Capítulo 12

Pablo

El domingo de la boda de Simón fue el más extraño de todos los días de mi vida. A pesar de que empezó de la mejor manera posible, pues vi a Lidia en la mañana. Iba en dirección a las cuadras cuando me la crucé. Nos dimos los buenos días y nos dedicamos una sonrisa que, más que amable, era ya cariñosa. Admiré su belleza, resaltada por un vestido azul y blanco, muy hermoso. Le pregunté cómo se encontraba, con miedo a hallar en su mirada o en su respuesta gran pena; sin embargo, sus ojos y su voz estaban serenos.

—He podido dormir bien. No se preocupe por mí.

Sin duda le habría costado su esfuerzo no sacar el dolor en forma de lágrimas.

—No pida cosas imposibles.

Volvió a sonreír dulcemente, sin separar sus ojos de los míos.

—¿Usted ha dormido bien?

«He pensado en usted hasta el alba».

—Sí. He descansado bien. Gracias.

Ya fuese de forma intencionada o no, se acercó más a mí. A una distancia osada que no nos importó. Quise abrazarla. Decirle que admiraba su valentía para, en un día como aquel, después de lo que le había ocurrido, mantenerse en pie y mostrarse en todo su esplendor. Miré sus ojos, sus labios. Mi respiración se tornó algo más agitada. Sus mejillas más sonrosadas. El incipiente deseo de acariciar sus cabellos me recorrió hasta llegar a la punta de mis dedos que, ignorando todo decoro, se alzaron hasta posarse sobre uno de sus bucles de azabache que, rebelde, había abandonado su esmerado peinado. Lo tomé con delicadeza para ponerlo en su sitio, maravillado por su suavidad. Mi gesto acentuó la bella sonrisa de Lidia.

—Está muy hermosa con ese vestido.

—Gracias, Pablo —dijo, sonrojándose más si cabe.

Tras unos segundos, perdidos de nuevo en una mirada dulce, me preguntó si había visto a sus hermanos. Iba a decirle que no cuando Alba, Simón y Diego pasaron a toda prisa a cierta distancia de nosotros, sin percatarse de nuestra presencia.

—¿Por qué corren? —preguntó Lidia, alarmada—. ¿Qué ha pasado?

—No sé, pero su hermano llevaba un perro en los brazos. Creo que era Rufo. Lo he visto alguna vez por aquí.

—Qué extraño —repuso—. Voy a ver qué pasa.

—La acompaño.

Asintió y pensé que echaría a correr también; sin embargo, solo mantuvo un paso apresurado, siempre con elegancia. No podía evitar mirarla de reojo, detenerme en sus detalles, en su vibrante hermosura. Los diamantes de sus pendientes brillaban esplendorosos y, aun así, no podrían compararse jamás a la forma en la que ella lo hacía. Lidia me dirigió una mirada curiosa, sabiéndose observada.

—¿Qué está mirando?

—A usted.

—Eso ya lo sé. Me doy cuenta de cuando me mira.

—Espero no importunarla.

Tras una sonrisa, dijo:

—Solo si deja de mirarme.

Sus mejillas enrojecieron de nuevo y bajó la vista, un gesto propiciado tal vez por el exceso de arrojo en sus palabras. Yo tampoco me contuve. Tenía que decirle lo que estaba pensando.

—Una vez más, señorita Lidia, no pida usted un imposible.

Por la forma entregada en la que me observó supe que me habría contestado algo igual de hermoso, y yo le habría dicho mil cosas más ese día, pero habíamos llegado a los establos y dentro había un revuelo considerable. Sus hermanos hablaban nerviosos mientras que Rufo ladraba, agitado también. Tenían los trajes sucios y, en el caso de Alba, hasta rotos.

—Los carruajes están esperando para llevarnos a la iglesia, ¿qué hacéis aquí? Os he estado buscando. —Los miró uno a uno, de arriba abajo, con gesto sorprendido—. ¿Qué os ha pasado?

Diego nos contó una historia sobre Rufo perdido en las minas y sobre el miedo que tenía Simón a que a Aurora, su dueña, le hubiera pasado algo.

—¿Estáis seguros? —Lidia arrugó la nariz—. Quizá solo se ha escapado...

Rufo ladró de nuevo. No me pareció que estuviese así solo por haberse escapado. Había tratado mucho con animales y tenía la sensación de que quería decirnos algo.

—Este animal parece muy alterado solo por haber huido —observé—. Algo ha ocurrido.

Lidia me miró con dulzura, y dijo:

—Si usted lo dice será verdad. Sabe mucho de animales.

No sonreímos. Simón, tras dirigirnos una mirada breve, dijo que se marchaba. Se dispuso a ensillar a Peregrina y, tras pedirme ayuda, empezó a dar instrucciones a sus hermanos para buscar a Aurora.

—Pero vas a llegar tarde a la boda —dijo Lidia, seria—. Es casi la hora.

—¡Me importa un pimiento la boda! —saltó Simón, exasperado.

—No te preocupes, Lidia. Aunque no haya boda, habrá banquete. Esos langostinos que ha mandado traer el alguacil no se van a quedar ahí. Ni el vino de Montilla —dijo Diego. En medio de tal tensión, casi me hizo reír—. Tú, tranquila, que ya me encargo yo.

—¿Qué? Me dan igual los langostinos —replicó ella—. Yo lo decía por María Soledad. Menudo disgusto se va a llevar cuando llegue y no esté el novio.

Los miré de reojo y vi que Diego le dedicaba media sonrisa burlona.

—¿Tú te enteras de algo alguna vez?

Ella resopló, molesta. Yo tampoco entendía nada, pero supuse que, tarde o temprano, me enteraría. En cuanto ensillamos a Peregrina, Simón y Alba subieron a ella. Rufo ladró, colándose entre las patas de la yegua. Por suerte a ella ya le era familiar, o habría provocado un accidente.

—Coge al animal, por favor —me pidió Simón—. Está muy alterado.

—Sí. Lo veo. Y herido. Voy a curarlo. Usted márchese tranquilo.

Simón salió de allí a toda prisa y Lidia se despidió también, para ir a buscar a Beatriz. Antes de marcharse me dedicó una sonrisa y un «hasta pronto» que calentó mi corazón. Curé las heridas del pobre galgo y, aunque me costó, convencí a Diego de que nos intentaba guiar a un lugar concreto, pues cada vez que lo cogía trataba de saltar de mis brazos empeñado en correr hacia el camino principal. Al final lo dejamos ir, siguiéndolo de cerca, a caballo. Nos guio hasta el sendero del abuelo. Fue un alivio ver que se desviaba y se alejaba del que conducía a las minas. Tuvimos la esperanza de que Aurora estuviera junto al árbol, pero no fue así. Cuando vimos que iba en dirección al pueblo, lo subí conmigo a la montura. No hizo ningún movimiento extraño, así que supusimos que habíamos tomado la dirección correcta.

—Me da en la nariz que vamos directos al palacio de los Márquez —dijo Diego.

Como seguía sin entender lo que estaba pasando, le pregunté. Él, que no era de callarse las cosas, me informó. Me quedé un tanto helado al ver cómo el más enfermizo de los sentimientos se había apoderado de la que iba a ser la esposa de Simón. No supe ni qué decir.

Ya en la puerta de la residencia, dejamos a Rufo en el suelo mientras atábamos las monturas a la argolla de la fachada. A pesar de que el perro arañó el portón con ansia, y de que llamamos de forma repetida, nadie abrió. Diego me pidió que lo siguiera y fui con él hasta uno de los patios traseros, con Rufo a la zaga.

—Esta tapia da a las cocinas y hay una puerta de servicio cuya llave dejan siempre sobre el marco.

—¿Y cómo sabe eso?

—Digamos que el servicio de esta casa es impecable. —Sonrió.

A juzgar por su fama, seguro que había estado liado con alguna doncella. No quise hacer preguntas: ni era de mi incumbencia ni teníamos tiempo.

—Creo que podría escalarla.

—Me alegra saber que eres un hombre de recursos. Mi hermana Lidia necesita a alguien como tú en la vida.

—¿Perdón? No sé a qué...

—Sí que lo sabes, déjate de tonterías, que he visto cómo te mira. Otra cosa no, pero expresión en los ojos no le falta, ya sea para llorar, para odiar o para mirar las cosas que le gustan. Ni admirando el mejor encaje la he visto tan absorta.

—Diego, yo... verá, no es mi intención...

—Los discursos se los das a Samuel cuando venga y se entere de que andáis enamoriscados. A mí, con que no te encames con ella y le hagas una barriga a destiempo, me vale. Porque como eso pase te va a faltar pueblo para correr, Pablo Morente. Y ya sabes que no me ando con chiquitas.

—No se me ocurriría faltarle así a su hermana —dije apurado—. Ni tampoco a usted.

Ea, pues entonces podéis juraros amor eterno si queréis. Así le quitas al tonto del haba de Andrés de la cabeza, que, tal y como yo sospechaba, no es más tonto porque hasta para ser tonto es cortito.

—Desde luego que lo es. Dejar a una mujer como su hermana...

—Hay gente a la que solo le interesa el dinero. Como a mí, por ejemplo.

Pensé que era demasiado bueno como para que solo le interesasen los cuartos.

—Vamos a dejar de hablar y entremos. Tengo la mosca detrás de la oreja con este asunto de Aurora —dijo, y después miró a Rufo—: Intenta quedarte aquí tranquilo, por favor. Ahora volvemos.

Me pareció que el animal lo había entendido, pues se sentó tras sus patas traseras, con calma.

Ayudándonos mutuamente, nos colamos en el patio y después, tal y como él había previsto, pudimos cruzar la puerta con la llave escondida. Nos extrañó hallar la casa tan silente en vísperas de unas nupcias, que tanto trajín traían.

—Va a ser que están todos ya en la iglesia, Pablo —comentó Diego—. Y si Aurora no está aquí, igual se ha marchado también. ¡Aurora! —No contestó nadie—. Vamos a echar un ojo por la casa.

—Como nos pillen, de la cárcel no nos libra nadie, que esta es la casa del alguacil.

—Estate tranquilo, que tabaco y buena comida no nos van a faltar ni entre rejas.

—Dios santo. —Me persigné.

Quiso la suerte, el ingenio o el agudo oído de Diego, que notásemos un quejido procedente de un dormitorio de la planta superior. Tuvimos que echar la puerta abajo para entrar, usando un mueble como ariete. Hallamos a Aurora en un estado terrible, tendida en el suelo. Había vomitado y, aunque inconsciente, estaba viva. Él tiró de la sábana de la cama, volcando un frasco que había sobre esta y que cayó al suelo, haciéndose añicos. Lo miré por un instante y después presté atención a Diego que, tras limpiar a Aurora con la sábana, la cogió en brazos. Salimos a toda prisa, con la idea de buscar a Simón. No solo por su relación: la muchacha necesitaba un médico con urgencia. Cuando Rufo la vio, saltó de alegría, pero al notarla en mal estado gimió lastimero.

—Voy hacia la iglesia, Pablo. Necesito que me hagas un favor. Ve a ca Matías, llévale a Rufo para que se haga cargo de él y pregúntale si tiene algo para mí. Entretanto, reza lo que sepas. Porque de la respuesta del tabernero dependen muchas cosas.

—Lo haré. Rezaré a san Judas Tadeo.

—Bien dicho. —Palmeó mi hombro—. Ese, de cosas difíciles, sabe más que nadie.

Diego subió en Rufián y lo ayudé a montar a Aurora sobre sus piernas. Él la resguardó de caerse, con una mano, mientras que con la otra sujetaba las riendas. Partió tan a prisa como era posible, siendo que cargaba con la muchacha, y yo fui donde Matías seguido de Rufo. Le referí la situación al tabernero, y él, tras un cabeceo leve, me pasó una nota doblada, de tapadillo. Había un par de guardias civiles despachando en la taberna y los miró de reojo.

—Largo de aquí con eso. —Clavó la mirada entonces en la nota—. Dile a Diego que ya ajustaremos cuentas. Rufo, ven, tengo morcilla.

El perro fue con él y yo, tras darle las gracias a Matías, me marché apresurado. No cuestioné qué habría en esa nota que lo ponía tan nervioso. Subí en Lince y cabalgué hasta la iglesia a galope tendido, preguntándome si Diego habría llegado a tiempo de salvarla; preguntándome cómo estaría Lidia y deseando que las cosas, después de todo, terminasen bien. Gracias a Dios y a san Judas Tadeo, así fue. Pudimos regresar a El Azahar con expectativas de que Aurora se recuperase, aunque sabíamos que esa noche poco podríamos dormir. Con el alma en vilo por tener buenas noticias, la casa entera estaba en pie y no había ventana que no se hallase iluminada.

Después de haberme aseado, salí a dar un paseo en las inmediaciones de la casa para intentar coger un poco de sueño. Caminaba sumido en mis pensamientos, cuando escuché un siseo. Miré a un lado y otro y no vi a nadie. Pensé que habían sido imaginaciones mías hasta que me llamaron por mi nombre. Al reconocer la bella voz de Lidia, me detuve al instante. Alcé la cabeza y la vi, asomada a un balcón situado en la primera planta de la casa. Sabía que era el de su habitación, pues había pasado más de una noche contemplando su ventana, imaginándomela allí hasta que la luz se apagaba. Era, además, el único de los dormitorios de la familia que daba a ese lado de la finca. El balcón era pequeño y hermoso, con una balaustrada de forja de diseños vegetales. Bajo este había una ventana enrejada por la que trepaba un jazmín que, de tanto tiempo como tenía, se había hecho arbusto y sus ramas llegaban hasta la baranda.

—¿Qué hace ahí? —le pregunté—. La noche está fría.

Llevaba solo un camisón y un chal sobre los hombros.

—Estaba mirando la luna. —Señaló al cielo, allá donde esta brillaba con gran esplendor—. Está preciosa.

—Lo está.

Pero yo no miraba a la reina nocturna, miraba a Lidia. Porque para mí, nada podía compararse a su belleza: ni la luna, ni el sol ni mil estrellas o planetas. Ni todas las cosas hermosas del universo puestas a mis pies me parecerían tan hermosas.

Lidia me miró de reojo y sonrió.

—¿Dónde va a estas horas? —me preguntó.

—Cuando no puedo dormir, me ayuda dar un paseo.

—Envidio su libertad.

—Pero si usted hace lo que se le antoja —dije medio en broma.

—Solo algunas cosas. —Sonrió—. No podría, aunque quisiera, salir de mi habitación. Con el trajín de criados que hay arreglando el desastre de la boda de Simón, y atendiendo a Aurora, se darían cuenta. Y es casi medianoche.

—Podría salir por el balcón.

—Qué ocurrencia la suya. —Rio—. Ni que fuera yo una araña para ir trepando por las paredes.

—Si quiere subo a buscarla y se viene de paseo conmigo.

—No creo que sea usted...

Antes siquiera de que terminase la frase, comencé mi ascenso por la fachada. Conseguí subir, ayudándome de la reja. Ella se asomó, con la expresión a medio camino entre la risa y el asombro.

—¡Pablo! Qué...

Desde el otro lado de la balaustrada, estando ya a su altura, tuve que sujetarme para no caer al verla: su rostro, visto de cerca, con esa luz, estaba más hermoso que nunca.

—Lidia... —solo fui capaz de decir eso mientras la miraba.

—Está loco, ¿sabe? Se podría haber matado.

—Habría merecido la pena.

Miró hacia su habitación, como comprobando algo, y después me hizo un gesto para que saltase la balaustrada. Cuando lo hice, estuvimos comprometidamente cerca en ese espacio estrecho. Podía oler su perfume a azahar; sentir su respiración.

—¿Quiere venir a dar ese paseo conmigo o no?

—Quiero, pero... no me atrevo.

—Nadie nos va a ver, se lo prometo. Volverá a su cuarto sana y salva.

—No es por eso, Pablo.

—¿Por qué es, entonces? —pregunté.

Sus ojos esquivaron los míos y supe que algo callaba.

—Por nada importante.

—Sabe que no es verdad.

—¿Acaso está dentro de mi cabeza? —replicó, queriendo hacerse la ofendida. Su expresión, sin embargo, decía otra cosa. Estaba retándome y me lancé.

—Sospecho que sí, más de lo que le gustaría. —Mis palabras la hicieron sonreír con timidez. Continué hablando—: Dígame por qué se niega a darse el capricho de salir a pasear si es lo que desea.

—En la vida no siempre podemos tener lo que deseamos.

Clavó su mirada en mis labios y todo mi cuerpo se estremeció. Miré también los suyos, y dije:

—Desde luego, pero no es la obligación de la vida lo que la está privando de no tenerlo. Es otra cosa.

—Por favor, no me haga decirlo. Hay cosas que una dama no puede confesar en voz alta.

—Ojalá las dijera. Aunque no fuese con palabras.

—¿Acaso no lo he hecho ya? —suspiró—. Estoy confundida, Pablo. Siento cosas que no debería sentir.

—¿La hacen infeliz?

Negó con la cabeza.

—Entonces ¿por qué no iba a poder sentirlas?

—Lo sabe perfectamente. Un hombre salió de mi vida hace apenas nada, no es natural que esté pensando en otro.

—¿Está pensando en otro hombre?

Se hizo un silencio que llenó nuestra mirada. La de Lidia volvió a mis labios; la mía, a los suyos. Deseé verlos moverse y contestar a esa pregunta con una única respuesta. Como si supiese de mis verdaderos anhelos, dijo:

—Estoy pensando en usted.

No pude soportar más el no tenerla entre mis brazos, el no darle todos los besos con los que había soñado. Me atreví a poner en plural ese sueño pues leí en los labios de Lidia, entreabiertos y hermosos, la intención de un beso. El deseo de probarlos me hizo abrir los míos un poco también, de aproximarme a los suyos. Me pareció que el tiempo se detenía; que solo éramos ella y yo en el mundo. Que entre su boca y la mía estaba a punto de materializarse la más dulce de las promesas de amor, un anhelo que no podía ser contenido por más tiempo. La más pura verdad de nuestras almas. Tomé su rostro entre mis manos, dispuesto a besarla. Entrecerré los ojos a la par que ella, y casi había rozado sus labios cuando escuché la voz de Alba.

—Lidia, voy a bajar a la cocina a por tarta, si es que no se la zampado toda Diego. ¿Vienes?

Nada más oírla, abrimos los ojos, asustados. Ella fue adentro gritando un «ya voy», yo casi salté del balcón. No paré de correr hasta llegar a mi dormitorio. Había estado a punto de besarla guiado por alguna clase de trastorno que se había apoderado de mí como para hacerme considerar que yo, un don nadie, tenía derecho alguno de sobrepasar su frontera más dulce.

Qué locuras se hacen por amor.