«El desprecio del Partido Social-Revolucionario por Occidente partió de considerar que el legítimo orgullo ruso era ignorar los males del industrialismo. Su socialismo fue exclusivamente agrario»[1289].
La Comuna parisina de 1871 supuso un revés para el prestigio de la causa revolucionaria en todo el mundo salvo Rusia, donde los ecos de aquel evento operaron a la inversa. Ser uno de sus inspiradores, y dos años después el líder de los cantonalistas españoles, hizo que Bakunin apareciese ante sus compatriotas como la gran figura revolucionaria europea, y parte de esa gloria se prolongó hasta el cautivo Nechayev. Tampoco faltó algún cooperativista horrorizado por el ejemplo de este último como N. V. Tchaikovsky (1856-1926), un polígrafo que tras crear el Círculo de su nombre acometió con éxito la tarea de imprimir y distribuir literatura revolucionaria, algo muy eficaz para radicalizar a universitarios y a los primeros obreros[1290]. En 1873 no quedan rastros de Venganza Popular, aunque ese Círculo se coordina con pequeños focos populistas previos para alimentar el germen de una agitación estudiantil concretada en Minoría Consciente y Mayoría Elegida, inspiradas en última instancia por D. I. Pisarev (1840-1868) y P. Lavrov (1823-1900).
No relajar el control sobre la palabra escrita le costaría a Chernishevski el año siguiente su condena (dos años y 19 de destierro siberiano), pero Pisarev tenía menos estabilidad emocional y legó una obra carente de unidad[1293], donde destaca el afán por salvar la distancia entre realidad y sueño: «La grieta entre ambos solo es perjudicial cuando la persona no cree seriamente en su sueño, y en vez de observar con atención la vida, comparando sus observaciones con los castillos en el aire, obra conscientemente para conseguir que sus fantasías se cumplan»[1294].
P. Lavrov, que se fue dando a conocer con los artículos llamados Cartas históricas, mantuvo trato epistolar con Engels e hizo ocasionales visitas a Marx en Londres. Comunista de corazón, tan poco inclinado como el resto de sus compatriotas a confiar en el hombre común, trató de tender un puente entre eslavófilos y cosmopolitas que le merecería reproches de ambos lados[1295], pues unos aspiraban al paraíso agrario y otros se disponían a esperar, construyendo primero las fábricas llamadas a colectivizarse. Cuando él plantea que Rusia se incorpore a «la revolución socialista europea» no hay en realidad cosa semejante, pues las insurrecciones acontecieron antes o se producirán después, y su llamamiento tiene el inconveniente añadido de no apelar al mundo del trabajo, sino a la «intelectualidad» (intelligentsia).
Pero al investigar la génesis del materialismo dialéctico o histórico vimos cómo la primera interpretación estrictamente sociológica del pensamiento («el ser social determina la conciencia») no se detuvo en la sociología del revolucionario, una aparente paradoja que la propia Rusia despeja. En efecto, su lengua llama «intelligent» a «aquella persona opuesta al régimen cuando pertenece al rango social superior», partiendo en origen de cierto primo levantisco de un Gran Duque. En tiempos de Nicolás I el término fue sinónimo de los muy escasos profesionales especializados[1296], aunque no tardó en recobrar su sentido de rebeldía correspondiente al estrato social alto. Las Cartas históricas de Lavrov son un hito al respecto, ya que cada una parte de «la deuda de la intelligentsia con el pueblo, que con sufrimiento y trabajo le ha proporcionado todos sus recursos»[1297].
En la primavera de 1874, cuando Nechayev lleva un año en la cárcel, los estudiantes de Moscú y San Petersburgo demuestran ser tan sensibles a esa deuda que ocho o diez mil se preparan para acudir a aldeas remotas ese verano, a fin de ilustrar revolucionariamente a sus moradores y también para aprender de ellos patriotismo. Dados por norma a pasatiempos y disfrutes egoístas, no se les había visto nunca gastar sus vacaciones entre peripecias forzosamente incómodas, animados por una combinación de responsabilidad política con ansias de conocer el alma nacional. Y los propios convocantes de esa Ida al Campo se asombraron ante el éxito de su iniciativa, que corrió como un reguero de pólvora sin contar con el apoyo de publicidad alguna, merced tan solo a comunicación verbal.
Mientras el proyecto se desarrollaba, a caballo entre el escepticismo del Gobierno sobre su puesta en práctica y el entusiasmo de los protagonistas, los promotores —entre ellos el Círculo Tchaikovsky— contemplaron exclusivamente dos posibilidades: o bien las aldeas se abrirían a «la ilustración», o bien se mostrarían abyectamente fieles al Zar. Con todo, al llegar el momento, y sin perjuicio de que la migración superase cualquier expectativa, ocurrió algo tan imprevisto como que los campesinos contestasen con indiferencia en unos casos, y brusquedades en otros:
«Los jóvenes revolucionarios, tanto aquellos que se consideraban “la minoría consciente” de Lavrov como la “mayoría elegida” de Pisarev, toparon con el ridículo, la enemistad o simplemente el estupor»[1298].
Según la prensa conservadora, reaccionaron preguntándose cómo esos hijos de papá no comprendían que era un insulto llamarles esclavos del Capital y del Zar, cuando ellos trabajaban duro para aprovechar la oportunidad abierta con el fin de la servidumbre. Sea como fuere, en parte para castigar a los más sediciosos y en parte para proteger a los más ingenuos de sus iras, policías y soldados saldaron la iniciativa arrestando a unos cuatro mil jóvenes. Un siglo después, la Revolución Cultural lanzada por Mao para vengar su propia decadencia reeditó de alguna manera el plan, aunque allí millones de jóvenes armados con su libro perpetraron atropellos y atrocidades sin escarmiento alguno. Aquí los líderes fueron acusados de diversos delitos, y denunciados como traidores por Tkachov: «No nos oyeron cuando les imploramos que abandonasen ese camino fatalmente anti-revolucionario, para volver a las tradiciones de lucha directa y organización revolucionaria centralizada»[1299].
Su fracaso hizo pensar que los planes modernizadores de Alejandro II —sobre todo su obsesión por tender una red ferroviaria densa— habían sido sancionados de modo indirecto aunque inapelable por la fidelidad del campesino y el simplismo de sus enemigos. No obstante, recapacitar sobre la Ida al Campo abonó un proyecto de alianza entre socialdemócratas y populistas agrarios —el frente llamado Tierra y Libertad—, nacido a principios de 1876. Diez años más tarde se aleccionan unos a otros organizando la primera manifestación comunista del país, celebrada frente a la catedral de San Petersburgo. Unos cuatrocientos oyen allí a Grigori Plejanov (1856-1918) disertar sobre el colectivismo de Chernishevski, y como no admiten disolverse, unos treinta serán arrestados[1300]. Aunque todos eran narodniks, había ya demasiadas diferencias entre ellos a la hora de enfocar el futuro para constituir nada semejante a un partido, y dos años más tarde se separarían formando un grupo mayoritario dispuesto a la lucha armada —el Voluntad Popular (Narodnaya Volya)— y una pequeña minoría, que adoptó el nombre de Reparto Territorial (textualmente Reparto Negro, debido al color de la gleba ucraniana).
Estos segundos, encabezados por el propio Plejanov, V. Zasulich y P. Axelrod, no tardaron en exilarse y fundar el primer partido marxista ruso, donde más adelante representarán a la facción menchevique o demócrata. Los tres empezaron fascinados por Bakunin, y los tres acabaron aborreciendo la violencia, en el caso de Plejanov tras un trabajo serio de investigación que le permitiría ser el epígono sin duda más culto de Marx y Engels. Sensible a la evolución en sentido hegeliano[1301], objetará a Tkachov que su versión del mundo lo reduce a una naturaleza muerta, y en buena medida se debe a sus esfuerzos como traductor y difusor del pensamiento de Marx que éste renunciase a su antieslavismo[1302].
Reparto Negro habría sido extrema izquierda en Europa, pero en Moscú y San Petersburgo su actitud parece más bien acomodaticia, y entender que la infraestructura económica determina la superestructura ideológica presta al grupo un halo de frialdad dogmática. Eso piensan al menos líderes del Voluntad Popular como la implacable Perovskaya, hija del prefecto militar de Moscú, y el benévolo príncipe Piotr Kropotkin (1842-1921), que en sus Memorias recuerda aquellos días como momento «donde el esteticismo ardía por convertirse en utilitarismo, para trascender tiranías, hipocresías y artificialidades». La ajetreada vida y la amplia obra de este último bien merecen una monografía, aunque a falta de espacio para ello algunas precisiones no serán ociosas.
Vástago de una cuna inigualablemente ilustre[1303], y criado como tal, Kropotkin fue un militar de carrera brillante —muy distinguido como explorador, cartógrafo y geógrafo— hasta «convertirse» a la causa del anarcocomunismo en 1872. Esto ocurrió tras un viaje por Europa donde pudo conocer cooperativas de relojeros en el Jura suizo y afiliarse a la Internacional a través de J. Guillaume, el amigo y primer biógrafo de Bakunin[1304], que le ayudó a perfilar su desacuerdo con la línea marxista. De regreso se incorporó al Círculo Tchaikovsky, que crecía rápidamente, y tras ser encarcelado se fugó con un sprint digno de velocistas olímpicos. Deseaba vivir en Francia, pero el país seguía conmocionado por la Semana Sangrienta y pertenecer a la IWA le obligó a instalarse en Inglaterra, donde viviría tres décadas —como Marx— rodeado por un creciente reconocimiento público.
Valiente, generoso, culto, pacífico e insuperado por gentileza y benevolencia entre todos los enemigos del comercio, el único inconveniente de Kropotkin es una inclinación al simplismo análoga a la observada en Marx. Como paquetes finitos de información aspiran a controlar flujos infinitos de lo mismo, las sociedades aparecen reducidas a buenas o malas, convenientes o inconvenientes, y en definitiva como personas a quienes podríamos o deberíamos convencer de esto o lo otro. Su notable formación como naturalista no bastó para hacerle ver que la economía política y las ciencias del hombre en general combinan al observador con lo observado, y a la hora de analizar toda suerte de fenómenos su discurso alterna una y otra vez el dato con el sermón edificante.
Un caso singular de reducción a la simpleza es el postulado «las especies sociales progresan, las asociales decaen», del cual deduce entre otras cosas que «feudalismo y capitalismo son falacias idénticas, multiplicadoras de la miseria y el privilegio»[1305]. Su versión políticamente correcta del evolucionismo le llega leyendo «el atroz artículo de Th. Huxley, Manifiesto sobre la lucha por la existencia», del cual extrae —sin fundamento— que las objeciones de éste al «estado de naturaleza» roussoniano (donde todos fuimos dichosamente libres e iguales) implican identificar ética y competencia[1306]. Desde entonces plantea la cooperación voluntaria como alternativa a la voluntad de dominio, y no ve inconveniente en ir saltando de la biología a la política. Tampoco percibe que cualquier «ley evolutiva» aplicada a la vida —ya sea guiada por el principio de la ayuda mutua o por el de la guerra interclasista— nace tarada, suponiendo que fuerzas lineales como los vectores galileanos condicionan por igual la reproducción del guisante y la de sociedades industrializadas.
No confía en el progreso que parte de poner primeros a los últimos mediante actos de violencia; pero tampoco percibe que lo «atroz» atribuido a Huxley pertenece más bien a la higiene social basada en el triunfo del comunismo, un proceso que aspira a suprimir la movilidad social —reflejada precisamente en la existencia de «clases»— para purificar a la especie. Como observa el Concise Oxford Dictionary of Politics, «darwinista social puede ser tanto un defensor del laissez faire como un defensor del socialismo de Estado, un imperialista o un eugenista doméstico». Pasarlo por alto condiciona una definición ambigua del anarquismo en cuanto tal[1307], que por lo demás no empaña un espíritu siempre bienintencionado. Habrá ocasión de ver cómo regresa triunfalmente[1308], se juega la vida con críticas a Lenin y acaba muriendo en una extrema indigencia, no sin profetizar que «la dictadura bolchevique restablecerá de un modo u otro el capitalismo».
Por lo demás, su actitud cosmopolita hace de él un ave rara en la historia del revolucionario ruso, que tras nacer con Herzen y Bakunin en los años cincuenta va madurando por caminos literarios y extraliterarios a lo largo de los sesenta y setenta, hasta convertir al ex estudiante diseccionado por Dostoyevski en figura central de una carnicería terrorista sin paralelo desde las guerras de Israel contra Roma. En las décadas siguientes más de 17.000 personas van a sucumbir por efecto de artefactos explosivos[1309], gran parte de ellos funcionarios públicos, y el apoteósico comienzo de dicha cruzada basta para terminar este esbozo sobre la Restitución en clave rusa.
La saga llamada a preservar el destino no capitalista de Rusia se insinúa ya en 1866 —coincidiendo cronológicamente con la publicación de Crimen y castigo— cuando D. Karakozov, un maestro de escuela, trata infructuosamente de convertirse en magnicida por medio de un revólver. Había querido suicidarse años antes —tras ser descartado como docente por las Universidades de Kiev y Moscú—, e ingresó luego en un oscuro grupo llamado Sociedad Ishutin (también Infierno), cuyo líder consideraba que «hay tres hombres en la historia mundial: Jesucristo, san Pablo y Chernishevski»[1310] Circunstancias puramente casuales —un parentesco lejano, una escuela común, haber vivido en cierta pensión— ligan ya a ese círculo con Nechayev, Tkachov y Zasulich.
En 1879 también usó una pistola A. Soloviev, que seguía matriculándose diez años después de empezar la carrera y disparó hasta cinco veces sin acertar ninguna, porque el ágil Alejandro II corrió en zigzag ante sus ojos. Ese año surge Voluntad Popular, que se compromete con «la revolución para el campesino» y pasa del asesinato selectivo al indiscriminado gracias al reciente invento de Nobel. Su alma máter es Sofía Perovskaya, una gran dama no menos frustrada académicamente —pues en vez de médico hubo de conformarse con el diploma de enfermera—, un oficio cuya demanda promovería del modo más enérgico convenciendo al grupo de que los revólveres y escopetas se habían tornado obsoletos.
Antes de que termine ese año, en diciembre, ella y su amado A. Zhelyabov —un ex estudiante de Leyes— fracasan a la hora de volar el tren que transporta el vagón imperial, al elegir el convoy equivocado. En enero cierto colega sitúa doscientos kilos de dinamita bajo un puente de la capital, imaginando que pasaría por allí su objetivo. En febrero otro miembro del grupo[1311] logra demoler parte del Palacio de Invierno con una explosión colosal, que deja 67 muertos y mutilados, aunque el zar llega tarde a la cena prevista y escapa una vez más. Con el respaldo de cuatro atentados en un trimestre, Voluntad Popular declara estar dispuesta a «suspender la sentencia de muerte» si en un año el zar cumpliese sus condiciones.
Concretamente, debe promulgar una Constitución que reconozca todos los derechos civiles, donde dictar y supervisar las leyes se confíe a un Parlamento (Duma) electivo. Cuál no será su sorpresa cuando —evidentemente sin perjuicio de seguir persiguiendo al terrorista— Alejandro II nombra ese verano ministro de Interior al más conocido de los reformadores, el conde Loris-Melikov, otorgándole poderes excepcionales para acometer una tarea que en algunos casos topa con instituciones intactas desde la fundación de Moscú, en 1156. Sigue a ello medio año de comedia en la prensa, donde el demócrata imaginario logra filtrar allí algunas proclamas y el bloque conservador se escandaliza ante un monarca pusilánime, ajeno a su deber de custodiar la fortaleza de un absolutismo que acaba de cumplir su primer milenio.
Al tomar la segunda ruta, el verdugo inicial resultaría ser un estudiante de ingeniería, N. Rysakov, que lanza su artefacto sin verse disuadido por estar ante un carruaje blindado —regalo de Napoleón III—, con lo cual se limita a matar al cosaco situado en el pescante junto con un muchacho que pasaba por allí. Desoyendo a quienes le aconsejan partir de inmediato, pues el vehículo puede continuar, el soberano decide socorrer a quienes agonizan y siente curiosidad por el detenido, al que observa un momento en silencio. Viene a la carrera el jefe de policía, que iba en uno de los trineos de la escolta, y cuando Alejandro le confirma estar bien gracias a Dios resuenan las palabras «¡Demasiado pronto para celebrar al Altísimo!».
Acaba de proferirlas el estudiante de matemáticas I. Grinevitsky, que acto seguido lanza con ambas manos su proyectil contra el suelo y provoca una mortandad muy superior —donde él mismo perece—, pues habían llegado a reunirse bastantes personas[1314]. Un tercer asesino apostado en las inmediaciones, el becario de comercio I. Emelyanov, se abstuvo de lanzar su propia carga ante el éxito de la operación, y los encargados en última instancia de tirotearle o acuchillarle respiraron con alivio[1315]. Desde la cárcel, al enterarse de los hechos, Zhelyabov declara por escrito:
«Si el nuevo soberano, tras recibir el cetro de manos de la revolución, decidiera seguir el viejo sistema de tratar el regicidio; si la intención es ejecutar a Rysakov, sería una vergonzosa injusticia preservar mi vida, pues he hecho repetidos intentos de matar a Alejandro II, y si no intervine efectivamente en el acto de asesinarle fue solo a causa de un estúpido accidente».
Cuando se celebre el juicio, pocas semanas después, es en presencia de la prensa internacional y cumpliendo exquisitamente con las reglas procesales. Zhelyabov ha preferido ser su propio abogado, y el joven Rysakov —tiene 19 años— colabora con sus acusadores tratando de salvar la vida, aunque el grupo lo forman células estancas donde cada una desconoce las actividades del resto, y poco puede hacer en su perjuicio. El juramento de ingreso a la fraternidad, vagamente inspirado en las ceremonias previstas por Blanqui, es que «quien mata solo es culpable si consiente seguir viviendo, o —en caso de sobrevivir— si traiciona a sus compañeros». Salvo él, los otros siete acusados, todos ellos cristianos ortodoxos, afirman que las confesiones fueron dictadas por «un orgulloso desafío al enemigo».
De ahí un editorial del New York Herald, preguntándose si «la disposición del nihilista a complacer la excusable curiosidad de la justicia no sugiere alguna diferencia profunda y radical entre la naturaleza rusa y la humana, tal como se conoce generalmente en nuestra parte del mundo»[1316]. Cuando llegue el momento de la horca, besan todos un crucifijo y se permite a Perovskaya ir abrazando a todos, salvo al traidor, si bien el destino tenía preparada una última sorpresa para el público y el corpulento Zhelyabov[1317].
La noche previa a su ejecución Alejandro II había firmado el decreto de reforma, que creaba la Duma o cámara baja y acometía al tiempo una profunda descentralización administrativa, combinándolo con medidas de estímulo económico diseñadas por comisiones mixtas de funcionarios y empresarios. De hecho, la ley de régimen local que creó los llamados zemstvos (asambleas provinciales), era la más avanzada del mundo en materia de autogobierno, y fue lo único derogado solo parcialmente. Todo el resto, incluyendo lo previsto para promover la incipiente sociedad anónima, sucumbe con la accesión al trono de Alejandro III, que sanciona el inmovilismo complaciendo simultáneamente a la oligarquía y a quienes prefieren una espiral indefinida de venganzas. También la policía secreta (la Ochrana) pasa entonces de doce a doscientos miembros, iniciando una asombrosa historia de infiltraciones mutuas.
Sacar adelante el no-cambio fue obra de un grupo que en 1883 contaba con unos cuatrocientos miembros, y algo después se refundaría como Partido Social-Revolucionario. Su principal ideólogo y técnico en explosivos fue inicialmente Alexander Ulianov, ahorcado en 1887 por intentar matar a Alejandro III, un hecho quizá decisivo para radicalizar a su hermano menor Vladimir, alias Lenin. Los socialistas revolucionarios pretendían conciliar a eslavófilos y occidentalizantes, algo casi tan imposible como ligar agua con aceite, y la siguiente generación de narodnikis les relegará a héroes cegados por el «aventurerismo golpista», que descuidaron el adoctrinamiento político de las masas.
El futuro seguirá pendiente de la tensión entre elite y base, minoría y mayoría, que como acabamos de ver es nuclear desde los comienzos del pensamiento revolucionario ruso. La fractura entre aristocráticos y democráticos alcanza una primera cumbre en el congreso socialdemócrata de 1903, donde el grupo minoritario se separó alegando ser mayoritario (bolshinstvo). Para entonces a las variantes del alma eslava se ha sumado el judío de aquellas latitudes —movido por deportaciones y pogromos tan sistemáticos como sádicos en Polonia y Rusia—, lo cual renueva las bases y la plana mayor de los insurgentes con líderes como Axelrod, Martov y Trotsky.
Pero antes de seguir su peripecia es preciso volver a Europa y Norteamérica, donde la segunda Internacional se coordina con la Depresión Larga y logra al fin politizar el movimiento obrero. Antes aún toca atender a la única explosión de entusiasmo revolucionario comparable con la Comuna de 1871, que prende en España.