CAMINATAS MELANCÓLICAS DE GAUTIER
POR LOS SUBURBIOS
Théophile Gautier, poeta, crítico, novelista, escritor, era compañero de bachillerato de Nerval. Juntos pasaron la juventud, fueron admiradores del romanticismo de Hugo al mismo tiempo, durante una época vivieron muy cerca el uno del otro en París y nunca perdieron la amistad. Pocos días antes de suicidarse, Nerval visitó a Gautier y, cuando se mató colgándose de una farola, su amigo escribió un conmovedor artículo sobre Nerval.
Dos años antes de aquello (es decir, nueve años después del viaje al Oriente de Nerval y exactamente cien antes de mi nacimiento), en el año 1852, los acontecimientos que más tarde conducirían a un acercamiento de Inglaterra, Francia y el Imperio otomano en contra de Rusia y que llevarían a la guerra de Crimea habían vuelto a convertir en atractivos los viajes por Oriente para los lectores franceses. En los días en que Nerval fantaseaba con la idea de un segundo viaje, fue Gautier quien vino a Estambul. La generalización y la velocidad de los barcos de vapor habían reducido el trayecto París-Estambul a once días. Gautier permaneció setenta días en la ciudad y primero publicó por entregas sus impresiones en el periódico para el que trabajaba e inmediatamente después recopiló sus artículos en un libro titulado Constantinopla. Aquel grueso volumen, que se tradujo a multitud de lenguas y se hizo muy popular, es el mejor de los libros escritos sobre Estambul en el siglo XIX, después del Constantinopoli que el italiano Edmondo De Amicis publicaría veinticinco años más tarde en Milán.
Las notas de viaje de Gautier son más expertas, organizadas y fluidas que las de su amigo Nerval. Esto se debe a que, siendo folletinista y dedicándose al periodismo artístico-cultural y a las novelas por entregas, las escribía con la premura y la preocupación por entretener de quien sabe que tiene que entregar un escrito diario al periódico (en cierta ocasión, compara esa situación suya de tener que inventarse una historia cada noche a la de Sherezade). Algo, precisamente, por lo que le criticó Flaubert. Pero estas insuficiencias de periodista —si dejamos de lado los habituales tópicos y estereotipos de sultán-mujeres-cementerios— son las que convierten su libro sobre Estambul en un gran reportaje sobre la ciudad. Lo importante de este reportaje para los hombres que, como Yahya Kemal y Tanpınar, desarrollaron una imagen de Estambul para los estambulíes, es que, si por un lado Gautier se comporta como un hábil periodista, por otro ignora el consejo de su amigo Nerval, hace justo lo contrario y se introduce «entre los bastidores» de la ciudad, se sumerge en los suburbios, las ruinas, los callejones sucios y oscuros y así es el primero que le hace sentir al lector que el Estambul remoto y pobre es tan importante como el paisaje turístico.
Que Gautier tenía presente a su amigo Nerval durante su visita a Estambul es algo que se nota ya desde la parte en que describe el viaje en sí. Al pasar por la isla de Cythera, recuerda que Nerval había visto allí un cadáver vestido con grasientos harapos colgado de una horca. (Aquella imagen que tanto les gustaba a ambos amigos, uno de los cuales también se colgaría, la tomó del Viaje al Oriente de Nerval un tercero, Baudelaire, y la utilizó en su poema «Viaje a Cythera».) Al llegar a Estambul y para poder pasear por la ciudad con más tranquilidad, Gautier, como su amigo Nerval, adopta las «ropas de musulmán». También él, como Nerval, llegó en Ramadán y describe con entusiasmo las diversiones de las noches del mes de ayuno. Como su amigo, pasa a Üsküdar para contemplar las ceremonias de los derviches rufai, pasea por los cementerios (¡niños que juegan entre las lápidas!), ve una representación de teatro de sombras, pasea por tiendas y mercados con sumo placer y muy atento a la gente y, al igual que Nerval, despliega un enorme esfuerzo por ver al sultán Abdülmecit en su salida a la oración del viernes. Como la mayoría de los viajeros occidentales, Gautier insiste en las ideas ya manidas del encierro, de la inaccesibilidad y del misterio de las mujeres musulmanas, a las que solo entrevió de lejos (que no se les ocurra preguntarle a un marido cómo está su mujer, nos aconseja). Pero también nos cuenta honestamente que las mujeres salen mucho por la calle aunque no vayan solas. También nos habla largamente del palacio de Topkapı, de las mezquitas y del Hipódromo, que Nerval no había mencionado considerándolo demasiado turístico. Aunque quizá no haya que exagerar la influencia de Nerval en lo que respecta a esos lugares «turísticos», ya que todos los viajeros occidentales que venían a Estambul por esa época se veían obligados a verlos y describirlos. Lo que hace tan legible el libro de Gautier es que, pese a que sufra de una excesiva confianza en sí mismo, de su capacidad para hacer observaciones sarcásticas y de la curiosidad por lo raro y lo chocante propia de un periodista occidental, cuando llega el momento tiene la capacidad tanto de tomarse las cosas en broma con la madurez de un hombre que ha visto mucho mundo como la de verlas con los ojos de un pintor.
James Robertson
Théophile Gautier siempre había soñado con ser pintor hasta que a los diecinueve años leyó los poemas de las Orientales de Hugo. En su época fue un crítico de pintura muy brillante. Al hablar del paisaje y de las vistas de Estambul, recurrió a un amplio léxico pictórico que hasta entonces ningún autor había empleado. Y cuando describe la vista del Cuerno de Oro y de la silueta de Estambul desde la llanura en la que se encuentra el monasterio de los derviches mevlevíes de Gálata, es decir, desde la actual plaza de Tünel, que Nerval también había mencionado nueve años antes y última parada del tranvía Maçka-Tünel, donde lo tomábamos mi madre y yo en nuestros paseos por Beyoğlu cuando era niño, después de decir que «el paisaje tiene una belleza tan insólita que parece irreal», describe de tal manera, con el placer de un pintor que domina los más mínimos detalles del cuadro que está creando y con la confianza de un escritor que sabe lo que se hace, los alminares, las cúpulas, Santa Sofía, las mezquitas de Beyazıt, Süleymaniye y Sultanahmet, las nubes, las aguas del Cuerno de Oro, los jardines cubiertos de cipreses del cabo de Sarayburnu y los juegos de luz que se establecen entre ellos y el «increíblemente delicado cielo azul perla» que hay detrás, que hasta el lector que nunca ha visto ese paisaje disfruta con él. Ahmet Hamdi Tanpınar, el escritor de Estambul más atento a los paisajes y a los cambios en el panorama de la ciudad que la convierten en «un enorme juego de luces», aprendió mucho de la lengua y la mirada de Gautier. En un artículo escrito durante la Segunda Guerra Mundial, al comparar la dejadez de los novelistas turcos en cuanto a ver y describir lo que les rodea con la actitud de los escritores occidentales, Tanpınar pone como ejemplo lo unidos que estaban Stendhal, Balzac y Zola a la pintura, y además recuerda que Gautier era pintor.
James Robertson
La capacidad de expresar en palabras el paisaje, sus luces, su belleza y sus detalles y de exponerlo como una sensación, le sirvió a Gautier para componer un texto muy brillante de sus caminatas por entre los «bastidores» de Estambul, por los callejones de la ciudad, por «el Estambul remoto y pobre» (según la posterior expresión poética de Yahya Kemal, que tan bien supo leer a Gautier, que tanto le gustaba). Antes de encaminarse a las calles traseras y la parte baja de las murallas, Gautier escribe que sabía, gracias al aviso de amigos suyos que habían visitado Estambul antes que él, que el paisaje de la ciudad, como si fuera «un decorado teatral» que necesita una cierta luz y un cierto ángulo de visión, iba perdiendo su atractivo según uno se acercaba: lo que de lejos parecía admirable, en realidad solo eran «los colores de la paleta del sol» sobre calles estrechas, empinadas, sucias y vulgares y cúmulos desorganizados de casas y árboles.
James Robertson
Pero Gautier también tenía la mirada capacitada para ver el entorno sucio y anárquico como «bello» y amargo. Sabía sentir sinceramente la emoción de la literatura romántica ante las ruinas griegas y romanas y los restos de civilizaciones perdidas, aunque con la ironía necesaria. En su juventud, cuando todavía soñaba con ser pintor, encontraba muy atractivas a la luz de la luna las casas vacías del callejón Doyenne, que Balzac había comparado a un cementerio, y los restos de la iglesia de Saint-Thomas-du-Louvre (muy cercanas al Louvre, junto al cual vivía Nerval).
Asil Samanci (Achilles Samandji)— Eugene Dalleggio
Gautier bajó a la orilla del Cuerno de Oro por la colina de Gálata tras salir de su hotel en lo que hoy es Beyoğlu y, después de cruzar el puente de Gálata de 1853, al que llama «un puente hecho de barcas», se dirige con su guía francés hacia Unkapanı, hacia el noroeste, en dirección a los barrios de la ciudad y lo expresa con gran fuerza diciendo: «Nos sumergimos en el laberinto». Escribe también que según se alejaban iban quedándose más solos y que les seguían perros que les gruñían. Cada vez que leo cómo se encuentran con casas de madera ruinosas con la pintura desconchada y con las tablas ennegrecidas, con fuentes secas que se caían a pedazos y con mausoleos descuidados cuyos techos se desplomaban, pienso que hace cien años aquellos sitios eran exactamente iguales a los que veíamos cuando salíamos de paseo en coche con mi padre, exceptuando el adoquinado del suelo. A Gautier, como a mí, le llamaron la atención las ruinosas casas de madera de fachada oscura, los muros de piedra, las calles vacías y los cipreses que completaban los cementerios simplemente porque le parecían bellos. Le agotó aquel espectáculo que yo también vería cien años después, cuando en mis años de juventud paseara a solas por los barrios pobres y sin occidentalizar de la ciudad —y de cuya desaparición en un período de treinta años a causa de incendios y cemento sería dolorosamente testigo—, pero continuó avanzando «de una calle a otra, de una plaza a la siguiente». La llamada a la oración le pareció que en aquel barrio, como a mí me ocurría en mi niñez, se dirigía a las casas «ciegas, sordas y mudas que se hundían por sí solas en silencio». Contempló con un sentido del tiempo muy adecuado al paisaje a los escasos viandantes, a una anciana, una lagartija que desapareció entre las piedras y a un par de niños que tiraban piedras a la pila de una fuente seca que le pareció surgida de una acuarela de Du Camp, que había venido a Estambul dos años antes con Flaubert. Cuando sintió hambre, se dio cuenta de la escasez de casas de comidas y tiendas de la otra ribera y comió los frutos que pudo arrancar de las moreras que todavía en mi niñez, y aún ahora, cuando escribo esto ciento cincuenta años después y a pesar de todo el cemento, dan colorido a esas calles. Prestó la misma atención a la parte viva de la ciudad, a pesar de estar en ruinas, y a la vida de barrio en Samatya, el distrito de los rumíes, y en Balat, el de los judíos, al que llamó «el gueto de la ciudad». Encontró llenas de grietas las fachadas de las casas de Balat y sus calles sucias y fangosas, y el distrito rumí de Fener más cuidado. Pero cada vez que a lo largo de su paseo se encontró con un muro bizantino o con un gran segmento de acueducto entre las calles, las casas y los árboles, en lugar de pensar en la permanencia de las piedras y los ladrillos, lo hizo en lo efímera que era la madera.
Cengiz Kahraman Collection
Cengiz Kahraman Collection
Ara Guler
National Geographic Archive
Ara Guler
Abdullah Biraderler
Abdullah Biraderler
Los momentos más conmovedores de aquellas agotadoras y emotivas caminatas y la parte más apasionante de todo el libro son las sensaciones de Gautier caminando entre los restos de las murallas bizantinas por aquellos barrios remotos y lejanos. Gautier sabe compartir perfectamente con el lector el grosor de las murallas de la ciudad, su poderío, su estado ruinoso, sus fisuras y cómo el tiempo ha ido comiéndoselas hasta extinguirlas: la grieta que descendía a todo lo largo de una torre (y que tanto miedo me daba de niño), fragmentos de otras caídas de costado o hundidas (entre Gautier y nosotros está el gran terremoto de 1894, que dio una buena sacudida a las murallas), las hierbas que crecían entre los huecos de las piedras y lo sorprendentes que resultaban las higueras que se alzaban en lo más alto de las torres, y, junto a todo eso, la soledad de las zonas por donde se extendían las sombras de aquellos muros medio desplomados y el silencio de los suburbios, de los barrios pobres. «¡Es difícil creer que tras estos muros muertos se halla una ciudad viva!», escribió Gautier. Y al final de aquella larga caminata por los suburbios de la ciudad, por sus barrios remotos y pobres, añade: «En ningún otro lugar del mundo hay otro itinerario tan melancólico como ese camino de cinco kilómetros y medio flanqueado a un lado por ruinas y al otro por cementerios».
Abdullah Biraderler (postal de Max Fruchtermann)
Kimligi Belirsiz
¿Por qué me hace tan feliz oír a otros decir que Estambul es una ciudad melancólica? ¿Por qué me esfuerzo tanto en explicar al lector que la sensación que me produce la ciudad en la que he pasado mi vida entera es la de amargura?
No tengo la menor duda de que el sentimiento básico que en los últimos ciento cincuenta años (1850-2000) ha dominado en Estambul y se ha ido extendiendo por el entorno de la ciudad es el de una amargura inevitable. Lo que intento explicar es que todo esto es el resultado de que los primeros en descubrir esa sensación como concepto y expresarla en palabras fueran poetas franceses (Gautier influido por su melancólico amigo Nerval). ¿Por qué siempre ha sido algo tan importante para mí, y para la ciudad, lo que han pensado sobre la vida y las particularidades de Estambul los occidentales, a los que identifico con Gautier?
Abdullah Biraderler (postal de Max Fruchtermann)
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