A Joana no le llevó demasiado tiempo deshacer las maletas, repartió sus cosas entre un armario y una cómoda que pensó que tenían aspecto de haber pertenecido a la tatarabuela de su tía. Se dio cuenta de que el baño era la parte más moderna de la casa y agradeció al cielo que así fuera; por lo demás, no estaba mal, lo único malo que se podía decir de ella era que era austera y antigua, pero estaba muy limpia y saltaba a la vista que todo estaba muy bien conservado.
Hizo una lista mental de las cosas que le gustaría comprar, la encabezaban la cafetera y el microondas, pero después de sentarse en la cama, pensó que no vendría mal cambiar también el colchón.
«No sé si vale la pena, no voy a quedarme tanto tiempo aquí».
También se dio cuenta de que la casa no tenía teléfono.
«Eso sí que va a ser un problema, si Mónica y Patrick no saben de mí, igual les da un infarto». «¡Patrick!, Dios, ni siquiera sabe que me he ido, tengo que llamarlo y darle un número de teléfono para que pueda contactar conmigo si me necesitan en el hospital». Tendría que hablar con Bel para preguntarle si ella tenía y si la autorizaba a dar su número por si alguno de sus amigos necesitaba localizara para lo que fuera.
No eran más que las doce y media de la mañana, pero no había comido nada desde el desayuno apresurado del aeropuerto, y la nevera de la casa estaba tan vacía como la suya propia de Nueva York, así que decidió dirigirse a casa de la prima de su padre.
La puerta de madera que daba a la calle, muy similar a la de la casa de su tía, estaba abierta de par en par. Tras ella también había una cristalera; un rayo de sol, en el que se podían apreciar motitas de polvo revoloteando, la atravesaba e iluminaba la entrada a la casa.
«Si no fuera porque los muebles son más modernos, sería idéntica a la mía», se dijo. «¿La tuya?, querrás decir la de la tía», se contestó de inmediato. «Whatever![3]», refunfuñó alejando esos pensamientos de su cabeza con un aspaviento de la mano.
En cuanto Bel oyó que la puerta de la calle se abría, acudió a ver quién entraba mientras se secaba las manos con un trapo de cocina.
—Joana, ¡qué bien que ya hayas llegado!, podrás tomar un vermut antes de comer. Entra, pasa a la cocina, mi madre está ansiosa por conocerte.
Joana sonrió, le encantaba la espontaneidad de la mujer, se sentía a gusto y tranquila en su compañía, como si fuera alguien a quien conocía desde siempre.
La cocina era algo más grande que la suya; al fondo, una puerta daba a un pequeño salón, donde una mujer anciana dormitaba sentada en una mecedora. Era muy menuda, llevaba un vestido azul marino repleto de diminutas florecitas de colores, el pelo blanco lo tenía sujeto en un moño bajo. Estaba dormitando y se sobresaltó al oír a su hija que le gritaba.
—¡Mamá!, ya está aquí Joana, ¿no tenías tantas ganas de conocerla?
La anciana se despertó sobresaltada.
—Bel, no me grites, te he dicho un millón de veces que no estoy sorda. Vaya manía os ha dado a todos de tratarme como si fuera una vieja —dijo, apuntando a su hija con un dedo huesudo.
Después pareció desconcertada al preguntar:
—Joana, ¿qué Joana?
—A veces se desorienta un poco, pero es que ya es muy mayor —la disculpó Bel.
En cuanto los ojos de la mujer se posaron en Joana se le llenaron de lágrimas.
—Joaneta, al fin has venido a buscarme —exclamó con voz esperanzada, al tiempo que alargaba los brazos hacia su sobrina nieta.
Joana frunció el ceño y miró a Bel sin entender nada.
—Creo que te está confundiendo con tu abuela. —Los ojos de Bel también estaban acuosos al decir esto.
Joana se agachó al lado de la mecedora y cogió la mano de su tía con cariño.
—Sí, yo soy Joana, pero soy la hija de Llorenç, no su madre. —dijo, no sin cierta emoción en la voz.
—Ya sé quién eres —respondió la mujer bastante seca, para añadir a continuación casi con un ladrido—: ¿Tú también piensas tratarme como a una vieja? ¿Crees que no reconocería a mi propia hermana?
La chica abrió los ojos como platos ante tal cambio de actitud.
—¡Mamá! —exclamó Bel avergonzada al oír la voz airada de su madre.
—¿Tú no estabas haciendo la comida? ¡Pues hala, sigue con lo tuyo y deja que la chica y yo nos conozcamos mejor!
Bel la miró con cara de enfado, luego elevo los brazos al cielo y Joana pudo oírla murmurar: «Me pregunto que habré hecho para merecer tal castigo», mientras se iba. Joana miró de nuevo a la anciana.
«¿Qué le vamos a hacer?», se dijo medio muerta de risa.
La mujer la observó todavía un rato más antes de hablar.
—Eres igual que mi hermana Joana, menos por el culo, ella lo tenía mucho más grande.
Joana no podía salir de su asombro.
«¿Ancianita frágil?, vaya déspota ―pensó asombrada―. «Cualquiera se lo hubiese imaginado, ¡si parecía un pajarito durmiendo al sol cuando he entrado!».
—Me halaga cuando dice que me parezco a mi abuela —contestó, sin embargo, más por cortesía que otra cosa.
—Así que eres médico, como tu padre.
—Así es.
—Tu abuela siempre supo que tu padre no volvería de América, aunque él dijera lo contrario al principio. Nunca se lo recriminó, nunca lo hizo sentir culpable por ello. Al contrario, lo animó a que llevara su vida. Yo no hubiera sido capaz de hacer algo así, soy mucho más egoísta, pero, cada una quiere a los suyos a su manera. Me pregunto si tú serás cómo ella y tomarás las decisiones adecuadas cuando sea el caso, o serás cómo Llorenç, que se fue para no volver —le dijo con voz no exenta de rabia.
Joana, que se estaba poniendo nerviosa ante la brusquedad con la que le hablaba la mujer, pensó en contestarle de manera cortante, pero respiró hondo tratando de tranquilizarse y decidió darle una respuesta evasiva.
—Mi padre me habló siempre con mucha añoranza del pueblo de su infancia y de la gente a la que quería y recordaba —dicho esto, dio la conversación por acabada y añadió—: Voy a ver si puedo ayudar a Bel en la cocina.
—Ve, y piensa en lo que te he dicho —apuntó la mujer al tiempo que la despedía con la mano.
Joana se fue hacia la cocina en busca de la prima de su padre, pensando qué habría querido decir la anciana con eso de tomar las decisiones adecuadas. Encontró a Bel ante los fogones, seguía murmurando cosas sobre la suerte que le había tocado y negando con la cabeza.
—Espero que mi madre no te haya molestado, es una mujer muy autoritaria, siempre lo ha sido, pero nos quiere a su manera —le dijo a Joana cuando oyó que esta se paraba a su lado.
—¡Oh, no te preocupes! No me ha molestado, solo me ha sorprendido la vitalidad que tiene.
—Sí, algunos días pienso que nos va a enterrar a todos.
Ambas se pusieron a reír.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Joana a la mujer.
—Pues podrías poner la mesa, si quieres. Ahí están los vasos —dijo señalando una alacena—, y ahí, los cubiertos...
Sus explicaciones se vieron interrumpidas por unos ruidos procedentes de la parte delantera de la casa, que indicaban que alguien estaba entrando.
—Me pregunto quién será a estas horas —exclamó Bel—. No es Pedro, él no arma tanto escándalo.
La mujer se dirigió hacia el recibidor y Joana fue tras ella.
—Lo que nos faltaba —le dijo Bel a Joana en voz baja—. Me temo que hoy no es tu día, creo que esta cuadrilla viene buscándote a ti —añadió.
Los que había entrado haciendo tanto ruido eran cuatro señores mayores, uno de ellos en silla de ruedas, que las miraban expectantes desde la puerta. Bel se adelantó.
—¿Qué los trae por aquí, señores? —preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto.
—¡Ejem! —exclamó uno de ellos—. Hemos venido a ver a Joana, pero al encontrar la casa de Martina cerrada, hemos imaginado que estaría aquí.
—O qué quizás no había llegado aún —exclamó otro.
Formaban un cuadro variopinto, del primero al último tenían un porte elegante, y la miraban todos, excepto uno, con cara amable.
—Hola, creo que a quien buscan es a mí —dijo la chica mientras acortaba la distancia que los separaba.
—No puedes negar que seas la nieta de Joana —dijo el que estaba en la silla de ruedas, antes de que la chica pudiera decirles siquiera su nombre—. Eres tan guapa como ella cuando era joven.
Joana se sintió halagada por la galantería y le sonrió a aquel hombre que la miraba con los ojos chispeantes.
—Hola, Joana —dijo uno de ellos adelantándose y tendiéndole la mano para saludarla—. Soy Jeroni Escalas, el notario. Habrás sabido de mí a través de tus abogados.
Joana se adelantó a su vez y también le tendió la mano.
—Sí —dijo—, mis abogados me hablaron de usted, y también del médico, del veterinario y del cura, si no lo recuerdo mal —dijo con algo de retintín. Ya había adivinado que eran esos hombres los que formaban la comitiva que había ido a recibirla.
Ellos se revolvieron, incómodos, ante la afirmación de la chica; el notario volvió a hablar.
—Sí, en efecto, somos nosotros cuatro. No teníamos intención de incomodarte, solo queríamos asegurarnos de que habías llegado bien y de que no habías tenido problemas para instalarte en la casa.
—Pues ya ven que así ha sido —contestó ella—. Bel y Pedro han sido muy amables conmigo.
—Todo el pueblo será amable contigo —afirmó el señor en la silla de ruedas—. Tu familia siempre ha sido conocida y querida por todos. Ya verás qué bien te sentirás entre nosotros. ¿Estás casada?
La pregunta sorprendió a Joana por lo directa y, por el suspiro exasperado que oyó a su espalda, supuso que también había desconcertado a Bel.
—¡Pero bueno! —exclamó la mujer, airada, antes de que le diera tiempo a Joana a decir nada—. Don Miquel, me deja usted perpleja. ¿A qué viene ahora esa pregunta?
—¡No, no! —dijo el hombre, azorado—. Pero es que estaba pensando la pareja tan bonita que harían ella y mi nieto...
No pudo terminar la frase porque todo el mundo empezó a hablar al unísono.
—¡Anda, que tú también...! —lo recriminó uno.
—¡Es que esto no es normal! —creyó entender que decía Bel.
—¿Pero a qué hemos venido aquí: a conocer a la chica o a hacer de casamenteras? Miquel, es que tú cuando ves unas faldas pierdes el norte, macho —apuntilló otro.
—¿Sera posible el tío? Que yo también tengo nietos...
La puerta de la calle volvió a abrirse, Pedro entró en la casa con cara anonadada.
—Señores, señores, ¿qué pasa aquí? —exclamó, al oír el alboroto que se había formado.
Todos quisieron contestar a la vez, atropellándose unos a otros para hablar.
—¡Basta! Por favor, de uno en uno, que no me estoy enterando de un pimiento.
Todos se callaron de golpe y la risa cristalina de Joana pudo oírse con claridad. Pedro la miró y, aunque no sabía qué había podido pasar, pudo hacerse una ligera idea. Su madre tenía cara de indignada, aunque Joana seguía riéndose sin parar, no parecía ofendida por lo que hubiera sido que había provocado la algarabía que se había encontrado al llegar.
Don Miquel intentó dar su versión de los hechos, pero los otros tres, al darse cuenta, empezaron a hablar de nuevo al mismo tiempo.
—¡Silencio! —dijo Pedro imponiéndose por encima de las otras voces—. Vale más que solo hable uno, sería usted tan amable, don Jeroni —añadió, señalándolo.
—No ha pasado nada, en realidad —dijo el hombre, algo avergonzado por su comportamiento y el de sus compañeros—. Hemos venido a conocer a Joana y...
—Miquel no se ha podido morder la lengua y ha intentado ligar con ella —dijo con aspereza el hombre que había mirado a Joana en un silencio osco desde su llegada.
Pedro elevó las cejas con sorpresa, justo antes de que la caja de truenos volviera a abrirse y las recriminaciones volaran entre los hombres entre gritos airados. Pedro se acercó a Joana, que de forma sorprendente había podido parar de reírse, negando con la cabeza y con las manos levantadas en forma de disculpa silenciosa.
—Don Jeroni —La voz de Bel se impuso, de repente, por sobre todas las demás—. No se preocupe por la chica, nosotros nos ocuparemos de ella. Creo que será mejor que se vayan a sus casas. Joana lo visitará a usted dentro de unos días, cuando esté más ubicada.
Se dirigió a ellos y fue empujándolos hacia la puerta sin prisa, pero sin pausa. Don Gabriel, el cura, se hizo cargo de la silla de ruedas, ocupándose de reñir a don Miquel mientras lo empujaba. Cuando ya estaba junto a la puerta, el notario se volvió para dirigirse a Joana de nuevo.
—Siento mucho todo este lío, a veces creo que empezamos a chochear un poco. Espero que sepas disculparnos, y no te olvides de visitarme si quieres que te aclare cualquier cosa —dicho esto, se dio la vuelta y salió tras los demás.
En cuanto estuvieron todos fuera, pudieron oír cómo se ponían a discutir a gritos de nuevo. Joana y Pedro volvieron a estallar en carcajadas, mientras Bel entraba renegando en la cocina.
—¡Siempre están igual! —la oyeron exclamar—. Nunca en la vida he visto que pudieran tener una conversación con nadie sin montar un espectáculo como este.
Y siguió renegando durante un buen rato mientras Joana y Pedro se partían de la risa aún de pie en el recibidor de la casa.