Capítulo 19

Guillem se había metido en la cama, pero no podía dormir. No dejaba de pensar en Joana, en lo extraordinario del hecho de haberla encontrado en el pub, sentada con sus amigos. Y en lo mucho que le gustaba.

Después de comer, todos se habían ido a trabajar y los habían dejado solos. No se había sentido tan cómodo con Joana como lo había estado en Madrid, no porque ella no pusiera de su parte, sino porque él no podía pensar en otra cosa que no fuera volver a besarle cada centímetro de piel como había hecho en el hotel, y eso no le dejaba encontrar un tema de conversación adecuado.

—Mi hermana me ha comentado que fuisteis de compras a Manacor —había dicho, intentando apartar su mente de los derroteros que estaba tomando.

—Sí, fue muy amable por su parte invitarme a ir. Y Bárbara es un auténtico amor, se comportó como una mujercita.

—Creo que pasa demasiado tiempo con mi madre, se le han pegado algunas de sus expresiones.

—Es una cría maravillosa, me encantó pasar la tarde con ellas.

Guillem no podía dejar de mirarla. Joana le gustaba demasiado, seguramente sería mejor que se alejase de ella, porque se temía que ese cosquilleo que sentía en el pecho cada vez que pensaba en ella no anunciaba nada bueno. Debería ser como sus amigos y lanzarse a por todas sin pensar en el mañana, de hecho, eso mismo era lo que había pasado en Madrid, pero sabía demasiado bien que, si se enrollaba con Joana de nuevo, ese vértigo que notaba en la boca del estómago iría in crescendo. Y si algo tenía asimilado, era que no podía entregar su corazón a alguien que no pensara quedarse en Mallorca. Lo había aprendido a palos cuando Nuria se había marchado, ofendida porque él no corriera tras ella. Él siempre había pensado que volvería, pero en lugar de eso… Decidió levantarse y mirar qué podía encontrar en la cocina para comer y así evitar que su mente siguiera por esos caminos llenos de trampas que le ponía su corazón.

Bufó con fuerza al tiempo que abría la nevera; no vio nada que le apeteciera y volvió a cerrarla. Dio dos vueltas a la mesa de la cocina, llegó hasta el baño, se remojó la cara, y de vuelta a la cocina; pero sus pensamientos seguían prendidos en Joana.

Se dirigió hacia la sala de estar, pensando que a lo mejor la televisión lo distraería un rato. Tras poner en marcha el aparato con el volumen apenas audible para no despertar a su abuelo, se sentó en una de las butacas floreadas que había comprado su abuela unos años antes de morir, pero estaba muy incómodo. Se levantó y se acomodó en la mecedora, al lado de la ventana, pero tenía frío. Chasqueó la lengua.

«Macho, será mejor que te metas en la cama de una vez e intentes dormir, que si no…».

El timbre del teléfono lo sacó de golpe de sus cavilaciones. El sobresalto que se llevó hizo que el corazón se saltara un latido para después estrujárselo como con un puño de hierro.

Se dirigió hacia el aparato en dos zancadas al tiempo que oía a su abuelo gritar desde la habitación:

—Menudo susto, ¿quién puede ser a estas horas?

—Estoy aquí, abuelo; no te muevas que ya lo cojo yo —respondió justo antes de descolgar—. Diga.

Nada.

—¡Oiga!¿Quién es?

El silencio le respondió de nuevo desde el otro extremo de la línea.

—Estas no son horas de gastar bromas —gritó al aparato, todavía presa de la angustia que lo había invadido al oírlo sonar.

Cuando ya estaba decidido a colgar, le pareció escuchar un leve balbuceo.

—¿Quién es? —repitió.

—Guillem, soy Cosme. —Al chico le costó reconocer la voz del médico.

—Don Cosme, ¿se encuentra bien? —preguntó, arrepintiéndose de haber hablado con tanta rudeza segundos antes.

—No. —De nuevo silencio en la línea.

—No se mueva, ahora mismo voy.

Colgó el teléfono y se dirigió hacia su habitación para ponerse unos pantalones.

—Es don Cosme. Algo le pasa, voy a ver qué tiene —gritó por encima de su hombro hacia la habitación de su abuelo. Lo oyó mascullar improperios, pero no se entretuvo para saber qué decía y salió por la puerta de la calle en dirección a la casa del médico, que se encontraba a dos manzanas de la suya.

Las persianas estaban cerradas, pero él sabía, como el resto de las habitantes de Petra, que el médico nunca echaba la llave, así que sin pensarlo tiró de ellas y entró en tromba en la casa.

Halló a don Cosme tirado en el suelo y se mortificó preguntándose si habría llegado demasiado tarde.

—¡Don Cosme, don Cosme! —gritó al tiempo que se arrodillaba a su lado.

El médico tenía la cara congestionada; con la mano derecha hecha una garra intentaba sujetarse el pecho por encima del corazón.

—Es un infarto —dijo el anciano, no sin un esfuerzo sobrehumano—. Tienes que llevarme a Son Dureta.

El ayuntamiento tenía una ambulancia, así como un coche fúnebre; varios voluntarios se ocupaban de conducirlos cuando era necesario, y uno de ellos era Guillem.

El chico se levantó del suelo sin decir palabra, colgó el teléfono, que estaba en el suelo, y, tras descolgar de nuevo, marcó el teléfono de casa de su madre. Después de solo un timbrazo, Rosa descolgó.

—Rosa, ¡ven para acá enseguida! —le dijo Guillem casi sin esperar a que la chica tuviera tiempo de decir nada. Ya había supuesto que su abuelo la habría despertado y que era ella quien contestaba—. Trae las llaves de la ambulancia y avisa a Joana, creo que la vamos a necesitar.

Antes de que hubiera colgado oyó a don Cosme hablar.

—No necesito para nada a esa jovenzuela, solo necesito que tú conduzcas la ambulancia y me lleves al hospital.

—Don Cosme, no hable, no se mueva —le contestó Guillem que veía el esfuerzo que le había costado al anciano pronunciar esas palabras.

Guillem estaba muy nervioso, no sabía qué podía hacer por el médico. Cuando había conducido la ambulancia, siempre lo había tenido a él al lado para darle instrucciones, pero estaba claro que en esos momentos no podía hacerlo. A Guillem le pareció que se le iba la vida solo con intentar coger aire; esperaba que su hermana se diera prisa y que trajera con ella a Joana.

Si la situación del médico lo había puesto nervioso, solo de pensar que Joana entraría por la puerta de la calle en unos minutos lo acababa de atacar.

«No puedes pensar en eso ahora. Don Cosme es lo primero, y no tu entrepierna», se dijo.

Cogió una almohada del sofá y se la puso al hombre bajo la cabeza para que estuviera algo más cómodo. Los segundos pasaban como si fueran horas y el chico se sentía inútil, allí arrodillado junto al médico y sin saber qué más podía hacer por él.

Al cabo de lo que le parecieron lustros, la puerta se abrió con estrépito y entraron por ella Joana y Pedro. No vivían lejos, y Guillem supuso que no se habrían entretenido en coger el coche: se notaba por su respiración entrecortada que venían corriendo. Pedro iba en pijama y Joana se había puesto unos vaqueros y una camiseta algo raída; Guillem imaginó que la usaba para dormir. Traía una bolsa un poco más grande que un neceser en una mano.

La chica se arrodilló al lado del anciano. Estaba seria, se la veía concentrada. Le tomó el pulso con la mano derecha al tiempo que con un rápido movimiento de la izquierda abría el pequeño maletín que había portado con ella. De él extrajo un fonendoscopio y empezó a auscultar al médico.

—¿Ha tomado algo para el dolor? —le preguntó, mientras apoyaba la campana del aparato de forma mecánica sobre el pecho del hombre.

—Dos cafinitrinas —contestó él, no sin esfuerzo.

—De acuerdo, voy a darle dos aspirinas infantiles —dijo mientras sacaba un paquetito con medicación de la bolsa.

—¿Aspirina infantil? —refunfuñó el médico.

—Sí. Como seguro que usted ya sabe, es un excelente antiagregante plaquetario y se usa en la fase aguda del infarto, no solo en el tratamiento posterior.

—Los jóvenes pensáis que lo sabéis todo —masculló el médico, con lo que Joana aprovechó para meterle las dos pequeñas pastillas en la boca.

El anciano la miró con mala cara, pero tragó lo que ella le había dado.

Joana sacó del pequeño maletín otro aparato y con él le midió la tensión. En esos momentos entró Rosa corriendo; alargó la mano para entregarle las llaves a Guillem, que se había puesto en pie.

—He ido a buscar la ambulancia, he pensado que sería más rápido si la traía hasta aquí que si tenías que ir a buscarla tú a las cocheras del ayuntamiento.

—¿Tenéis bombona de oxígeno en esa ambulancia? —preguntó Joana sin levantar la vista del enfermo—. Si es así, la necesitamos con urgencia.

Guillem, tras asentir levemente con la cabeza, salió disparado a buscar lo que Joana le había pedido. Antes de atravesar la puerta de la calle tuvo tiempo de oír a don Cosme, que decía:

—¡Es la negra que está sujeta a la pared!

El chico sabía lo que era una bombona de oxígeno, él también las utilizaba a menudo, pero siempre dejaba que el médico diera las instrucciones que creyera precisas, no se las rebatía. Sabía que todavía lo consideraba un chiquillo que necesitaba ser guiado, y por eso no le prestaba atención a que le aleccionara todo el tiempo. Esperaba que Joana también tuviera esa deferencia con don Cosme, aunque luego hiciera lo que ella considerara más adecuado.

«Si no lo hace así, al pobre le dará otro infarto solo de pensar que no se cumple su voluntad», pensó.

Cogió la bombona que le habían pedido y la bajó junto con una maleta de plástico en la que había mascarillas, porque sabía que también las necesitarían.

En cuanto entró, Joana se puso en pie y lo ayudó a dejar la bombona en el suelo.

—¿Quién va a conducir la ambulancia? —preguntó al ver que solo estaban ellos en la sala de la casa.

—Yo —contestó Guillem—. La conduzco muchas veces, pero siempre suele acompañarme don Cosme.

—Hoy también lo hará, aunque como enfermo. Trae la camilla, tenemos que darnos prisa en llegar a un hospital. Aparte del oxígeno y un betabloqueante para bajarle la tensión arterial, no podemos darle nada más. La rapidez con que lo llevemos a una clínica donde puedan administrarle medicación endovenosa será lo que lo salve.

Al cabo de pocos minutos lo habían tumbado en la camilla entre los cuatro. Parecía que el hombre respiraba un poco mejor gracias al oxígeno, pero, por la cara que ponía Joana, Guillem pensó que aún no podían cantar victoria.

—¿Cómo lo ves? —le preguntó en voz baja para que él médico no pudiera oírles.

—No tan bien como me gustaría. He hecho cuanto podía por él con los medios de los que disponemos fuera del hospital. Parece que ha mejorado levemente, pero no estaré tranquila hasta que lo haya dejado en las manos adecuadas.

Entre Guillem y Pedro metieron la camilla en la ambulancia. Joana entró y se sentó al lado del médico enfermo. El vehículo era bajo y alargado, como un coche fúnebre, no era posible ponerse en pie en su interior. La médica encontró un pequeño asiento desde donde podía seguir controlando a don Cosme y se sentó en él.

—No hace falta que vengas con nosotros —Guillem oyó que le decía el médico a Joana con voz fatigada.

—No podría quedarme aquí y saber que usted va solo en la ambulancia en este estado. No se preocupe, he pasado muchas noches en vela junto a mis enfermos, no será la primera vez ni la última.

El hombre agitó una mano con dificultad.

—Haz lo que quieras, pero si ha llegado mi hora, de nada servirá que estés ahí sentada de cualquier manera.

—¿Usted se hubiese quedado si se hubiese encontrado en mi misma situación?

Él negó muy despacio.

—Pues entonces descanse, no hable más y deje que yo me ocupe de todo durante el traslado. Si lo que yo hago es lo mismo que usted hubiera hecho, no debo estar tan equivocada, ¿no cree?

Mientras cerraba la puerta trasera de la ambulancia, Guillem no oyó que el médico contestara a Joana. Lo había visto muy pálido, aunque le parecía que la capa de sudor que recubría su cuerpo cuando él había llegado a su casa había desaparecido.

—¿Todo bien ahí atrás? —preguntó en cuanto se hubo sentado tras el volante.

—Sí, sin problema.

—No tardaremos nada en llegar. A estas horas hay poco tráfico y estaremos en el hospital en un santiamén.

Llegaron al Hospital Son Dureta en menos de una hora. Rosa, o Pedro, ya habían llamado diciendo que la ambulancia se dirigía hacia allí, por lo que los estaban esperando y entraron con rapidez a la zona de boxes. Una vez que don Cosme estuvo en una de las camillas de la sala de urgencias, Guillem se dirigió hacia la ambulancia para dejarla en orden y esperar a Joana.

Guillem rememoró el instante en que ella había entrado en casa del médico. Su seguridad y su serenidad le habían trasmitido tranquilidad de inmediato, aportándole una paz que creía perdida por completo.

Ella se había desenvuelto de maravilla con don Cosme y lo había tratado con profesionalidad, al tiempo que con deferencia. Guillem se sentía agradecido por eso; aunque el viejo médico fuera un cascarrabias, él lo quería mucho. Siendo como era tan amigo de su abuelo, había crecido viéndolos juntos todos los días; además de que era él quien lo había curado cuando había estado enfermo. Lo había admirado tanto que a punto estuvo de estudiar Medicina en lugar de Veterinaria. Solo la adoración que sentía por su padre y su abuelo, y los recuerdos que atesoraba de haberlos acompañado arriba y abajo para cuidar de los animales de sus vecinos, lo había hecho cambiar de idea.

***

Ya casi amanecía cuando Joana salió por la puerta que daba acceso a urgencias. Guillem la contempló a su antojo; tenía un caminar dinámico que hacía que la cola de caballo que llevaba oscilara hacia los lados. La vista de Guillem bajó por su cuello, fino pero fuerte, y siguió descendiendo hacia los pechos plenos, que recordaba a la perfección. Sus ojos se abrieron como platos y sintió un tirón en la entrepierna. La coleta de Joana no era lo único que oscilaba de forma vigorosa. Por lo visto, con las prisas, no había tenido tiempo de ponerse sujetador, y la camiseta que llevaba se lo dejaba claro a Guillem, quien, por mucho que lo intentó, ya no pudo desviar la mirada de los senos de Joana hasta que ella entró en el coche.

—¿Cómo está? —preguntó, intentando evitar los pensamientos que lo acuciaban.

—Sobrevivirá. Pero han tenido que llevárselo a la UCI. Deberíamos ir a descansar un rato, me gustaría volver para ver cómo evoluciona.

—Muchas gracias por haberlo tratado tan bien.

—¿Qué te hace pensar que podía hacerlo de otra manera?

—Él no ha sido tan amable contigo…

—No se encontraba bien, es normal. Un infarto duele muchísimo, no creo que yo hubiese sido más educada. Además, no es el primer anciano con el que trato.

Se la veía cansada, pero, aun así, le estaba dedicando su preciosa sonrisa, y Guillem no pudo dejar de mirarla durante un buen rato. ¿Qué era aquello que veía en sus ojos?, ¿deseo? Desvió la vista. Puso la ambulancia en marcha y, antes de salir del aparcamiento, se volvió hacia ella, que lo seguía mirando con intensidad.

Notó que su corazón palpitaba, se sentía nervioso como un chiquillo y sabía con certeza que esa mujer le volvería loco de una manera que ni se atrevía a sospechar.