«Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social, deben intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida»[1360].
Para vengar concretamente a los mártires de Montjuich acude desde Londres el italiano M. Angiolillo, que financiado por un independentista cubano asesina con un revólver a Cánovas del Castillo en 1897. Nuevamente se alzan voces contra la pena de muerte, que tampoco le evitan pasar por el garrote vil, y durante más de un lustro no hay nuevos mártires. La latencia se suspende en 1906, cuando otra orsini disfrazada de ramo floral cae desde un tercer piso de la calle Mayor de Madrid, precisamente al paso de los recién casados Alfonso XIII y Victoria Eugenia. El bibliotecario catalán Mateu Morral está a punto de lograr la hazaña más notable en la historia del movimiento, dada la extraordinaria aglomeración de personas, pero el proyectil tropieza con el cable del tranvía y ese desvío salva a la pareja real. En cualquier caso mejora lo conseguido por Franch en El Liceo, pues sucumben 30 personas y un centenar resulta mutilado o herido de gravedad.
El joven Morral, que deslumbró a Baroja y Valle Inclán frecuentando las noches previas una cervecería donde se reunían[1361], tuvo fuerzas para matar algo más tarde a un guardia jurado antes de suicidarse. En la planta baja de la pensión donde se alojaba sigue sirviendo su legendaria gallina en pepitoria Casa Ciriaco, una de las pocas tascas supervivientes, y no es ocioso recordar que durante la Guerra Civil la calle Mayor pasó a llamarse Mateo Morral, en testimonio de una admiración no compartida por los vecinos de aquella manzana.
Por lo demás, entre las ignominias de España estaba también que el reclutamiento pudiera evitarse con el pago de 6.000 reales[1362], entendiéndose que las colonias se defenderían hasta el último hombre, salvo los señoritos. Combinada con la guerra que estalla en Marruecos dos años más tarde, esta circunstancia pondrá en marcha planes de conquistar Barcelona aprovechando que allí embarca la carne de cañón enviada a Melilla. El 11 de julio de 1909 toda la prensa se hace eco de que la junta de damas ilustres encargada de despedir festivamente a uno de los grupos de tropas —el batallón de cazadores de Reus— ve rechazadas sus medallas y escapularios, entre voces de «que vayan los ricos, o todos o ninguno», acompañadas por algún tiro al aire de sus mandos.
El 18 de ese mismo mes —aprovechando las noticias de graves reveses militares en África—, un mitin convocado por Pablo Iglesias plantea una «huelga general por la paz», que aplaza las diferencias entre comunistas y anarquistas y es apoyada por parte de los republicanos, creando informalmente el primer tripartito[1363]. Una semana después, el lunes 26, gente de los barrios periféricos afluye al centro de la ciudad alegando recolectar fondos para el parado por la paz, si bien su antibelicismo incluye cerrar comercios y cafés, interrumpir la circulación, asaltar dos comisarías y tomar algún depósito de armas[1364]. Cuando llegue la noche el sabotaje en centrales eléctricas, vías férreas, hilos de telégrafo y teléfono suspende las comunicaciones y el suministro de energía, dejando a Barcelona no solo incomunicada y sin luz sino incapaz de informarse mediante periódicos.
El martes, mientras el ejército permanece acuartelado a la espera de refuerzos, la exaltación popular incluye actos insólitos como profanar el cementerio contiguo al convento de las Jerónimas, depositar algunas momias en las aceras e incluso pantomimas de «loco carnaval» con ellas[1365]. Esa noche arden 23 edificios en el centro de la ciudad y ocho conventos en la periferia, mueren tres eclesiásticos y una monja anciana es obligada a desnudarse en la vía pública para «comprobar que no esconde armas bajo los hábitos»[1366]. El miércoles, coincidiendo con la erección de cientos de barricadas, Barcelona se declara «ciudad libre» y entre las octavillas distribuidas destaca la obra de un genio anónimo, que plantea el espíritu de la Restitución moderna con inigualada elocuencia:
«Jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie. Romped los archivos de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para purificar la infame organización social. Penetrad en sus humildes corazones y levantad legiones de proletarios, de manera que el mundo tiemble ante sus nuevos jueces. No os detengáis ante los altares ni ante las tumbas... Luchad, matad, morid»[1367].
El jueves la policía ha desertado aunque no así pequeños grupos de guardias civiles dispuestos a vender cara su vida, cuya actitud resulta decisiva para que los sublevados se confirmen en montar barricadas, un símbolo tan sagrado como comprometido con la estrategia perdedora. Al grito de «¡los calabozos católicos dejaron de existir!» son incendiadas 12 parroquias y otros 52 conventos, así como todos los registros, ganando para el centro el título de ciutat cremada mientras la violencia se extiende a poblaciones del entorno[1368].
No obstante, el éxito dependía de aprovechar el factor sorpresa, combinado con la abrumadora ventaja numérica que otorgaba la inhibición inicial del Ejército. Lejos de ello, los festejos y abrazos de los barricadistas prefieren olvidar la deserción de sus jefaturas —pues ni Lerroux ni Iglesias están dispuestos a jugarse la cabeza—, y la llegada de varios regimientos regulares, que empiezan a recobrar el terreno desde la zona del puerto y Las Ramblas.
El juicio por responsabilidades termina tres años después, con 175 penas de destierro y cinco de muerte, entre un clamor nacional e internacional sobre «la represión durísima y arbitraria» desplegada por el gobierno de Maura, suficiente para retirarle el apoyo de Alfonso XIII y forzar su dimisión. De los cinco ejecutados se imputan a cuatro de ellos actos concretos de agresión[1370], y las protestas de injusticia se centran en Francisco Ferrer Guardia (1859-1909), un pedagogo acusado de inspirar, financiar y colaborar con los incendiarios. Considerando que fue calumniado porque su Escuela Moderna era una competencia peligrosa para los colegios clericales, la historia lacrimógena le recuerda como «chivo expiatorio de la oligarquía y la Iglesia»[1371].
Persona de cuna humilde, el cuantioso legado de una anciana discípula francesa le permitió no solo fundar su Escuela sino editar el periódico La Huelga General, subvencionar al partido de Lerroux, facilitar un cheque al anarquista Malato para que atentase en 1905 contra Alfonso XIII en París y emplear a Mateu Morral como bibliotecario, contribuyendo al nuevo atentado de la calle Mayor[1372]. El artículo de la Wikipedia española dedicado a Ferrer no discute ninguno de estos extremos, pero le considera víctima de «una revuelta en la que ni siquiera participó», pues «las únicas pruebas fueron testigos de verle dirigir el incendio de edificios religiosos, etcétera»[1373]. Lo más simpático de su Escuela fue no segregar los sexos, y lo más problemático el programa de «evitar todo dogma» por el procedimiento de
«fomentar la no competitividad, el pensamiento libre e individual (es decir no condicionado), el excursionismo al campo y el desarrollo integral del niño, estudiando las causas que mantienen la ignorancia popular y conociendo así el origen de todas las prácticas rutinarias que dan vida al actual régimen insolidario»[1374].
Sería redundante volver sobre reparos a la competencia expuestos ya desde diversos ángulos[1375], que en el caso de Ferrer no coinciden precisamente con el programa de neutralidad valorativa defendido por Weber y Schumpeter. Sea como fuere, su figura reúne anticlericalismo, colectivismo e independentismo, y financiar los primeros pasos del Partido Republicano Radical iba a permitir indirectamente que Pablo Iglesias lograra su primer escaño en el Congreso de los Diputados. De paso instó la transformación del anarquista en sindicalista a través de la CNT, una central nacida al amparo de la indignación suscitada por su fusilamiento, en 1909. El «Kant de la Barceloneta», como le llamaba Baroja, murió declarando «¡Soy inocente! ¡Viva la Escuela Moderna!».
Con un Alfonso XIII sobrepasado, intentando complacer a todos y en particular a una opinión pública internacional donde el comunismo ganaba rápidamente prestigio como forma contemporánea del humanismo, Barcelona pasa de conocerse como «ciudad de las bombas» a ser «la meca del plomo», recorrida por pistoleros que rivalizan como bandas capaces de reventar huelgas y asegurar también su éxito con intimidación y sabotajes. Los sindicatos de clase reaccionan airadamente contra las iniciativas orientadas a sindicatos de composición mixta («amarillos»), y el último capítulo de la saga heroica llega con Los Solidarios (inicialmente Los Justicieros), un grupo de autodefensa llamado a frenar «el gangsterismo de la patronal», que se financia con atracos y secuestros[1376].
El sentimiento revolucionario cobra nuevo impulso al llegar el llamado trienio bolchevista (1919-1922), cuando el campo andaluz pasa del milenarismo tradicional a un ateísmo tan fervoroso como su frenesí lector, pues lo ocurrido en el país más grande del mundo es para una población en buena medida iletrada la prueba fehaciente del portento anunciado por sus abuelos. «A veces, la mera lectura de algún texto era suficiente para que un labriego se sintiera repentinamente iluminado. Abandonaba el tabaco, la bebida y el juego. Dejaba de frecuentar las casas de prostitución. Ponía especial cuidado en no pronunciar la palabra Dios. No se casaría, sino que viviría sin otro formulismo que la voluntad de ambos con su “compañera” a la que sería estrictamente fiel»[1377]. Muchos bares aldeanos se convierten en Ateneos improvisados, donde Tierra y Libertad, Solidaridad Obrera y periódicos afines se recitan en un clima de silencio reverencial[1378].
En medios urbanos las noticias de Rusia galvanizan también al comunismo y el anarquismo, si bien la información fluye rápidamente y no tardará en conocerse que ácratas y bolcheviques se matan allí los unos a los otros, y que no pocos bakuninistas preferirán aliarse con unidades del ejército blanco durante su confusa y atroz Guerra Civil, como acontece en Ucrania y el Mar Blanco. Sea como fuere, la situación es todavía más penosa que décadas atrás, contando con las fuerzas telúricas despertadas en el agro por la segunda generación de apóstoles. La oligarquía tiembla, y sucesivos gabinetes ministeriales cavilan sobre la manera de aplacar a legiones de iluminados que no son intelectuales sino hombres y mujeres hechos a la vida dura, tan invencibles como los primeros cristianos (en su mayoría esclavos) para el pretor de Roma.
De ahí que ya en 1904 una ley del primer Gobierno Maura establezca la obligatoriedad del descanso dominical, cuando en otros países era todavía algo solo pactado privadamente, poniendo en marcha el sistema público de pensiones. En 1919, urgida por la huelga general que convocan UGT y CNT, España resulta ser el primer país del mundo donde se consagra legalmente la jornada de ocho horas, meta primaria (e incumplida) de la segunda Internacional, aunque un hito tan memorable en la historia del trabajo por cuenta ajena no contribuye a calmar los ánimos. Ese año la federación andaluza de la CNT distribuye 100.854 carnés de afiliados —en contraste con 23.900 de la UGT para la misma zona—, y la radicalización política del jornalero siembra en propietarios y patronos un temor que induce su retirada a las grandes ciudades, multiplicando el absentismo.
Díez del Moral, de quien tomo estos datos, calcula que entre 1917 y 1921 la presión de ambos sindicatos consigue un incremento nominal medio del 150 por ciento en los salarios, magnitud sin parangón con lo obtenido en cualquier otro país. Pero «las masas» siguen protestando por una carestía intolerable de la vida, ajenas a la correlación de sus aumentos con una espiral inflacionaria que hincha los precios, mina el ahorro capaz de sostener la inversión y al recortar el beneficio empresarial estrangula progresivamente la oferta de empleo. Coincidiendo con la máxima intensidad alcanzada por la agitación campesina, Blas Infante redacta un Manifiesto Andalucista (1/1/1919) que añora el califato de Córdoba[1379], mientras en Cataluña reina el pistolerismo y los gobiernos de Romanones hacen una concesión tras otra sin desactivar el engranaje de odios.
Los siete años de aquello que empezó como dictadura y acabó llamándose dictablanda modernizaron la industria y tranquilizaron al comercio, generando recursos para un plan de infraestructuras que construyó las primeras grandes presas y la mejor red europea de carreteras del momento. Las exportaciones se triplicaron, los ahorros pasaron de esconderse bajo el colchón a ser depósitos bancarios reinvertidos en forma de crédito empresarial, la práctica de defraudar al Fisco sufrió su primer revés grave —al establecerse entre otras cosas un impuesto directo progresivo—, la peseta pasó a ser una divisa no indiscernible de las bananeras, con la cual especulará entre otros Keynes cuando asuma en 1920 el control gubernamental de cambios[1381], y hasta la sangría de Marruecos dio paso a una indefinida paz[1382].
Sin perjuicio de deberse en parte al Directorio[1383], que frenó la corrupción institucional con Gabinetes formados por gente insólitamente honrada, la magnitud del cambio debe atribuirse ante todo a la neutralidad durante la Gran Guerra, sin duda el hecho más estimulante desde el descubrimiento de América. En 1930 el PIB toca su techo histórico, el Martes Negro de Wall Street no encuentra a España en primera línea del incendio —gracias al relativo atraso de su sistema financiero—, y durante el lustro siguiente el sector agrícola se verá favorecido por la buena suerte[1384]. Pero Primo de Rivera dimite, instado por la ingratitud de unos y otros, se reinstalan los ancestrales fervores cainitas y a despecho de saludarse como un triunfo del espíritu cívico la Segunda República nace mutilada por ellos. La mediocridad, el rencor y el fanatismo de clericales y anticlericales la inauguran con presagios que hunden la Bolsa, induciendo una fuga masiva de capital.
El temor último es que el poder de intimidación pueda volver a independizar los aumentos salariales de mejoras en la productividad, un círculo vicioso aplazado pero no desarraigado que retorna con parlamentarios revanchistas. En 1931 la recién legalizada CNT tiene ya unos 535.000 afiliados, que en 1935 son algo más del doble; UGT cuenta con otro tanto aproximadamente[1385], y como todavía no se han declarado la guerra su capacidad conjunta para paralizar la producción y distribución materializa el espectro de sueldos que crecen sobre el vacío, desmoralizando y arruinando a buena parte del empresariado con exigencias ajenas a la viabilidad de cada negocio particular. Décadas antes, en el resto de Europa occidental el poderío de sindicatos centrados en anular progresivamente el beneficio del empleador suscitó las turbulencias que desembocan en la Primera Guerra Mundial, y lo que espera a España es su cuarta Guerra Civil, un holocausto agravado ahora por añadirse al conflicto entre absolutistas y no absolutistas la divergencia ideológica del anarquismo y el leninismo.
En apenas un lustro la inversión privada colapsa sin que la pública se acerque remotamente a la mantenida por la Dictablanda; el gobierno de Largo Caballero dispara las retribuciones por decreto[1386], y el desempleo pasa de medio a un millón de personas. Esto ultimo se considera un infortunio casual, cuando no fruto de maquinaciones para matar de hambre al pueblo, mientras el Ejecutivo diseña planes que empiezan adulterando la moneda metálica y acabarán emitiendo discos de cartón «con curso legal», como los impresos en 1938[1387]. Bastante antes de que estalle la Guerra Civil, en el periodo 1931-1933, la amalgama de huelgas y legislación laboral ha convertido el «milagro» económico español en recesión generalizada, que reduce el crédito a una fracción del circulante en 1930[1388].
Perteneciendo a otro lugar la ulterior guerra, y su posguerra, del anarquismo ibérico queda haber evocado una simpatía universal dentro y más allá también de sus fronteras. Mi generación, por ejemplo, se formó venerando a la CNT como única empresa revolucionaria sin dogma ni ansia de dominio, cuyo adversario principal fue la ingenuidad propia de gentes tan benévolas como rudimentariamente educadas. Quien vea en la libertad el norte y el valor supremo será siempre ácrata, aunque ni su versión rusa ni la ibérica enseñen a respetar la autonomía ajena, y se consientan hipotecar la propia al fanatismo homicida. En su Homenaje a Cataluña, describiendo la Barcelona de 1937, cuenta Orwell
«por todas partes cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampoco usted; todos se trataban de “camarada” y “tú”, y decían ¡salud! en lugar de buenos días».
Prácticamente lo mismo había ocurrido en el París de 1792, donde llegó a prohibirse otro trato que el de «ciudadano» mientras la recatada Nôtre Dame era sustituida por diosas de senos desnudos tocadas con el gorro frigio. También allí almas bien nacidas se mezclaron con émulos de Caín en aglomeraciones resueltas a fundar el orden social justo, y en España los ácratas reñidos con la crueldad fueron mayoritarios, si se comparan con el número de sádicos acogidos a dicho rótulo[1389]. Pero el objeto de este libro no es promediar el carácter sino un fenómeno recurrente de hostilidad hacia el comercio, que en el caso del anarquismo español nunca llegó a ser su núcleo programático. Recobrando el Progreso con un siglo de retraso, las hijas dejaron de bautizarse con nombres como Dolores, Martirio, Soledad o Angustias y pasaron a inscribirse en el registro civil con nombres como Floreal, Alba, Aurora o Acracia, ciertamente menos ominosos.
Otra cosa es que ese perfil de las cosas sugiera poco después a un compatriota de Orwell asertos como el siguiente: «El ejército se sublevó esperando imponerse en pocos días, y el heroísmo de la clase obrera frustró este proyecto, empezando la revolución tanto tiempo esperada por el proletariado»[1390]. No se recuerda en Barcelona una recepción tan entusiástica como la ofrecida a las tropas de Franco, al cabo de tres años diciendo salud en vez de buenos días —algunos por gusto y en todo caso por precaución—, precedidos por tres décadas como meca del plomo. Imaginar que el país inauguró entonces «la revolución tanto tiempo esperada por el proletariado» sume en tinieblas por qué se perdió aquella guerra, un asunto que remite a tres cuestiones obviadas por la campaña de Memoria Histórica: cuál fue la distribución del voto en 1936[1391], cuántos españoles deseaban entonces abolir la propiedad privada, y sobre todo cuántos fueron desertando de cada bando a lo largo de la contienda. Baste recordar que en Madrid los primeros seis meses de la guerra añadieron al cadáver de Calvo Sotelo más de 8.000 ejecuciones sumarias, no debidas a «elementos incontrolados» sino a checas gestionadas por partidos y sindicatos[1392].
La cuestión sustancial es qué distingue realmente al trabajo por cuenta propia del trabajo por cuenta ajena, y a tales efectos nada resulta tan ilustrativo como seguir estudiando la evolución del sindicalismo en el resto de Europa y en Norteamérica. Dada la igualdad jurídica establecida constitucionalmente, que los camareros traten al cliente como a un igual es un oxímoron cuando no una insolencia, funesta para la caja del bar o café donde desempeñen su tarea, pues en este orden de cosas preferir unos modales a otros es tan idiosincrásico como preferir la dieta cárnica a la macrobiótica, la posología estándar a la homeopática. Por fortuna o por desdicha, el discurrir del mundo sustituye toda suerte de clichés caprichosos por hechos sin vuelta atrás, combinados una y otra vez con retornos de lo reprimido.