«Ningún análisis científico de la cultura es absolutamente “objetivo”. Conocemos puntos de vista particulares, y el ideal de reducir a “leyes” la realidad empírica carece de fundamento […] Las supuestas leyes sociales se reducen a los diversos apoyos que nuestras mentes emplean para acercarse a dicho fin»[1548].
Luxemburg fue quizá el único enemigo incondicional del comercio dispuesto a respetar tanto a la mayoría como a las minorías, o al menos eso podría colegirse de su afirmación: «la libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien piensa de otro modo»[1549]. En la galería de los mártires comunistas solo ella apoya sin condiciones el pluralismo ideológico, y si no viniésemos de leer su artículo del 7 de enero cabría poner en duda incluso su adhesión al tanto mejor tanto peor definitorio de la autenticidad revolucionaria. Haberse criado en el ámbito cultural polaco ayuda a entender sus diferencias con la cúpula del SPD, y aunque solo sea de manera tangencial ilustra por qué dos revoluciones marxistas como la rusa y la alemana, separadas por un año escaso[1550], partan de una situación parejamente catastrófica y susciten desenlaces diametralmente distintos. El país con más adeptos de Marx resulta ser el más implacable a la hora de evitar una dictadura bolchevique, influido por algo que Keynes escribe entonces para sí mismo, a la vista de que amigos mayores y tan respetados como Russell sean comunistas:
«¿Cómo adoptar un credo que, prefiriendo el limo al pez, exalta al tosco proletariado sobre la burguesía y la inteligencia, cuando en ella está —con todos sus defectos— la calidad de vida, y cuando sin duda contiene las semillas de todo el progreso humano?»[1551]
Sea como fuere, el bienio 1918-1920 es uno de los momentos más expuestos a distorsión ideológica, en buena medida porque decepcionó tanto a la conciencia roja como a la parda o nazi que crecería a expensas suyas, y para evitar equívocos es útil empezar desmontando la fachada marcial de Guillermo II, vestido siempre con algún uniforme cuajado de medallas, efigie prototípica del militar prusiano[1552]. Vale la pena recordar que inmediatamente antes de acceder al trono, en 1889, reprochó a Bismark la dureza mostrada con los mineros durante la huelga de ese año, y que rompió poco después con él debido a «divergencias en materia de sensibilidad social». Temiendo que la política anti-socialista del Canciller «ensombreciese» su reinado con algún derramamiento de sangre, fue Guillermo II quien sacó adelante la polémica Ley de Protección del Trabajador en 1891.
Su principal imprudencia estuvo en aspirar a una marina comparable con la inglesa, un sueño peligroso como se había ocupado de advertirle Bismark, y su peor defecto —también en palabras de Bismark— la prisa frívola de quien ansía continuamente el aplauso, «deseando que todos los días sean su cumpleaños». Saber que una guerra en todos los frentes desbarataría el acelerado desarrollo económico del país le movió a considerar esa eventualidad como mera pesadilla, de la cual despertaría en algún momento, y cuando supo a ciencia cierta que un enorme ejército ruso estaba a punto de penetrar en Prusia se confió a sus generales como ultima tabla de salvación. Delegar en ellos le hizo corresponsable de invadir Bélgica, y de anexionarla cuando el frente occidental no deparó la rápida victoria prevista por el Plan Schlieffen[1553], pero atribuirle afanes de expansión militar permanente en Europa es un infundio.
En 1914 Alemania tenía unos 22 millones de cerdos, que en 1917 se habían reducido a 4. Entre ganado de asta y caballos contaba inicialmente con unos 40 millones, que ya en 1916 eran 10 y pronto bastantes menos por falta de forraje. Siendo el mayor consumidor mundial de huevos y productos lácteos, un semestre de bloqueo bastó para que se convirtiese en el más desabastecido, y desde el gélido invierno de 1916-1917 sus piezas de pan contienen a lo sumo un cuarto de cereal, siendo el resto piel de patata, corteza de árboles y bulbos bajos en calorías[1554]. El pescado y sobre todo sus salazones, otro artículo básico de la dieta, desaparecen al cortarse el suministro exterior y sucumbir la flota de pesqueros propios, mientras la aguda escasez de combustibles impide utilizar gran parte de la maquinaria agrícola, y por supuesto entrar en calor. Al firmar el Armisticio, la tasa de mortalidad para recién nacidos y niños de hasta cinco años se ha elevado en un 55 por ciento, han muerto de inanición 763.000 personas[1555] y muchas más no lograron resistir afecciones derivadas de vivir desnutridas y expuestas a la intemperie.
Sin perjuicio de que los Aliados se hayan hecho claramente invencibles tras la incorporación de Norteamérica, en el verano de 1917, hasta la petición de armisticio el Reich conserva intactas sus fronteras, y podría prolongar la lucha aprovechando el hecho de defenderse en tierra propia. Su colapso no es militar sino civil, acuciado por la escasez y una espiral de discordia derivada de algo aparentemente tan positivo como forzar la rendición rusa, un proceso iniciado en abril de 1917 —recién concluido el Invierno de las Raíces— cuando el Alto Mando alemán ofrece a Lenin un vagón sellado para trasladarse desde Suiza hasta Finlandia con 31 camaradas, desde donde accede a San Petersburgo con ayuda de fondos en metálico e información suya[1556]. A cambio debe sabotear la gran contraofensiva que prepara el gobierno provisional de Kerensky a instancias de los Aliados, tras deponer al zar Nicolás II el mes anterior[1557].
Siendo simultáneamente el agente secreto número uno de las Potencias Centrales y el elegido para impedir que Rusia enverede por la democracia, Lenin no se conforma con frenar la contraofensiva y derroca en octubre al Gobierno Provisional con un golpe de Estado modélico, donde gracias a Trotsky la causa comunista no reitera el error de derrotarse recurriendo a barricadas. En marzo del año siguiente, cumpliendo el resto del pacto suscrito once meses antes —y asegurándose también que desde su frontera occidental nadie interfiera con la Guerra Civil rusa— firma en Brest-Litovsk el tratado más desastroso para el honor y la economía nacional, pero también el más adaptado a las metas de extender la revolución que él mismo encomendó en 1915 a la Komintern, pues permite reabrir la suntuosa embajada del zar en Berlín con una legación bolchevique. Desde ese momento lo positivo de no enfrentarse a ejércitos del Este se convierte para Alemania en el calvario de una guerra interior financiada desde Rusia, mientras los Aliados agudizan la guerra exterior.
Lejos de ofrecer alimentos o combustibles, la enorme extensión de terreno cedida a las Potencias Centrales por el Tratado de Brest-Litovsk es un yermo demasiado disperso para ofrecer algo distinto de huesos descarnados, como destaca la caricatura de un semanario humorístico, y desde la primavera al verano de 1918 la mejora del clima no compensa ni el fracaso de la última y desesperada ofensiva en el frente occidental ni mucho menos la Campaña Desmoralizadora que gestionan espartaquistas y soviéticos, combinada con la propaganda que por tierra mar y aire lanzan los Aliados. En octubre la situación es ya insostenible, y el 3 de noviembre estalla un motín de la marinería en Kiel[1558] que fuerza la abdicación del Kaiser seis días después. Esa misma tarde, y a una manzana de distancia, los berlineses asisten a dos proclamaciones socialistas de la República. Una corresponde a Ph. Scheidemann, que habla en nombre del SPD y otros partidos (fundamentalmente el Progresista, el Liberal y el Centro Católico); la otra a un Liebknecht recién salido de la cárcel, que representa a una fracción de los Socialistas Independientes[1559] y al equivalente de los soviets rusos que son algunos räte o consejos de obreros y soldados.
El Reich se ha ido desestructurando a pasos acelerados desde enero, en función de un proceso descrito a veces como «huelgas interrumpidas ocasionalmente por trabajo», último resultado de la tiránica disciplina laboral impuesta por las circunstancias, mientras la propaganda planteaba tal cosa como condición para ganar la guerra. Paros y sabotajes sumen con frecuencia en tinieblas toda la noche a muchas ciudades, entre ellas Berlín, porque el autoritarismo ha agotado su credibilidad y estalla como una bala en la recámara, paralizando sectores tan cruciales como la minería del carbón. Los mineros —y algo después los metalúrgicos— deciden exigir una jornada de siete horas que en realidad son cinco y media, pues incluyen allí los noventa minutos empleados en ir y volver desde sus hogares. Algunos conductores de camión no tardan en cobrar más que un miembro del gabinete ministerial, porque muchos secundan las huelgas y otros prefieren acogerse al subsidio del desempleo. Esta partida es intocable para no excitar es descontento, aunque incompatible con mantener la capacidad adquisitiva del dinero. El pueblo más ordenado se niega a soportar penalidades adicionales, y un caos creciente parece imponerse en toda suerte de escenarios[1560].
La respuesta es silencio y apoyo implícito a una guerra civil como la vigente en Rusia, que es lo único innegociable para ambos y el resto del SPD[1561]. De ahí una conversación telefónica entre Ebert y su viejo amigo W. Gröner, por entonces jefe militar supremo —encargado de repatriar y desmovilizar a las tropas en todos los frentes—, de la cual emerge un pacto: las unidades todavía fieles del Ejército obedecerán al directorio socialdemócrata, mientras éste desarma a los demagogos convocando elecciones libres a una Asamblea Constituyente, donde estén representados todos los criterios políticos. Al anuncio de esto último responde Liebknecht con una «moción anti-voto», basada en que «las decisiones fundamentales sobre forma de gobierno y sistema económico se tomarán de antemano», y el día 19 declina participar en el Gobierno Provisional si éste no se aviene a cederle la mayoría[1562].
Cuenta en principio con el millón largo de adherentes al movimiento sindicalista revolucionario que encabeza el tornero Richard Müller (1880-1953), alma de un parlamento rival del Consejo de Representantes presidido por Ebert: el Consejo Ejecutivo de los Consejos de Obreros y Soldados. En efecto, ese mismo día 19 declara Müller que «el plan es usar la Asamblea Constituyente para robarle su poder al proletariado y volver a ponerlo en manos de la burguesía. No queremos una república democrática. Queremos una república social»[1563]. Con todo, plantea como condición para cualquier alianza cinco puntos inasumibles: que Liebknecht retire su moción anti-voto, que condene el golpismo, que todo comité sea estrictamente representativo, que ninguna decisión se adopte sin obtener publicidad y, por último, que prescinda del contraproducente nombre «Liga Espartaco»[1564].
Desear una república «social» no implica admitir el margen de maniobra requerido por el bolchevique, cosa que le costará ser expulsado de la Komintern algo después[1565]. Por otra parte, para la Liga el hecho de ver frustrada su alianza con el sindicalismo revolucionario no altera una hoja de ruta que exige «sometimiento inmediato del Ejército al control de los consejos obreros»[1566], y escandaliza al país patrocinando el Consejo de Soldados Desertores y Penados —unos 60.000 individuos— que traslada a Berlín para asegurar el éxito de la República Consejista (Räterepublik). Para Liebknecht son la «vanguardia del antimilitarismo»; para otros son homicidas, violadores y ladrones, en el mejor de los casos traidores, y cuando poco después se lancen a tomar la Cancillería (gritando «¡Avanzad! ¡La guardan camaradas socialistas que no osarán disparar!») comprobarán hasta qué punto estaban equivocados. En vez de fraternidad topan con una descarga cerrada, que mata a 16 y hiere a bastantes más.
Junto al hecho de que no llegan los cien millones de dólares prometidos por el presidente norteamericano Wilson para aliviar la miseria[1567], la noticia más sensacional a principios de diciembre es que A. Joffe, el embajador ruso, sea declarado persona non grata. Los cientos de valijas enviadas y recibidas evocaban sospechas, pero fue según se dijo la casualidad quien abrió una al chocar con otras maletas en cierto vagón, desparramando por el andén abundante material propagandístico e instrucciones para «organizar el reino del terror». Por si quedase alguna duda, cuando Joffe retorne a Moscú sus protestas previas de no injerencia ceden ante el orgullo de «concienciar a miles de camaradas alemanes», y haber financiado con unos 700.000 rublos distintos planes e iniciativas, entre otros el Consejo de Desertores y Penados[1568].
Entretanto, el equipo gubernamental maniobra eficazmente para que los dos Parlamentos se transformen en uno solo, y entre el 12 y el 15 de noviembre el derecho político y el laboral experimentan cambios monumentales. El 12 son derogados la censura previa y los restos de legislación sobre señor y sirviente (Gesindeordnung), instaurándose el sufragio universal no solo masculino sino femenino desde los 20 años. El día 15 firman la paz industrial el presidente de la Confederación de sindicatos, el socialdemócrata C. Legien, y los dos mayores empresarios del país, C. Siemens y H. Stinnes, cuyo Acuerdo sanciona la jornada de ocho horas y un sistema de cogestión, creándose consejos obreros en todas las empresas con más de 50 empleados, y una comisión mixta con autoridad para arbitrar en caso de conflicto. Eran pasos decisivos hacia una normalización republicana, que pendía solo de controlar el movimiento consejista.
Pero los räte se autocontrolan rápidamente, como sin ir más lejos demuestra el caso de Weber, elegido a sus 55 años por uno de esos consejos de trabajadores (el de Heidelberg), y feliz al comprobar que la mayoría de sus colegas son liberales moderados. El 6 de diciembre los dos parlamentos se funden en la Convención General de Consejos, y el horizonte queda despejado al decidirse —por 344 a 98 votos— que el nuevo texto constitucional incumbe enteramente a una Asamblea futura, cuyas elecciones se adelantan un mes. De sus casi quinientos delegados unos 40 desean la República Roja[1569], y ni Luxemburg ni Liebknecht logran sufragios suficientes para estar entre quienes deliberan, aunque el público que abarrota las galerías de la gran sala, el Circus Bush, logra convocar hasta tres votaciones en ese sentido.
Fundado durante la Nochevieja de ese año, el KPD analiza la catástrofe padecida en la Convención General como fruto de consejos «inmaduros», formados por individuos dignos de «reeducación», que «traicionaron una vez más a las masas»[1570]. El Ejército lleva meses reclutando voluntarios anti-bolcheviques para la legión formada por el Freikorps, cuya incumbencia es imponer la legalidad sin contemplaciones.
Ajenos a ese giro, y apoyándose en que los dos ministros del Partido Socialista Independiente han dimitido por solidaridad con los marinos, el espartaquismo interpreta el estado de cosas como una invitación a renovar la toma de La Bastilla, y animado por ese lema toma prácticamente sin lucha dos grandes complejos industriales los días 25 y 26[1572]. Pero aplaza el levantamiento al 7 de enero como quien insiste en disfrutar sus vacaciones navideñas, cuando está previsto que el 10 regresen muchos veteranos desde distintos frentes. La Liga organiza para la mañana del día 7 una manifestación de muchachos y muchachas entre los doce a los diecisiete años, secundada por un gran cortejo de adultos, que tras rodear el edificio de la Cancillería exige la dimisión inmediata de Ebert y Scheidemann, declarando la «huelga general juvenil». Esto es el pórtico para un movimiento de masas análogo en alguna medida al comienzo la Semana Trágica barcelonesa diez años antes, donde paralizar servicios públicos y convocar asambleas de distrito alterna con el cobro de peajes a los comercios abiertos.
Las calles se cubren de octavillas, que llaman a crear la República Consejista y difunden noticias tan aleccionadoras como que el mariscal francés Foch ha sido fusilado, el presidente Poincaré huye a Londres ante la sublevación popular de París, y en el Mar del Norte la flota británica acaba de amotinarse, izando la bandera roja en solidaridad con sus camaradas alemanes[1573]. Grupos más o menos numerosos no tardan en lanzarse sobre objetivos fortificados, surgiendo tiroteos que crecen al caer la tarde, y al calor del entusiasmo brota un Comité Revolucionario Interino de 53 miembros, cifra algo abultada para adoptar decisiones rápidas. Ignorando o no que las noticias del exterior han sido confeccionadas por el AgitProp ruso, la Liga se siente comprometida con «el seguro instinto revolucionario y la preclara inteligencia de las masas»[1574], y esa noche emite un comunicado donde declara «optar por la lucha armada», al parecer ignorando los reparos opuestos por Luxemburg[1575].
El equipo gubernamental apenas dispone de tropas para protegerse a sí mismo, y la ciudad queda a merced de lumpenproletarios y simples hambrientos, dedicados a saquear cualquier tipo de negocios y preferentemente joyerías, mientras el KPD se concentra en ocupar estaciones de ferrocarril y periódicos, entre otros motivos considerando la conveniencia de mantener noticias como que la bandera roja ondea en París, y la flota inglesa amotinada se dirige a Londres para forzar la rendición del Parlamento. Durante los días 8 y 9, en el apogeo del éxito, no solo incauta todos los periódicos burgueses sino el ¡Adelante! de los socialdemócratas, que se convierte en La Hoja Roja, aunque los insurrectos recurren al terror sembrado por francotiradores y a las tradicionales barricadas. No se han dignado negociar con Ebert cuando era posible, y el día 10 vuelven efectivamente los domiciliados allí, unos cien mil hombres correspondientes a once divisiones de infantería y artillería. Aunque todos quieren colgar el uniforme para reunirse con sus familias, estar tan desnutridos y ateridos como el resto del país no les impide hacer el último esfuerzo de desfilar marcialmente.
Un millón de civiles les aplaude con entusiasmo, llorando al recordar cómo más del doble partieron confiadamente en agosto de 1914, y antes de disolverse —reunidos en la gran Plaza de Brandemburgo— las tropas vitorearán por tres veces a «la República Alemana», no a la «República Socialista Alemana». Es lo paralelo al «¡Viva la Asamblea Constituyente!» de la Guardia Nacional francesa en 1848, y por más que los combates se prolonguen hasta el día 14 —dejando 156 cadáveres— la suerte está echada. Para demostrar que no juega al favoritismo, el SPD empezieza renunciando al flamante edificio que albergaba la imprenta y las oficinas de su red de periódicos, defendido por sus ocupantes con ametralladoras pesadas. Desalojado a cañonazos, a partir del día 11 cada intimación a rendirse va acompañada por un «no habrá cuartel», que a despecho de su barbarie frustra el proyecto de guerra civil con un derramamiento de sangre comparativamente pequeño. En Rusia el golpe de Estado fue incruento, como veremos, y la guerra civil subsiguiente provocó una mortandad comparable a la Primera Guerra Mundial.
Entre los europeos el alemán es uno de los menos acostumbrado a rendirse sin lucha, pero lo ocurrido desde el fin de la monarquía a la república de Weimar —incluyendo el irónico hecho de que su Gobierno interino lo formen seguidores formales de Marx y Engels— muestra que no está dispuesto aún a sustituir el viejo régimen por cosa distinta de una democracia. Para que esa disposición cambie, y el país adopte a un émulo de Lenin como Hitler, es imprescindible la afrenta consumada por el Tratado de Versalles (1919), que traicionando las condiciones pactadas en el Armisticio de 1918 pretende convertirlo en un lacayo sumiso al usurero resentimiento de Francia y la rapiña de otros Aliados, cuyas reparaciones prescinden de haber urdido ellos mismos la contienda, asegurando así que «el futuro industrial de Europa sea negro, y las perspectivas de revolución totalitaria muy buenas»[1576]. Pero la Semana Espartaquista en Berlín no agota el precio a pagar por la discordia.
Toller y su equipo son sustituidos por E. Leviné, un ruso educado en Alemania, que apoyándose en la recién formada tercera internacional (Komintern) coordina su iniciativa con la de Bela Kun en Budapest, y logra establecer una dictadura tan coetánea como idéntica. Su policía es una Guardia Roja que algún cronista considera «el ejército mejor pagado de la historia», gracias a su política de incautar cajas de seguridad, depósitos bancarios y algunos barrios de la ciudad[1580]. Cuando dicha fuente se seque, en apenas dos meses, Leviné cambia sus planes de abolir el dinero por una abundante acuñación de moneda, que recrudece el escándalo público y promueve los primeros planes de derrocar por la fuerza a su Soviet Supremo, llamado también Soviet de la Cervecería por reunirse en la más espaciosa de Munich.
Toller le acusa entonces de convertir la revolución del amor en un robo, ignorando la diferencia entre rusos y alemanes. Leviné telegrafía a Moscú en busca de consejo y se le recomienda hacer rehenes, «sin interrumpir la expropiación general». Dicha medida consiste prácticamente en actos de pillaje selectivo, consumados por algunos miles de Guardias Rojos a costa de una población aterrorizada, que suscitan la misma «repugnancia» en tres residentes tan dispares como Hitler, el Nuncio vaticano (futuro Pío XII) y el físico Heisenberg[1581]. El 26 de abril Lenin sugiere frenar la creciente rebeldía ejecutando rehenes, pero los guardianes alemanes se niegan a ello, y dos pelotones rusos parten a toda prisa desde la frontera más próxima. Sus credenciales son órdenes de la Komintern, y el 30 son fusilados los ocho primeros, entre ellos el influyente príncipe de Thurn und Taxis.
Les seguirán otros veinte «espías de extrema derecha», cuidadosamente seleccionados entre los muniqueses más ricos. Tres días más tarde empiezan a llegar los primeros destacamentos de Guardias Blancos como les llama Leviné, unos 9.000 soldados y oficiales bávaros licenciados meses antes, que se rearman para acudir desde los alrededores. Comienza así una batalla callejera tan mortífera como indecisa, que se cobra un millar de vidas, pero la suerte está tan echada como en Berlín meses antes, porque acude el Freikorps con otros 30.000 voluntarios y liquida cualquier resistencia.
Salvando las distancias entre 1534 y 1919, Munich atraviesa un trance estructuralmente idéntico al de Munster bajo los anabaptistas[1582], y tanto Toller como Leviné se enfrentan a la pena capital. El segundo será fusilado, y el primero —gracias a testimonios favorables como los de Max Weber y Thomas Mann— recibe una condena a cinco años de cárcel, pues siendo reo manifiesto de alta traición obró atendiendo a «motivos honorables». Landauer muere antes de llegar a juicio, ferozmente maltratado por sus guardianes.
Bebel dijo en 1875 que ningún país del mundo tenía «tantos proletarios dedicados a la enseñanza, las artes, las ciencias y las profesiones liberales como Alemania», y en 1919 el resultado de las elecciones permite saber una vez más cuál es su voto. Creciendo un 8 por ciento con respecto a los últimos comicios, el SPD obtiene 163 delegados, el Centro Cristiano 88, el recién creado Partido Demócrata 75, el Conservador 42, los Socialistas Independientes 22 y el viejo Partido Nacional-Liberal 21. El KPD decidió «no participar en la farsa burguesa»[1583], evitando de paso verse humillado por un resultado mínimo, y que los Socialistas Independientes no fuesen la formación menos votada debe atribuirse a recibir también el voto comunista.
La trayectoria de Ebert constituye un modelo de movilidad social ascendente. De hacer y reparar monturas pasó a ser enlace sindical, de ello a miembro de la Ejecutiva, adoctrinado por Luxemburg cuando cursa su máster en la escuela de mandos del Partido; luego se convierte en la eminencia del Gobierno que asegura la transición democrática, y por último en el primer presidente de la República —con una amplia mayoría absoluta (apoyado sobre 277 sufragios de 379)—, cuando una década antes el Kaiser le consideraba «indigno de llamarse alemán». Compensa su falta de brillo intelectual con una tenacidad y honestidad que le valen la confianza de casi todos, y suyo es en buena medida el logro de una Constitución impecable en términos de principios políticos, que ninguna ulterior enmendará[1584].
Por lo demás, el Estado está en bancarrota no solo debido a las reparaciones impuestas por el Tratado de Versalles sino porque lleva años imprimiendo dinero sin crear riqueza, y en pocos meses el ciudadano usará los billetes de su generoso sueldo para alimentar la estufa. La hiperinflación renueva los peores momentos del pasado inmediato, batiendo récords por lo que respecta a usar el papel y la tinta más caros para fabricar el dinero menos valioso entre los conocidos. Solo haber conservado el sistema de enseñanza, y recobrar su proverbial laboriosidad, explica que Alemania supere dicha crisis en apenas dos años, y desde 1923 sea otra vez la gran potencia fabril europea.
Sin embargo, un odio insondable emana de quienes se sienten vencidos por «la puñalada trapera», que resultan ser los conservadores tradicionales, los nacionalsocialistas y los internacionalistas proletarios, todos ellos víctimas a su juicio del traidor Ebert. Sumar los votos de esos tres grupos apenas llegará a la mitad de los suyos, pero el espectro del putsch bolchevique asfalta el camino para una cadena de golpes derechistas igualmente hostiles a la democracia, y cuando empiecen a ser conspicuos los camisas pardas, ya en 1922, el pueblo no se engaña sobre su naturaleza y procedencia. El chiste sobre las SA, precursoras de las SS, dice que son «marrones por fuera y rojos por dentro, como los filetes»[1585].
La corrección política seguirá acusando a los socialdemócratas de exagerar el potencial espartaquista en vez de colaborar con su buena voluntad, una versión demolida tiempo atrás por historiadores de la RDA partiendo de fuentes primarias, que prueban su rechazo del «formalismo democrático» y detallan los medios materiales a su alcance[1586]. La leyenda de la puñalada por la espalda no tiene otro punto de partida que una guerra indeseada —aunque según la Liga Espartaco urdida por Alemania—, cuyas catastróficas consecuencias quisieron aprovecharse para un putsch patrocinado con rublos. El Ejército se apuntó lógicamente a ella[1587], y que perdurase sin oposición dependería de la leyenda complementaria: que aquellas y otras hostilidades, en realidad todas, son fruto del «capitalismo imperialista». Tras argumentarlo en El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916), Lenin fue al año siguiente el hombre clave del servicio secreto alemán, que instó la rendición unilateral de Rusia. En 1939 son Hitler y Stalin, dos versiones del socialismo, quienes firman el tratado de amistad imperialista por excelencia, que contempla el reparto de Polonia para empezar.
Hijo de una madre calvinista de ilustre estirpe hugonote y un diputado liberal-nacional, en 1895 su primera disertación de cátedra exalta una Alemania emancipada del espíritu conservador prusiano, unida por la compenetración en el gobierno de grupos ideológicamente dispares, y —como el resto de los países industrializados— llamada a colaborar en un «imperialismo liberal» sinónimo de Occidente. «El espíritu de nuestro trabajo en política», dice entonces, «no consiste en hacer feliz al mundo, sino en cohesionar socialmente a una nación rodeada de progreso económico»[1591]. Algo después se une a la Unión Evangélico-Social, una sociedad que a despecho de su nombre agrupaba a liberales no doctrinarios, y acaba siendo uno de los fundadores del Partido Democrático. Ríos de tinta se han escrito sobre su filiación política, insistiendo a menudo en que era un tradicionalista hostil al progresismo, aunque parece más ecuánime considerarle sencillamente un demócrata.
Al integrar instituciones jurídicas, económicas y culturales, historia del pensamiento, desarrollo tecnológico, teoría y práctica de los cultos religiosos, etcétera, podría pensarse que Weber desarrolla o cumple el materialismo histórico planteado por Engels y Marx. Pero más bien les objeta que esa construcción amontona fenómenos «económicamente relevantes» con fenómenos «económicamente condicionados», actividad y pasividad, construyendo una teoría «descartable como teorema científico». El historicismo niega que la realidad sea irracional e incomprensible, fantasea con redescubrirla como sistema inercial de masas y se despreocupa de lo inmediato: el espectáculo de ciertos individuos adscribiendo valores a ciertos eventos, envueltos todos por el detalle de cada aquí/ahora.
En ese proceso un rasgo recurrente es difuminar el esfuerzo por «justificar» la vida (Lutero), como si cada ganancia en confort no exigiera ir ampliando «la capacidad para distinguir conocimiento empírico y juicios de valor»[1592], y como si no fuese esa la deuda del progreso material. El mundo fabril partió de un acuerdo entre «economía y sociedad» vertebrado por la vocación profesional (Beruf), un fenómeno extendido ya al llegar el Renacimiento pero robustecido por el alma puritana, que introduce una forma de abnegación nueva, guiada por «cálculo y plan». Combina austeridad individual con éxito en los negocios, y sienta así las bases para un capitalismo «científico», inseparable del vasto sistema de consecuencias llamado por Weber «racionalización».
Los puritanos empezaron considerándose herramientas predestinadas por una insondable providencia divina, y siglos después los contemporáneos lamentan ser solo tornillos de la máquina resultante, como si ir venciendo la intemperie material no les comprometiese con preservar su rigor ético o exponerse al «desapoderamiento», estatuto de quien simplemente heredó como recinto psíquico una «jaula de hierro». Mientras tanto, la gradual muerte de Dios ha inspirado entre otras reacciones un milenarismo «que se esfuerza por conquistar otra vez nuestras vidas […] reanudando la lucha eterna entre dioses y demonios», cuya variante más adaptada al estado de cosas resulta ser la atea, asumida en términos de fanatismo religioso.
Un teléfono expone su racionalidad funcionando, una instancia siendo despachada. Racionalidad es aptitud para hacer frente a tales o cuales requerimientos, y quien sugiera alguna sinrazón como cosa ventajosa o debida se confiesa esclavo de un antojo. Lejos de lo que supone Marx, por ejemplo, investigar el medio rural y las sociedades tradicionales demuestra que la codicia y la avaricia son mucho más intensas allí que en el capitalismo avanzado, y no porque predomine más la caridad sino como fruto del cambio estructural. Las vocaciones se orientan a conseguir el máximo desahogo económico para cada profesional, pero cumplen metas impensables en colectivos donde la industria no vertebra la vida, empezando por multiplicar y abaratar los bienes de consumo.
Las sociedades tradicionales son en mayor o menor medida incapaces de suscitar una «difusión» de la riqueza, en primer término porque no estimulan el descubrimiento, y a menudo ni tan siquiera osan aplicarlo. En una economía de subsistencia el magnate no crea ni empleo ni capital por el mero hecho de serlo, y solo convertirse en empresario le impone de un modo u otro combatir la escasez originaria de bienes y servicios, ya que el núcleo de su éxito es la racionalización de algún proceso[1595]. Weber escribirá algunos artículos sobre la Bolsa, por ejemplo, con la única meta de mostrar que ni es una panacea ni una estafa, sino un mecanismo considerablemente ingenioso para hacer más fluido el ciclo inversor.
Académico casi siempre al expresarse, y publicado en buena medida después de morir, Weber combina lo personal y lo impersonal de un modo insólitamente denso, teniendo a Nietzsche y Freud como asesores psicológicos. «Desencantar» la política y la vida económica, insiste, no deja de ser algo arduo e incierto, que reclama un estoicismo compuesto a partes desiguales por ética de la convicción (Gesinnungsethik) y ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik). Si algo resulta crucial para individuos y grupos es evitar que la burocratización se torne «indiscriminada», reteniendo cada uno la fuerza de voluntad suficiente para armonizar pasión y razón, ideal y realidad. Desde una perspectiva, es admirable que
«el confuciano no necesitara ser “redimido” de nada salvo la incultura y la falta de educación. Como premio de la virtud solo esperaba una larga vida, salud y riqueza en este mundo, y tras la muerte una conservación de su buen nombre. Como el verdadero helénico [...] no albergaba concepto alguno de un mal absoluto»[1596].
Desde otra perspectiva, que el confuciano y el helénico perduren depende en gran medida del coraje que el contemporáneo logre reunir para hacer frente al desafío de la molicie, y
«nadie sabe quién vivirá en esta jaula (Gehäuse), y si al final del tremendo desarrollo surgirán profetas totalmente nuevos, un gran renacimiento de viejas ideas e ideales o una petrificación mecanizada, embellecida con alguna especie de autoimportancia convulsiva. El “último hombre” de este proceso cultural bien podría merecer la expresión “especialista sin espíritu, sensualista sin corazón”, una nulidad hecha a imaginar que alcanzó un grado de humanización sin paralelo»[1597].
El camino más directo hacia la objetividad podría parecer una idea de nosotros mismos en el trance de ser dominados por algún entorno todopoderoso, como la economía o la clase social. Pero Weber coincide con Bernstein en pensar que dicha actitud es una combinación de autoengaño y simplismo, pues en ciertos casos lo único objetivo es investigar la diversidad en sistemas de justificación o «teodiceas», lo subjetivo por excelencia. Linda con la mala fe plantear un conflicto entre igualdad jurídica e igualdad auténtica, por ejemplo, omitiendo figurantes inclinados a la «teodicea del trabajo» que lucha por sobreponerse a los reveses con autosuperación, y figurantes inclinados a la «teodicea del infortunio». Imaginar que la segunda pudiese independizarse de la primera es, en definitiva, como pretender que Abel y Caín no fueron hermanos sino representantes de intereses sociales opuestos.
Contemplado con distancia estética, el capitalismo constituye un sistema de cooperación en el cual la regla es rentabilizar («explotar») el trabajo ajeno y solo se discute el precio de cada servicio, donde los actores aprovechan la competencia que asegura no obstaculizar un juego de oferta y demanda. Cuando esto ocurre la administración burocrática demuestra su «superioridad técnica sobre cualquier otra forma de organización», al ser «fundamentalmente dominio a través del conocimiento». Tanto como no hay mal absoluto tampoco hay bien incondicionado, y sobre el burócrata pende la amenaza del «gozador sin corazón», inclinado a proyectar sobre otros su deber de convertirse en perito de esto o aquello, al desfallecer ante la doma del deseo incivilizado o inútil para terceros. Sobre el futuro del sistema nada sabemos, salvo que hasta ahora su tendencia a la entropía ha ido siendo superada por la inventiva del empresario, por la ecuanimidad del estadista propiamente dicho y por la abnegación más o menos espontánea del ciudadano.
Minada por esa herencia de ruina y venganza, una república tan irreprochable en términos de libertades e instituciones como la de Weimar no encuentra modo de evitar que prospere lo más siniestro, aprovechando aquello que asombrara al norteamericano S. M. Bouton, un profesor de historia atrapado en Berlín por el estallido de la guerra, cuya crónica del periodo nos ha servido de contrapunto a la versión espartaquista. El hecho es que a lo largo de 1919 el único actor político relevante de ascendencia no judía sea Liebknecht, pues Joffe, Radek y Luxemburg lo son. También Ebert y Scheidemann, y H. Haase, el presidente del Partido Socialista Independiente que desempeñó funciones de ministro en el Gabinete de ambos. Lo mismo ocurre con K. Eisner, presidente de la breve República Socialista (luego Soviética) de Munich, con su ulterior presidente Leviné, con su ministro Landauer, con Bela Kun, con Lukács y con los otros tres ministros que fundan la coetánea República Soviética húngara.[1601]
¿Cómo es posible, pregunta Bouton, que un 1 por ciento de la población ocupe el 99 por ciento de los cargos directivos? Ese mismo año Churchill escribe que «el bolchevismo no es nada nuevo entre judíos» y añade a la lista los líderes revolucionarios norteamericanos E. Goldman y A. Berkman[1602]. Simultáneamente, cierto cabo austriaco recién licenciado rumia su ascenso con la denuncia de un complot «judeobolchevique», del cual se seguirán más adelante atrocidades inauditas no solo en Alemania y Hungría sino en la Rusia de Stalin. La concentración de personalidades judías podría negarse o pasarse por alto, tachando de antisemita a quien mencione siquiera tal cosa y prefiriendo de un modo u otro la actitud del avestruz, cuando acabamos de comprobar el abismo que separa a Ebert de Luxemburg y Leviné, por ejemplo, y cuando levantar por un momento la vista desde ese escenario a la historia general permite ver las cosas de frente.
Expatriado por principio[1603], lo que tradicionalmente no había hecho el linaje de Abraham era sumarse al odio sempiterno entre patrias chicas e imperios, revivido desde finales del siglo XVIII por el nacionalismo ferviente del romántico. Un siglo más tarde, sin mediar plan o designio alguno en tal sentido, tal cosa ha dejado de ser norma y ese actor pasa del segundo plano al primero. Además de mantenerse en la vanguardia del crédito y otros negocios, como siempre, una nueva escalada en discriminación y pogromos hace que algunos se incorporen a la vanguardia política para defender el internacionalismo, mientras otros —inicialmente socialistas como M. Hess y Herzl— maduran el proyecto de volver a la Judea que el emperador Adriano rebautizó como Palestina[1604], tierra de los filisteos.
Siendo el universo mítico una manera figurada aunque profunda de pensar, accesible solo a genios como Platón o los anónimos inventores del Olimpo y la Creación, insulta a esos poetas llamar mito a un sofisma como el judeobolchevismo, que borrando las lindes de lo universal, lo particular y lo singular depara solo algo ridículo en términos lógicos. El conjunto educado en la tradición mosaica jamás obró unido en vistas de meta alguna, si exceptuamos la legendaria huida de Egipto, y quien le atribuya conspirar en favor del comunismo tiene idénticos motivos para imputarle la más firme defensa del capitalismo. Lo manifiesto es el peso de su cultura en la génesis de ambos fenómenos, alumbrando por una parte al chivo expiatorio convertido en mesías de la Restitución y por otra al banquero experto en el manejo del riesgo. No menos evidente, y origen del rencor hacia esa etnia, es que ninguna otra minoría haya sido capaz de engendrar una proporción pareja de individuos destacados en ciencias y artes.
En nada altera lo previo que fuesen judíos nueve de cada diez líderes en la Alemania de 1919, y tampoco que las revoluciones rusas de 1905 y 1917 estén estrechamente relacionadas con judíos ruso-polacos[1605]. Dos milenios después de que la secta esenia ampliara el séptimo mandamiento —incluyendo en la obligación de no hurtar la de no comerciar— el país más extenso del orbe decreta la prohibición del comercio, y al contexto de esa decisión se dedican los últimos capítulos de este volumen. Con todo, dejamos a Inglaterra cuando seguía vigente allí la alianza lib-lab, antes de consolidarse el comunismo específicamente británico, y careciendo de datos sobre los orígenes y evolución del Labor Party faltan piezas esenciales para entender no solo la Gran Guerra sino la revolución triunfante en Rusia, una de cuyas premisas es que «el viejo Partido Liberal sea barrido de la existencia»[1606].