«¿Y de dónde sacaron todos esos sabios que el hombre debe tener deseos virtuosos y normales? […] Sobre la historia mundial puede decirse cualquier cosa, salvo que sea razonable. Por pura malicia e ingratitud, el hombre del subsuelo se las arreglará para hacerles alguna sucia jugarreta»[1245].
Para el entusiasmo revolucionario hay un antes y un después de prender más allá de los Urales, en un imperio que se había mantenido ajeno a las turbulencias políticas. Un tímido acercamiento a la monarquía constitucional fue abortado en 1825, y desde entonces el país actuó como gendarme supremo del absolutismo, cooperando con Francia, Austria y la atomizada Alemania para desarticular sus insurrecciones de 1848-1849. A cambio esperó que tanto ellas como Inglaterra le dejasen las manos libres para saquear al desfalleciente Imperio otomano; pero el equilibrio de poderes es un axioma del derecho internacional, y su política de hechos consumados acabó desencadenando en 1855 la desastrosa Guerra de Crimea[1246].
Alejandro II (1818-1881), el nuevo zar, dedujo que tan absurdo es pretender ganar batallas con una tropa formada por siervos de la gleba como con reclutas esclavos. El país necesitaba estructuras políticas, jurídicas y económicas acordes con la era industrial, empezando por la sociedad anónima y el ferrocarril, y cinco años después de acceder al trono, en 1861, trastoca todo aboliendo una servidumbre que oprimía por entonces a más del 60 por ciento de la población. Con ello «llega indiscutiblemente una nueva vida»[1247], introducida por «un hombre bondadoso y cordial»[1248], así como el momento de alzarse para quienes quieren «asegurar un camino no capitalista hacia el desarrollo». Veinte años más tarde, cuando pregunta cuántos minutos le quedan, con ambas piernas pulverizadas, el rostro mutilado y el vientre abierto por la bomba que acaban de tirar a sus pies, imaginamos que quizá hubiera retrocedido hacia Iván el Terrible, o sencillamente que cundiese alguna hambruna.
Pero su suerte la selló una resurrección del antiguo zelote, el mártir homicida, un sujeto capaz de cambiar las cosas allí donde se suponga que el desprecio por la vida es un rasgo psicológico, y en ningún caso un movimiento social. Al descubrir su error, los romanos llamaron fanaticus al mutante capaz de reproducirse por propaganda, y al descubrir el suyo los rusos empezaron a llamarlo narodnik, populista.
Por lo demás, no todos los populistas rusos pertenecen a la estirpe cuyas hazañas podrían herir la sensibilidad del espectador. El más antiguo, instruido y ecuánime de ellos fue Alexander Herzen (1812-1870), bastardo de un noble emparentado con la casa imperial y una institutriz alemana[1249], primer mecenas de la propaganda revolucionaria y también alguien capaz de mantenerse insólitamente sobrio en horizontes donde el géiser brota del hielo, y la transparencia del licor nacional induce a beberlo como agua. Sus extensas memorias —Mi vida y mis tiempos— constituyen un documento excepcional sobre la época, que combina amplia información de primera mano con pulcritud expresiva y sinceridad.
Amigo íntimo y mentor de Bakunin, entre sus relaciones hallamos tanto a Owen, Engels, Marx, Lassalle y Proudhon como a Tocqueville, Carlyle o Stuart Mill, y se dice que su revista La Campana —introducida en Rusia de contrabando desde distintos puntos de Europa— era una debilidad secreta de Alejandro II, que le reafirmó en la decisión de abolir la servidumbre. Más verificable es el influjo de su anarquismo sobre Tolstoy, que veía en Herzen «una rara mezcla de profundidad y brillo»[1250], e insuficientemente conocido es que de Herzen parta la idea de una oposición política concretada en «resistencia pasiva», popularizada más adelante por Gandhi[1251].
Hegeliano cuando termina Letras, en 1834, el rigor del zar Nicolás I le condena ese año por un desacato nimio —cantar en grupo unos versos «irrespetuosos»— a dos años de exilio en Novgorod, un destino incomparablemente más cómodo que el siberiano, del cual regresa convertido en discípulo de Proudhon, cuya obra le ofrece una lectura de Hegel mucho más atractiva. En 1847 publica ¿De quién es la culpa?, la primera novela social rusa, y poco después se muda a París. Allí, cuando la monarquía francesa está a punto de sucumbir definitivamente, sus contactos con la intelligentsia revolucionaria provocan una orden de regresar que desatiende y motiva la confiscación de sus bienes, aunque James Rothschild conseguirá recuperar buena parte de ellos transfiriéndolos inicialmente a su banca en San Petersburgo. Esta familia influía una vez más en la corriente del mundo, porque tener a Herzen viajando cómodamente por Europa iba a ser la principal garantía de maduración para el movimiento revolucionario ruso.
Tras seguir de cerca las insurrecciones de 1848-1849, descritas con imparcialidad en Desde la otra orilla (1850), Herzen está ya en posesión de la esperanza cauta que caracteriza su actitud. No confía en fanáticos ni en actos de fuerza, aunque sí en una revolución apoyada sobre las instituciones rurales rusas, cuyo rasgo común es una propiedad comunal redistribuida periódicamente en función de las necesidades. El retraso económico es su gran aliado, afirma, ya que en cualquier sociedad desarrollada —como acaba de demostrar Europa occidental— el colectivismo evoca una disuasoria «secuencia de catástrofes». Justamente lo contrario postula Marx, «arrastrado a ello por su antieslavismo y su filosofía de la historia»[1252], que tampoco le perdonará negar la existencia de un Proletariat «virtuoso y disciplinado». Desde entonces la gran cuestión para el revolucionario ruso será si el país puede o no saltarse la etapa de desarrollo industrial unida al triunfo de su clase media. El materialismo histórico lo niega, pero él y la mayoría de los populistas futuros piensan que en Rusia el comunismo es «instinto y tradición»[1253].
En su ensayo sobre él Berlin sugiere que fue un liberal disfrazado de populista, atendiendo a tres razones de distinto peso. Por una parte, «los hombres son menos maleables de lo que creía el siglo XVIII, y tampoco buscan realmente libertad sino seguridad y contento». Por otra, «el comunismo no es sino zarismo puesto cabeza abajo, sustitución de un yugo por otro». Finalmente, «examinar de cerca los ideales y lemas políticos revela fórmulas vacías, en cuyo nombre devotos iluminados se deleitan provocando hecatombes»[1254]. Sin embargo, el liberal no está reñido solo con el fanático sino con el conservador, y quien proponga retroceder hacia formas más sencillas de existencia solo seguirá respetando la libertad de su prójimo si no le exige cosa distinta de prohibirse la crueldad en todas sus formas, entendiendo por crueldad la violencia innecesaria. En cualquier caso, es memorable que La Campana insistiera siempre en «no tomar al pueblo por arcilla y a nosotros por escultores».
Condicionado por una nostalgia del país previo a Pedro el Grande (1672-1725), a quien culpó de introducir el modelo burocrático prusiano[1255], su filosofía de la historia tiene como principal inconveniente el voluntarismo. Quiere que en vez de evolucionar hacia una democracia parlamentaria el país vuelva hacia principios de autogobierno e igualdad política reñidos con el espíritu teutónico, aunque está hablando de una nación fundada con el reino vikingo de Kiev (Rus), establecido a finales del siglo IX por vareng suecos (ruski). Pudiendo estudiar como alternativa el influjo mongol, su eslavismo le mueve a afirmar que la propiedad comunitaria —y el hecho de cederse la tierra individualmente a título de posesión, en vez de bien enajenable— no es viejo derecho germánico, lo cual omite también que hasta romanizarse los únicos anarquistas efectivos fueron las tribus germánicas, unánimes a la hora de rechazar la realeza hereditaria o siquiera vitalicia[1256].
De cierto proverbio eslavo —«la tierra es propia hasta donde llega la guadaña o el arado»— deduce que el destino del alma rusa es cumplir una fraternidad humana limitada hasta entonces por la cabeza cuadrada del alemán, el ingenio frívolo del francés y un utilitarismo británico de vía estrecha. Con todo, si algo distinguía a Rusia de Europa era que toda la tierra siguiese perteneciendo nominalmente al Emperador, delegado de Dios a tales efectos, y Engels no desaprovecha la ocasión de subrayar sus anacronismos. Para empezar, instituciones rurales como la obschina y el mir acababan de ser identificadas y analizadas por un alto funcionario alemán, invitado por Nicolás I a recorrer «con actitud estadística» sus territorios[1257].
Por lo demás, las predicciones de Herzen se cumplieron en alta medida. Rusia estaba efectivamente naciendo como gran potencia científica y artística; iba a emprender el más ambicioso experimento social conocido, y lo haría saltando del absolutismo al comunismo sin pasar por la etapa intermedia de aburguesarse, gracias justamente al subdesarrollo. Lenin le considera padre fundador de la Revolución rusa, aunque estuviese en las antípodas del bolchevique, y hasta qué punto su colectivismo no renegó del individualismo, ni se obstinó en el aislamiento, lo indica una anotación tardía de sus memorias:
«En la India ha existido durante siglos una comuna rural muy semejante a la nuestra, basada en el reparto de las tierras, aunque su pueblo no ha llegado muy lejos con ella.
Solo el fértil pensamiento occidental puede fecundar las semillas implícitas en el patriarcado eslavo. Las comunas aldeanas, la participación en beneficios y el reparto de tierras, las asambleas de los mir y su agrupación en volosts autogobernados son las premisas sobre las cuales se construirá nuestro futuro, la libre existencia comunal […] Pero son sólo piedras, sillares, y sin Occidente nuestra futura catedral no pasará de los cimientos»[1258].
Un año antes la novela Padres e hijos de Turgeniev —equivalente nacional de Los miserables— ha descrito el conflicto entre tradición y novedad a través de su personaje central, Bazarov, que es el primer nihilista registrado. Se trata de un joven médico devoto de A. Comte, cuya religión del progreso piensa que el futuro se encomendará a una elite de individuos superiores, capaces de reducir a nada (nihil) las supersticiones del ayer, «sin inclinarse ante ninguna autoridad ni aceptar ningún principio como artículo de fe»[1263]. Nada hay en él del zelote que más adelante se acoge a la rúbrica del nihilismo, si exceptuamos el matiz elitista de su empresa y la dolorosa intensidad con la cual vive no solo su vocación científica, sino el trato con otras personas.
El héroe siguiente es el Rakmetov del ¿Qué hacer?, un ángel de la venganza popular que para curtirse solo come carne cruda y duerme sobre un lecho de clavos, a la manera del fakir hindú[1264], cuya versión del socialismo está en las antípodas de la resistencia pasiva. El tránsito hacia la modernidad es para él abrazar un modelo colectivista de existencia, pasando del sempiterno «sentimentalismo» al «egoísmo racional», y su arquetipo no tarda en hacerse realidad física gracias a un juvenil lector del libro, el no menos ascético Sergei Nechayev[1265]. Bazarov y Rakmetov se han formado en la escuela de Comte y Bentham, aunque condiciones de contorno distintas introducen sendas divergentes a la hora de entender qué sea lo positivo/útil, y en este caso un hallazgo de lo negativo/aniquilador como recurso higiénico supremo, que no tarda en hallar su aliado providencial en la dinamita[1266].
Esa transición estaba implícita ya desde los años cincuenta, cuando Bakunin propuso que los eslavos (y los latinos) tienen un destino revolucionario distinto de todos los ensayados, donde lo esencial es recomenzar desde cero. En los sesenta, inaugurados por la abolición de la servidumbre, el caudal de libertad recién abierto se bifurca en las esperanzas descritas por Herzen, Turgeniev y Tolstoy (cuyo Guerra y paz se termina en 1866)[1267], y la premonición de nuevos infiernos expuesta fundamentalmente por Dostoyevski, que toma a Chernishevski como mediador y pretexto para Apuntes sobre el subsuelo (1864), Crimen y castigo (1866) y Endemoniados (1872), tres libros unidos por examinar raíces y variantes del nihilismo. Entre este último y Padres e hijos transcurren precisamente diez años.
Fiodor Dostoyevski (1821-1881), un católico ortodoxo, partidario de no importar actitudes occidentales, tampoco pudo hurtarse a la policía política[1268]. Pero lejos de espolearle ese atropello le hizo más afecto aún al gobierno autocrático, y exacerbó la ambivalencia de un espíritu inclinado a la maldad bajo el velo de compasión por los desfavorecidos, que pudiendo ser «un maestro y emancipador de la especie optó por situarse entre sus carceleros»[1269]. Sabemos, por ejemplo, que sus Apuntes sobre el subsuelo se redactaron para ridiculizar a los personajes del ¿Qué hacer?, cuyo éxito de crítica y público consideraba tan inmerecido como peligroso para el orden público.
Allí, comenzando con un soliloquio de admirable fluidez, el hombre del subsuelo se describe como forma degradada del «hombre superfluo» denostado por Pushkin, que sería un revolucionario impetuoso de no ser también un pusilánime, pues ve en todo mentiras corruptas, propias de un mundo carente de sentido y valor. Odia vivir en su «ratonera» como «una tecla de piano», y se va vengando de ello con un disfrute del dolor ajeno y la humillación propia. En la breve sección narrativa final, ganarse el afecto de una prostituta mueve a ofenderla (porque «¡ellos, ellos no me dejarán, no podré ser bueno!») y a regocijarse pensando que «¡el insulto es después de todo una purificación, la conciencia más cáustica y dolorosa!»[1270].
Crimen y Castigo no se detiene en la burla y pasa del hombre subterráneo al nihilista encarnado por «el ex estudiante» Raskolnikov, alguien corroído también por sentimientos y maestros opuestos —para empezar debe reunir a Comte y Bakunin—, que aspirando a la libertad y el pragmatismo de los grandes héroes decide matar a una usurera para emplear su dinero en mejores causas. A partir de entonces vive inmerso en un delirio febril donde el peor enemigo es la conciencia, y durante cientos de páginas el suspense gira en torno a cuándo se delatará, mientras un lector inicialmente repugnado por su crimen acaba haciendo votos para que no lo confiese. A esta lección de técnica novelística añade contar con la crónica de sucesos, pues el héroe no es un narrador anónimo como el de los Apuntes sino la recreación de cierto colega —un tal A. M. Danilov— que acababa de conmover a la opinión pública con un crimen parecido.
Este aspecto de observador histórico y sociólogo es lo que quizá omite Nabokov cuando releer sin el refuerzo del suspense revela que cada texto es «pomposo, terriblemente sentimental y mal escrito»[1271], pues «apenas existen la naturaleza y todas las cosas pertenecientes a la percepción sensorial: el paisaje es un paisaje de ideas, un paisaje moral»[1272]. Sin duda, otros literatos hacen que releer sus páginas sea aún más grato, en función de un amor por lo real que llena el texto de pormenores realmente precisos y juicios ponderados, pero en Dostoyevski el paisaje es en general un pretexto. Por un lado quiere producir algo que el público de la literatura por entregas devore, y se sirve para ello de forzar lo incierto en cada trama; pero por otro su obsesión es la miseria de una encrucijada como la que se ofrece al alma eslava, incapaz de asimilar sin violencia el contacto de lo viejo con lo nuevo, lo doméstico y lo foráneo.
Más concretamente, la semilla del revolucionario descrito por el ¿Qué hacer? de Chernishevski no solo se ha sembrado sino que florece a marchas forzadas, y decide rescribir cierta novela ya iniciada —Los borrachos— para «explorar los daños éticos y psicológicos del radicalismo»[1273]. Un crítico sectario le imputa entonces «haber compuesto una fantasía donde todo el cuerpo estudiantil resulta acusado de asesinato y robo»[1274], cuando habría podido preguntar más bien por qué hurga con saña en las miserias humanas, aprovechando su talento para sugerir desde distintos ángulos cuán «irracionales, incontrolables e insolidarios» son los rusos. En cualquier caso, el mero pasar del tiempo demuestra que el «ex estudiante revolucionario» de Crimen y castigo no es una fantasía baladí, sino algo más próximo a un molde antropológico, y seis años después, el crimen recién descubierto de Nechayev y su grupo nihilista le permite volver sobre los peligros del radicalismo a través de Endemoniados, un nuevo superventas que novela las circunstancias conducentes al asesinato del ex estudiante y también nihilista I. I. Ivanov, cuya ejecución deriva de haber discutido la línea del líder.
La ausencia de cualquier otro móvil prueba que se ha formado ya una especie de Iglesia atea, donde Occidente se está filtrando al amparo de las flaquezas acumuladas por el pueblo, alumbrando un monstruo cuya tara es la propia mezcla de lógica abstracta y fe ciega, que condiciona su compromiso con la destrucción. La tortura de Ivanov fue decidida por Nechayev, pero para profundizar en sus móviles la novela desdobla la autoría en un inspirador intelectual y un ejecutor. El primero, Svidrigailov (en definitiva Bakunin), quiere para sí el honor de «abolir toda autoridad» y recluta para ello a «gentes sin simpatía alguna por el ser humano», convencido de que la purificación pasa por cortar «cien millones de cabezas». Providencial resulta encontrar a Nechayev (aquí Stavrogin), un misántropo perfecto, si bien apenas hay personas parejamente «puras», con lo cual poner en marcha su cruzada terrorista exige partir de la «economía revolucionaria», un método basado en «ir exacerbando las desgracias del prójimo», y para empezar las del propio militante indeciso. Por ejemplo, inducirle a firmar peticiones de indulto o cualquier otro documento comprometedor, pues la policía y Siberia serán tan eficaces como el más detenido adoctrinamiento.
Todo esto se diría tan ligado a rasgos del temperamento eslavo como la determinación de comenzar desde cero, pero estamos todavía a finales de los sesenta, cuando la Iglesia populista madura a favor y en contra de la imaginación literaria. En la década siguiente los personajes se convierten en personas de carne y hueso, cuyo florecimiento no llega hasta los ochenta, y entretanto la Restitución se renueva fundiendo al ácrata con el autócrata.
Endemoniados añade varios actos a la ficha delictiva de Nechayev —entre ellos seducir a una niña de once años e inducirla al suicidio—, aunque el cambio más notable con respecto al original sea hacerle sucumbir al sentimiento de culpa, y quitarse la vida, cuando de hecho muere de tuberculosis y escorbuto a los 34 años[1275], encarcelado los nueve últimos, sin sombra de arrepentimiento y capaz de conmover con su «pureza» a los guardianes. Teniendo apenas veinte asumió como destino el de encarnar al vengador ascético Rakmetov, y el testimonio de aquella conversión fue un Catecismo (1869) donde empieza precisando:
«El revolucionario ha roto cualquier vínculo con el orden, las leyes, las buenas maneras, las convenciones y la moralidad del mundo civilizado. Es su inmisericorde enemigo, y sigue habitándolo con un único propósito: destruirlo»[1276].
Ese mismo año crea con un puñado de amigos Narodnaya Rasprava («Venganza Popular»), una sociedad secreta cuya aspiración inmediata es politizar la Universidad, aprovechando un fondo para la propaganda revolucionaria aportado por Herzen y administrado por Bakunin. El primero nunca quiso usar ese dinero para metas distintas de la propaganda, y el segundo comprobaría hasta qué punto su protegido era capaz de morder la mano que le alimentaba[1277]; pero ninguno objetó nada al programa descrito en su artículo «Los fundamentos del sistema social futuro», que aparece en una de las revistas editadas por Herzen:
«La verdadera organización revolucionaria no impone al pueblo nuevas regulaciones, mandatos o estilos de vida, sino que meramente emancipa su voluntad y abre el horizonte a su autodeterminación y a sus organizaciones sociales y económicas, que deben crearse ellas mismas desde abajo y no desde arriba […] La organización revolucionaria debe hacer imposible que tras la victoria popular se establezca cualquier poder estatal sobre el pueblo, incluyendo el más revolucionario, el nuestro mismo».
El «desde abajo y no desde arriba» será su hallazgo más fértil, invocado sin parar desde entonces, aunque el año siguiente los planes de dirigir in situ la agitación estudiantil se tuercen tras matar a su compañero Ivanov en un ataque de paranoia, algo de lo que se arrepiente por haber escondido el cadáver con precipitación. Furioso consigo mismo, antes de huir a Suiza aprovecha el par de semanas restantes para poner en práctica el método de la economía revolucionaria —en realidad un hallazgo suyo, no de Bakunin—, delatando a todos los antiguos simpatizantes de la Causa e incluso algunos descubiertos esos últimos días. Meses después, cuando cree estar a salvo en Zurich, ser reconocido y extraditado constituye un contratiempo irreversible, y también la ocasión de probar que nada ni nadie le intimida.
En el juicio empieza declarando «no reconozco al Emperador ni a las leyes de este país, me niego a ser un esclavo de su gobierno tiránico». Luego se hace expulsar de la sala porque grita «¡abajo el despotismo!», y los impresionados jueces le imponen 20 años, a pesar de que lo previsible era muerte o reclusión perpetua. La vista se celebra a principios de 1873, cuando el liberal Alejandro II está pensando introducir el jurado, una institución que algo después absuelve a la joven Vera Zasulich de tirotear y dejar malherido al coronel Trepov, jefe supremo de la policía, atendiendo a que «días antes mandó fustigar a un preso político»[1278]. La decisión resultaba aberrante en términos jurídicos y es apelada allí mismo, aunque una muchedumbre rodea a Zasulich desde el momento de dictar su laudo el jurado, dándole tiempo para esconderse y emigrar. Este incidente fue el indicio más claro de que el terrorista se estaba convirtiendo en héroe popular, como temía Dostoyevski.
Su panfleto Tareas de la propaganda revolucionaria (1878) define la revolución como «momento donde una minoría se niega a esperar que la mayoría tome conciencia de sus necesidades, y decide imponerse a ella»[1281]. En el caso de Rusia la mayoría está celebrando el fin de la servidumbre hereditaria, «pero los revolucionarios no toleraremos más la vergonzosa esclavitud del pueblo y exigimos la horca y el pelotón de fusilamiento para policías, fiscales, ministros, comerciantes y clérigos, porque nuestra meta es adquirir el poder de la autoridad»[1282]. Solo cuando ese poder pase a «nuestras manos» podrá pensarse en algo distinto de «desorganizar y aterrorizar al gobierno». En 1874 ha dirigido a Engels una carta abierta, donde alega:
«No tenemos proletariado urbano pero tampoco burguesía, y el poder del Capital es entre nosotros solo embrionario. No puede pasar por alto que la lucha contra el primero es mucho más sencilla que la lucha contra el segundo [..] En su país el Estado no es un poder imaginario, sino que encarna ciertos intereses económicos. En el nuestro la sociedad debe su existencia a un Estado que pende del aire, por así decirlo, cuyas raíces se hunden en el pasado, pero no en el presente»[1283].
Quizá sea necesario, añade, «cortar la cabeza a todo súbdito del imperio con más de veinticinco años», pero «bastarán tres o cuatro estallidos simultáneos en distintos lugares para canalizar la amargura y el descontento que hierven siempre en el pecho de nuestro pueblo». Engels le objeta la evolución de su propio país, donde por una parte «el Zar sigue siendo para el labriego la imagen de Dios» y por otra «la propiedad comunitaria se está desintegrando en pequeñas explotaciones burguesas»[1284]. Él es el general en jefe de una causa para nada ajena a la ebullición del odio[1285], pero propuestas como decapitar en masa le recuerdan el desastroso resultado que acaba de obtener la Revolución cantonalista española, gestionada precisamente por discípulos de su maestro Bakunin, donde «con tres regimientos escasos el general Pavía sometió en dos semanas una insurrección triunfante desde Castellón a Cádiz»[1286]. Por consiguiente, «si algo quedase en Rusia de propiedad comunista se deberá al triunfo de la revolución proletaria en Europa».
Los estallidos simultáneos de furia aludidos por Tkachov se hicieron esperar casi medio siglo, y Engels incurrió en la ingenuidad de afirmar que en una sociedad marxista la coacción estatal será innecesaria. Herzen había insistido en que cualquier imitación rusa del Terror jacobino desembocaría en «zarismo invertido», si bien llamarlo así o rigor libertario, o regeneración auténtica, no altera el fondo del asunto. La grande y perdurable novedad es que en esas tierras son inseparables dos tesis tenidas en otras por antinómicas. Por una parte, como escribe Nechayev, «la organización revolucionaria debe hacer imposible […] cualquier poder estatal sobre el pueblo, incluyendo el más revolucionario, el nuestro mismo». Por otra, como precisa Tkachov, el producto resultante es «una revolución reñida indefinidamente con la veleidad de las urnas» y no llamada, por tanto, a descansar antes o después en decisiones de la mayoría.
La única «organización» capaz de preservar la igualdad será una elite de laicos legitimados por su desprendimiento absoluto, y es idealismo trasnochado imaginar que el poder coactivo podría desaparecer algún día, o que su moderación contribuya al bien común. Se trata de destruir la autoridad antigua para que el pueblo pueda reinar directamente a través de la «minoría elegida»[1287] —entendiendo por tal a la cúpula de sus hijos magnánimos—, cuya tarea es precisamente no permitir que la mayoría se extravíe. Nechayev y Tkachov parecen romper así con su maestro Bakunin, que niega legitimidad a cualquier coacción y quiere sustituir el Estado por redes de asociaciones rigurosamente voluntarias. Pero fue Bakunin quien hizo compatible el credo anti-autoritario con una autoridad tanto más absoluta cuanto que por naturaleza oculta:
«La revolución solo puede cumplirla una sociedad secreta organizada siguiendo pautas estrictamente jerárquicas, sujeta a la disciplina absoluta de un comité central secreto, compuesto por tres o a lo sumo cinco miembros. Cuando la revolución triunfe esa sociedad secreta debe fortalecerse y expandirse, para controlar los rangos de la jerarquía revolucionaria»[1288].
Sesenta y seis años después de haber revelado así sus esperanzas a Nicolás I, la Rusia soviética nacerá gobernada de modo indefinido por un comité central de tres o a lo sumo cinco miembros, siguiendo pautas tan estrictamente jerárquicas como secretas, cuya capacidad coactiva supera los mayores logros del antiguo sistema clerical-militar. Con adversarios semejantes la autoridad no corre peligro, pero comprobemos sobre el terreno cómo siguen organizándose sus fundamentos.