Pablo
Tuve la sensación de que todo había sido un sueño. De que esa joven no era más que un hada que se presentaba ante mí en todas sus formas posibles: en el agua, en la tierra... Quizá pronto lo haría aleteando hasta mi ventana, o surgiría del fuego de la chimenea para envolverme con su calidez. Qué hermosa criatura y qué extraña a la vez. Tan valiente sin saberlo; tan poco juiciosa, tan obstinada. Me recordaba a esos potrillos que se obcecan en cocear una y otra vez, pero que, a veces, reclaman que los acaricies con un cabeceo.
Una caricia entre la señorita Lidia y yo habría sido impensable. Aunque no podía negar que, por un momento, la había deseado. Sobre todo, cuando posó su mano, envuelta en esos guantes blancos tan delicados, sobre la mía. En ese instante me había avergonzado, porque mis manos eran toscas y poco gráciles. Como si fueran un jabalí y las de ella un cervatillo. Con sus ojos me había cautivado y su sonrisa había rematado el trabajo de obnubilarme. Tal había sido mi ceguera, que se me olvidó darle la bolsa con sus cosas. Esperaba poder devolverle el dinero antes de que su familia lo echase en falta. Quería hacerlo a solas, pero sin ponerla en un aprieto, así que pensé en ir a la casa con el pretexto del abrecartas y, una vez allí, tratar de quedar de forma más discreta. Entretanto, puse el hatillo y el dinero a buen recaudo en mi cuarto, que quedaba junto a las caballerizas. Era cómodo y limpio, bien provisto de mobiliario y hasta con chimenea propia. Me sentía en él como un rey. Más no podía pedir.
En cuanto pude fui a la casa, atravesando la neblina que seguía cubriendo los campos. Teodoro me recibió, con amabilidad, y le referí el motivo de mi presencia allí. Me pidió que esperase y, al poco, salió a buscarme.
—El señorito Diego lo recibirá en el comedor. La familia está desayunando, pero dice que pase.
Aunque no quería ser molestia, insistió. Fui tras él, descubriendo con asombro la belleza del lugar. Ricamente decorado, por doquier había obras de arte y muebles de calidad. En nada tenía que envidiarle a las grandes casas nobles en las que mi padre había servido. Pasamos por uno de los corredores que rodeaban un magnífico patio interior, por cuyas columnas ascendían plantas trepadoras hacia un piso superior, cerrado con bonitas vidrieras. En el centro había una hermosa fuente, y el rumor de su agua lo llenaba todo. Entre tanta belleza me pregunté, nervioso, si vería a Lidia. Lo deseaba con fervor.
Llegamos hasta el comedor, en el que a una gran mesa se hallaba sentado Diego, junto a Lidia y dos de sus hermanas, que si mal no recordaba, eran Beatriz y Alba. Nada más verla el corazón me dio un vuelco y las comisuras de los labios se me estiraron hasta formar una sonrisa que denotaba mi alegría. Ella también sonrió. Estaba sentada con el torso muy erguido, tal y como se sentaban las damas de su clase, bien educadas. Cuando sus ojos y los míos se encontraron, sentí de nuevo un hormigueo en todo el cuerpo; una sensación de calor, un vacío en el estómago que supe que no podría aplacar con comida. Solo al mirarla a ella me habían apremiado sensaciones tan intensas que tuve que apartar la vista, porque apenas podía soportar lo que me dominaba.
—Buenos días, lamento la intrusión.
—En absoluto es ninguna intrusión. Bienvenido. Te presento a mis hermanas Beatriz, Lidia y la menor: Alba. Faltan Simón, a quien de seguro verás por los campos; Elena, que se halla de viaje en Madrid; y el señor duque, Samuel, de negocios en Málaga —me explicó Diego—. Él es Pablo Morente, el mozo del que os hablé.
El retintín con el que dijo lo de «señor duque» casi me hizo reír. Me saludaron de forma cortés, y Lidia volvió a dedicarme una mirada cómplice, aunque fugaz, dadas las circunstancias.
—Lo conocemos —intervino Beatriz—. Es el joven que le salvó la vida a Lidia el otro día, en el río.
—¿Qué? —replicó Diego, sorprendido—. ¿Fuiste tú?
—Sí, pero no tiene importancia...
—Sí que la tiene. —Diego retiró la silla que había a su lado y la señaló—. Desayuna con nosotros. Hay huevos con jamón.
Sus hermanas lo miraron ojipláticas. Sobre todo Lidia.
—¿Qué? No, no —rehusé a toda prisa—. Gracias, ya he desayunado.
Diego me chistó y no tuve más remedio que obedecerle. Sin contar siquiera con el servicio, me sirvió un plato a rebosar de comida y después lo plantó delante de mí.
—Yo le echo vinagre y sal a la yema y después mojo el pan. Es como más ricos están. También tienes mantequilla con tomillo. La hacemos aquí.
—Lo probaré —dije, algo cohibido.
—¿Quieres vino?
—Es pronto aún para mí, gracias.
—¿Pronto? «El que a las doce no ha bebío, dice el diablo: este es mío». —Tras su peculiar refrán, me sirvió un vaso hasta casi el borde—. Ten.
Bebí sin más remedio. Me sentí fuera de lugar, pues nunca me había sentado a una mesa así. A mi padre, los señores a los que servíamos, alguna vez lo habían invitado a grandes cenas, pero yo jamás había estado. Había tantos cubiertos que no sabía por dónde empezar. Era de comer partiendo el pan con las manos y las cosas con una navaja, para salir del paso, porque la mayoría de las veces la hora de la comida me pillaba en el campo, ocupado con los caballos. Vi que Lidia me miraba y después señalaba un tenedor y un cuchillo en concreto. Siguiendo sus instrucciones, traté de no parecer un hombre de la caverna mientras comía en esa mesa tan elegante.
—¿Te adaptas al trabajo? —preguntó Diego.
—Sí, los animales son dóciles. Y muy nobles.
—El mejor es mi Rufián, ya te habrás dado cuenta.
El orgullo con el que habló de su alazán me agradó.
—Parece el más ágil, sí, aunque debo decirle que sospecho no será el más rápido.
—En la vida hay cosas para las que ser rápido no es nada bueno —dijo con media sonrisa—. Rufián tiene grandes atributos que compensan lo demás.
—Desde luego, podría ser un semental.
Sus hermanas nos miraban algo sonrojadas, excepto Alba, que reía en voz baja.
—Perdón. —Carraspeé—. En cualquier caso, tengo la impresión de que la más rápida es la yegua de la señorita Alba, Wollstonecraft. Si es que lo he pronunciado bien.
—Correctamente —dijo Alba, dedicándome una sonrisa—. Es rápida y muy lista.
—Desde luego. —Sonreí—. ¿Por qué ese nombre tan peculiar?
—Por la señora Mary Wollstonecraft. Una filósofa y escritora inglesa de gran relevancia, que dijo que...
—Alba, no creo que Pablo esté interesado en esos asuntos —interrumpió Diego.
—No, por favor. Déjela hablar —pedí, sincero—. Tengo curiosidad.
Alba me sonrió y, del mismo modo, lo hizo Lidia. Su gesto volvió a transmitirme gran paz y le sonreí también, feliz por tenerla frente a mí y poder admirarla.
—La señora Wollstonecraft dijo que las mujeres no son inferiores al hombre por naturaleza, sino que es la educación que reciben la que las condiciona a parecerlo —relató la joven con gran resolución—. Ella creía que ambos deben ser educados de la misma forma y tener por tanto las mismas oportunidades.
Tras unos segundos reflexivo, dije:
—No me parece un pensamiento descabellado. Verá, mi hermana y yo fuimos instruidos en el arte de la monta a la par, y es tan buena amazona como yo jinete. Obviamente, si se la hubiera privado de ello, no habría podido demostrarlo.
—Pablo, me gustas mucho —dijo Alba con total naturalidad, mientras untaba mantequilla en el pan—. Creo que te entenderás bien con Wollstonecraft.
—¡Alba! —regañó Beatriz.
Ella mordió la tostada y miró a su hermana, encogiéndose de hombros.
—¿Qué?
—No le puedes decir a un hombre que te gusta.
Diego bebió de su copa mientras las miraba con gesto divertido.
—¿Por qué no? Me agrada su forma de ser. Es amable y sincero. La gente como él no es que abunde.
—Gracias, señorita Alba. Usted también me lo parece. Pero haga caso a su hermana mayor. Siempre.
Beatriz apreció mi gesto, y gracias a la amabilidad de la familia, a la conversación y a lo exquisito de la comida, empecé a sentirme más cómodo. Les sonreí y, entretanto, Lidia dio un pequeño sorbo a su café, cogiendo la taza con delicadeza. Una vez que la dejó sobre la mesa, retomó el hilo de la conversación.
—Estoy de acuerdo en que su hermana puede haber adquirido su misma presteza a caballo, pero habrá algo en lo que nunca podrán ser iguales: ella no montará a horcajadas.
—Al contrario. Lo hace a menudo —contesté para su sorpresa—. Es la única forma de que pueda cabalgar cómodamente.
—Desde luego —dijo Diego.
Por su sonrisa pícara supe que no hablábamos de lo mismo. Esperé que ninguna de sus hermanas se hubiera dado cuenta.
—Me parece del todo indecoroso —observó Lidia—. ¿Seguro que se siente cómoda así?
—Creo que, cuando vas a lomos de un caballo que cabalga con toda la presteza que Dios le ha dado, con el viento en tu cara y la sensación de que eres dueño y señor de cada cosa que te rodea; de que posees, por primera vez, la verdadera libertad... Creo que, en esos momentos, en lo último en lo que se piensa es en el decoro.
Tras mis palabras se hizo un silencio prolongado en el que todos me observaron. Me habría sentido incómodo de no ser porque sus miradas eran más de fascinación que de reprobación. Sobre todo la de Lidia; aunque quisiera fingir lo contrario y mostrarse digna cual dama, en sus ojos leí que mis palabras le habían calado hondo.
—Bravo. Casi me han dado ganas de salir a cabalgar —aplaudió Diego—. Yo siempre celebraré el hecho de que las damas monten a horcajadas, así que cuenta con mi aprobación.
Una vez más, el sentido de sus palabras era otro. No pude evitar mirarlo de reojo, con media sonrisa.
—Lo recordaré cuando monte en Wollstonecraft —dijo Alba.
—Ni se te ocurra —regañó Beatriz—. Samuel lo desaprobaría.
—Samuel no está aquí.
Beatriz puso los ojos en blanco y después suspiró.
Conseguí salir del hechizo de la mirada de Lidia y dije:
—Los huevos estaban estupendos y el jamón... Nunca he comido nada igual.
—Puede venir a comer huevos siempre que quiera, Pablo —dijo Lidia, y al punto carraspeó nerviosa—. Si mi hermano lo invita, claro.
—Lo invitaré todos los días, no te preocupes —apuntó él con gesto guasón.
Tanto ella como yo nos sonrojamos. Nervioso, me dispuse a marcharme.
—Les doy las gracias por el desayuno. Sepan que he venido para darles esto. —De debajo de mi fajín, hacia la zona de mi costado, saqué el abrecartas—. Estaba tirado entre los naranjos.
Una mirada más entre Lidia y yo, íntima, grabada con el recuerdo de lo ocurrido.
—¡El abrecartas de padre! —Alba se levantó y estiró la mano para cogerlo—. ¡Simón se va a poner contentísimo! Voy a dárselo.
—Ni hablar. —Beatriz la frenó—. Simón no está ahora como para reencontrarse con esto. Los recuerdos... Ya sabes. Mejor esperamos que pasen unos días. Lo que sí puedes hacer es ir a buscarlo para que venga a desayunar. Tiene que echar algo al estómago.
—No querrá.
—Inténtalo. Eres nuestra última esperanza.
La muchacha miró su plato y después le lanzó a Diego un gesto de advertencia.
—No te comas todo el jamón —dicho esto, salió de allí a toda prisa.
—¿Cuándo he hecho tal cosa? —soltó el otro, llevándose un trozo a la boca—. Dame el abrecartas, por favor.
Se lo di y lo observó.
—Qué raro que estuviera entre los naranjos, no lo entiendo.
—Tras un conjunto de rocas, si quiere le refiero dónde exactamente.
Convino pasar a verme más tarde y anuncié que me marchaba, alegando que tenía faena. Diego me dispensó y me levanté de la mesa. Cogí el plato para retirarlo y, cuando vi que me miraban extrañados, balbuceé una torpe disculpa. Los Alborada me excusaron, amables y comprensivos. Tras una leve inclinación de cabeza, dirigí de nuevo la mirada hacia Lidia. Tenía la necesidad de hablarle del asunto del dinero, pero no podía hacerlo allí, ni tampoco citarla. Iba a tener que esperar a que viniera a buscarme o encontrar otro momento para hacerlo.
—Adiós, Pablo —dijo.
La forma cálida en la que pronunció mi nombre me hizo sonreír sin más remedio.
—Adiós, señorita Lidia.
Dejé el comedor sintiendo que el día, por más neblinoso, oscuro y largo que fuese, tenía un sentido distinto ahora que había mirado a los ojos de esa muchacha. Y, aunque feliz, puse los pies en la tierra, porque sabía que Lidia Alborada no dejaba de ser para mí como un espejismo: hermoso de contemplar, pero irreal. Vivíamos en dos mundos distintos que, de encontrarse, colapsarían.