En cuanto salió del despacho, decidió llamar a Mónica. Hacía mucho tiempo que no hablaba con ella y había acumulado muchas cosas que contarle, aparte de que la añoraba muchísimo.
Mónica era su mejor amiga desde que ambas compartieron habitación al ingresar en Yale, de eso hacía ya quince años. Nada más conocerse congeniaron y se hicieron inseparables; tanto que eligieron las mismas asignaturas, las mismas especialidades e incluso hicieron la residencia juntas. Solo cuando Mónica conoció a Matt, el que sería más adelante su marido, sus caminos empezaron a discurrir un poco menos cercanos, pero solo un poco, y fue porque Joana no quería saber nada de la vida tranquila y familiar que ansiaba su amiga. Al acabar la residencia, Mónica había decidido que no quería ser médico de una unidad de urgencias y decidió montar su propia consulta en un lugar más apacible que Manhattan; así que ella y su marido se instalaron en Port Chester, a una hora de camino de la gran ciudad. Tenían dos hijos (el tercero estaba en camino), además de un perro y una casa enorme con un jardín lleno de juguetes y trastos diversos.
Buscó una cabina y marcó el número de su amiga mientras pensaba la mejor forma de explicarle que había dejado el hospital, que le acababan de anunciar que había recibido una herencia en Mallorca y que no sabía qué sería de su vida a partir del día siguiente.
—No puedo creer que seas tú —dijo Mónica, que la atendió en cuanto su asistente le pasó la llamada—. Esta mañana he pensado en ti, en que hacía mucho que no hablábamos y que te echaba mucho de menos. Te juro que tener hijos es lo mismo que estar abducida por extraterrestres.
Joana se emocionó al escuchar la voz de su amiga, la única persona que la conocía más que ella misma, y a la que se sentía unida a pesar de que sus encuentros eran cada vez más espaciados.
—¿Qué vas a hacer a la hora de comer? ¿Quieres que comamos juntas? —le dijo sin molestarse en saludar. Aunque hacía más de tres semanas que no hablaban le parecía que lo habían hecho esa misma mañana.
—Claro que sí. Podemos ir a un sitio nuevo que han abierto justo aquí, cerca de la consulta. Es un restaurante modesto, pero los dueños son gente agradable y la comida está muy rica.
—De acuerdo, ya sabes que a mí me va bien cualquier lugar que propongas. Si salgo ahora mismo, llegaré a la consulta sobre las dos.
—¡Qué bien, qué bien, qué bien! —canturreó Mónica, y colgó sin despedirse.
Joana siempre había dejado que Mónica llevara la voz cantante en su relación. Por regla general, solían hacer lo que la segunda proponía, a ello ayudaba mucho el hecho de que, casi siempre, sus preferencias solían coincidir; de lo único que Mónica no la había podido convencer era de que se buscara un novio, y a pesar de que le había concertado innumerables citas y la había emparejado con casi todos los amigos de Matt, a ella las relaciones no solían durarle más de quince días, unos meses a lo sumo. Joana no se cansaba de repetirle a su amiga que los hombres ocupaban un segundo lugar en sus planes. Claro que Mónica rebatía esa afirmación diciendo que era porque no había encontrado al adecuado.
A las dos menos cinco Joana entraba en la sala de espera de la consulta de su amiga, que se encontraba vacía, excepto por el asistente de Mónica, quien se levantó de su silla como si esta tuviera un resorte en cuanto la vio traspasar el umbral. Stuart era una de las citas que le había concertado su amiga y que no habían pasado de una cena con final feliz, y Joana no pudo más que sonreír al recordar algunas de las cosas que habían hecho juntos.
—¡Hola, Stuart! —dijo mirándolo con calidez; que no hubieran superado la primera noche no significaba que se hubieran separado enemistados—. ¿Ha terminado ya Mónica?
—Sí, está atendiendo al último paciente de la mañana —dijo él, sonriéndole a su vez.
No bien hubo terminado de decirlo, su amiga salió de la consulta precedida de una anciana y su hija, a la que daba las últimas indicaciones sobre una medicación que les había recetado.
En cuanto vio a Joana, la cara de la otra médica se llenó de felicidad y, disculpándose con sus pacientes, se acercó a ella para abrazarla efusivamente.
Para Joana ver a Mónica siempre era como llegar a un remanso de paz. Sabía que podía confiar en su amiga, porque ella la dejaba hablar, la escuchaba con atención y solo le daba consejos cuando creía que era lo que Joana buscaba. Todo lo que había sucedido le parecía surrealista, pero, al fin, allí estaba Mónica. Podría compartir sus zozobras con ella y quitarse, en parte, ese peso que llevaba sobre el corazón.
—Estás enorme —le dijo, con una sonrisa en la cara, cuando deshicieron su abrazo.
—Y tú tan impertinente como siempre.
***
Casi dos horas más tarde, después de haber hablado de su marcha del hospital y de haber puesto al doctor Black a caldo, se encontraban solas en el restaurante, el cual se había vaciado sin que las dos amigas se dieran ni cuenta. Habían cambiado ya de tema y estaban hablando de la herencia, y Joana preguntó a su amiga:
—¿No crees que estas condiciones parecen sacadas de un contrato de los hermanos Marx?
—Sí, un poco enrevesadas sí que son, pero no sé por qué no les das la vuelta para que actúen en tu favor —contestó Mónica mientras el camarero ponía dos suculentos trozos de tarta de chocolate ante ellas.
—¿Dar la vuelta a las condiciones? Y ¿cómo quieres que haga eso, si puede saberse?
—Tú has dicho que querías irte de vacaciones, ¿no? —Mónica miró a Joana mientras partía un trozo de su tarta, después continuó—: Piénsalo, si te vas a Mallorca, tendrías toda una casa para ti, no solo una habitación de hotel, ¡y gratis!
—Pero la condición es que permanezca cinco meses en la casa, ¿acaso no me has escuchado cuando te lo he dicho la primera vez?
—Te he escuchado, pero eso es una nimiedad, no tiene la mayor importancia.
—¿No? Ya me dirás qué la tiene, entonces —dijo Joana algo picada.
—Quiero decir que tú no tienes por qué decirle a nadie el tiempo que te quedarás en la casa. Tú llegas allí, te instalas, y como no tienes que regresar a Nueva York en una fecha concreta, te quedas el tiempo que te apetezca. ¡Qué sé yo!, quince días, un mes... Todo dependerá de cómo te sientas y de las ganas de regresar que tengas.
—Podría irme con un billete de avión abierto… —Tal vez no fuera tan mala idea, después de todo.
—¡Pues claro que podrías, y es lo que tienes que hacer! Me lo debes. ¿O acaso no te acuerdas de los planes que hacíamos de visitar Mallorca durante esas guardias interminables en el hospital? ¿Has olvidado que soñábamos con las playas de la isla, con pasar todo el día al sol sin hacer nada? ¿No ves que allí ya debe de hacer calor? —Mónica se había acelerado sola, Joana se dio cuenta de que ya se imaginaba a sí misma en un clima mucho más benigno y practicando el dolce far niente—. Es más, yo iría contigo si no tuviese esta barriga a punto de explotar. Dejaría a Matt y a los niños y te acompañaría sin pensarlo.
—Todos esos planes no eran más que eso, planes; y, de todas formas, ¿qué pretendes que haga allí sola?
—Leer, dormir, hacer crucigramas, descansar, ligar... Ostras, con que uno de cada diez hombres de esa isla uno sea tan atractivo y enrollado como lo era tu padre, olvida todo lo demás y céntrate en ligar —dijo haciendo grandes aspavientos.
—¡Cualquiera diría que ya estás cansada de lo que tienes en casa! —se rio Joana.
—No, no estoy cansada, pero por soñar no me van a cobrar. Además, ese no es tu caso, tú eres libre como el viento. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te liaste con un tío? ¿Cómo se llamaba, Kevin, Austin?
—Se llamaba Charles, y no hace tanto tiempo.
—¿Que no hace tanto tiempo? Nosotras no nos veíamos desde Navidades. No es un reproche —se apresuró a añadir cuando vio la cara que ponía Joana—, entiendo que estás enamorada de la sala de urgencias, hasta que te esforzases por encima de lo humanamente posible para conseguir la jefatura del servicio; pero, Joana, no todo puede ser trabajar, también tenemos que vivir un poco.
—¡Y yo vivo, Mónica! Lo hemos hablado miles de veces, solo que tú tienes pasión por muchas cosas y yo solo por una, ¿y qué si esa pasión es mi trabajo?
—No podrás descubrir si tienes otras pasiones hasta que no salgas un poco del hospital. ¿Cómo puedes saber si te gusta hacer algo que no has probado nunca?
—Vale, de acuerdo —concedió; no quería hablar de nuevo de ese tema con su amiga, ya lo tenían demasiado manido—. Aun así, olvidas que tendría que estar allí antes de tres días, no tengo tiempo...
—Ahora mismo nos vamos a la agencia de viajes y verás que, si quieres, sí que tienes tiempo. —No había acabado de decir esas palabras cuando levantó la mano pidiendo la cuenta al camarero.
—¡Yo todavía no he dicho que sí! —se quejó Joana.
—¡Pues ya lo decido yo por ti! ¡Te vas a ir sí o sí! —dijo mientras se levantaba decidida a salir del restaurante en dirección a la agencia de viajes.
—¿Te has vuelto loca? —preguntó Joana, que se empezaba a agobiar.
—No, pero cuanto más lo pienso, ¡más claro veo que yo tengo razón y tú no! Venga, deprisa, que no nos sobra el tiempo.
Joana estaba completamente alucinada, ella no estaba convencida en absoluto, no obstante, empezaba a contagiarse del acelerón de su amiga.
En menos de cinco minutos llegaron a la agencia de viajes, propiedad de una paciente de Mónica, quien en cuanto la vio entrar se levantó de la silla y salió de detrás de su mesa para darle la bienvenida.
—Doctora Perry, al fin se ha decidido a hacer un viaje... —dijo, al tiempo que le cogía ambas manos—, aunque no sé si con un embarazo tan avanzado será el momento más adecuado.
—¡Ojalá fuese yo quien va a viajar! —Mónica interrumpió su discurso—. Me apetece muchísimo, pero no creo que pueda hacerlo por el momento. No, la que necesita un billete de avión con urgencia es mi amiga Joana —añadió, mientras la hacía pasar para presentarla.
—¿Urgente? Nosotros somos especialistas en urgencias. ¿A dónde quiere ir?
—A Mallorca, España, pero tiene que estar allí antes de cuarenta y ocho horas; un problema familiar…
—¿Tiene que salir antes de cuarenta y ocho horas? —preguntó la mujer algo asustada.
—No, tiene que estar allí antes de cuarenta y ocho horas.
—¡Dios mío! Eso quiere decir que tiene que salir antes de... —lo pensó durante unos segundos mientras tecleaba veloz en su ordenador— de mañana a estas horas, ¡Dios mío! —Se la veía bastante estresada—. Tendré que hacer varias llamadas, pero yo creo que quizás podamos solucionarlo, déjeme ver...
—No pasa nada si tenemos que esperar un rato —sentenció Mónica.
—Si me deja sus datos, Señora…
—Brunet. —atajó, de nuevo, Mónica—. B-R-U-N-E-T.
—¿Tiene el pasaporte en regla? Esto es muy importante.
— Sí, sí —contestó Joana, esta vez.
Mientras Abigail, la paciente de Mónica, se afanaba en su búsqueda, esta última le dijo a Joana:
—Tendrías que llamar al abogado para decirle que has cambiado de idea y que sí saldrás hacia Mallorca, pero tampoco le diría el tiempo que piensas estar allí, si quieres entender lo que quiero decir...
—Perdone —las interrumpió Abigail, tenía el auricular del teléfono tapado con la mano—, la vuelta, ¿para cuándo la quiere?
—De momento, déjala abierta —habló, otra vez, Mónica por ella.
—¡Mónica! —la reprendió Joana—. ¡Lo estás decidiendo todo por mí!
—Pero si has sido precisamente tú quien ha dicho eso cuando estábamos en el restaurante.
—¡Yo he dicho que podría dejarlo abierto! ¡Sentido figurado!
—Pero sabes tan bien como yo que es lo mejor, así que no se hable más.
—¡De verdad que no sé cómo te soportan Matt y los niños! Si hace quince años ya eras mandona, ahora tu vicio se ha incrementado exponencialmente —dijo Joana, bastante enfadada.
—Es que, si no tomamos algunas decisiones precipitadas, no llegaremos a tiempo, ¡mujer!
Joana asintió, como siempre hacía cuando su amiga se salía con la suya sin que nadie pudiera pararle los pies.
—Perfecto —exclamó, de pronto, la eficiente Abigail—. ¡Ya está! La he podido meter, con calzador, eso sí, en un vuelo que sale mañana a las ocho de la mañana del aeropuerto John F. Kennedy. Tiene que estar ahí noventa minutos antes...
—¿A las seis y media de la mañana? —preguntó, alterada, Joana.
—Lo siento. Es que, si no, ya no puedo conseguirle nada hasta pasado mañana.
—Mañana a las ocho es una opción estupenda —zanjó Mónica—. No te preocupes, Abigail, muchísimas gracias, si no hubiese sido por ti, no hubiese podido partir.
Joana no había tenido ocasión de replantearse toda esa historia que, dicho sea de paso, iba tomando un cariz más descabellado a cada instante. Se resignó a hacer un largo viaje, aunque si lo pensaba con detenimiento no había nada que le apeteciera hacer en Nueva York, y un cambio de aires no le iría mal a su maltrecho orgullo.