Capítulo 20

Guillem estaba agotado cuando llegaron al pueblo; llevaba varias noches sin dormir de forma adecuada y la falta de sueño le empezaba a pasar factura.

Enfiló la calle de Joana y ya desde lejos pudo distinguir a su abuelo y los dos integrantes que quedaban de la cuadrilla. Los pobres debían de estar preocupadísimos, se dijo, pero no le hacía ninguna gracia encontrarlos allí; tenía otros planes. Quería quedarse un rato más con Joana y ver si podían «descansar» juntos.

Joana bajó del coche y, con una sonrisa radiante, los encaró.

—Tranquilos, señores, don Cosme saldrá de esta.

—¡Gracias a Dios! —apostilló el cura.

—Y al buen hacer de Joana —contestó Guillem, que en esos momentos cerraba la puerta de la ambulancia.

—No dudo que Joana sea una buena médica, pero si Cosme sigue vivo es solo porque Dios Nuestro Señor ha considerado que aún no era su hora.

Guillem iba a contestar de nuevo cuando se dio cuenta de que su abuelo le hacía señas para que se callara.

—¿Cómo está? —preguntó el notario—. No nos mientas, Joaneta, sabremos aceptar las malas noticias con estoicismo.

—De verdad, está bien. Va a tener que quedarse varios días en la UCI para que puedan tenerlo mejor controlado, pero después pasará a planta y podrán ir todos a visitarlo. Creo que aún le quedan muchos más años de darnos la vara.

—Pedro dijo que habías sido una flecha. Que Cosme obedeció a la primera y sin rechistar todo lo que le ordenaste y que nunca lo había visto someterse a la voluntad de nadie como hizo contigo.

Joana rio.

—No será para tanto. Él sabía que lo que yo le pedía que hiciera era lo adecuado y por eso obedecía, por nada más.

—No le has dado ninguna oportunidad. Lo has tratado con mano dura y, a la vez, dulce. Al hombre se le caía la baba por ti, ¡a pesar de estar fatal! —dijo Guillem mientras los ancianos cabeceaban con interés.

Joana abrió la gran puerta de madera de su casa y, aunque no los invitó, todos la siguieron al interior.

—¿Alguien quiere un café? —preguntó.

Guillem notó que estaba algo tensa, pero lo achacó al cansancio y a la intromisión en su casa.

—Sí.

—Muchas gracias, querida.

—Un café nos iría muy bien a todos —afirmó don Miquel, frotándose las manos.

—Abuelo, tú no puedes beber café. ¿Quieres ser el próximo en visitar el hospital?

—Vamos, Guillem, no me marques tanto, que portarse mal a escondidas es lo mejor que hay.

—Pero si yo estoy aquí, no es a escondidas.

—Pero ni tú ni yo le vamos a decir nada a tu madre, con lo cual, será un secreto.

Joana ya había entrado en la cocina y Guillem la siguió para echarle una mano.

—No tenías que haberlos dejado entrar.

Joana elevó las cejas.

—¿En serio? Pues no sé cómo habría podido impedirlo.

—Con estos hay que ir con mano de hierro. Si ellos son caraduras, tú tienes que serlo más.

Joana le sonrió de medio lado, pícara, mientras ponía un filtro a la cafetera y le echaba café.

Guillem se rio.

—Bueno, quizás si les das de ese café, no volverán a colarse nunca en tu casa.

—¿De cuál?

—De ese aguachirri que estás preparando.

—La cafetera es nueva, pero hace un café buenísimo. ¿Qué problema hay?

—Pues que eso —dijo señalando el brebaje que estaba preparando Joana en la cafetera de goteo—, por aquí, solo lo beben los extranjeros.

—Es el café que yo preparo; si no les gusta, pueden acercarse al bar de la plaza. Ese expreso que prepara Jaume no hay quién se lo beba.

Guillem rio de nuevo y alargó la mano hacia la cafetera italiana que estaba sobre la estantería, detrás de Joana. Ella no se apartó y Guillem pudo oler su perfume, mezclado con el olor de la noche pasada en vela. Paseó la nariz por su cuello y la cogió por las caderas acercándola a él. Notó cómo Joana se estremecía y volvió a rozarle la piel mientras aspiraba su olor.

Oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta y se separaron rápido, no sin echarse una mirada que dejaba claras las intenciones de ambos de acabar lo que acababan de empezar.

—¿Necesitáis ayuda, chicos? —preguntó el cura entrando en la cocina.

—No, no se preocupe, ahora mismo saco esto. ¿Por qué no se acomodan ustedes en los sofás de la sala?

—Gabriel —oyeron que llamaba el notario desde la entrada—. Deja que los jóvenes preparen el café y no los molestes, hombre. Que eres como el perro del hortelano que, ni come, ni deja comer…

El cura gruñó varios improperios, pero no salió de la cocina hasta que no lo hicieron también ellos. A Guillem eso le hizo gracia, conocía bien al cura y sabía lo anticuado que era; en cambio a Joana se la veía un poco molesta a tenor de los golpes que daba con las tacitas y las cucharitas sobre la bandeja que estaba preparando.

En la sala, el notario se había sentado en una de las butacas y la silla de su abuelo estaba encarada hacia la mesa camilla. Se había colocado los faldones sobre las piernas, como solía hacer en su casa.

—Te vas a encargar de la consulta —aseveró el notario, y Guillem pensó que ese hombre siempre era muy directo, nada de paños calientes.

—Don Cosme me lo ha pedido —contestó Joana con cautela. Guillem notó cómo el aire se expandía en la habitación; los tres ancianos habían estado conteniendo la respiración—. Pero le he dicho que no puedo. Estoy esperando que me llamen desde Nueva York para reincorporarme a mi trabajo. No voy a quedarme mucho tiempo en el pueblo, quince días quizás, a lo sumo, tres semanas.

Mientras a Guillem se le escapaba sin poder evitarlo todo el aire de los pulmones, los ancianos se pusieron a hablar a la vez, como era su costumbre.

—¿Cómo que quince días?

—El testamento habla de cinco meses, no de quince días.

—¿Quince días? Si con eso no tenemos ni para empezar…

Las palabras se atropellaban y los hombres, medio incorporados, interpelaban a la pobre chica que, de todas formas, no cambió su expresión ni lo más mínimo.

Levantó las manos para hacerlos callar y dijo:

—Es cierto que no he sido del todo franca con ustedes. Tampoco es que pretendiera engañarlos, nada más lejos de mi intención después de cómo se han portado todos conmigo. Pero desde el principio sabía que no podía quedarme tanto tiempo. Solo vine para pasar una temporada y recuperar una parte de mi pasado. Y, ya que me estoy sincerando, también porque necesitaba un descanso de mi vida en Nueva York.

A Guillem no le gustó nada esa confesión. Mucho menos que a cualquiera de los tres octogenarios que miraban a Joana decepcionados.

«Ya me parecía a mí que aquí había gato encerrado —se dijo—, ¿Por qué querría una neoyorkina instalarse en Petra?»

—Vamos a ver. —El notario se impuso a la algarabía que se estaba formando de nuevo—. Ahora vamos a arreglar lo más urgente y ya nos ocuparemos de lo demás llegado el caso. Cosme te ha pedido que te encargues de su consulta, ¿no es cierto?

—Sí, así es, pero ya le he dicho…

—¡Chis! —la interrumpió—. Pues haznos el favor y quédate hasta que encontremos a alguien que sí pueda y quiera hacerse cargo de sus pacientes. No pretenderás que el pueblo esté sin médico hasta que eso suceda, ¿no?

—Ya veo lo que quiere decirme, don Jeroni, pero tiene que entender que en cualquier momento pueden reclamarme desde mi hospital…

—Te entiendo, te entiendo, hija, más de lo que crees. Pero pienso que eres tú quien debería intentar ponerse en nuestro lugar. Dame al menos unos días; lo hablaré con el alcalde, que es sobrino mío. Abre hoy la consulta de Cosme y mañana ya veremos qué pasa.

Joana resopló. Guillem vio cómo cedía ante la presión del notario y supo que se ocuparía de los enfermos del pueblo. Una luz de esperanza se abrió paso en su mente.

—¡Está bien! Me haré cargo de los pacientes de don Cosme hasta que encuentren a otro médico.

Los ancianos empezaron a darle las gracias con efusividad.

—Pero…pero… —Levantó las manos para que se callaran—. En cuanto me llamen de Nueva York, me iré. Hayáis o no hayáis encontrado a alguien para sustituirme.

Guillem se quedó a cuadros. ¡Después de todo pensaba irse! Y entonces, lo de la cocina, ¿qué había sido? Le gustaba a Joana, eso podía verlo. Minutos antes la había sentido bien dispuesta a seguir con lo que habían tenido en Madrid… Tenía que alejarse de Joana cuanto antes, decidió, sin perder tiempo. Si después de pasar con ella menos de veinticuatro horas ya sentía que se estaba quedando colgado por ella, ¿qué pasaría si seguía a su lado? Se levantó del reposabrazos en el que se había sentado y empezó a despedirse.

—Tengo que devolver la ambulancia a las cocheras del ayuntamiento. Y hace tres días que tengo mi consulta cerrada. Es hora de que me vaya.

La mirada de extrañeza que le echó Joana hizo tambalear su decisión; parecía que le recriminase que cambiara de opinión con tanta rapidez; al fin y al cabo, no había pasado ni un cuarto de hora desde su acercamiento en la cocina. Pero él tenía claro que era lo mejor para su pobre corazón. No podía quedarse a tontear con ella, porque eso solo haría que se sintiera atraído por ella más de lo que ya lo hacía, y no quería, no podía ver cómo, de nuevo, la persona que amaba dejaba el pueblo para no regresar a él.

«Tienes que hacer lo que ya habíamos decidido, chaval —se interpeló—. Nada de acercarte a ella. Huye, huye como de la peste y olvídala antes de que se cuele por algún resquicio de esa coraza que creías llevar».