14
De vuelta en Estados Unidos, el frío de marzo hace que sea casi imposible no ponerse varias capas de ropa. Trazo un plan para permanecer en casa hasta el último segundo. Por lo general llego unos siete minutos tarde a clase cuando decido ir, pero eso es porque pienso que todo el mundo debe tener un período de gracia de diez minutos. En serio. Hace mucho frío.
Para la otra cosa que me enfrento al clima es para acudir a las sesiones de terapia con la doctora Banning. Hoy me ha ido bastante bien con ella, creo. Siento que estoy cerca de descubrir por qué tengo esta adicción, y que ella me dará una cierta perspectiva y la guía que necesito.
Preocupada por mis pensamientos y por no obsesionarme con el sexo, me encierro en el dormitorio y me pongo a mirar una comedia romántica en Netflix. Cierro el dosel para sentirme casi como si estuviera en la selva, con una red que me mantiene a salvo de los mosquitos. Algo divertido. Me gustaría contar algunos chistes de safaris, pero recuerdo que estoy sola. No hay nadie cerca para apreciarlos.
Apoyo el portátil en el estómago mientras saboreo unos regalices Twizzler. Después de renunciar a masturbarme, he buscado consuelo en el azúcar y los dulces, en general cualquier cosa que puede provocar caries. No es que me ayude mucho, pero resulta mejor que sucumbir a la tentación.
Me suena el móvil y me muevo debajo de la manta de Marvel. Cuando cojo el aparato, veo que hay un número desconocido en la pantalla. La ansiedad me aligera el pecho mientras silencio el ordenador y llevo el receptor a la oreja.
—Hola, soy Lo.
Es suficiente para esbozar una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Lo qué? Mi novio se llama Loren.
—Tus chistes han empeorado mucho mientras has estado sin mí.
Resoplo.
—De eso nada. Deberías haber estado aquí cuando conté el chiste de la jirafa. Es muy divertido.
—Lo dudo… —replica, pero sé que está sonriendo.
Muerdo un regaliz, tratando de contener mi sonrisa tonta, incluso aunque él no pueda verla.
—¿Qué estás haciendo? ¿Cómo te va la rehabilitación? —Antes de que me llamara, elaboré un plan para pedirle más información sobre él. La última vez, la conversación giró alrededor de mí y no quiero que vuelva a ocurrir. Incluso aunque mi recuperación requiera de un esfuerzo para los dos, la suya no es menos importante.
—Todo va bien —asegura. Me lo imagino encogiendo los hombros—. ¿Qué tal estás tú? ¿Has ido hoy a terapia? —Como tengo un novio al que no le gusta hablar de sus problemas, es posible que esto sea más difícil de lo que pensaba.
—No cambies de tema. Quiero saber qué estás haciendo. —Trenzo tres regalices Twizzler juntos para hacer uno gigante, mucho más delicioso.
—Mi vida es muy aburrida —me suelta Lo.
—No, no lo es —corrijo—. Estoy segura de que estás haciendo toda clase de cosas interesantes, como hablar con la gente… Jugar al billar… Y… —No tengo ni idea de qué demonios se hace en rehabilitación, creo que ese es el problema.
—Nada es divertido —asegura—. No estoy ahí. No estoy contigo.
—Pensaba que habías dicho que tenemos que empezar a hablar —insisto—. Esto es algo bidireccional. No podemos limitarnos a hablar de mi adicción y no de la tuya.
El silencio que supura el receptor resulta insoportablemente largo hasta que dice algo.
—Estuve hablando con Ryke el otro día… Me preguntó quién era Aaron Wells.
Se me cae el regaliz de la mano. Parece que Lo quiere distraerme desviándose del tema, y está funcionando, a pesar de que Aaron Wells hace que se me revuelva el estómago. Había pensado no contarle a Lo todo lo que ocurrió en la presentación del nuevo refresco de Fizzle, en especial mientras esté en rehabilitación. No quería darle ninguna razón para recaer en la bebida.
—Le pregunté por qué quería saberlo —continúa Lo—. Y no me dio ninguna respuesta directa, solo algo así como que fue a un evento familiar contigo. Y pensé, ¿por qué narices iba a ir Lily con ese capullo a una fiesta? Y entonces me acordé de tu madre y cómo te mangoneaba antes de que le dijéramos que estábamos saliendo juntos. —Hace una pausa—. Ha pasado algo, ¿verdad? Aaron debe de haberse enterado de que estoy en rehabilitación y, probablemente, decidió que era un buen momento para vengarse. ¿Tengo razón? Y ahora estás indefensa mientras yo me encuentro atrapado aquí.
—No estás atrapado —aseguro. No quiero que piense que la rehabilitación es una prisión. Y menos cuando le está ayudando.
Se queja, y me lo imagino frotándose los ojos.
—Quiero estar ahí, contigo —dice—. No quiero que sea Ryke quien te proteja. Ese es mi trabajo y tengo intención de hacerlo muchísimo mejor de lo que lo hacía antes… —Se calla. Me imagino el resto: antes de que casi me violaran. Sí, estaba demasiado consumido por el alcohol para acudir en mi rescate esa noche. Por suerte, pude escapar, pero todavía me duele al pensar en ello. Desde entonces, evito los baños públicos y trato de no tener miedo de que vayan a asaltarme. A veces no puedo evitarlo, y me pierdo entre las grandes multitudes. Siempre he sido un poco reclusa en ese sentido.
Me gustaría poder contestarle de nuevo que no necesité protección esa noche, pero sería mentira. Aaron estuvo muy agresivo durante la presentación, y necesité que me ayudaran.
—Ryke no me protegió de Aaron —le confieso con suavidad. Abro la boca para explicarlo, pero Lo ya ha llegado a sus propias conclusiones.
—¿Cómo? —Su voz se hace más intensa—. Si ese cabrón te ha hecho daño, voy a…
—Lo… —le interrumpo—. Solo quería decirte que no fue Ryke quien me protegió… Fue tu padre.
Se hace de nuevo el silencio en el receptor.
—Vio que Aaron estaba pasándose —le confío—, y lo amenazó. Sin duda funcionó. Aaron me dejó en paz.
Parece como si el teléfono vibrara.
—¿Lo?
Oigo como suelta el aire.
—¿Mi padre?
Quizá no debería haberlo mencionado. Le ha costado mucho alejarse de alguien a quien quiere pero que le ha hecho mucho daño. Y estar atrapado por la sombra de Jonathan Hale hace que sea difícil cortar por lo sano. A pesar de que es lo mejor para Loren en este momento.
—Sí. —Ahora hay una pequeña posibilidad de que se abra con respecto a su padre, de que diga algo, aunque estoy segura de que ni siquiera sabe lo que siente por ese hombre. Hablaría con él sobre ello, pero eso pondría fin a la llamada antes de que empezara siquiera. Así que prefiero cambiar de tema antes de que cuelgue—. ¿Qué tal la rehabilitación? —pregunto—. No puedes seguir esquivando esa pregunta.
Me lo imagino cerrando los ojos con esa agitación que me resulta tan familiar, y vuelve a gruñir, como si el tema lo irritara.
—Acabas de decirme algo que hace que la cabeza me dé vueltas y ¿quieres que te hable sobre la rehabilitación?
—Sí —respondo, sin retroceder. Tengo que presionarlo.
Emite un largo suspiro.
—Estoy sobrio. Aunque pensaba que estar sobrio durante tanto tiempo sería diferente.
—¿Qué quieres decir?
—Me sentía tan mal cuando estaba borracho que me convencí a mí mismo que estar sobrio sería la otra cara de la moneda. Supongo que creí que la sobriedad sería maravillosa en un noventa y nueve por ciento del tiempo. No me malinterpretes, es agradable. Puedo pensar claramente en algo y filtrar la mierda que normalmente no me importaría decir. Pero también es duro. Y duele.
Tiene que enfrentarse al dolor. Yo estoy pasando por algo similar. Todas las situaciones en las que me ahogo con el sexo y la liberación son algo a lo que tengo que enfrentarme. Es difícil y hace que los impulsos sean difíciles de contener.
—Pero no voy a retroceder y volver a donde estaba antes. Ni por nada, ni por nadie…
—¿Te refieres a tu padre? —pregunto, sabiendo que ese «nadie» tiene que ser Jonathan. Su padre le ha retirado su asignación, su herencia y todo lo que aseguraba financieramente el futuro de Lo. Y solo porque no va a regresar a la universidad ni quiere vivir acatando sus normas imposibles.
—Sí. A él —murmura—. Es el tema favorito de mi terapeuta.
Quizá pueda hacer que esto sea más fácil.
—¿Vas a hablar con Jonathan cuando vuelvas?
—No lo sé… —Hace una pausa—. Es uno de los motivos por los que bebo, pero necesitaba empezar la rehabilitación para darme cuenta de eso.
Noto una opresión en el pecho.
—¿Y yo soy…? —¿Y si yo también soy uno de los motivos por los que bebe? ¡Oh, Dios!
—No, Lil —me interrumpe con una risita—. Tú eres todo lo contrario. Eres mi estabilidad… Mi hogar.
Respiro hondo. Las palabras de Lo hacen que se me llenen los ojos de lágrimas. Para mí, él también es mi hogar. Me aclaro la garganta, sin querer ponerme cursi por teléfono. No tengo tanto tiempo para escuchar su voz, y luego voy a estar sola de nuevo.
—¿Qué vas a hacer cuando regreses? —No va a ir a la universidad y necesita ganar dinero. Ryke y yo nos hemos ofrecido a ayudarlo con sus finanzas, pero el orgullo le hizo rechazar la idea.
—No estoy seguro. Ya me preocuparé de eso más tarde —dice en voz baja. Me gustaría poder rodearlo con mis brazos y estrecharlo con fuerza. Lo que sea. Me parece un poco perdido, pero ¿quién no lo está a los veintitantos? La única diferencia entre él y yo al llegar a ese punto es que yo sigo estudiando en la universidad. Pero en realidad estamos en la misma situación. No sé qué quiero hacer durante el resto de mi vida. Me gustaría que la disciplina en la que me licencie pueda hacer, por arte de magia, que todo sea perfecto para mí. Si cuatro años en la universidad consiguen eso, firmaría en el acto.
—¿Podemos hablar ahora de otra cosa que no sea yo? —me pregunta Lo—. ¿Cómo lo estás llevando?
—Me siento un poco frustrada —murmuro—. Tanto sexual como mentalmente.
—¿Mentalmente? —repite, preocupado—. ¿Estás bien?
—Sí, sí, sí… —replico con rapidez—. Es que las sesiones de terapia me dejan muy cansada. Quiero saber de una vez por qué soy adicta al sexo. La doctora Banning me ha dicho que la respuesta puede no estar muy clara. Y me preocupa que cuando lleguemos a saberlo… no me guste.
Su respiración se hace pesada en la línea telefónica.
—¿Piensas que es por mí? —susurra.
Es como una puñalada en el pecho. Miro fijamente los regalices trenzados que tengo en el regazo.
—Es por mí, Lo —me ahogo—. No puedo culpar a nadie más por mis problemas. Tengo que averiguar cómo empezó.
—Cuando teníamos nueve años, hicimos algunas cosas —dice en voz baja—. ¿Lo recuerdas?
—Muchos niños hacen estupideces —me defiendo, pensando en lo que me dijo la doctora Banning. Ella dijo que era experimentación.
—Fue un error —afirma con confianza. Me lo imagino pasándose una mano temblorosa por el pelo castaño claro—. Yo era mayor que tú —añade con la misma voz firme y decidida.
—Nueve meses… —Está siendo ridículo.
—No importa, Lil —asegura—. En este lugar he estado pensando mucho, y quiero decirte que lo siento. Lamento todo lo que he hecho que te ha producido daño…
—No me has hecho daño —lo interrumpo—. No lo has hecho.
—Lily —dice en voz muy baja—. ¿Recuerdas la noche antes de que nos separáramos y viniera aquí? ¿El día antes de Navidad?
—La gala de caridad —resumo. La noche en que rompió su corto período de sobriedad vaciando los botellines de tequila que había en la habitación del hotel.
—Te hice daño —asegura—. Tuve sexo contigo porque quería que dejaras de centrarte en mi adicción al alcohol… Que dejaras de mirarme como si tuvieras que entenderme. Estabas llorando histéricamente, y te follé. Y después, fui un completo idiota al respecto. ¿Cómo le llamas a eso?
—Tú no me… —«Violaste», pienso, sabiendo que esa idea es la que planea en su mente. No lo hizo—. Yo quería, Lo. Por favor, no pienses eso. —¡Dios! Qué mal estamos… Quiero oír su respuesta, pero solo escucho silencio—. ¿Lo?
—Sí —se aclara la garganta—. Lo siento, Lil. Lamento aquel día, cuando teníamos nueve años. Lo siento mucho.
—Tú no tienes que cargar con esa culpa. Yo también estaba allí, ¿sabes? Y te toqué. Puede que yo te jodiera.
Se ríe, lo que me hace sonreír.
—Te aseguro que estoy jodido, pero no es gracias a ti.
—Pues aplícate el cuento. —Por lo menos, eso espero.
De repente, suelta un largo gemido.
—Dios… qué ganas tengo de besarte.
Sonrío.
—Bienvenido a mi mundo. Creo que me he imaginado que te beso al menos cinco mil millones de veces desde que te has ido.
—¿Y cuántas veces te has imaginado chupándomela?
Abro mucho los ojos y jadeo, a pesar de que lo dice como si tal cosa.
—¿Y cuántas te has imaginado mi polla en tu culo? —Sé que sonríe mientras dice eso.
¡Oh, Dios mío! Me humedezco los labios resecos y me retuerzo en la cama. El punto entre mis piernas comienza a palpitar con sus palabras.
—¿Y en tu coño?
—Lo… —canturreo. ¿Vamos a tener sexo telefónico en este momento? Miro hacia la puerta. ¿Debo bloquearla?
—¿Te has portado bien? —me pregunta—. ¿Te has masturbado?
—No, he estado esperando.
—Me siento orgulloso de ti —me dice. Y, al momento, me invade una intensa sensación de suficiencia—. Entonces, te has ganado algo.
¡Vamos a tener sexo telefónico! Sí. Me arrastro fuera de mi nido, luchando con la red del dosel durante dos interminables segundos, luego salto de la cama con el teléfono en la mano para bloquear la puerta. Me detengo en mitad de la habitación y miro hacia el armario.
—¿Necesito…? —¿Cómo funciona esto?
—¿Si necesitas qué? —pregunta confundido.
«¡Genial! No puede leerme la mente».
Lo que daría por estar saliendo con Charles Xavier, pero el de X-Men: Primera generación, donde estaba interpretado por James McAvoy. Los calvos no son mi tipo.
—No importa —murmuro.
—¿Si necesitas qué, Lily? —repite con la voz grave. No respondo, tratando de conseguir valor para decir las palabras—. ¿Voy a tener que adivinarlo? Será mejor que no sea lubricante. Jamás has tenido problemas para mojarte conmigo.
—Cállate —le pido—. Estás haciéndolo más duro.
—Tú sí que me estás poniendo duro.
Pongo los ojos en blanco mientras curvo los labios de forma involuntaria.
—Por favor, dime que puedes decir guarradas mejores que esa.
—Puedo decirlas —conviene—. Sabes que puedes contarme lo que sea, no puede ser tan embarazoso. —Hace una pausa—. Bien, estoy seguro de que te sentirás avergonzada de todas formas, pero lo bueno es que no puedo ver lo roja que estás.
Me gustaría que pudiera. Daría cualquier cosa por que estuviera aquí en este momento. Pero no puedo. Que estuviera ya en casa significaría que ha fracasado, y quiero que triunfe. Me siento dividida… Por todo.
Quizá por eso siga en medio del dormitorio, vacilando sobre la conveniencia de aventurarme en mi armario o regresar de un salto a la cama.
—¿Crees que debería... usar un vibrador… o un consolador…? —farfullo. Siento toda la cara caliente y noto algunas gotas de sudor encima del labio superior. Me las seco de forma frenética, presa del pánico, como si alguien estuviera viéndome transpirar.
—¿En serio? ¿Preguntarme eso te pone nerviosa? —dice, un poco ofendido—. He pensado que querías utilizar el móvil o algo así.
¿Qué? Tardo un momento en darme cuenta de qué está diciendo. Me río y me estremezco.
—Ah… —Ahora me siento ofendida.
—Eso es lo que obtienes por no ser sincera desde el principio, cielo —dice con una risa. Luego se pone serio—. ¿Qué te ha dicho tu terapeuta sobre los juguetes?
—No hemos hablado de ellos.
—Entonces, por ahora, vamos a olvidarnos de ellos. ¿De acuerdo?
No puedo evitar sentirme un poco desanimada por la decisión. En mi cabeza, escuchaba a Lo diciendo: «Por supuesto, ve en busca de uno que se parezca a mi polla». Pero creo que esos días han pasado a la historia.
Abro el dosel y me vuelvo a subir a la cama, poniendo ahora el móvil en manos libres.
—¿Dónde estás en este momento? —pregunto, queriendo hacerme una imagen mental de lo que le rodea.
—En mi habitación. Tengo mi propio cuarto de baño, sin compañero de habitación, así que disfruto de una agradable privacidad. Sin embargo, el edredón pica.
—Qué sexi.
En mi mente, sonríe y sus ojos color ámbar brillan.
—¿No lo soy siempre?
¡Dios, cómo lo echo de menos! Me invade una oleada de tristeza, tan repentina y abrupta que tengo que pellizcarme la nariz para retener las lágrimas. Me hundo de nuevo en la almohada y cierro las cortinas del dosel. Lo único en lo que puedo pensar es en lo mucho que quiero verlo. ¿No es irónico? La única vez que estamos a punto de tener algo parecido al sexo y me estoy convirtiendo en un surtidor emocional.
—Lily, ¿estás llorando? —La preocupación de Lo se hace más intensa.
—No —me seco los ojos y dejo el teléfono sobre mi estómago—. Vamos a hacerlo.
—Bueno, si lo dices así… —gruñe.
Hace días que no me corro. Necesito concentrarme en esto porque como colguemos ahora, voy a pasar un par de horas arrepintiéndome, cuando los impulsos comiencen de nuevo.
—No, en serio, estoy bien. —Me enderezo y el teléfono cae sobre el edredón—. Vamos. ¿Nos quitamos antes la ropa? —Me estremezco. Eso podría haber resultado muy sexi.
—Creo que a los dos se nos da mal el sexo por teléfono —concluye Lo.
Debería encontrarlo divertido, pero en cambio sus palabras me destrozan. Es como si alguien hubiera ofrecido una bolsa con cocaína a un adicto a las drogas y decidiera tirarla a la basura en el último momento. Me imagino a mí misma esta noche, sola en la cama, luchando de nuevo contra las tentaciones. Y será culpa mía. Porque soy triste y patética. Una idiota.
—No, somos buenos —aseguro—. Porfa, porfa, porfa… Intentémoslo de nuevo. —Pero el miedo hace que me tiemble la voz y que se me llenen los ojos de lágrimas.
—Eh, eh, Lily —dice Lo con urgencia—. Está bien… —Puedo oír un crujido a su alrededor y me pregunto si estará quitándose alguna prenda de vestir. Quizá los pantalones.
—No —refuto—. No está bien.
—Shhh… —susurra Lo—. Estás bien. Estoy bien. Todavía voy a hacer que te corras. Te lo prometo. Solo tienes que relajarte y respirar, cielo.
En cuanto dice las palabras, mi portátil emite un pitido. Siseo entre dientes.
—Espera un segundo. —Se me abre un menú de Skype, luego veo el mensaje: «Aceptar la llamada de Hellion616».
Se me sube el corazón a la garganta. Es Lo, por supuesto. Su nombre de usuario es el de su personaje favorito de Marvel desde que tenía quince años. Voy a verlo, ¿verdad? ¿Es esto real? Me muerdo el labio y aprieto el botón.
Lo ocupa toda la pantalla. Me mira igual que yo a él. Está casi igual que la última vez que nos vimos. Han pasado casi tres meses, y todavía lleva el pelo castaño claro corto por los lados y más largo en la parte superior de la cabeza. Los mismos pómulos afilados que lo hacen parecer amenazador y que provocan que contenga el aliento. Está sentado en la cama con las piernas cruzadas, sobre un edredón azul marino. Lleva una camiseta gris oscuro y unos pantalones de chándal negros. Sus ojos color ámbar están clavados en los míos. Lo estoy mirando. No voy a imaginar su cuerpo, sus ojos, su rostro… Voy a verlo. No puedo evitarlo, me echo a llorar de felicidad de una forma incontrolable.
—No… —Prolonga la palabra con una sonrisa—. No llores. Vas a hacer que me ponga a llorar yo también.
—Lo siento. —Me seco los ojos con el dorso de la mano. Dejo escapar un largo suspiro y coloco el portátil un poco mejor sobre la cama. Ahora ve algo más que la mitad de mi cara.
Busco de nuevo su mirada, más relajada, pero con el pecho hinchado. Una parte de mí temía que cuando regresara a casa hubiera cambiado de alguna forma. Todo mi terror se evapora y me pongo cómoda. Sigue siendo Lo. Y sigue siendo mío.
—Hola —suspira.
—Hola. —La parte más difícil de esta prueba ha sido estar lejos de él. Me doy cuenta de que no tiene nada que ver con el sexo. Es mi mejor amigo, todo mi mundo, y que no esté conmigo me duele más que no tener un cuerpo con el que desfogarme por la noche. Verlo me recuerda que no se ha ido para siempre. Incluso aunque a veces lo parezca.
—Tienes buen aspecto. —Desliza los ojos por mi cuerpo—. ¿Has cogido peso? —pregunta, esperanzado. Quizá se imaginaba que estaría como una rama marchita, demacrada y retorcida, y que tendría que recogerme antes de que me pudriera. Guau, eso sería aterrador.
Quizá no era la única que tenía esos temores enormes e incalculables.
—Sí —replico con una sonrisa. Me reclino hacia atrás y agarro el paquete de Twizzlers para moverlos ante la pantalla—. Llevo una nueva dieta. Se llama «comer dulces evita las relaciones sexuales».
—Me parece una dieta horrible —asegura—. Y una forma terrible de hacer frente a tu adicción.
Me encojo de hombros y me subo el borde del jersey de cachemir que llevo.
—Ahora puedo hacer esto. —Me pellizco un poco de grasa a la altura del ombligo para demostrárselo.
—Eso está bien, pero todavía tienes que recuperar la salud de forma correcta. Date unos buenos atracones de regaliz y de pastelillos rellenos de crema Ho Hos, porque cuando esté en casa, vas a dejar esa dieta.
—¿Cómo sabes que estoy tomando Ho Hos?
Ladea la cabeza, y veo una sonrisa pícara en su rostro.
—Por favor, si has llenado la despensa de azúcar, habrás pillado las mejores marcas: Ding Dong, Sugar Daddys, Blow Pops.
—No pienso comprar Blow Pops, gracias —respondo como si yo hubiera ganado, aunque sé que tiene cierta razón. De hecho, hay tres paquetes de Ding Dong esperándome en la despensa. Y tengo cierta inclinación por los nombres sonoros. ¿A santo de qué si no habría elegido a alguien llamado Connor Cobalt como tutor cuando estaba en la Universidad de Pensilvania?
—¿Alguna cosa nueva más? —pregunta Lo con ternura. Pero al mirarlo, percibo el palpitante temor que se oculta en sus ojos. Le preocupa que yo haya cambiado. Siento lo mismo, aunque estoy segura de que, con el tiempo, voy a ser diferente. Todo el mundo madura tarde o temprano. Pero si hay algo que sé con certeza es que no quiero cambiar sin Loren Hale. Tenemos que intentar evolucionar juntos.
—Me he encontrado un lunar nuevo en el hombro. —Intento enseñárselo, pero tropiezo con la pantalla—. Vaya, lo siento. —Es como si le hubiera dado un golpe en la cara o algo así. Inclino el portátil para colocarlo de nuevo y veo a Lo sonriéndome.
—Guapa —dice.
Me pongo colorada, y él clava los ojos en mis mejillas rojas sin dejar de sonreír. Y eso es bueno.
—Yo también tengo algo nuevo.
Arqueo las cejas. «¿De verdad?». Se agarra el borde de la camiseta y luego vuelve a mirarme con picardía, prolongando el momento. «Por favor, que no sea un tatuaje». Los odia y lo último que necesito es que me declare su amor eterno con algo que no le gusta. Y no sé si quiero ver mi nombre pintado en su pecho mientras follamos. Sería criminal para mi humor.
Me doy cuenta de que estoy acercándome cada vez más a la pantalla. Me recuesto hacia atrás para no parecer un auténtico bicho raro.
—Venga —le animo con un gemido, al ver que me mira con una sonrisa tonta. ¡Me está matando!
Por fin, se quita la camiseta por la cabeza y se peina con los dedos mientras observa cómo lo miro con la boca abierta. Entrecierro los ojos, esperando que no sea alguna mejora del Skype tipo Photoshop.
—¿Son de verdad? —pregunto finalmente, pasando los dedos de forma inconsciente por sus músculos sobre la pantalla. Como si pudiera tocarlos de verdad. Maldición, eso es lo que quiero. Tengo que alejarme de la pantalla de nuevo. Creo que Lo ha tenido una agradable visión de los pelos que tengo en la nariz.
Me lanza una mirada extraña y luego se ríe.
—No, me los he pintado solo para ti. —Ahora que está sin camisa, Lo no puede dejar de sonreír. Se da cuenta de que no soy capaz de apartar la vista. Sus abdominales están muy marcados. Son la definición perfecta de una tableta de chocolate. Antes ya era musculoso, pero no tanto. No le queda ni pizca de grasa e incluso aprecio una atractiva depresión en su cintura, que parece señalar el camino hacia su polla.
Esto es mucho mejor que un tatuaje.
—He estado entrenando —explica—. Tenemos mucho tiempo libre, y yo me lo paso en el gimnasio. —Se humedece el labio inferior mientras desliza los ojos por mi cuerpo—. Tu turno.
—Ya sabía yo que esto era un truco para verme desnuda —digo con una sonrisa—. Pero no te hagas ilusiones; las tetas no me han crecido nada.
—Tus tetas me encantan tal y como están.
Su voz ronca me deja sin aliento. Parpadeo un par de veces y me concentro en «desnudarme».
Le he cogido a Rose un jersey de cachemir porque me he quedado sin ropa limpia, y no me gusta nada poner lavadoras. Me arrodillo e inclino la pantalla para que tenga una buena vista de la parte superior de mi cuerpo. El corazón se me acelera mientras observo como sube y baja su pecho por la anticipación. Me he desnudado muchas veces delante de Lo, pero nunca ante una pantalla de portátil. La distancia y la incapacidad de tocarnos físicamente hace que sea muy diferente. Pero quizá está bien que lo sea, resulta más emocionante.
Me quito poco a poco el jersey por encima de la cabeza, por lo que mis pechos se aprietan contra el sujetador negro. Se me intensifica la respiración cuando veo cómo me mira, bajando los ojos con intensidad para luego subirlos, como si estuviera haciendo el descenso por mis pechos y mi vientre que normalmente hace con los labios.
Quiero que me coja entre sus brazos y me aplaste con su peso. Quiero sentir su dureza contra mí, aplastándome contra el colchón con sus músculos. Verme enterrada bajo su amor y su calor.
—¿Dónde estás? —susurro. Planes para ir a buscarlo y acurrucarme entre sus brazos invaden mi mente.
—Aquí. Contigo —responde, sin ofrecerme nada más. Pero esas palabras son suficientes para dejarme sin aliento y boquiabierta. Dejo los ojos clavados en él mientras imagino que es su mano la que hace lo que está haciendo la mía: abrir el broche del sujetador y dejar que los tirantes se deslicen por mis brazos hasta el teclado.
Me mira como si quisiera aplastarme contra su pecho musculoso y abrazarme con fuerza, como si estuviera chupándome el labio inferior, mordiéndolo y luego hundiendo la lengua en el interior de mi boca. Como si me aplastara, susurrando mi nombre hasta que arqueo la espalda. Hasta que gimo en su hombro.
Mis pezones captan toda su atención. La mirada de Lo hace que se enciendan partes de mi cuerpo que llevan semanas sin despertar. Vuelve a mirarme a los ojos con una expresión de avidez. El sexo telefónico no puede funcionar entre nosotros. Echaría de menos sus miradas, la forma en que devora mi cuerpo con sus ojos color ámbar. Me hace sentir completa e inequívocamente preciosa.
Solo él consigue esa hazaña.
Poco a poco, comienza a quitarse los pantalones del chándal, y yo a desabrocharme los vaqueros. Nos echamos vistazos frecuentes el uno al otro, tratando de recuperar la complicidad con movimientos sensuales, sin apresurarnos. No puede ver nada más debajo de mi cintura y, de la misma manera, su imagen queda cortada por los abdominales inferiores. El encanto de lo que hay por debajo me acelera el pulso y se me cubre la frente con una pátina de sudor.
Me retuerzo torpemente sobre la cama para quitarme los vaqueros a patadas y me pongo de rodillas. Lo tiene una buena vista de mis bragas de algodón verde. Me dejo caer sobre mis nalgas hacia atrás, por lo que solo puede verme de cintura para arriba. Mientras él se desnuda, me fijo en la protuberancia que llena sus bóxeres negros. El punto entre mis piernas comienza a latir de nuevo, necesitando algo que me llene y se clave en mi interior durante mucho, muchísimo tiempo.
El silencio está lleno de tensión; solo se oyen nuestras respiraciones agitadas. Espero inmóvil mientras se quita la última pieza de ropa. Tengo los ojos clavados en la pantalla por si acaso puedo vislumbrarle la polla. Pero no hace acto de presencia. Logra desnudarse por completo sin mostrarme su cuerpo. «Bah».
Muestra sus bóxeres ante la cámara, balanceándolos en un dedo victoriosamente antes de lanzarlos a un lado. Sus ojos se encuentran con los míos, desafiantes. Es mi turno.
Con una mano me apoyo en el colchón, y con la otra me bajo las bragas hasta los tobillos. Mi inclino hacia delante para quitármelas por los pies; creo que le he mostrado a Lo una vista completa de mis tetas. Está sacando mucho más en limpio de todo este proceso que yo. Eso seguro.
Tengo las bragas en la mano, pero están demasiado empapadas para mostrarlas con expresión triunfal.
—¿No vas a enseñármelas? —pregunta Lo cuando estoy a punto de arrojarlas al suelo.
¡Genial! Les doy la vuelta para que las vea por detrás y las mantengo ante la cámara una fracción de segundo.
—Déjame ver la entrepierna —me pide en voz baja. Me ordena.
Abro mucho los ojos y sacudo la cabeza con rapidez. Ni hablar, no se la voy a mostrar.
Curva un poco los labios.
—Venga, Lil —jadea—. No puedo tocarte. ¿Cómo, si no, voy a saber lo mojada que estás?
Suelto el aire. Trago saliva y reprimo el repentino deseo de pasar los dedos por mi dulce núcleo. De alimentar al monstruo que crece dentro de mí.
Respiro hondo y me concentro en Lo.
—Primero déjame ver tu polla. —Mi voz sale más suplicante y desesperada de lo que pretendía. Ni siquiera sé por qué quiero vérsela. No es como si pudiera penetrarme desde el otro lado de la pantalla. En realidad solo va a torturarme más.
—Todavía no, cielo —me dice con ternura.
—Entonces no te enseñaré mis bragas otra vez —me opongo con tenacidad. Cruzo los brazos sobre los pechos. Durante más tiempo del que puedo recordar, siempre he conseguido lo que quería durante el acto sexual. O por lo menos lo he intentado. Y desde que estoy con Lo, él se ha mostrado más que dispuesto a ceder a mis deseos. No me he dado cuenta de lo difícil que es seguir sus órdenes hasta ahora. Tengo que renunciar a mi control, confiar en él, y dejar la satisfacción de mis necesidades sexuales en sus manos.
No me resulta fácil.
—Esto no funciona así —me recuerda él—. Yo mando. Si te digo que te corras, te corres. Y si te digo que pares, paras.
Necesito límites para mis compulsiones.
«Hemos hablado de esto», me recuerdo a mí misma. Dejo caer los brazos, mostrándole de nuevo mis pechos. Ese es el comienzo. Lo me proporcionará la guía para mis límites para que no me pase. Solo tengo que aprender a aceptarlos.
Lo se ha entregado a mí por completo. Es mi turno de hacer lo mismo.
Obedezco su primera orden y le doy la vuelta a las bragas antes de ponerlas ante la pantalla, esperando en silencio que su portátil no sea de alta definición. Aunque es evidente que están empapadas.
—¿Satisfecho? —pregunto al cabo de unos segundos.
—Inconmensurablemente. —Su sonrisa me ablanda el corazón y noto mariposas en el estómago, lo que debilita mi resolución. No seré capaz de hacerme la difícil mucho más tiempo.
Lanzo las bragas al suelo, y él se mueve en su cama, aunque todavía sigo sin poder ver su cuerpo por debajo de la cintura.
—Enséñame las manos —me ordena.
Frunzo el ceño y levanto los dedos del teclado. Él me mira durante un buen rato y, de repente, entiendo lo que está a punto de hacer. Abro la boca para quejarme, pero me interrumpe antes de que diga nada.
—Quiero que lo hagamos juntos —me dice muy serio—. Mantén las manos a la vista hasta que te diga que te puedes tocar.
Me rindo ante sus palabras. No puedo dejar de asentir, y otra sonrisa curva sus labios. Poco a poco, baja su mano y parpadea. La cámara de su portátil enfoca un ángulo que no me permite ver nada por debajo de su cintura, y quizá sea lo que quiere. Algunas cosas excitan más si se imaginan que si se ven.
Alza de nuevo los ojos hasta los míos y me mira de forma penetrante. No aparta la vista ni cuando su respiración se hace más profunda, ni cuando sus costillas suben y bajan más rápido. Curva un poco el cuerpo y se le escapan algunos gruñidos entre los labios entreabiertos. Mis ojos revolotean entre su brazo, que mueve con un ritmo veloz, el pecho reluciente de sudor, y su ardiente y sensual expresión.
—Manos arriba —me recuerda con voz grave. Las subo otra vez, sin darme cuenta de que las había dejado caer.
Me retuerzo en la cama mientras siento que la humedad me resbala por la cara interna del muslo. Agarro una almohada y la coloco entre las piernas, apretándola contra el punto más palpitante, el que más fricción y contacto demanda.
—Las manos —insiste.
Las subo una tercera vez, y cierro los puños en mi pelo. Me estremezco y dejo escapar un gemido.
No puedo esperar más.
—Lo —suplico.
—Espera, cielo —me anima con ternura, aunque sus ojos dicen algo diferente. «Espera un puto momento». Me está probando. Lo sé. Y quiero superar la prueba, tener éxito y demostrarle que puedo reprimir mis impulsos.
Mantengo los ojos clavados en los suyos sin desviar la vista. No es que ayude mucho, ya que me mira como si quisiera perderse en mi interior. Dios, lo que daría por eso…
—Puedes bajar las manos —dice después de un buen rato.
Es lo único que necesito.
Bajo los brazos y deslizo los dedos hacia abajo, sintiendo la humedad por primera vez. Suspiro y gimo a la vez, casi desplomada sobre la almohada.
«Te necesito —quiero gritar—. Por favor».
—No apartes los ojos, Lil.
Me apoyo en un codo y trato de mantener la vista en él sin inclinar la cabeza hacia atrás, sin que se me cierren los párpados. Estoy muy cerca de estallar por completo. Alterno, a ratos me rozo el clítoris, a ratos deslizo los dedos dentro de mi sexo. La presión se incrementa, erizando cada una de mis terminaciones nerviosas. A pesar de que quiere que lo mire, sus ojos comienzan a apartarse de los míos. Bajan a mis pechos, a mi abdomen, donde no se ve más allá de la muñeca.
Muevo las caderas al mismo tiempo que me masturbo. Nuestras respiraciones se sincronizan con los vertiginosos impulsos. Y, de repente, es como si él estuviera aquí realmente. Dentro de mí.
Se echa hacia delante e inclina más la pantalla. Por unos segundos, me permite ver lo que está haciendo. Se agarra la base de la polla con la mano, subiéndola y bajándola a lo largo del eje. La cámara regresa a su cara y comienzo a arder. Tengo que correrme. Necesito hacerlo ya.
Su brazo se acelera y mis gemidos se hacen más fuertes. Noto que respiro con más fuerza y que mis sonidos se vuelven graves. Me tenso. Mi cuerpo se pone rígido y se me encogen los dedos de los pies. El mundo gira a mi alrededor. Me aferro a las sábanas con la mano libre y me dejo llevar.
Unos momentos después, ruedo sobre la cama y bajo el codo. Estoy agotada, tengo la respiración entrecortada y pesada. La piel de mi estómago, de mis senos, de mis muslos y mi culo está resbaladiza por el sudor. ¡Dios…, ha sido increíble!
Quiero sentirlo de nuevo.
De forma automática, deslizo la mano por mi cuerpo y rozo mi estimulado brote. Se me escapa un gemido y me froto con más fuerza.
—Lily… —La voz de Lo inunda mi cabeza. Cierro los ojos y deslizo los dedos en mi interior.
«Sí…».
—Lily. Basta.
Abro los ojos de golpe pero dejo la mano entre mis muslos. Lentamente, me apoyo para mirar la pantalla. En la miniatura que hay a la izquierda, me veo tumbada en la cama, pero Lo solo ve mi ombligo, mis piernas están fuera del campo de visión del ordenador. Supongo que es obvio lo que estaba haciendo.
Evito su mirada.
—Dame un segundo —le pido con un susurro culpable. Me acuesto, desapareciendo por completo de su vista. Dejo la pantalla inclinada hacia la cabecera, no hacia el colchón. Muevo los dedos una vez más. Necesito sentirlo de nuevo.
—¡Joder! —maldice Lo—. ¡Lily! Te he dicho que basta. —Lo he oído, sí, pero escucharle es jodidamente difícil. Y una parte horrible y egoísta de mí quiere cerrar el portátil para acallar sus demandas. La presión se intensifica hasta estar al borde de otro precipicio, dispuesta para saltar. ¡Oh, Dios…!
—Lily, siéntate para que pueda verte —me ordena.
No puedo. Me froto más rápido, con más fuerza, más tiempo. Necesito más. Siempre he necesitado más. Gimo, hundo mis hombros huesudos en el colchón mientras convulsiono. Quiero que sean sus manos las que me recorran, las que me acaricien el pecho, que sus músculos se fundan con los míos. Cierro los ojos con fuerza y me lo imagino todo. Que está duro contra mí, que me penetra, que espera a que me corra, susurrándome al oído que todo está bien si me libero mientras estoy llena de él.
«¡Sí!».
Grito, arqueo la espalda, atravesada por un fuego tan caliente que apenas puedo respirar. Me corro de nuevo. Y luego… Empiezo a bajar. Abro y cierro la boca, y mi ritmo cardíaco se ralentiza, llegando a ser la cadencia errática e irregular que odio.
—¡Maldita sea, Lily! —gruñe Lo—. Siéntate de una puta vez.
Abro los ojos con horror ante lo que he hecho. Me arden los ojos. Todo es diferente esta vez. Retiro la mano y me incorporo de forma mecánica hasta quedarme sentada. Me inclino para cubrirme el pecho con una manta.
—No era mi intención… —Me muerdo las uñas y me limpio la lágrima que se me escapa. La vergüenza me inunda como una ola gigante. Ni siquiera puedo mirar la pantalla y ver la expresión decepcionada de Lo.
Ahora lo entiendo. Sé por qué él quería que lo escuchara desde el principio. Así hubiéramos evitado esto. Y todavía peor, debajo de la vergüenza y la culpa que me carcome, una pequeña parte de mí quiere volverlo a hacer. Quizá después de que dejemos de hablar por Skype…
«¡No!».
—¿Ha estado bien? —me pregunta en tono tenso.
¿A qué parte se refiere? ¿Por qué tengo que arruinarlo siempre todo? Me miro las manos patéticamente.
—No me mires así… —susurro.
—Si ni siquiera me has mirado todavía —musita.
Me fuerzo a coger aire y, por fin, reúno el valor suficiente para mirarlo a los ojos. No me juzga. En cambio, en sus ojos color ámbar leo una empatía que no creo que merezca. Y veo su preocupación, como si me hubiera roto el corazón, como si lo extremo de mis horribles compulsiones estuviera grabado en su mente.
—Lo siento. —Me ahogo. Me seco las lágrimas antes de que caigan—. No tienes que… —«estar conmigo». Soy un monstruo.
—Te amo —me dice—. Vamos a manejarlo juntos. —Traducción: «No voy a ir a ninguna parte».
—Quiero volver a hacerlo —admito en voz baja.
—Lo sé. —Se frota los labios mientras piensa.
—Entonces…, ¿podremos volver a hacerlo juntos… esta noche? —Seguramente se enfadaría si lo hiciera sin él.
—Hemos terminado por hoy —comunica. Lo dice como si cada palabra fuera una montaña que tuviera que subir.
—Pero solo me he corrido dos veces. —El miedo me oprime el pecho, lo que me dificulta la respiración.
—Y yo solo iba a dejar que te corrieras una —explica—. Traté de contenerte en los juegos previos, pero es difícil. Debería haberte hecho esperar más tiempo, y también tendrías que haberme escuchado después. Sin embargo, vamos a hacerlo mejor. Solo necesitamos tiempo y práctica.
Así será para mí. No estoy autorizada para darme placer, y Lo me lo ha dado esta noche. No quiero hacer algo estúpido cuando cortemos la comunicación.
«No pienses en ello, Lily». Respiro hondo, pero apenas me calmo.
—Háblame —me pide Lo con urgencia. Tiene los antebrazos apoyados en sus rodillas dobladas—. ¿Qué estás pensando, Lily?
—Estoy asustada —murmuro—. Tengo miedo de lo que puedo hacer. —Siento que unas lágrimas ardientes me recorren las mejillas.
—Sé que es difícil. No me puedo imaginar que alguien me ofrezca una cerveza y me obligue a pararme. Lo entiendo, Lily. ¡Joder!, lo entiendo muy bien. Pero tienes que encontrar la fuerza para esperar. Sé que está ahí. Solo tienes que buscarla.
Dejo que sus palabras penetren en mi mente. Noto un intenso dolor en el pecho.
—Me gustaría que estuvieras aquí —exploto. Me tiembla la barbilla cuando me sale la voz. Aprieto la frente contra las rodillas, ocultándole mi expresión destrozada.
—Estoy ahí, cariño —murmura—. Estoy ahí, contigo. —Percibo el dolor que transmite su voz. Aunque trata de ocultármelo, es como si tuviera tan desgarrado el corazón como yo—. Estás entre mis brazos —dice—, te estoy besando los labios, las mejillas, la nariz… —Cierro los ojos y su voz comienza a disolver mi tormento—. Apoyas la cabeza en mi pecho y escuchas el latido de mi corazón, cada vez más lento. Te he agarrado las muñecas, lo que te permite correrte suavemente, bajo mis términos. Te desmoronas sobre mí.
Levanto la vista para encontrarme con su mirada. Está llena de esperanza, de deseo y algo más. Algo que solo pueden compartir dos personas heridas.
—Y dejas de luchar —susurra—. Miro como tu cuerpo se relaja contra mí y te beso en la coronilla. Te digo lo orgulloso que estoy de ti y que haremos que dure toda la vida.
Me cae una última lágrima. No me puedo mover para secarla. Estoy paralizada por Loren Hale. Lo es todo para mí.
—Te amo —repite—, y ningún otro hombre podrá decir esas palabras y que signifiquen lo mismo que cuando las digo yo.
Me duele el pecho. Esas palabras son preciosas y dolorosas a la vez. Como nosotros, supongo. Tengo que ser fuerte. Por él. Por mí. Por nosotros.
—Iré a pasar el resto de la noche con Rose —le digo encontrando fuerzas para hablar a pesar del nudo que tengo en la garganta. Asiento con la cabeza, haciendo que el plan esté más sólido en mi cabeza.
—Es una buena idea —conviene—. Límpiate. Vístete. Despídete y luego llamaré a Rose y me aseguraré de que estás con ella.
Muevo la cabeza para asentir. Eso está bien. Tenerlo a mi lado hace que la insoportable sensación se vuelva tolerable. Solo espero que en el futuro nuestra batalla sea más fácil.
Esperanza. Menuda tontería.
Algunas veces no es verdad.