prieta le echaba una barbaridad de almidón a la ropa. Aunque me aburrí de pedirle que a la mía me le echara poquito, jamás me hizo caso. La dejaba que parecía de yeso.

Me imagino que te estarás preguntando de dónde había sacado yo, que me fui de Tampa con una mano delante y la otra detrás, esas mudas de ropa. Pues me las regaló Chiquita. Cuando se le antojaba, podía ser muy generosa, y conmigo, a pesar de que en los años de la Depresión la gente lo pensaba dos veces antes de gastar un penny, lo fue más de una vez. Al tercer día de estar trabajando para ella, cuando se dio cuenta de que siempre llevaba puesta la misma ropa, mandó a Rústica, sin decirme nada, a que me comprara media docena de camisas, dos pantalones, un saco y un par de zapatos. Todo me quedó perfecto menos los zapatos, que parecían dos lanchas y tuve que ir a la tienda para que me los cambiaran. Después de eso, a cada rato me hacía regalitos. A veces era una corbata; otras, una caja de pañuelos. Ella podía darse esos lujos porque no le pasó lo que a tanta gente, que cuando los bancos americanos empezaron a quebrar, lo perdieron todo de golpe y porrazo. Había tenido la precaución de guardar parte de su dinero en París y en Londres, y esa fue su salvación.

Pues como te iba diciendo, aquella tarde, mientras colgaba las camisas y los pantalones en los percheros de mi armario, Rústica me miró de reojo un par de veces y luego me preguntó, con sorna, si de verdad me había creído lo que me había dictado la enana sobre su familia. Aquello me sorprendió, porque, como ya te expliqué, no era dada a hacer confidencias. Pero parece que aquel día la lengua le picaba o habría comido fricasé de cotorra, porque se sentó en una silla y empezó a hablarme de los Cenda.

Lo primero que me soltó fue que el doctor no había sentido tanto la muerte de Cirenia. Después de pelear con ella durante años, y de aguantar que cada vez que podía lo llamara traidor y libertino delante de sus hijos, lo que sintió al verla en el ataúd fue algo que, si no era alivio, se le parecía bastante.

—Las canas le saldrían de viejo, pero no de sufrimiento, porque enseguida consiguió quien lo consolara —me dijo con malicia. Y a continuación, cambiando de tema, la emprendió contra algo que Chiquita repetía mucho en ese capítulo: lo compenetradas que estaban su madre y ella—. ¡Incierto! Eran aceite y vinagre. Discutían por todo. Todavía no habían acabado un pleito y ya estaban enredadas en otro.

El problema era que, aunque ya Chiquita era una mujer, Cirenia seguía empeñada en verla como una niña y quería fiscalizarle desde la ropa y los peinados que usaba, hasta los libros que leía y lo que conversaba con sus primas. Si la encontraba cortando unas flores o batiendo unas claras para hacer merengue, le arrebataba las tijeras y el tenedor, y la regañaba: «¡Quita, que tú no puedes!». Pero lo que más furiosa ponía a Chiquita era que se pasara el día repitiéndole: «No sé qué te harías sin mí», «Dale gracias a Dios por tener una madre que se desvive por ti» y «No quiero pensar cómo vas a arreglártelas el día que te falte». Cuando Chiquita no aguantaba más aquella cantaleta, se le enfrentaba y se decían hasta alma mía.

—La única que lograba apaciguarlas era mi abuela Minga, que en paz descanse, porque don Ignacio no se atrevía a meterse en esas trifulcas —me dijo Rústica.

Según ella, a medida que los cinco hermanos fueron creciendo, la casa se volvió una olla de grillos.

—No es que no se quisieran —me aclaró—, sino que eran muy distintos. A cada rato se enfurruñaban por cualquier bobería y dejaban de hablarse durante días y días. En una sola cosa parecían estar todos de acuerdo y era en hacerle la vida imposible a Segismundo. No me explico por qué les gustaba tanto abusar de ese infeliz y hacerle maldades. Se burlaban de lo tímido que era, le escondían las partituras y una vez, para verlo sufrir, le dijeron que Cirenia planeaba vender el piano —soltó un suspiro y añadió en tono pensativo—: ¡Pobre Mundo! Ahora lo compadezco, pero en esa época hasta a mí me divertía verlo sufrir. Hay que esforzarse mucho para ser buena persona, pero qué poco cuesta portarse como un canalla.

Esa reflexión puso fin a su locuacidad y, aunque traté de pincharla para que siguiera haciéndome confidencias —estaba interesado, sobre todo, en que me aclarara si de verdad había visto brillar el talismán del gran duque Alejo aquella noche de luna llena, en el patio, o si esa parte del libro era una invención de la enana—, no hubo modo de sacarle ni una palabra más. Mi relación con Rústica fue siempre así, muy tirante. Ella me hablaba cuando se le antojaba y de lo que le daba la gana, pero rara vez de lo que yo quería saber. A veces tenía momentos en los que se desahogaba conmigo y me decía cosas que llevaba dentro desde hacía años, masticándolas, sin poder compartirlas con nadie. Pero, para serte sincero, la mayor parte del tiempo me trataba con frialdad, como si yo fuera un intruso, una cucaracha con la que tuviera que convivir en el bungalow. Pero mejor no sigo, porque sin darme cuenta volví a hablar de más y lo que tú necesitabas saber para llenar el hueco del capítulo cuarto ya te lo terminé de contar hace rato.