Capítulo 29

Los días transcurrían muy deprisa en Petra. Joana estaba mucho más ocupada de lo que hubiera podido imaginar a su llegada al pueblo. Sin darse cuenta, habían pasado más de dos meses y Patrick no la había llamado aún; por lo menos no para pedirle que se reincorporara al NYPH. Sí que se había puesto en contacto con ella en un par de ocasiones para preocuparse por su estado, y Joana lo había llamado otras tantas para hacerle consultas sobre algunos pacientes; en definitiva, no estaban desconectados del todo.

Era domingo y por fin Guillem había accedido a llevarla a la playa. Le había dicho que pasarían allí todo el día, así que Joana había preparado unos cuantos sándwiches y los había puesto en una bolsa junto a una botella de agua y varios refrescos. Estaba revisando que no le faltara nada cuando oyó el claxon del coche llamándola.

—¿A dónde me llevas? —preguntó tras ocupar el asiento del copiloto.

—Ya te lo dije, vamos a la playa.

—Sí, pero ¿a qué playa?

—Tú espera y verás. ¿Te has puesto las zapatillas de deporte? Lo único malo que tiene esta cala es que se hace difícil acceder a ella, aunque a lo mejor es por eso por lo que sigue siendo virgen…

Joana se sentía emocionada; veía a Guillem resplandeciente en su papel de cicerone y notaba cómo la ansiedad le subía por las piernas y se instalaba en su estómago. Hacía muchísimo tiempo que no se sentía tan viva. En su vida en Nueva York no había tenido tiempo para cosas emocionantes, al menos no desde que habían muerto sus padres. Incluso antes, cuando se esforzaba a diario por ser la mejor residente de urgencias del hospital. Sacudió la cabeza para borrar esos pensamientos, no quería acordarse de su vida en Estados Unidos en esos momentos, solo quería disfrutar del día junto a Guillem.

Se habían besado de forma fugaz cuando había subido al coche, pero al poco de salir de Petra, él había soltado una mano del volante y había empezado a acariciar su pierna desnuda, haciendo que se estremeciera de anticipación y placer.

Dejaron atrás varios pueblos, muy parecidos al suyo, todos con sus casas encaladas de blanco y sus persianas de colores alegres, y siguieron por la carretera. La zona residencial a la que llegaron en último lugar estaba llena de grandes chalets. Siguieron por la carretera principal hasta el final de una cuesta muy empinada. Guillem aparcó el vehículo y anunció que habían finalizado el trayecto en coche.

—A partir de aquí, hay que seguir a pie.

Nada más salir del coche el olor a resina de los pinos invadió las fosas nasales de Joana. Eran árboles jóvenes y estaban rodeados de matas y carrizos que se mecían al son del viento.

Empezaron el descenso por una ladera empinada; Guillem iba delante y se volvía continuamente para asegurarse de que no tenía dificultad en seguirlo. Él había cargado con la bolsa de la comida y otra que contenía toallas y algo de ropa de recambio, por lo que ella podía moverse con facilidad.

Al pie de la ladera apareció ante la vista una playa de rocas grises y planas, muy bonita por su cercanía a las montañas, pero nada tan espectacular que mereciera casi una hora de camino en coche, pensó. Vio que Guillem no se detenía y lo siguió. Traspasaron dos rocas grandes, a ambos lados de un caminito estrecho, con cierta dificultad, y el escenario que apareció ante Joana la dejó sin habla.

Una pequeña playa de arena blanquísima los esperaba a los pies de un acantilado de tierra sembrado de más pinos jóvenes. Miró al mar y vio destellos de luz sobre el cristal de las aguas. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que Guillem la observaba con una sonrisa radiante. Y sintió cómo su corazón vibraba, emocionado.

—Es un lugar maravilloso —dijo, mirando a Guillem y sin poder ocultar el estremecimiento de su voz.

—Lo es, ¿verdad? —contestó él, ensanchando aún más su sonrisa—. Vamos al agua, no puedo esperar a enseñarte el rincón que más me gusta de la playa.

Joana se quitó el pantalón corto y la camiseta y se quedó en bikini. A su espalda oyó cómo Guillem soltaba el aire despacio entre los dientes y no pudo evitar regocijarse de gustarle tanto. Aunque en eso estaban empatados. Se volvió para poder observarlo mientras él se sacaba la camiseta por la cabeza y, como en las otras ocasiones en que lo había visto sin ropa, algo caliente se instaló entre sus muslos. Le encantaba ese hombre, no podía dejar de contemplarlo, extasiada.

Guillem se acercó al agua y se zambulló sin esperar ni un segundo. Emergió unos metros más adelante mientras sacudía la cabeza hacia un lado para que el pelo no le molestara en la cara.

—¡Está helada! —gritó—. Entra sin pensarlo; si no, te costará mucho más.

Joana comprobó el agua con los dedos de los pies y en un principio le pareció que no estaba tan fría como Guillem insinuaba. Se metió con calma y se dio cuenta de que él no había exagerado, y que en nada sentiría aquella agua tan gélida llegando a sus rodillas, a su pelvis, a su ombligo... Contuvo la respiración, intentaba aclimatarse, sin conseguirlo, y daba saltitos para evitar salir corriendo hacia el calor de la arena y el sol.

Guillem la cogió de una mano, obligándola a acercarse a él. La estrechó contra su pecho y la besó. Primero despacio, luego con más intensidad. El frío del agua había desaparecido; en la cabeza de Joana solo quedaba un recuerdo que se desvanecía por momentos, abrasado por el calor que le transmitían los labios de Guillem y sus manos acariciándole la espalda.

La soltó y empezó a nadar hacia la derecha de la diminuta playa; en una de las paredes de la montaña que la rodeaba, el agua había excavado la roca y había abierto una cueva donde se acumulaba también la arena.

Guillem se volvía continuamente para cerciorarse de que Joana lo seguía, pero ella era buena nadadora y el recorrido hasta la cueva le resultó tan fácil como un paseo. El chico se paró y puso los pies en el suelo, sobre el lecho de suave arena. La esperó para estrecharla entre sus brazos en cuanto llegó a su lado. Le cogió la cara entre las manos y la miró con detenimiento, como si quisiera grabarse a fuego en la mente cada poro de su piel.

Acercó sus labios a los de ella sin rozarlos todavía, alargando el momento para hacerlo más intenso. Joana cerró los ojos, expectante; una especie de vértigo se había instalado en su estómago. Deseaba tanto ese contacto que no llegaba, ¡cómo lo deseaba! Guillem la estaba matando con la espera.

—Estamos solos —le susurró tan cerca de la boca que ella sintió una leve caricia sobre sus labios. Se estremeció desde dentro y se le puso toda la piel de gallina. Abrió los ojos de golpe.

—¿Solos? —Le tembló la voz.

Guillem asintió; seguía mirándola de aquella manera que la hacía agitarse de la cabeza a los pies. Sus ojos reflejaban algo más que sensualidad, le decían sin palabras lo mucho que significaba para él. Él también significaba tanto para ella, tanto… El corazón le palpitó con irregularidad durante varios latidos y supo que ese fallo no era debido a ninguna enfermedad, que era solo amor. El amor que le rebosaba el alma y le atontaba la razón.

No esperó más a que la besara, no podía. Le atrapó el labio inferior con la boca y lo asoló con pequeños mordiscos que a él le hicieron flaquear las piernas. Se adentró en su boca devorándolo todo a su paso. No dejó un rincón sin explorar mientras un calor que nunca había sentido se instalaba en su vientre y en su pecho.

Metió las manos por la cinturilla del bañador de Guillem, bajándoselo hasta más allá de las rodillas, y notó como él suspiraba con fuerza en su boca. Él deslizó las manos desde su cara a su cintura y más abajo para hacer lo mismo con su bikini. Estaban tan cerca que pudo notar su inflamado miembro rozándole el pubis. Guillem se sentó en la arena y la colocó a horcajadas sobre él.

La penetró muy despacio, sin dejar de mirarla a los ojos ni un solo instante. Joana gimió y se sintió plena, como nunca, inundada por todo lo que Guillem y ella se estaban regalando.

Hicieron el amor lentamente, mirándose a los ojos todo el tiempo. Cuando Joana vio que se acercaba al orgasmo se aferró a la espalda de Guillem con fuerza; le daba leves mordiscos en el hombro mientras se acercaba a pasos agigantados hacia el abismo.

Llegaron al clímax casi al mismo tiempo. Aún entre las brumas de su éxtasis, percibió cómo Guillem la sujetaba con fuerza y se convulsionaba bajo ella gritando su nombre.

***

Mucho más tarde, estaban tumbados al sol sobre una roca plana que había cerca de la cueva. Joana tenía la cabeza apoyada en el pecho de Guillem. Escuchaba el latido rítmico de su corazón y el batir de las olas; una fresca brisa llegaba desde el mar y tuvo la necesidad de inspirar con fuerza. El aire no le parecía suficiente para alimentar sus pulmones, necesitaba empaparse de todo cuanto había a su alrededor: los sonidos, los olores; quería que todo embriagara sus sentidos para poder fijar ese momento en su memoria y que no se borrara jamás.

—¿Estás bien? —Guillem le pasaba los dedos de una mano por entre el pelo aún húmedo, y con la otra jugaba de forma distraída a dibujarle círculos alrededor del ombligo.

—Nunca he estado mejor —murmuró en respuesta—. Podría pasar el resto de mi vida así.

—¡Pues hazlo! Quédate.

Joana sintió una prensa que le apretaba los pulmones e incluso la tráquea; algo similar a la ansiedad que había sentido ante las pruebas importantes de su vida, aunque en esta ocasión lo percibía como un nerviosismo alborozado que la iba estrujando por dentro. Se incorporó sobre un codo y lo miró a la cara. Quería saber si se lo decía en serio o si estaba bromeando. Vio que tenía los ojos cerrados y que un leve temblor le bailaba en los labios; ella lo atribuyó al nerviosismo. El mismo que no la dejaba hablar a ella.

Guillem abrió un ojo y después el otro. Se incorporó a su lado y la cogió por la cintura, acercándola a él. Tenían las piernas enredadas y las manos unidas. La miró con vehemencia.

—Nada me gusta más que tú. No te vayas, no te separes de mí jamás.

Joana notó las lágrimas formándose en sus ojos y por un momento se asustó. Tenía tantas ganas de decirle que sí, que se quedaría con él, que le dolía la garganta por estar reteniendo las palabras que Guillem quería escuchar. No podía desprender los ojos de los suyos; se sentía tan plena, tan enamorada. Enamorada. La palabra retumbó en su cabeza.

«Joana, te has enamorado. Te has enamorado y te vas a quedar a vivir en Mallorca con el hombre de tu vida. Vas a renunciar al sueño que te ha mantenido despierta durante la última década y vas a hacerlo por él».

—No puedo quedarme. —Sus palabras la sorprendieron incluso a sí misma.

La cara de Guillem se entristeció visiblemente. Agachó la cabeza, decepcionado, y estuvo un buen rato sin decir nada. Al fin, en voz muy baja preguntó:

—¿Y si no te llamaran para que volvieras? ¿Y si ese tal Black lograra hacerlo bien? ¿Qué harías, te quedarías?

—Si no me llaman, sí, me quedaré. —Otra vez se sorprendió al oír su propia voz—. Si pasan los cinco meses que estipula el testamento y no me han llamado, me quedaré.

Guillem la besó durante un buen rato y después la besó un poco más, y ella se dejó hacer. Cuando se separaron, los dos sonreían; sus narices y sus frentes estaban aún pegadas y los labios de ambos se ensanchaban en una sonrisa llena de promesas.

—Te quiero, Joana.

Sintió en sus labios el mismo vértigo que había sentido poco antes en los pulmones y la garganta.

I love you, too.