Pablo
Llegué calado hasta los huesos a la taberna de Matías. Tendría que pasar la noche allí, intentar convencerlo de que me dejase dormir, aunque fuera entre sacos, pues no tenía otro sitio dónde ir, ni más dinero que un par de monedas para pagar el aguardiente que me estaba bebiendo, con el fin de templar el cuerpo. Teodoro no me había pagado los días que trabajé en El Azahar, así que estaba en el punto de partida. No, estaba peor. Porque antes era el hambre el que agujereaba mi estómago y ahora era el amor el que me quebraba por completo. Un amor que nunca podría ser. Un amor que tendría que olvidar para seguir viviendo; algo que, de momento, se me antojaba imposible.
Ni siquiera me quedaba el consuelo de haberme podido despedir de ella; de decirle que era la persona más maravillosa que había conocido y que, de haber sido otras mis circunstancias, me habría puesto de rodillas ante ella desde el primer momento en que la vi, porque ya, desde ese instante, me había cautivado. Pero no era más que un pobre diablo que nada tenía que ofrecerle. Habría soportado vivir en El Azahar sin que fuesen míos sus besos, solo por el hecho de verla sonreír. Como el mendigo que obtiene su limosna. Como el que se contenta con las migas de pan que quedan sobre la mesa. Todo eso me habría bastado si tan solo hubiera podido permanecer a su lado. Pero ni ella sería mía, ni yo sería suyo. Ni compartiríamos ya el mismo espacio. Había elegido protegerla. Había puesto su felicidad por encima de la mía. No me importaba. Lo volvería a hacer mil veces.
Ahogué un suspiro en el que iba el nombre de Lidia, al tiempo en que la puerta de la taberna se abría de forma violenta.
—No se lo van a creer —dijo un hombre a voz en grito al entrar—. ¡Ha ocurrido un accidente terrible a la altura del puente!
La taberna entera calló y lo miró expectante.
—¿Un accidente? ¿Qué ha pasado? —preguntó Matías.
—Una berlina ha chocado con otra, se ha salido del camino y casi cae al río.
—Si es que con esta lluvia... —rezongó Matías—. ¿A quién se le ocurre viajar?
—¿Hay heridos? —preguntó otro.
—Dos extranjeros, y Andrés Ferrera y su prometida, de gravedad. Él, sobre todo, casi muerto.
—¡Dios santo, pobre señorita Lidia! —exclamó uno de los parroquianos—. ¡Por fin le había pedido matrimonio y ahora está al borde de la muerte!
—Pero... La prometida de Andrés no es Lidia, ellos no... —dije con voz temblorosa, incapaz de hilar una frase—. Él...
—Pues la de Alborada estaba allí mismo, que la han visto. Y he oído que la prometida de Andrés viajaba en la berlina, así que ya me dirá.
Dejé una moneda sobre la barra y salí corriendo.
—Eh, muchacho. ¿Dónde vas? —llamó Matías—. Llueve a mares.
Poco me importaban la lluvia o un diluvio universal. Tenía que volver a El Azahar aunque me echasen a patadas, pues no encontraría paz hasta que no viese a Lidia y comprobase que se encontraba bien. Que todo era una confusión. Porque además no tenía sentido alguno que se encontrase en los caminos a esas horas y con esa tormenta.
Corrí bajo la lluvia todo lo que dieron mis piernas y mis pulmones, que ya me quemaban por el esfuerzo. El agua, helada, se me clavaba en la piel, pero seguí. A pesar de ella y de que los pies se me hundían en el barro. A pesar de que me escurrí tantas veces que perdí la cuenta; de que a cada paso que daba más cerca estaba de mi felicidad o mi desgracia, de una certeza que podía ser fatal. ¿Y si le había ocurrido algo?
El trueno compitió en fiereza con el viento silbador, que combaba las ramas más altas de los árboles como si fueran poco más que papel. Las piernas me flaqueaban y casi no podía respirar con normalidad. Recé a santa Bárbara porque me permitiera llegar sano y salvo. Porque me hiciera tan fuerte como los caballos a los que cuidaba, tan veloz, tan resiliente. Y me lo concedió. Por eso, cuando llegué al camino de entrada a El Azahar, lancé la mirada al cielo y le di las gracias. Lo recorrí y, para mi sorpresa, hallé la puerta abierta de par en par y un revuelo descomunal. Los criados iban y venían portando mantas y ollas con agua caliente. El rumor de varias conversaciones llegaba de todas partes. Me quedé en la entrada, sin saber qué hacer, hasta que la voz de Lidia me hizo alzar la cabeza hacia las escaleras que descendían de la segunda planta.
—¿Pablo?
Cuando la vi, sana y salva, me sentí vivo de nuevo. El nudo que se había formado en mi garganta al creerla en peligro, al correr bajo la lluvia pensando que el mundo se acababa si no llegaba a tiempo de verla, dejó de existir. Lidia bajó las escaleras a toda prisa y se echó en mis brazos. Sin hacer preguntas, sin decir palabra. Solo juntó su cuerpo con el mío y me estrechó con una fuerza sin igual. Tuve la impresión de que había sufrido mi misma desazón.
—Estás aquí —dijo sin dejar de abrazarme.
Por el recibidor pasaron unos criados en dirección al salón. Nos miraron de reojo, estupefactos al vernos abrazados. Uno de ellos dijo: «Tenemos que avisar a Teodoro. Pablo ha vuelto». Ya podrían llamar a la Muerte si querían, nada iba a separarme de los brazos de Lidia.
—Estoy aquí —le dije, besando sus cabellos, que olían a azahar.
—No vuelvas a marcharte, Pablo. No lo hagas nunca más.
—Lidia, escúchame. —Tomé su rostro entre mis manos, obligándola a mirarme—. Teodoro ha encontrado el dinero y...
—Lo sé. Fue culpa de Roque. —Me contó lo sucedido y después añadió—: Sé que mentiste por mí, pero no tendrás que hacerlo más, le he dicho la verdad a todos.
—¿Qué? No... No debiste hacerlo. ¿Qué van a pensar de ti?
—Prefiero que piensen de mí las cosas más horribles que vivir con la carga de haber sido partícipe de tu ruina. Eres un hombre bueno que solo buscaba ayudarme, no mereces un trato así.
Tenía sus ojos clavados en los míos con una entrega sin igual. Había tanta pasión y sinceridad en ellos que me hizo sonreír.
—Ves como sí eres muy valiente...
Ella sonrió también.
Pasó de nuevo otro grupo de criados, que cuchichearon. Lidia me cogió de la mano y me guio hasta el hueco bajo las escaleras. Solo habíamos dado unos pasos y, sin embargo, parecía un mundo distinto. Más oscuro, más íntimo.
—Pablo, soy valiente porque por ti sería capaz de cualquier cosa.
Mi sonrisa se acrecentó al calor de sus palabras, pero había una verdad que era más poderosa que su valentía y la mía. Ella era una Alborada y yo no era más que uno de sus mozos. Por más que en sus ojos leyera un amor infinito hacia mí, por más que en los míos morase idéntico sentimiento que en los suyos, no podríamos estar juntos.
—Lidia yo... —Acaricié su rostro—. Ya sabes que te quiero, pero...
—Ese «pero» anuncia la peor de las tormentas, sospecho.
—Sí —asentí con pesar—. Me gustaría no tener que pronunciarlo, pero he de ser realista y justo. Lo que ha ocurrido hoy jamás dejará de suceder mientras estemos juntos. Mi pasado nunca dejará de perseguirme, y lo que soy tampoco lo hará. Siempre habrá un lugar en el que me acusen de algo.
—Eso no volverá a pasar en El Azahar.
—No lo sabes, Lidia. Quizá mañana aparezca alguno de vuestros amigos y no quiera sentarse a la misma mesa que yo, o me mire con el mismo desprecio que la mujer de la sombrerería.
—Los echaré de mi casa.
—No puedes hacer eso con todo el mundo, y lo sabes. Como yo sé que no puedo darte lo que tú mereces, porque no soy más que un pobre al que la vida ha condenado a vagar por los caminos. No tendrás nunca nada estable conmigo y tu familia no me aceptará. Lo sabes. Ellos esperan que te cases con un hombre de tu posición. Alguien en quien puedan confiar.
—Tú eres confiable, Pablo. Eres cálido y bueno. Solo has tenido mala suerte. He estado hablando antes con Alba y me ha contado que ser caballerizo es una cosa muy honrada. Que hay hasta marqueses y duques en tal posición. Me ha dicho un montón de nombres que ahora no recuerdo, pero de personas muy ilustres. Tú podrías ser como ellos, aquí en El Azahar. Mereces otra oportunidad.
Sonreí por unos instantes, olvidándolo todo al escucharla hablar con tanto entusiasmo, pero tuve que volver pronto a la realidad.
—Mi preciosa Lidia, desde el momento en que te vi supe que serías importante para mí. Y cuando volvimos a encontrarnos, aquella noche en el naranjal, creí que serías una tormenta devastadora. Ahora no puedo dejar de pensar en ti como la lluvia de otoño que besa los campos tras un verano de sed. Tan necesaria como perfecta. Pero una lluvia que para mí ha de ser pasajera, al fin y al cabo.
—Sé que somos distintos, pero no quiero perderte... —musitó, con los ojos anegados en lágrimas.
—Y yo no quiero hacerte llorar, Lidia. —Traté de seguir sonriendo, para calmarla, pero no pude. Me sentía tan triste como ella—. No llores por mí, por favor.
—¿Ahora me pides que no llore? Sabes que no puedo evitarlo. Esto que siento me quema el alma.
Rompió en llanto y sequé sus lágrimas, besándola después en la frente y abrazándola. Cobijada en mi pecho, dijo entre sollozos:
—Yo quiero estar contigo. Cabalgar a tu lado. Comer manzanas a bocados.
—Y podemos hacerlo, si tú quieres, pero no podremos ser nada más.
Me abrazó con más fuerza.
—Lidia... no lo hagas más difícil de lo que es.
Alzó su mirada hacia mí.
—No es justo.
—No es justo, pero sabes que es lo correcto y que tengo razón. Tú eres una señorita; y yo, un salvaje, ¿recuerdas?
—Pero quiero que seas mi salvaje —dijo con ternura.
Eso me hizo reír. Volvimos a mirarnos a los ojos buscando en ellos el atisbo de esperanza que nos dijera que, incluso con todo en nuestra contra, podríamos estar juntos. Lo había, aunque fuera en forma del deseo que pronunciaban nuestros corazones. Un deseo que me alentó a ser osado pues a punto estuve de decirle de nuevo un «te amo», que solo habría complicado más las cosas. En ese momento, Beatriz la llamó.
—¡Lidia! Lidia, ¿dónde estás?
—Mi hermana me llama. Tengo que...
—Sí. Lo entiendo.
Y se fue, dejándome a solas en el silencio y la penumbra de ese lugar que ya se me antojaba el más frío de la Tierra, pues no estaba ella. Escuché a su hermana decirle:
—Lidia, ¡no llores! Adoración y Andrés estarán bien, y ese otro caballero que viajaba en la berlina y su hermano también se repondrán.
—No es por eso, Beatriz. No es por eso.
—¿Por qué lloras, entonces?
Lidia le soltó lo inesperado, y lo hizo sin paños calientes ni medias tintas.
—Porque me he enamorado de Pablo Morente y no podré estar nunca con él.
—Pablo el... el caballerizo.
—Sí, Beatriz. El caballerizo. El mozo de cuadras. El amor de mi vida.
—Vamos a las cocinas y lo hablamos mientras te tomas un chocolate. —La oí suspirar—. Estás empapada, ¿no se supone que habías ido a cambiarte? ¿Dónde has estado?
«En mis brazos», pensé.
Y no sé qué le dijo ella, pues sus voces se perdieron. Me habría encantado poder perderme también. Ser aire por unos segundos y desaparecer. Para ver si así la vida dolía menos; para ver si así las circunstancias también se hacían intangibles, susceptibles de ser sopladas como se soplan las velas para apagarse, para dejar de arder y no quemar más, como eso que Lidia había dicho que sentía. Lo mismo que sentía yo. El alma hecha de fuego y tristeza, porque había conocido el amor y lo había perdido. Como se perdieron sus voces. Como se perdía todo lo que me importaba.