Epílogo
El sexo y la ciencia no terminan con el orgasmo
Recuerdo la noche en que me presentaron al ex ciclista profesional Peio Ruiz Cabestany. Era verano y estaba pasando unos días en Zahara de los Atunes intentando desconectar del proceso de escritura de este libro. Pero no hubo manera, mi mente estaba poseída —académicamente— por el sexo, y a los pocos minutos ya estaba entusiasmado explicándole a Peio un estudio científico sobre mujeres que tenían orgasmos haciendo ejercicio, y según el cual sucedía a menudo al ir en bicicleta. Peio se quedó desconcertado con el inesperado comentario, y yo me dije que debía moderar mis disquisiciones cientificosexuales, pero de repente con una voz tenue me respondió: «bueno… a mí me ha pasado varias veces, sobre todo al subir cuestas».
Estamos al final del libro y tengo la sensación de que me quedan infinidad de curiosidades por explicaros sobre esta peculiar intersección entre la ciencia y el sexo. ¡Cómo no voy a hablaros de los orgasmos inducidos por el ejercicio! El estudio que le cité a Peio fue publicado a finales del 2011 por Debby Herbenick de la Universidad de Indiana, a quien entrevisté durante mi visita al Instituto Kinsey. Realizado con doscientas cuarenta y seis mujeres que en ocasiones sentían excitación sexual intensa mientras practicaban deporte, y otras ciento veinticuatro que habían llegado a tener orgasmos, lo primero que me señaló Debby fue que «no parece tratarse de algo anecdótico, pues cuando empezamos a buscar chicas para el estudio encontramos muchas en pocas semanas». Es más, al principio los investigadores pensaban que era un fenómeno casi exclusivamente femenino, pero «cuando publicamos el estudio nos empezaron a contactar hombres diciendo que a ellos también les pasaba, y justo ahora lo estamos investigando», me explicó Debby citando el caso de un universitario del equipo de atletismo que siempre hacía las sesiones de abdominales en su casa porque de vez en cuando le sorprendía una embarazosa eyaculación.
De hecho, hacer abdominales era la actividad física más frecuente con la que las mujeres decían tener orgasmos espontáneos, seguido de la escalada, levantar pesas e ir en bicicleta. La mayoría de chicas aseguraban que no estaban teniendo ninguna fantasía erótica ni se sentían excitadas cuando aparecía la estimulación genital, y simplemente tenían la sensación de que si continuaban las repeticiones del ejercicio que estaban haciendo alcanzarían un orgasmo. Explicaban que podía ser embarazoso si estaban con más gente, pero que les resultaba muy placentero. La media de edad del primer «orgasmo inducido por el ejercicio» eran los diecinueve años, a muchas chicas sólo les sucedió unas pocas veces, pero en casi la mitad de ellas se repitió en más de diez ocasiones. Incluso unas pocas aseguraban que podían forzarlo si se lo proponían. Para Debby es un fenómeno interesantísimo porque representa un nuevo ejemplo de reflejo orgásmico espontáneo desvinculado del deseo y de la actividad sexual, como pueden ser los orgasmos producidos por estimulaciones eléctricas en puntos específicos de la columna vertebral, los que se dan durante el sueño, o los inducidos tras consumir ciertos fármacos y drogas. El equipo de la Universidad de Indiana está investigando qué mecanismos fisiológicos podrían estar involucrados, y si bien lo más lógico es pensar que la tensión muscular en la zona pélvica podría presionar la parte interna del clítoris y ser el origen de la excitación, Debby sugiere que la activación del sistema nervioso simpático debido al estrés físico también podría ser un desencadenante del orgasmo.
Esto último coincide con la experiencia de Peio, quien me explicaba que las erecciones sobre la bicicleta eran relativamente frecuentes pero que «los orgasmos llegaban en situaciones límites de sufrimiento casi agónico». Bromeando sobre lo bien que se lo pasaba sobre la bicicleta, el simpatiquísimo Peio me dijo: «En concreto recuerdo un orgasmo bastante intenso durante un repecho en Lasatte dirección Donosti, haciendo un esfuerzo enorme por aguantar a rueda».
El estudio de los orgasmos inducidos por el ejercicio puede parecer algo más bien anecdótico, pero Debby reflexiona sobre un punto muy interesante: si se comprueba que los mecanismos musculares involucrados son los mismos que durante los típicos movimientos pélvicos realizados en el acto sexual, esto podría indicar que, además de la estimulación del clítoris, para algunas mujeres los vaivenes bruscos y casi espasmódicos incrementan la excitación y son necesarios para alcanzar el orgasmo. «Y esto podría llevar al diseño de nuevos ejercicios —además de los kegels— para facilitar la respuesta orgásmica», me dice Debby.
Tras consultar el asunto con más personas, me di cuenta de que —especialmente en las mujeres— la excitación genital durante la actividad física intensa es algo relativamente común. También lo es durante el sueño, aunque en muchas ocasiones no nos enteremos. Otro estudio que no puedo despedirme sin explicar es la fascinante revisión de bibliografía científica sobre conductas sexuales anormales mientras dormimos, publicada en 2007 por especialistas en desórdenes del sueño. Entre los numerosísimos casos discutidos encontramos el de una mujer de 27 años que varias veces a la semana empezaba a gemir de placer a los 15-20 minutos de dormirse, el de otra de 26 años que en plena noche se desnudaba y empezaba a masturbarse y a gritar airadamente sin ser consciente de ello, y el de una chica que en ocasiones acariciaba y toqueteaba los genitales de su novio, y cuando él seguía y se despertaba le acusaba de forzarla mientras dormía.
De hecho, en el artículo se documentan infinidad de casos de actividad sexual en un estado de sonambulismo: hombres que tocan los pechos o las nalgas de sus parejas estando dormidos, otros que gimen y hacen movimientos pélvicos, y otros más que se revuelven con agresividad hacia su pareja para intentar penetrarla. Hay testimonios curiosos, como el de una mujer que cuenta que su marido era mucho más cariñoso y tierno mientras dormía que despierto, un hombre que siempre evitaba hacer el amor cuando su esposa menstruaba pero que estando dormido no parecía importarle, e incluso una mujer aseguraba que su esposo roncaba mientras tenían sexo.
También se han documentado situaciones desagradables de forcejeos, mujeres gritando frases obscenas que nunca se atreverían a pronunciar estando despiertas, o casos muy problemáticos judicialmente de hombres que de noche han intentado abusar de las hijas adolescentes de sus parejas. Parece que existe una pérdida de control absoluta, como refleja el caso de un chico de 27 años que se rompió dos dedos cuando, estando dormido, intentó liberarse de los nudos con los que él mismo se había inmovilizado para intentar evitar la masturbación y eyaculación que le habían despertado casi a diario durante los últimos cinco años.
La información científica sobre sexualidad es inabarcable, y no pararíamos de añadir más y más estudios a los muchos ya citados en el libro. Podríamos discutir un artículo científico que describe a una mujer que cuando se lo proponía podía tener más de cien orgasmos en cada sesión amorosa, o los informes de personas que acuden a hospitales con episodios de amnesia tras un encuentro sexual. Es más frecuente de lo que imaginamos, y de hecho, en 2006, médicos de Zamora y Salamanca describieron en la Revista de Neurología el caso de una mujer de 57 años que fue llevada a urgencias por su marido tras quedar desorientada y sin memoria durante hora y media, después de tener relaciones sexuales. La mujer sólo recordaba que había empezado el coito, pero no si se había aseado después, o cómo había llegado al hospital. Los episodios de amnesia global transitoria pueden aparecer tras un ejercicio físico intenso, situaciones de estrés emocional, alteraciones metabólicas y consumo de sustancias tóxicas, pero en ocasiones también inmediatamente después del sexo. Suelen durar pocas horas y se cree que podrían deberse a pequeñas isquemias en el tálamo o hipocampo durante una subida brusca de presión sanguínea, como la que se da durante el orgasmo o una actividad física extrema. Quién sabe, quizá eso de despertarse una mañana en casa ajena y no recordar nada podría deberse —especulación gratuita— no sólo al alcohol ni a un mecanismo de defensa que nos fuerza a olvidar lo ocurrido.
En la literatura médica podemos encontrar casos clínicos más dramáticos de dolor intenso o estado depresivo tras el orgasmo (enfermedad postorgásmica), artículos sobre respuestas alérgicas al semen, y ver desde imágenes de hombres con dos penes y mujeres con dos vaginas hasta atrofia de clítoris o niños con afalia, en la que se ven dos testículos sin pene arriba. No pretendo atiborraros con píldoras curiosas contadas a medias, sino transmitiros que la ciencia es una fuente inagotable de información novedosa, interesante, singular y reflexiva en todos los ámbitos del conocimiento, incluido, por qué no, la sexualidad humana. En realidad, el secreto de los científicos está —además de en la metodología— en algo muy simple que aconsejo apropiarnos: interesarse más por lo desconocido que por lo que ya sabemos. Es así como viviremos intelectualmente estimulados por el nuevo conocimiento, ilusionados en aprender de manera constante, asumiremos que las dudas son más interesantes que las certezas, y estaremos predispuestos a que nuestras ideas evolucionen en lugar de quedarse estancadas.
Al hilo de esta renovación continua de las ideas preconcebidas, dejadme comentar un último estudio realizado por investigadores de la Universidad de Texas cuyo diseño me fascinó. Los científicos reclutaron un amplio número de estudiantes y les pidieron a todos —chicos y chicas— que leyeran el mismo relato erótico. El relato tenía sesenta líneas y describía un encuentro heterosexual que empezaba con una cena romántica, avanzaba por los preámbulos de la seducción y desembocaba en diferentes prácticas sexuales y coito. El texto estaba repleto de detalles sobre la comida, la conversación entre la pareja, los pensamientos que tenían y descripciones explícitas de sus cuerpos y contactos íntimos. Tras leer el relato, los estudiantes realizaron una tarea de distracción durante treinta minutos, y a continuación se les pasó un cuestionario con preguntas muy específicas para ver qué tipo de información recordaban del texto. Como era previsible —y por esto el estudio no es que tenga un gran valor— en general los chicos recordaban mucho mejor las descripciones de la anatomía femenina y detalles eróticos explícitos, y las chicas la información emocional y de personalidad de los protagonistas, o la interacción en la fase de seducción.
Cito este estudio por peculiar (y de nuevo por colarlo como sea antes de despedirme), pero también por contrastarlo con otro y reforzar uno de los mensajes transmitidos en este libro: en realidad, hombres y mujeres no somos tan diferentes como creemos, y muy a menudo caemos en la «trampa» de las expresiones «en general» o «de media». Fijaos en esta otra investigación en la que se pidió también a casi trescientos estudiantes —baratos conejillos de indias para los investigadores pero poco representativos (y sí, es una crítica)— que durante una semana tomaran nota de todos los momentos en que pensaban en el sexo, en la comida y en dormir. El estudio tiene limitaciones metodológicas pero aportó un resultado muy interesante: la diversidad de frecuencias era apabullante. Las chicas pensaban una media de dieciocho veces al día en el sexo y los chicos treinta y cuatro, pero el abanico de respuestas iba desde 1 a 140 en ellas y desde 1 a 388 en ellos. Los investigadores comparan la frecuencia relativa de pensamientos sexuales respecto a la comida y al sueño, y discuten los resultados en función de la erotofilia y la deseabilidad social, pero hay dos conclusiones muy obvias que extraer: la primera es que efectivamente los hombres jóvenes piensan más en sexo que las mujeres, pero en realidad tampoco tanto, y la segunda que las diferencias dentro de los grupos de chicos y chicas son impresionantemente más altas que las diferencias entre géneros. Esto refleja la distorsión que algunos investigadores y medios están fomentando al hablar en genérico de diferencias entre hombres y mujeres. Como vimos en diversas partes de este libro, en realidad no somos tan diferentes como nos han dicho siempre. Es obvio que en el desarrollo de nuestro comportamiento influyen condicionantes biológicos primero y socioculturales después, pero las diferencias son tan genéricas y hacen parte de una diversidad tan grande que deberíamos empezar a cambiar el discurso y ser más rigurosos al referirnos a las cosas que son realmente más propias del género masculino o femenino.
En realidad resulta más interesante comparar el comportamiento sexual y romántico entre homosexuales y heterosexuales; y llegados a este punto, confieso que en el libro también me hubiera gustado profundizar más en aspectos como sexualidad en las minorías, características de las diferentes orientaciones sexuales, comparación entre culturas, el impacto que está teniendo internet o el desarrollo de la sexualidad durante la infancia. Si no lo he hecho es, en parte, por los escasos estudios con base empírica que hay sobre algunos de estos temas. El sexo es tabú también para la ciencia, y varios investigadores me han reconocido las dificultades para financiar estudios, por ejemplo, sobre el comportamiento sexual de los niños preadolescentes. El pudor afecta a la propia comunidad científica, y no es demagógico decir que resulta más sencillo investigar el comportamiento sexual animal que el humano. A título de ejemplo, a principios de 2013 un periódico español publicaba la lista de las diez noticias principales sobre sexualidad de 2012, y siete de ellas se referían a estudios con animales (calamares, moscas, ranas, carneros o peces homosexuales), una era sobre neandertales y sólo dos sobre sexualidad humana. Significativo, y una lástima, porque la medicina, la psicología y la sociología del sexo son un filón de investigaciones interesantísimas que no está siendo suficientemente explorado por la ciencia.
Claro que también hubiera querido hablar más de sexo en la naturaleza y en nuestro pasado evolutivo, pero me parece desproporcionada la cantidad de libros sobre «ciencia y sexo» que por sencillez de discurso se refugian en las historias lógicas pero no experimentables de la psicología evolucionista. Suele ser una visión muy limitada, científica pero no periodística, facilona, nada multidisciplinar, y yo añadiría que poco rigurosa cuando desatiende la importancia de los refuerzos condicionados por experiencias, aprendizaje y entorno sociocultural en nuestro desarrollo sexual. La evolución por selección natural representa sin duda un imprescindible marco conceptual, pero resulta absolutamente insuficiente para abordar la complejidad de la sexualidad humana. Justo uno de los cambios que se avecinan es el auge de una mayor y mejor investigación científica sobre el sexo.
Terminar un libro hablando de futuro es un recurso siempre tentador, y más con la sensación de que el mundo online puede afectar a aspectos muy diversos de nuestra sexualidad. En este sentido, una corriente de pensamiento opina que internet lo transformará todo y que estamos en pleno inicio de una nueva revolución sexual, y otra defiende que nuestro cerebro e instintos son los mismos de siempre y en realidad no se va a producir ningún cambio tan abismal. Yo, en la mayoría de aspectos del debate, me inclino más por lo segundo, sobre todo tras hacer el siguiente ejercicio con el que continúo resistiéndome a la despedida.
Uno de los libros que consulté durante la fase de documentación es Sex and Human Loving, publicado en 1985 por William Masters y Virginia Johnson. En esa época Masters y Johnson ya habían descrito sus modelos sobre respuesta sexual, acumulado una enorme experiencia terapéutica y de investigación desde finales de los años cincuenta, y se habían convertido en la principal referencia en el estudio científico de la sexualidad humana. Y como tal, en el último capítulo de su libro se aventuraron a pronosticar en qué iba a cambiar nuestra sexualidad durante los siguientes veinticinco años, es decir, hasta 2010. Me propuse comprobar si habían acertado.
Masters y Johnson introdujeron el capítulo discutiendo cómo estaba afectando en ese momento la revolución sexual de los sesenta y setenta, la liberación de la mujer, los avances en medicina reproductiva y la novedad de las madres de alquiler, para en la página 558 decir literalmente que «hay una gran posibilidad de que un número sustancial de mujeres opte por tener hijos sin experimentar el embarazo». Se referían a la posibilidad de fertilizar sus óvulos con el semen de sus parejas y contratar a una madre de alquiler para continuar con el embarazo. Masters y Johnson aseguraban incluso que con el desarrollo de placentas artificiales «es bastante posible que durante la próxima década la madre de alquiler sea completamente sustituida por un útero artificial», y que según sus datos un 40 por ciento de las veinteañeras de la época preferirían esa opción. Este pronóstico tan erróneo es un claro ejemplo de cómo solemos sobreestimar el poder y la rapidez del cambio tecnológico y cultural, e infravalorar la solidez de la naturaleza humana más básica, que en este caso nos dice que el instinto de querer ser madre es mucho más poderoso que todas las varices, dolores, inconvenientes y riesgos que se puedan evitar utilizando un vientre de alquiler. Es el mismo motivo por el que podrían fallar todas las proyecciones futuristas sobre el cibersexo que apuntan a escenarios completamente diferentes al convencional. Hay cosas difíciles de cambiar.
Masters y Johnson cometieron una equivocación parecida al predecir que en sólo diez años la elección de sexo sería muy común, que el 75 por ciento de los hijos primerizos de una pareja serían varones, y que el 60-65 por ciento de los segundos, mujeres. También pronosticaron que habría anticonceptivos casi perfectos para ambos sexos y que, a consecuencia de ello, los abortos se reducirían a la mitad. Fallaron en lo primero pero acertaron en lo segundo, pues según datos del estadounidense CDC (Center Disease Control), en los años 1984-1985 se realizaban veinticuatro abortos por cada mil mujeres, veintitrés en 1986, veinte en 1995, y quince en 2009. Masters y Johnson intuyeron bien «la continua tendencia a posponer el matrimonio, de manera que en 2010 la media estará más cerca de los 25 que de los 21», pero se quedaron cortos, pues actualmente en Estados Unidos está en veintinueve para hombres y veintisiete para mujeres, y en España, treinta y dos y treinta, respectivamente.
Algo parecido ocurrió cuando predijeron que el sexo en la adolescencia no cambiaría sustancialmente y que en 2010 la mitad de los adolescentes habría perdido la virginidad a los 16 años, y el 75 por ciento a los 18 años. Según datos de 2005 el 37 por ciento de los chicos y el 40 por ciento de las chicas estadounidenses tuvieron su primer encuentro sexual antes de los 16 años, y el 62 por ciento y 70 por ciento respectivamente antes de los 18 años. Curiosamente, pronosticaron que tras la época de liberación sexual habría una especie de «efecto rebote» en el que resurgirían los valores de la monogamia y el amor, se daría menos el «sexo por el sexo», pero al mismo tiempo aparecerían nuevos tipos de relaciones y —especialmente entre las clases sociales altas— habría más tolerancia a la sexualidad extraconyugal. Son frases ambiguas que dependiendo de la interpretación sí pueden considerarse como cumplidas.
El sida acababa de irrumpir y todavía se desconocía la dimensión que iba a tener, pero anunciaron vacunas y la aparición de alguna nueva enfermedad de transmisión sexual, como podrían ser los cánceres provocados por algunas cepas del virus del papiloma humano. Acertaron en la «mayor tolerancia a la homosexualidad», en que el acceso a material sexual explícito no sería regulado, hasta cierto punto en que «la actividad sexual en la tercera edad será más aceptada», y en que irían cayendo estereotipos como que el hombre debe comportarse como conquistador para demostrar su masculinidad y que la mujer tiene muchísimo menor deseo sexual. En estos momentos ya nos burlamos de los machitos y en ocasiones nos abrumamos con la capacidad sexual femenina.
Hay más aspectos en su análisis, pero uno significativo es que «en los próximos 25 años habrá un gradual pero definitivo incremento en reconocer la importancia de la educación sexual de los niños. Esto llevará a la inclusión rutinaria de la educación sexual en las escuelas (…) podría comportar una reducción de los problemas sexuales, especialmente los de desinformación». En este sentido, el sistema educativo no ha avanzado ni de lejos todo lo que ellos pronosticaban, pero, por otro lado, internet ha hecho posible que la información de calidad esté disponible en Occidente para todo aquel que realmente la desee.
Si algo queda claro tras leer el capítulo final de Masters y Johnson es el relativo caso que le debemos hacer a las predicciones, y que puestos a equivocarnos es bueno hacerlas con cabeza pero también con un poco de corazón. Yo sí creo que las diferencias en patrones de sexualidad entre hombres y mujeres se irán estrechando, que con los cambios generacionales la homosexualidad será totalmente aceptada, que habrá más comunicación pero el sexo continuará ligado a nuestra intimidad, que la pornografía está para quedarse pero aparecerán alternativas de erotismo mucho más sensuales y estimulantes, que ni el submundo virtual ni las tristes muñecas sexuales llegarán a sustituir de manera satisfactoria el sexo convencional, que la mujer continuará liberándose y el sexo casual será muchísimo más frecuente, que los adultos de edad avanzada serán el sector de población que más se beneficie de los portales de citas online, que la monogamia sexual será un reto creciente para las parejas, que la medicina sexual se consolidará como disciplina en la práctica clínica, que los sexólogos continuarán tratando los casos de manera individualizada pero cada vez más basándose en una mejor información científica, y que las terapias no irán encaminadas sólo a curar disfunciones sino también a aumentar la función y el placer sexual. Los medios de comunicación hablarán de sexo de manera más rigurosa, perderemos el reparo en consultar a doctores y terapeutas, y me gustaría pensar que la ciencia profundizará en esta visión biopsicosociológica del sexo hasta convertirse en el punto de unión de todo el conocimiento multidisciplinar sobre la sexualidad.
Habrá mucho más, o mucho menos, pero de lo que sí estoy plenamente convencido es de que es un tema absolutamente apasionante. Escribiendo este libro he aprendido de los académicos pero también de los asexuales, poliamorosos, transexuales, tántricos, discapacitados, sadomasoquistas y de tantísimos testimonios que han compartido conmigo sus experiencias personales, hasta constatar lo amplísimo que es el abanico de expresiones sexuales y lo estrecha que era mi propia visión de la sexualidad. Entre los momentos más divertidos, recuerdo haber estado varios minutos desconcertado durante una de mis primeras conferencias, intentando averiguar por qué en las transparencias hablaban de Inteligencia Artificial y Cloruro de Polivinilo, hasta descubrir que AI era Anal Intercourse y PVC Penile-Vaginal Coitus. Os prometo que mi confusión fue real, y lo interpreté como una muestra de la resistencia al cambio que ofrece un cerebro condicionado a ver, pensar y creer en función de su pasado, y que tiene mayor tendencia a reafirmar sus viejos conocimientos que a empaparse de los nuevos. La aventura de este libro me ha dado una visión mucho más completa del estudio de la naturaleza y del comportamiento humano, ha sido enriquecedora tanto intelectual como personalmente, y me atrevo a decir que ahora me conozco mejor a mí mismo. Espero que también haya sido estimulante para vosotros y que terminéis con más dudas y ansia de conocimiento de las que empezasteis. Saber lo que falta por saber es hechizante. Tenemos la suerte de estar en un momento fascinante en el que la ciencia está aportando los conocimientos más revolucionarios en la historia del pensamiento humano. Como dije al despedir El ladrón de cerebros, aprovechémoslo. Disfrutemos de la ciencia como lo hacemos del arte, la música o la literatura (o el sexo). No nos quitemos las gafas de la ciencia, rasquemos donde no nos pica y ¡busquemos nuevos destinos en el fascinante océano de la ciencia!