«Unir en cierto anuncio a la muchacha más bonita de todos los tiempos con un cigarrillo malo demostrará ser a la larga incapaz de mantener sus ventas. No hay salvaguarda igualmente eficaz tratándose de decisiones políticas»[1393].
Al otro lado del Atlántico, la jornada laboral es un asunto calurosamente debatido desde la fundación de Nueva Armonía por Owen, en 1825, pues cuando el Congreso le invite a exponer sus planes y doctrinas afirmará que en el Nuevo Mundo Moral un tercio del día debe dedicarse al trabajo, otro tercio al disfrute y el tercero al reposo. Esto terminaría por ser reconocido en todo el mundo como semana inglesa, aunque fue España quien lo puso en práctica por primera vez, como acabamos de ver, y la Norteamérica de entonces estaba lejos de aceptarlo, e incluso de imaginarlo siquiera.
La doctrina vigente —una sentencia de 1806, en el caso Commonwealth versus Pullis— entendía que cualquier sindicato era conspiración criminal, y hasta qué punto resultaban miserables las condiciones reinantes lo indica la huelga de las Once Horas, protagonizada por unos dos mil tejedores de Patterson (Nueva Jersey) en 1834, pues trabajaban trece y media[1394]. Ese mismo año mineros de Filadelfia decretan paros bajo el lema «de 6 a 6, diez de faena y dos para comidas», y ambas iniciativas fracasan por no tener fondos de resistencia, aunque cuentan con un firme apoyo en la opinión pública. Gracias ante todo a ella, en 1835 la pauta de diez horas «está implantada casi universalmente»[1395], y el Tribunal Supremo de Massachussets casa en 1842 la doctrina de 1806, arbitrando que los sindicatos «no son necesariamente instituciones delictivas».
Factores como rendimiento, jornada y remuneración no siempre se asumen como facetas de un mismo proceso —regido por la eficiencia en última instancia—, pues demagogos tanto patronales como sindicales insisten en atribuir independencia a uno u otro de tales elementos, cuando solo el conjunto torna viable, por no decir inteligible, su continuidad. Allí donde esto pasa a segundo plano las paradojas se multiplican, y el número de parados puede crecer tan rápidamente como acaba de mostrar la Segunda República española, en contraste con los resultados de cultivar la sobriedad productiva[1396].
Curiosamente, la semana de 56 horas —caballo de batalla de la primera Internacional— solo se consagró cuatro años después de que desapareciese, al aprobarse la Factory Act de 1875 instada por el conservador Disraeli, y no menos curioso es que la semana de 40 horas fuera una iniciativa de empresarios.
En 1864, coincidiendo con el nacimiento de la primera IWA, el tallista Carl Zeiss aprovechó haber revolucionado la calidad de sus lentes[1397] para revolucionar también el rendimiento del negocio, no solo reduciendo la jornada a una hora menos sino introduciendo la novedad de estimular a su plantilla —compuesta entonces por unas treinta personas— con el fin de semana libre. Un resultado adicional serían las horas extraordinarias, fracciones mejor pagadas que ajustaban de modo más preciso el interés del empleado y el de su empleador, pues una parte creciente de los procesos descansaría sobre los más aptos o motivados.
La Zeiss IG no tardó en tener miles de operarios y ser imitada por otras empresas alemanas parejamente innovadoras, como la Bosch GMBH, aprovechando la doble ventaja de canalizar selectivamente la remuneración y mantener al resto de la plantilla satisfecho con el recorte substancial en esfuerzo. Noticias sobre esa anomalía acabaron llegando al órgano principal del sindicalismo politizado —el ya conocido La Colmena[1398]—, que vio en ello una maniobra para discriminar entre empleados de primera y segunda, corriendo un velo sobre la explotación como tal. En efecto, Zeiss y Bosch afinaron las maneras de distinguir entre quien comienza su trabajo contando los minutos que faltan para irse y quienes se enfrascan en la tarea, cuando tanto La Colmena como Blanqui o Marx llaman explotado al primer tipo de operario, y alienado al segundo.
Que el régimen laboral sea una función de viabilidad mercantil y no necesariamente un melodrama, protagonizado por capataces y esclavos, volvió a demostrarlo Henry Ford en 1914, cuando introdujo de modo unilateral no solo la semana de 40 horas sino un aumento del sueldo mínimo diario de 2,40 a 5 dólares, en su enorme complejo de Detroit. El motivo no fue humanitario, aclaró, sino estimular el rendimiento y convertir a sus empleados en consumidores de la propia fábrica[1399].
Está llegando la gilded age o edad del metal bañado, una expresión irónica para la costumbre de recubrir algún soporte más vulgar con oro y plata, cuyos nuevos empresarios —Carnegie, Vanderbilt, Rockefeller, Pulmann, Morgan, McCormick— son a la vez «barones bandidos» y los mayores filántropos recordados. El hito legislativo del momento es la Sherman Act de 1890, que prohíbe reducir la competencia en toda suerte de mercados, y compromete al gobierno federal con la tarea de proteger al público ante monopolios, oligopolios y colusiones.
Al metal bañado sucede la era llamada del progresivismo, que se propone conciliar el espíritu del librecambio con una actividad anticíclica de la Administración, en línea con la tradición británica que ha ido aprovechando el Bank of England a tales efectos. El recelo federalista no admite un Bank of America, aunque sí componendas que acaban suscitando el Sistema de la Reserva Federal (1914). El progresivismo cree en métodos científicos para combatir la corrupción, y tras aprobar la Pure Food and Drug Act de 1906 se lanzará sin vacilaciones a la Prohibición[1402], «el experimento moral más audaz de todos los tiempos» —en palabras del presidente Hoover—, cuyo efecto imprevisto es crear el crimen organizado, y asegurarle un sólido imperio.
Entretanto, y a despecho de la herida abierta por el pánico de 1873, el país inicia su ascenso irresistible al puesto de superpotencia. En 1890 —cuando acaba de terminar la violenta huelga del ferrocarril al sudoeste—, su renta per cápita dobla la francesa y alemana, superando en un 50 por ciento a la inglesa[1403], y su andadura por la cuerda floja del desarrollo es el reflejo más nítido de que prosperidad y crisis se solicitan recíprocamente. Por lo demás, tanto allí como en Europa el nexo entre depresiones económicas y desarrollo sindical ha dejado de ser unívoco. Lo que antes era o parecía ser siempre efecto de penurias o incertidumbres para el trabajador por cuenta ajena, forzándole a organizarse como grupo de presión política, desde finales de siglo puede ser eso y también lo opuesto, una fuente primaria de carestía. Seguirán enfrentamientos titánicos entre uniones y patronos, aunque allí se irán resolviendo a la inversa que en el Viejo Mundo, pues cada vez va teniendo menos sentido el colectivismo y su invitación a la guerra civil.
El primer atisbo de semana inglesa en Norteamérica es un decreto del presidente Grant, que desde 1869 establece la jornada de ocho horas para todo tipo de personal al servicio de su Administración. Esto introdujo un elemento de agravio comparativo para el resto, muchos de ellos emigrantes europeos recién llegados[1404] y algunos unidos ya a la Noble y Sagrada Orden de los Caballeros del Trabajo (KLO), primer sindicato norteamericano de alcance nacional. Proponiendo extender la normativa de Grant a todos los empleos, la KLO pasó de 28.000 miembros en 1869 a unos 700.000 en 1885, cuando S. Gompers —cabeza del sindicato de Cigar Makers— ofreció una alternativa tecnocrática a su tendencia más bien gótica[1405], creando la AFL.
La decadencia de los Caballeros se aceleró al verse implicados (muy a su pesar) en la masacre del Haymarket en Chicago, consecuencia a su vez del sensacional éxito obtenido por la campaña en favor de las ocho horas, que el 1 de mayo de 1886 asombró al país con el seguimiento de unos 340.000 operarios. Al menos la cuarta parte vivía en el área de Chicago, y ante su exhibición de unidad muchos patronos cedieron, conviniendo jornadas más breves para unos 45.000[1406]. En otras fábricas la tensión persistía, y los partidarios de invertir el curso conciliador de las cosas convocaron para el día 3 una manifestación junto a la mayor de ellas[1407]. Fue determinante a esos efectos el Arbeiter Zeitung, una gaceta anarquista editada allí por el joven A. Spies, cuya sola existencia indica hasta qué punto era numerosa la mano de obra alemana. Los eventos ulteriores son lo equivalente al Peterloo manchesteriano[1408], e instructivamente dispares en desarrollo y consecuencias.
La policía interrumpió a Spies mientras arengaba a unos 6.000 obreros; hubo un forcejeo terminado en tiros —según los agentes para protegerse, según los manifestantes «para exterminar al pueblo pacífico y desarmado»—, y dos o cuatro trabajadores resultaron muertos. Aunque caía ya la noche, algo análogo parece haber estado previsto y hubo por eso tinta, papel y tiempo para distribuir por toda la ciudad 20.000 pasquines en alemán e inglés, llamando a una nueva manifestación para las siete del día siguiente, el 4 de mayo. La policía recibió órdenes de no intervenir salvo agresión directa, y los tres oradores previstos pudieron disertar hasta las diez sin verse molestados. El alcalde respiró con alivio cuando les vio alejarse de la tribuna por decisión propia, y como la plaza seguía llena de gente un grupo de agentes se acercó al estrado para sugerir que fuesen volviendo a sus casas.
En ese momento alguien arroja una orsini sobre ese grupo, que mata instantáneamente a ocho policías y destroza buena parte del alumbrado. Envuelto el escenario en humo y tinieblas, sigue un tiroteo que la multitud en estampida agrava, cuyo número de víctimas nunca se precisaría oficialmente. El New York Times del 5 menciona 60 policías heridos —muchos por fuego propio—, cuatro obreros muertos y más de doscientos civiles ingresados en hospitales. El editorial del 6 sentencia: «Las miserables enseñanzas de los anarquistas fructificaron en Chicago, y al menos una docena de hombres sanos y valerosos pagaron con su vida tributo a la doctrina de herr Johann Most»[1409].
Ignorando en buena medida las reglas procesales, las averiguaciones sentaron en el banquillo a los tres oradores del Haymarket, junto con otros cuatro camaradas de Spies, cuya defensa se centró en demostrar que ninguno había lanzado el proyectil. El supuesto lanzador (otro alemán) desapareció después de haber comparecido, dando lugar a rumores sobre su condición de agent provocateur, y a un cuadro de explicaciones casi idéntico al surgido tras la bomba lanzada en Barcelona sobre la procesión del Corpus. Por lo demás, poco antes Spies había recibido de Most 12 kilos de dinamita («medicina», decía el telegrama anunciador) e instrucciones para usarla[1410]. También apareció un desván donde se armaban artefactos como el usado el 4 de mayo.
El tejano A. Parsons —orador estrella del acto— era a todas luces el menos implicado, y tras un breve periodo de clandestinidad se entregó a la justicia como cinco años antes hiciera Zhelyabov, que sin poder intervenir en la hazaña revolucionaria no quiso desaprovechar su ocasión para hacer propaganda de ella. Dos de los acusados se declararon culpables, pidieron clemencia y vieron conmutada la pena capital por prisión perpetua. Un tercero, L. Lingg, demostró su familiaridad con la nitroglicerina suicidándose en el calabozo con la contenida dentro de un cigarro habano. El resto se declaró «totalmente inocente». Parsons hizo uso de la última palabra para decir:
«No desfallezcáis. Arrojad luz sobre las iniquidades del capitalismo; exponed la esclavitud de la ley, proclamad la tiranía del gobierno, denunciad la codicia, la crueldad, las abominaciones de la clase privilegiada, que descansa sobre el trabajo de sus esclavos asalariados».
Spies se extendió apenas un poco más:
«Vive aún la verdad crucificada en Sócrates, Cristo, Giordano Bruno, Huss, Galileo. ¡Estamos listos para cargar con ella! Tomad mi vida para satisfacer la furia de de una turba semi-bárbara, y salvad la de mis camaradas. Sé que cada uno de ellos desea morir, quizá aún más que yo, y no hago la oferta por ellos sino en nombre de la humanidad y su progreso. En interés de un desarrollo pacífico de las fuerzas sociales, si posible fuese».
Sobre esta posibilidad las ideas de Spies fluctuaron, pues el penúltimo editorial de su gaceta pedía «que la clase asalariada se arme urgentemente, para oponer a los explotadores el único argumento efectivo: la violencia». También era manifiesto que al menos Parsons había sido ejecutado por sus ideas, y en 1893 el gobernador del Estado puso en libertad a quienes seguían presos, considerándoles víctimas de «histeria, jurados gregarios y un juez prejuiciado». De ahí un monumento a los Mártires del Haymarket que sigue siendo el principal centro de peregrinación anarquista del país, donde cada 4 de mayo se pronuncian discursos. Como los atentados en Cataluña, atribuirlo a maniobras del autoritario para desprestigiar al libertario justificó violencias ulteriores como «mera reacción ante la brutalidad policial».
Esto alegó textualmente en 1900 el tejedor ítaloamericano G. Bresci para desplazarse desde Nueva Jersey a Milán, donde mató de cuatro disparos a Humberto I de Italia, un monarca que llevaba años perseguido por su colega L. Lucheni, cuya maestría en el manejo del estilete le permitió atravesar el corazón de Sissi, la emperatriz austro-húngara, sin que ella se diese cuenta siquiera antes de desmayarse[1411]. Bresci había «peregrinado» antes al monumento de los mártires en Chicago, y lo mismo hizo el hijo de emigrantes polacos L. Czolgosz, antes de herir con una bala de gran calibre al presidente McKinley en agosto de 1901, precipitando una espantosa agonía de cuatro semanas[1412].
Los dos primeros se habían formado leyendo a E. Malatesta —el anarquista más famoso de su tiempo, original por no verse nunca implicado en asesinatos—, y el tercero a través de Most y su círculo. En otros países la ola de atentados lleva a prohibir cualquier «propaganda de la hazaña», aunque la Constitución norteamericana garantiza la libertad de pensamiento y expresión. De ahí una pervivencia pública para el proyecto ácrata, que seguirá vivo gracias al propio Most, su discípula E. Goldman y la viuda de Parsons. Estas últimas recorrerán el país durante décadas, dando conferencias, asistiendo a congresos y denunciándose una a la otra como expresiones inauténticas del anarquismo.
Entre la Guerra de Secesión y la Mundial, el sindicalismo norteamericano combina sus constantes con figuras como Big Bill Haywood, que emula a Wild Bill Hitchcock y Pat Garret en minas y naves de taller, luchando por los derechos adquiridos de sus uniones como aquellos luchaban por pacificar ciudades sin ley, o el batallón de Custer por combatir a los infelices sioux. Inmersos en la explosión espiritual llamada Segundo Gran Despertar[1416], la mayoría de los líderes sindicales admira al empresario y coopera con él mientras siga sus consejos, empezando por negarse a admitir trabajadores no afiliados a tal o cual sindicato. En otro caso la cuestión se dirime a tiros, con una violencia prolongada hasta extremos de crueldad cuando se trata de colegas desobedientes y revientahuelgas[1417], pues el empleado dispuesto a ir por libre es siempre muy mayoritario.
En el desafío de Pennsylvania, por ejemplo, la espada de Damocles para los huelguistas es que cualquier puesto del complejo siderúrgico sea muy codiciado, pues acaba de conceder un aumento del 30 por ciento en los sueldos para aplacar los ánimos del contestatario. Nadie había pagado remotamente tanto como Carnegie por la misma función, nadie tenía más profesionales dispuestos a incorporarse en lugar del parado por voluntad propia, y el sindicato convocante de la huelga no vaciló en impedirlo tomando el recinto. Resultaba a su juicio legítimo exigir un aumento del 60 por ciento, ya que ese asombroso beneficio era según la prensa el fruto de las reformas aplicadas por la planta de Homestead al proceso productor de acero. Como era de prever, la empresa no accedió.
Dos años más tarde, la huelga de ferrocarriles terminó con 13 operarios muertos, 57 heridos graves y la movilización de 12.000 soldados para proteger a trabajadores conformes con reanudar el trabajo, dada la agresividad desplegada por distintos piquetes. La destrucción de vagones, vías, estaciones y otros bienes de equipo se calculó en unos diez mil millones de dólares actuales, y la intervención del Ejército se amparó en la reciente ley Sherman anti-trust, entendiendo que interferir el servicio postal era una amenaza a la seguridad pública indiscernible de cualquier otra práctica monopolística. Por lo demás, los huelguistas triunfaron en varios planos, pues aumentó el porcentaje de afiliados, los salarios se elevaron y la jornada de trabajo se redujo. Por primera vez, pareció que un sindicalismo de corte tecnocrático —ajeno a pretensiones ácratas o comunistas— acarreaba ventajas superiores a sus riesgos.
Ocho años después la amenaza para el bien público fue cortar el suministro de antracita, el carbón usado para calentar los hogares, «anticipando para el próximo invierno terribles sufrimientos» en palabras del presidente Th. Roosevelt. Su ministro de Justicia le advirtió que no podría recurrir en ese caso a la Sherman Act, y el problema pareció tanto más insoluble cuanto que los mineros contaban con el apoyo del clero católico en bloque. Por su parte, los dueños de las minas tenían importantes stocks acumulados, y veían con buenos ojos colapsos en la producción que repercutirían automáticamente en aumentos del precio. El sindicato UMWA[1418], que exigía ser el único interlocutor, estaba acusado de asesinar a más de 20 esquiroles, aunque disponía en principio de unos 200.000 incondicionales —muchos provistos de rifles y dispuestos a usarlos, como demostrarían un año después las llamadas guerras mineras de Colorado—. Al acercarse el tiempo frío todo anticipaba un resultado peor aún que el de la gran huelga ferroviaria, aunque emerge de repente el financiero J. P. Morgan para sentarse a dialogar con ambos bandos, y en cuestión de horas alcanza una solución negociada.
A líderes sindicales tan demagógicos como Haywood o Lewis[1419] correspondían entonces instituciones tan cerriles como la NAM (National Association of Manufacturers), que del derecho de cada autónomo a dirigir su negocio dedujo la identidad de toda organización laboral con «metas de despotismo y esclavitud», alimentando así la espiral de represalias buscada por el enemigo del comercio. Entretanto, el Congreso se propuso desactivar ambos cabos de la espoleta con la ley Erdman sobre ferrocarriles (1898), fuente de ulteriores preceptos federales y estatales basados en un importante deslinde. Aunque seguiría rigiendo el principio de contratación libre para ambas partes, despedir a trabajadores en nombre de su afiliación o actividad sindical pasaba a ser un delito perseguible de oficio, porque una cosa es la autonomía de todos y otra discriminar por ideas, raza o cualquier factor distinto del desempeño laboral, algo prevenido expresamente por la Constitución. Este precepto introdujo también un freno a la política de hechos consumados, exigiendo procesos de mediación y arbitraje previos a cualquier iniciativa de huelga o cierre patronal.
Sin embargo, la confrontación más dura se hace esperar hasta el tránsito de la guerra a la paz, un momento traumático siempre para el equilibrio económico, cuando la cancelación de importantes contratos militares —combinada con el éxito de algunas huelgas previas, donde se lograron aumentos de sueldo próximos al 30 por ciento— ofreció margen de maniobra a toda suerte de líderes sindicales, y entre ellos al heredero de Haywood en el Partido norteamericano[1420]. El malestar se concentró en altos hornos y minas gestionadas por la gigantesca U. S. Steel Corporation[1421], enfrentada durante el verano de 1920 al desafío de unos 335.000 huelguistas-ocupadores. Cuando quienes se alojaban en viviendas de la compañía fueron invitados a abandonarlas estalló la llamada batalla de Matewan[1422], pues al denso fuego de rifle la fuerza pública respondió con morteros y ametralladoras, sin descontar alguna bomba arrojada desde el aire, suscitando lo que el NYT llamó «la mayor insurrección conocida en este país desde la guerra civil».
La chapa de acero obtenida se redujo ese año a la mitad, y no fue difícil demostrar que algunas de las iniciativas más intransigentes habían partido de Moscú, algo que castigó a ese sector con quince años de afiliación nula. El poder sindical futuro partiría de fundir dos federaciones «armonistas» a ultranza como la AFL de Gompers y la CIO de Lewis, y la regulación definitiva del convenio colectivo quedó aplazada hasta la National Recovery Act de 1933. No obstante, el crack del 29 —y el liberalismo social puesto en práctica por los cuatro mandatos presidenciales de F. D. Roosevelt— crearon un marco idóneo para multiplicar el porcentaje de trabajadores asociados gracias a la Wagner Act de 1935, que estableció salarios mínimos, redujo jornadas y mejoró las condiciones de trabajo[1423]. La afiliación alcanzaría su máximo en 1954, con un 35 por ciento de la mano de obra, y fue declinando a partir de entonces hasta un 12 por ciento en 2010[1424].
Sin acercarse nunca a la veneración asiática por el empleador, la AFL-CIO tampoco puso en duda las ventajas comparativas del sistema capitalista, y su principal adversario futuro iba a ser la corrupción interna, culminada por mafiosos legendarios como el presidente de la unión de camioneros, J. Hoffa. A diferencia del sindicalismo europeo, que demora su politización hasta finales del siglo XIX, pero se mantiene fiel al ideal colectivista desde entonces, el norteamericano no vacila ante actos de fuerza inauditos para el Viejo Mundo, lanzándose ocasionalmente a una ocupación indefinida de fábricas, minas y estaciones durante el periodo comprendido entre la masacre de Chicago y la batalla de Matewan. Por otra parte, la mística del carné sindical dependía de una figura tan pasajera como el emigrante pobre, que evoluciona desde el espíritu de frontera al talante conservador por lo mismo que le obliga a aclimatarse o desaparecer.
Aunque ideólogos anarquistas y marxistas logran lo equivalente a terremotos aquí y allá, bastan también el llamado pánico al anarquista de los años noventa y el pánico al bolchevique de los años veinte para fulminar cada momento de auge en la beligerancia. Norteamérica fue y es el país menos inclinado a poner en práctica dichos ideales, y la historia de su movimiento obrero se resuelve una y otra vez en la victoria del corporativismo sobre la ideología. Si se prefiere, el conflicto se concentra en la pugna del afiliado contra el no afiliado, batallando sindicatos de la misma actividad por vender su respectiva protección, pues la divisa de abolir el mundo mercantil nunca llega a calar remotamente en quienes alegan defender al trabajo del capital.
De alguna manera, todos salvo algunos líderes coinciden en querer promocionar dentro del esquema competitivo, como corresponde a quienes dejaron sus respectivas patrias para emigrar a la tierra de las oportunidades, reservadas explícitamente al emprendedor. El paternalismo, tan arraigado en otros confines, tiene en Norteamérica el obstáculo de ser lo anacrónico por excelencia. Para concluir el esbozo sobre la época heroica de su sindicalismo puede ser ilustrativo algún dato más sobre Andrew Carnegie (1835-1919), el monstruo paradigmático para Most, Spies y Berkman, que nada más llegar con su familia desde Escocia se empleó a los 13 años como bobbin boy[1425], y medio siglo después producía un tercio de todo el acero mundial.
Resumiendo su credo en gastar el primer tercio de la vida en «conseguir toda la educación posible», el segundo en «hacer todo el dinero posible», y el tercero en «darlo para causas que merezcan la pena», Carnegie publicó en 1898 un pequeño ensayo explicativo donde entre otras cosas leemos:
«El socialista o anarquista que aspira a derrocar el estado actual de cosas ataca el fundamento de la civilización, cuyo origen se retrotrae al día en que el trabajador le dijo a su colega perezoso: “si no siembras, no recogerás”, poniendo fin al comunismo primitivo con la separación de la abeja y el zángano. La civilización y el carácter sagrado de la propiedad se solicitan mutuamente, ya sea para asegurar los cien dólares que el obrero tiene en su cartilla de ahorro o los no menos legales millones del opulento».
Como el progreso depende crucialmente de «la acumulación de riqueza cumplida por quienes poseen la habilidad y energía capaces de producirla», el único asunto digno de consideración es el modo de hacer que revierta hacia los más dignos y necesitados. A juicio de Carnegie es evidente que «quien muere rico muere deshonrado (disgraced)», y si los magnates resultan ser ajenos a esa evidencia convendrá gravar sin piedad sus herencias. Con todo, lo óptimo será que ellos mismos los destinen en vida a «fines benévolos», que por supuesto coinciden con seguir creando riqueza, «pues ni el individuo ni la raza mejoran a través de limosnas». Su visión del futuro se concentra en una situación donde
«las leyes de acumulación y distribución se mantendrán libres. El individualismo continuará, pero los millonarios serán los albaceas de los pobres, a quienes se confía durante una estación (season) buena parte de la riqueza incrementada, al revelarse capaces de administrarla para la comunidad mucho mejor de lo que hubiesen hecho para sí mismos […] Está amaneciendo el día en que disponer del excedente de riqueza se encomendará a los más capaces de reinvertirlo en beneficio común»[1427].
Amigo íntimo de Spencer —con el cual no acabó nunca de coincidir, pues su planteamiento de un conflicto entre individuo y Estado le parecía simplista—, la actitud de Carnegie puede considerarse cinismo e idealismo a partes iguales, aunque ningún magnate carece de sentido práctico. La idea del millonario como albacea del pobre parte de coordinar un impuesto inmisericorde sobre grandes herencias con la exención total de legados cuyo destino sean actividades filantrópicas, y anuncia una transición de largo alcance que está implícita en el espíritu de casi todos los barones bandidos. El vulgo verá en ello una manera de seguir burlando al Fisco, pero confiar a los genios empresariales un margen de acción social no canalizado a través de Gobiernos desembocó en obras de interés tan público como ajeno a la limosna o la demagogia.
Con Bill Gates como discípulo más reciente de Carnegie, el fondo creado por fundaciones privadas acabó alcanzando un volumen gigantesco, sostén básico para continentes como África y principal garantía de socorro ante catástrofes ambientales, sin perjuicio de sufragar buena parte del gasto en educación e investigación de todo el orbe civilizado.