Pablo
Había recorrido ya casi todas las casas de la zona y solo me quedaba una opción bastante ambiciosa: El Azahar. No era objetivo sencillo, porque en ese tipo de fincas solían tener a mozos de cuadras que ocupaban su puesto por herencia, o a gente del pueblo. Nunca le darían empleo a un desconocido. Sin embargo, tenía que intentarlo, quemar toda la pólvora antes de seguir con mi camino. Agotado, y ya de noche, regresé al pueblo con la mente de ir a pedir trabajo en cuanto se hiciera de día. Me aseé en una fuente para quitarme el polvo del camino y, con el fin de comer algo, entré en ca Matías, la taberna que la joven del río había referido días antes y a la que me había hecho asiduo. Pediría un poco de caldo y un chato de vino, pues no podía pagar por mucho más.
El lugar estaba tranquilo, con los parroquianos jugando a las cartas o charlando al calor del fuego. Sumido en mis pensamientos, sopaba pan en el caldo, cuando, una vez más, los ojos de esa muchacha a la que había salvado vinieron a mi mente. Había pensado en ella más de lo que me habría gustado. Nuestro encuentro fue tan casual que me pregunté por qué la recordaba tanto. La respuesta me abrumó: no puedes pedirle al barco que no piense en el faro que lo guía, y mirar esos ojos había sido para mí como si se encendiera una luz en medio de la oscuridad. Tan hermosos, tan brillantes, tan ávidos de escudriñarme. Su curiosidad, y la paz que me había transmitido, todavía me hacían sonreír. Ella, que era toda una dama, debió de sentirse extraña en brazos de alguien como yo. Su «gracias», dicho con la voz más dulce que había escuchado, todavía resonaba en mi cabeza. Terminé mi cena fantaseando con la idea de volverla a ver: algo que jamás sucedería. Uno nunca ve un amanecer tan hermoso dos veces.
Dejé pagadas mis consumiciones y fui a las letrinas, situadas en el exterior, en la parte trasera. Apenas había puesto un pie fuera, escuché una especie de grito ahogado. El único candil que había brillaba con poca fuerza y agucé la vista mientras miraba a un lado y a otro, pero no vi a nadie. Era un callejón estrecho, con salida hacia la izquierda. La pared lateral de una casa cerraba el paso hacia la derecha, donde se apilaban barriles y cajas. Me pregunté si no sería una rata andando entre ellas. A punto estaba de entrar en las letrinas cuando el ruido se repitió, tan fuerte que lo reconocí: alguien intentaba gritar y su llamada de auxilio estaba siendo amortiguada. Miré hacia la izquierda y no vi nada, pero cuando clavé la vista en los barriles noté que algo se movía tras ellos. Me acerqué y, de repente, uno rodó hacia mí. Di un salto para echarme a un lado a tiempo de evitar que me arrollase. Un tipo emergió tras el resto de los barriles, tratando de huir a toda prisa. El llanto desesperado de una chica se mezcló con el de sus pisadas. No tuve que pensar mucho para darme cuenta de lo que había pasado. O esperaba que no. Ansiaba haber llegado a tiempo de evitarlo. Enfurecido, fui tras él y lo agarré por detrás, rodeé su cuello con el antebrazo y lo obligué a caer de rodillas. Una vez que lo tuve en el suelo, casi sin aliento, puse la rodilla en su espalda y sujeté sus manos atrás.
—No corras tanto —le dije—. Tú y yo vamos a ir a ver al alguacil.
La muchacha, que a juzgar por sus ropas parecía de esas que llamaban «de mala vida», se arrastró hasta una esquina y apoyó la espalda en la pared, con la respiración agitada. Escondió la cara entre las manos y sollozó, pero antes de que lo hiciera pude ver que tenía el rostro magullado. No soportaba a los hombres execrables que tomaban ventaja de las mujeres. Apreté los dientes y, sin pensarlo, obligué al tipo a darse la vuelta y le estampé el puño en la cara.
—A ver si tienes los mismos arrestos conmigo que con ella, pedazo de cabrón.
—¡Solo es una ramera! —gritó entre golpe y golpe—. ¡Estás loco!
—¡Eh! —Una voz profunda y varonil me sacó del momento.
Miré hacia la entrada del callejón y vi a un joven de buena apariencia, bien vestido, al que seguían cuatro mujeres de iguales ropajes que la otra. Llegaron en tropel y se detuvieron a unos pasos de mí. La puerta de la taberna se abrió de forma brusca y los viejos goznes que la sostenían chirriaron.
—¿Qué narices está pas...? —El tabernero se quedó sin habla por unos segundos.
—Nada, Matías, vuelve dentro —le dijo el joven—. Yo me encargo.
Al momento, como si fuera su dueño y señor, obedeció. La chica abandonó el rincón y fue con ellas. La recibieron cobijándola entre todas, tapándola con sus chales. El joven caminó hacia mí con paso decidido y elegante.
—¡Roque! Malparido —dijo. Debía ser el nombre de esa alimaña que tenía entre las manos—. Venía a matarte, pero ya veo que se me han adelantado.
El tal Roque trataba de mantener los ojos abiertos a duras penas.
—¿Conoces a esta escoria?
—Pues sí, conozco bien a esta mierda con patas. —Me hizo un gesto para que lo soltase, mientras se quitaba la levita. Después de lanzarla a un lado, se arremangó—: Aparta, ya me hago cargo yo de él.
—¡Diego! —Una de las chicas lo agarró del brazo—. Déjalo. Está medio muerto. Si le pegas más lo matas.
Me miré los nudillos: sangraban. La rabia me había llevado al límite. El tal Diego clavó la vista en la muchacha y, tras dudar, asintió. Se puso de nuevo la levita y miró al tipejo lanzándole una advertencia.
—Si te vuelves a acercar a ellas o si te veo rondando por el pueblo, te mando a ver a san Pedro. Y créeme, con todo el mal que has hecho, vas derechito al Infierno. No vuelvas a mi finca más que para buscar tus cosas, que no sirven ni para quemarlas. Y dejo que las cojas porque me das pena, pero ni eso te mereces —le dijo con desprecio. Después se dirigió a mí—: Tú, ven conmigo. Te convido a unos vinos.
Se levantó y echó a andar hacia la taberna. Viendo que no le seguía dijo:
—¿A qué narices esperas? ¿No querrás que te saque el vino a la puerta como si estuviéramos de verbena?
—Ya... —Me levanté, sacudiendo la cabeza—. Voy, pero ¿qué pasa con él?
El joven se dirigió a las muchachas.
—Llamad al alguacil y le decís que lo han cogido robando donde Matías. El vino que sirven aquí es su favorito. Le va a hacer poca gracia. Después marchaos y decidle a Anita que esta noche no trabajáis ninguna, que ya pasaré a pagarle yo el estropicio. —Miró con compasión a la muchacha que había sufrido la mala sangre del tal Roque—. Ella que se tome dos o tres aguardientes y se vaya a dormir.
—Gracias. —Una de ellas lo besó en la mejilla—. Eres tan bueno con nosotras...
—Qué menos. —Les dedicó un guiño y después me echó el brazo por encima del hombro—. Vamos a por esos vinos.
Ya en la taberna, ocupamos una mesa junto a la chimenea. Matías trajo un paño que hedía a aguardiente, una frasca y dos vasos, y regresó a su puesto.
—Póntelo en los nudillos, te aliviará. —El joven me tendió el paño—. ¿Quieres algo de comer?
Así lo hice. Me dolían a rabiar.
—No, gracias —mascullé tratando de soportar el escozor—. Ya he cenado.
Molesto, intenté obviar las miradas de los presentes, algunas con cierta inquina, mientras murmuraban sobre lo que había pasado.
—Esto es un pueblo. —Sirvió el vino—. No te asustes porque te miren así. Eres forastero y le has dado una paliza a un muchacho al que han visto crecer. ¿Que sabían de sus correrías? Pues sí. ¿Que ninguno hacía nada por detenerlas? También. Pero te juzgan a ti, porque no eres de aquí. Así son los pueblos. —Alzó su vaso para brindar—. Salud.
—Salud. —Brindé y bebí. Era vino del bueno—. ¿Esa chica y él tenían algo?
—Sí. La mala suerte de haberse conocido.
Sonreí por un segundo.
—Me refiero a que si eran amantes o... ¿era su cliente?
—¿Su cliente?
—Me ha parecido que era una... ya sabes —dije incómodo.
—¿Qué? No. —Soltó una carcajada—. Esas muchachas son cigarreras de una pequeña fábrica de por aquí. A veces trabajan de noche, si hay mucho que hacer. Si las has visto tan escasas de prendas es porque pasan calor y se aligeran de ropa. El Roque andaba de amores con ella y se la ha llevado para «ajustarle las cuentas» por un asunto de celos con un muchacho que va para torero.
—Espero que la deje en paz.
—Ya te digo yo que lo hará. Le va la vida en ello. Y, aunque me alegro de que se lleve su merecido, esto me trastoca todo. Era mi caballerizo. Ahora me he quedado sin él. —Se frotó la frente—. A ver cómo lo explico en casa. Suerte que Samuel no está.
—¿Has dicho caballerizo? —repliqué sorprendido.
—Sí. ¿No sabes lo que son? Cuidan a los caballos y supongo que harán algo más, pero por ahí van los tiros.
—Claro que sé lo que es —casi soné ofendido—. A eso me dedico.
Él alzó la vista al techo y murmuró un «gracias a Dios».
—¿Tienes trabajo?
—No, la verdad. Por eso estoy en la comarca.
Se bebió de un trago lo que quedaba en el vaso y lo dejó sobre la mesa con tanto ímpetu que me sobresaltó.
—Me has hecho tan feliz que hasta te besaría, fíjate lo que te digo.
Parpadeé repetidas veces, desubicado. Su energía era arrolladora.
—¿Qué?
—Nada, que ya tienes trabajo, si lo quieres. —Palmeó mi hombro.
—Sí, por supuesto que sí —contesté entusiasmado.
—¿No me vas a preguntar por el jornal? Tenemos una buena yeguada de la que hacerte cargo y mozos sobre los que mandar.
—El dinero me da igual. Quiero trabajar.
—Me caes bien. —Extendió la mano hacia mí—. Me llamo Diego Alborada, por cierto.
La estreché.
—Pablo Morente.
—Bien, Pablo Morente. ¿Tienes dónde dormir?
Negué con la cabeza.
—Pues ahora sí. Pongámonos en marcha, El Azahar no queda lejos.
—¿El Azahar?
—Es el nombre de la finca de mi familia, donde vas a trabajar.
Sonreí ante tal casualidad y fui con él hacia la salida.
—Me habían hablado de ella.
—Es el mejor sitio de la Tierra. Preciosa, sublime. Cuando la conozcas, verás que no exagero. Pero no le digas a mis hermanos que lo he dicho.
—¿Por qué?
—Cosas mías.
Asentí, dándole toda la razón, y fui con él hasta un carruaje apostado cerca, con un joven pelirrojo sentado en el pescante. A unos pasos, me detuve, abrumado por un pensamiento. Diego no había hecho preguntas sobre mi procedencia y estaba en su derecho de conocerlas y juzgarme como apropiado o no para trabajar en su finca. No quería ingresar en ella con mentiras. No quería una nueva vida llena de problemas.
—Verá, señorito Diego...
—Al menos en privado llámame Diego a secas, que lo de señorito se me atraganta. Y dime, ¿qué tripa se te ha roto? —Consultó su elegante reloj de bolsillo—. Pero abrevia, que quiero llegar para la cena. Fernanda ponía jamón.
—Es que he de contarle que... mi padre trabajaba para los marqueses de Bespero.
Alzó las cejas. Había reconocido el nombre y seguramente el caso.
—Entiendo —resopló y acarició su perilla mientras se mordía el labio inferior, pensativo—. Verás, soy de la opinión de que los crímenes de los padres en nada tienen que ver con los hijos, así que vamos. Tú no digas una palabra en la finca, y si alguien te pregunta te haces el loco y santas pascuas. Un favor por otro favor.
—¿Qué favor le he hecho yo?
Me miró los nudillos.
—Has salvado a alguien importante para mí de algo que no quiero ni pensar.
—Usted habría llegado a tiempo igualmente.
—Puede, pero si no le hubieras dado la tunda a ese desgraciado se la habría tenido que dar yo, y ya tengo asuntos pendientes con el alguacil como para darle la oportunidad de encerrarme. Además, odio ensuciarme la levita. Ahora sube de una vez al carruaje. Como me quede sin jamón no te contrato.
—Está bien. —Sonreí agradecido.
—Vámonos a casa, Marcel —le dijo al cochero cuando subimos—. Quiero llegar a la cena.
—Sí —me miró de reojo—, señorito Diego.
Cortando el aire de la noche, frío, aunque no despiadado, tomamos rumbo a la finca. Me sentía temeroso frente al futuro incierto que tenía ante mí, a la par que expectante por descubrirlo. La suerte me había sonreído. Podía trabajar en lo que me hacía feliz, y conocer El Azahar y su magnífica yeguada. Seguro que acababa queriéndolos como si fueran mi propia familia.