3

El hospital resultó un fiasco. Incluso una semana después, me estremezco al recordar que Daisy mintió a la enfermera cuando le preguntaron su nombre.

—Lily Calloway —soltó.

No la corregí porque entendía sus motivos. No quería que llamaran a nuestra madre desde el hospital y se viera involucrada en la situación. Así que le entregué a la enfermera mi identificación. Daisy podía ser perfectamente la de la foto porque la imagen oscura me la había sacado cuando tenía dieciséis años. De hecho, me sorprendió mucho que no me pidieran una fotografía más clara. En ella, el pelo me oculta casi toda la cara y tengo la cabeza inclinada, como si tratara de terminar tan pronto como fuera posible. Después, Lo se rio de mí por la imagen, aunque la suya no era mucho mejor. Él sonreía con sarcasmo, pareciendo un creído de dieciséis años. Un idiota.

Pensar en Lo esta noche no me va a ayudar precisamente. Ruedo por la cama y me aprieto contra las sábanas al tiempo que hundo la cara en la almohada. Algunas noches son peores que otras, y esta ha sido horrible

Estoy cubierta por una capa pegajosa de sudor. Le deseo. Cierro los ojos con fuerza y me imagino sus manos recorriéndome la espalda desnuda, acariciándome las caderas en dirección a los hombros.

Necesito que alguien me abrace, que frote las palmas por todas mis partes doloridas, que me acaricie el pecho y me chupe el cuello, para que esta tensión estalle de una vez. Necesito tanto correrme que araño la cama. Me pongo de costado y clavo la vista en la pared, preguntándome si debería ir en busca de algo que alivie esto y me haga alcanzar un maravilloso orgasmo.

«No».

Me humedezco los labios y me estremezco. Mi cuerpo tiembla cuando le niego lo que quiere. O quizá es solo mi cerebro, que me juega malas pasadas. Tal vez todo esté en mi mente.

Respiro hondo y me apoyo en el cabecero de roble. Cojo el mando a distancia de la mesilla y enciendo el televisor de pantalla plana que tengo encima del tocador. Ocupa toda la pared, y tiene un aspecto futurista entre mi cama de dos metros con dosel blanco y la chaise de terciopelo rojo. Rose ha decorado mi habitación; tengo que admitir que ha hecho un buen trabajo mezclando arte pop con cojines a cuadros negros. Podría vivir sin el dosel. Una noche me enrollé en él como una tortilla y empecé a golpearlo como una idiota.

Me muevo por los canales de pago y leo la programación de la noche hasta llegar a una película porno, donde un profesor seduce a una estudiante. Es un cliché, pero me hará sentir más caliente y mojada. Solo espero que eso me ayude a encontrar la liberación que busco.

Paso rápido el principio, que es donde la chica, por lo general, solo le da a la lengua. Las mamadas en el porno no me excitan, a menos que el hombre haga algo tierno como retirarle el pelo de la cara y decir que está muy hermosa mientras se la chupa. Pero ya he visto demasiadas escenas en las que el chico bombea en su garganta. Ver como una chica se ahoga con una polla no me estimula nada.

Llego hasta la mitad de la película, y el profesor tiende a la chica sobre su escritorio. Lleva unas gafas con montura vintage y una camisa blanca. Ya se ha quitado los pantalones y la penetra sin ningún otro tipo de juego previo. Ella emite un grito alarmantemente alto antes de ponerse a gemir.

—Mmmm… Sí… Así…

La chica se acaricia los pechos mientras él se la mete con fuerza. Se nota que está fingiendo, y tal vez a los chicos que ven porno no les importe, pero a mí sí. Sus gemidos se incrementan y me doy cuenta de que sus orgasmos no me están ayudando. No todo el porno es igual.

Salgo de la película y pido otra.

Queriendo sentirme sorprendida, no leo la descripción ni apenas el título. Vuelvo a saltarme el principio e intento discernir qué tipo de porno es.

La chica se monta sobre un banco en un vestuario mientras el tipo le golpea el trasero desnudo. Se trata de sumisión, bondage o una mezcla de ambos. Me hundo en la cama, esperando en silencio que la chica no aúlle como una hiena.

Ella deja escapar un gritito cuando el hombre la penetra. Sus embestidas son fuertes y bruscas, y ella se apoya en las taquillas. Él se aferra a su cuerpo y emite una serie de gruñidos viscerales.

—Por favor, señor, deje que me corra, por favor —dice ella, después de un par de minutos.

Por lo general, eso sería suficiente para que yo me corriera también, pero no siento nada. Ni siquiera me excita. Solo me siento… vacía.

Le quito el sonido al vídeo y debato conmigo misma sobre la conveniencia de comprar otro; no estoy segura de que una película, ni siquiera aunque esté protagonizada por alguna de mis estrellas favoritas del porno, pueda ayudarme. Todo me parece una estupidez cuando lo único que deseo es a Loren Hale. Estimularme visualmente no sacia el deseo que tengo de mi novio.

La desagradable experiencia de esta noche hace que un recuerdo reciente inunde mi mente repentinamente. Ocurrió cuando estuvo sobrio durante un corto período de tiempo. Detengo la película y me seco los ojos.

Lo se dejó caer en la cama de nuestro apartamento en Filadelfia mientras yo veía porno. Le había preguntado si quería ver una película conmigo, pensando que podía ser una experiencia diferente ahora que estaba sobrio. Me había mirado con el ceño fruncido y una sonrisa de medio lado antes de encogerse de hombros y seguirme hasta el dormitorio.

En la pantalla, había una chica rubia tendida de lado en la litera de una celda, en la cárcel, donde entraba un policía joven y atractivo. Él la recorría de pies a cabeza con una mirada llena de lujuria.

—¿Por qué están ahí? —me preguntó Lo al tiempo que me rodeaba el hombro con un brazo. Apoyé la cabeza en su pecho firme mientras el corazón se me aceleraba con fuerza al pensar en lo que podía ocurrir después entre nosotros. Quería que él me poseyera de la misma forma que el policía a la chica.

—Creo que la han encarcelado por error, acusada de prostitución o algo así, y este policía la va a interrogar. Aunque en realidad van a mantener relaciones sexuales antes de que la suelte.

Lo arqueó las cejas.

—Ya veo.

Tragué saliva, preguntándome si estaba analizando lo que yo deseaba. Rara vez compartía el porno con él. Cada vez que yo quería ver una, lo hacía en privado, pero con Lo allí, la anticipación era suficiente para erizarme todas las terminaciones nerviosas.

La rubia luchó un poco cuando el poli empezó a cachearla. Él movió los dedos hasta el borde de los pantalones cortos.

—¿No debería haber hecho eso antes de meterla en la cárcel? —preguntó Lo con una sonrisa.

—Es porno. No tiene por qué tener sentido.

La chica arqueó la espalda cuando el policía sumergió los dedos en sus bragas, fuera de la vista.

—¿Está ocultándome algo? —la presionaba el oficial.

Ella movió la cabeza.

—No lo sé… Señor… —Jadeó sin aliento y luego emitió un largo gemido de placer, casi convulsionando ante su tacto.

Mi respiración se volvió superficial.

Eso fue hasta que miré a Lo. Tenía el ceño fruncido, como si tratara de entenderme a través de la pornografía. Me senté y me liberé de él.

—Esto es una mala idea —dije, a punto de parar la película. Cogí el mando a distancia, pero él me sujetó la muñeca.

—No, espera. Quiero verlo. —Se había quedado paralizado por la escena.

El policía abrió la cremallera de los pantalones cortos de la chica y se los bajó hasta los tobillos antes de quitárselos por completo.

—Has sido muy mala chica, pero marcharte de aquí será muy sencillo si cooperas. Basta con que… —Se señaló la polla y ella se la agarró con mirada inocente—. Métetela en la boca y chúpala. ¿Puedes hacerlo?

La chica asintió moviendo la cabeza con rapidez. Se inclinó hacia delante mientras él se bajaba los pantalones azul marino del uniforme. No llevaba ropa interior. Ella cogió la erección y se la llevó a la boca.

—¡Joder, sí! —gimió él, retirándole el pelo de la cara—. Recibe tu castigo, nena.

De hecho, me parecía que esa mamada era sublime. Por supuesto, era probable que ayudara que Lo estuviera sentado a mi lado. Ella lo lamió como si fuera un helado y luego se tragó la erección con un estimulante «ahhh».

Lo soltó una carcajada que me cortó el rollo al instante. Todo mi cuerpo se calentaba de vergüenza, y ese no era el tipo de calor que quería.

—¿Qué te parece tan gracioso? —pregunté.

—Shhh… —soltó con una enorme sonrisa en la cara. Traté de hablar de nuevo, pero él me puso la mano en los labios para taparme la boca mientras veía la película, hipnotizado y divertido.

—¿Te gusta? —preguntó el policía. La chica respondió con un ahogado gemido gutural antes de volver a sacudir la cabeza hacia delante y hacia atrás. Luego sacó la erección de la boca y se golpeó con ella la mejilla.

—Joder… —gimió él—. Joder, sí…

El policía puso a la chica de pie y le quitó la camiseta para tocar sus pechos.

—Qué preciosidad.

Lo se rio más fuerte y me miró, cubriéndome la boca todavía con la mano.

—¿De verdad te excita esto?

Por fin, aflojó la presión para que le respondiera.

—Por lo general, me salto el principio —confesé—. A menos que… —No, no podía decirle eso.

Sus ojos se iluminaron.

—¿A menos que qué…?

—A menos que el chico le retire el pelo de la cara —dije mientras me sonrojaba.

Una sonrisa surcó su rostro.

—Qué tierno… —Sin embargo, cogió el mando a distancia y aceleró hasta la parte donde había sexo de verdad y la pareja hablaba menos, limitándose a intercambiar gemidos y gruñidos.

—¿Ver esto es mejor que mantener relaciones sexuales con otra persona? —preguntó Lo, con los ojos clavados en la pantalla.

—No… Quizá… A veces… —balbuceé— es conveniente.

Me volvió a mirar y arqueó las cejas.

—¿Es mejor que hacerlo conmigo?

—De ninguna manera —aseguré, negándolo también con la cabeza.

—Entonces, has tenido relaciones sexuales con las que has disfrutado menos que con el porno, ¿verdad? ¿Con quién cojones te has acostado? —preguntó.

Me encogí de hombros; en realidad no había manera de responder a esa pregunta. Mis ojos se apartaron lentamente de la película en la que el policía tenía a la chica espatarrada en el suelo. Me resultaba difícil dejar de mirarla porque había previsto algún tipo de reacción ardiente mientras la veíamos.

—¿Eh…? —suspiró Lo, rozándome la barbilla con los dedos. Se inclinó hacia mí y pensé que entreabría los labios para besarme. Esperé que hiciera desaparecer el espacio entre nosotros, pero en vez de cogerme en brazos e imitar la acción del vídeo, siguió hablando—. En una competición entre eso y yo… —señaló la pantalla—, siempre ganaré yo. Siempre.

Se humedeció los labios mientras me recorría con los ojos los pechos, el abdomen y el lugar que vibraba entre mis piernas. Estaba a punto de demostrarme que él era mejor que el porno, a pesar de que ya se lo había dicho. Se acercó y subió un poco el volumen, justo cuando el policía se retiraba para cambiar de posición. Traté de no mirar, pero el poli la tenía muy grande. Entonces, la chica se subió encima de él con un movimiento fluido y arqueó la espalda, por lo que sus enormes pechos se convirtieron en el foco de atención.

Lo se enderezó y me agarró las piernas, tirando de ellas tan fuerte que me quedé sin aliento. Mi espalda acabó recostada en el colchón, y yo absolutamente distraída de la película. Se movió sobre mí para acercarme los labios a la oreja. Deslizó la lengua entre los pliegues, haciendo que me estremeciera.

—¿Una película puede conseguir esto? —susurró con la voz ronca mientras se separaba.

Me agarró las muñecas y me las subió por encima de la cabeza, como hacía muy a menudo. Retuvo las dos con una mano y con la otra me subió la camiseta y el sujetador. Me pasó los labios desde los pechos hasta el borde de las bragas, jugueteando con mi piel y provocándome intolerables sensaciones. Quería que me penetrara. Que me empalara de golpe. Y sabía que lo haría. Cuando se trataba de sexo, me lo daba todo.

Una película no podía excitarme como Lo.

Daría cualquier cosa por oírle terminar con un «te amo», como siempre hace.

En cambio, estoy mirando la pantalla, donde está congelada la imagen, deseando que Lo esté aquí para satisfacer mis necesidades en vez de ver porno. Ni siquiera puedo intentar alcanzar el orgasmo. Lo único que hago es pensar en Lo, y en cómo me había dicho, con su peculiar sonrisa traviesa, que debería dejar de ver porno y encontrar mi satisfacción con él.

La película me parece cursi e intrascendente en comparación. Así que apago la pantalla.

Me pongo de pie y reúno todos los vídeos porno que poseo para tirarlos en el pequeño cubo de la basura que hay debajo del escritorio. No caben, así que cojo una bandeja de aluminio y abro la puerta, dispuesta a encontrar un contenedor más grande donde pueda esconder mis secretos más sucios.

Me parece lo más correcto.

Sin embargo, pasar de la pornografía no va a disminuir la tensión que me atenaza por dentro.

Al menos todavía no.

Según bajo las escaleras, camino de la cocina, oigo voces lejanas. Es casi medianoche, pero no me sorprende la conversación. Para Connor Cobalt y Rose cualquier hora es buena para mantener una reunión de negocios. Ella me ha dicho que él quiere terminar a finales de enero, así que este mes solo van a poder verse por la noche.

—¿Por qué estás leyendo eso? —le pregunta Rose. Avanzo sigilosamente hacia la sala de estar. Me acerco al arco que divide los espacios. Solo veo sus espaldas, ya que comparten el sofá color crema cubiertos con una manta púrpura. En ese lugar huelo las flores frescas recién cortadas que llenan el jarrón, sobre la mesita de cristal para el café. Connor trae un ramo nuevo cada vez que se marchitan. Esta vez ha elegido margaritas amarillas y rosadas que me recuerdan a mi hermana pequeña.

El brazo de Rose está apretado contra el de Connor mientras están allí sentados, cada uno con su propio portátil. Los dos usan ropa poco cómoda para estar en casa. Connor luce un traje gris antracita, que sin duda vale miles de dólares, mientras que ella lleva una pieza de la colección Calloway Couture: un minivestido negro con una maxi falda por encima. Siempre con clase, por supuesto.

Connor no levanta la vista de la pantalla.

—Porque es útil.

—Freud no es útil. Es irritante, sexista y malvado, y, además, casi siempre se equivocaba. —Ella trata de cerrarle el ordenador, pero él le apresa la mano y se lleva los nudillos a los labios.

—El hecho de que no te gusten sus teorías, no implica que se haya equivocado. Se pueden aprender cosas buenas —explica después de besarle la piel.

—¿Como qué? ¿Que las mujeres envidiamos los penes? —suelta ella.

Frunzo la frente. ¿Quién diablos envidiaría un pene? Y todavía más importante, ¿están hablando de nuevo de mis necesidades sexuales? El otro día, pillé a Rose con un montón de libros sobre la adicción al sexo que no solo estaban subrayados, además tenían post-it pegados en el interior. Y esas notas, tengo que aclarar, no estaban escritas con la letra de Rose. Dado que Connor Cobalt fue mi tutor este curso, puedo reconocer sin dudar su caligrafía perfecta ligeramente inclinada.

Soy capaz de lidiar con el hecho de que mi hermana meta la nariz en mis asuntos, pero con que lo haga su novio, que está seguro de que siempre tiene razón… Eso es, bueno, es un poco difícil de tragar.

Estoy intentando adaptarme a él, aunque sea muy friki. Durante años, Lo ha sido el único que conocía mis secretos, y ahora hay tres personas más al tanto de todo. Es complicado aceptarlo.

Y, definitivamente, asimilarlo.

—Sí —confirma Connor—. Envidia del pene y del desarrollo psicosexual.

—Estás equivocado. Mi hermana no tiene envidia del pene, lo que implica que es posible que tenga complejo de Electra.

Me estremezco porque sé de qué habla. Y no, gracias, no tengo ningún deseo de liarme con mi padre.

—Nunca he dicho eso —replica él con facilidad. No se pone a la defensiva como casi todos los hombres que rodean a Rose. Ella es un chica que va a por todas, que ataca con todas sus fuerzas, que mira con ojos helados y duros, que está dispuesta a combatir con uñas y dientes por el poder. La adoro por ello. Y cada vez que discuten, en mi interior agito las banderas por la victoria de Rose Calloway, animando a mi hermana a llegar a la cima—. Sin embargo, tu hermana es adicta al sexo. ¿Con qué teorías vas a empezar? ¿Con las de Aristóteles? ¿Con lo del kétchup como lubricante? ¿O quizá Erik Erikson y su teoría del desarrollo psicosocial? Lo que le pasa a Lily tiene nombre y apellidos.

Rose le lanza una mirada intensa.

—¿El kétchup? ¿En serio?

—Freud fue el pionero del psicoanálisis. Cuando lo desacreditas, no me importa usar referencias a McDonalds.

Ella le cierra el portátil y apoya un brazo en el respaldo del sofá, girando un poco su cuerpo hacia él. Doy un paso atrás, para ocultarme de su vista.

Connor tiene los labios rosados, el cabello castaño espeso y ondulado y una sonrisa que vale tanto como los millones de su fondo fiduciario.

—¿Qué? —dice él, mirándole los labios que ella aprieta con fuerza.

Rose se ha recogido el pelo castaño en una coleta alta.

—La teoría psicosexual —rebate, perforándole con sus ojos de gato, de un intenso tono entre verde y amarillo— tiene la tendencia de representar a las mujeres como juguetes rotos e ineficaces que necesitan ser reparados.

—Lo sé —conviene Connor—. Hay una gran parte de misoginia, pero resulta interesante, ¿no te parece?

—No. Me parece exasperante.

Él curva los labios en una sonrisa.

—¿Como yo?

Ella pone los ojos en blanco, pero se detiene al instante, como si se negara a perder el contacto visual por completo. Estoy segura de que quiere besarlo, quizá tanto como él quiere besarla a ella. Pero luego mueve la cabeza, rompiendo el momento. Rose siempre aleja a los hombres. A veces, pienso que teme perder el poder de la relación, como si pudiera malgastar algún tipo de ventaja si dejara que Connor la besara.

Él no parece derrotado. De hecho, el brillo de sus ojos dice justo lo contrario. Está determinado. Se siente retado.

A Rose se le suelta un mechón de la coleta y se lo coloca detrás de la oreja.

—Creo que he encontrado algo. Este psicólogo sugiere que la adicción sexual puede estar estrechamente relacionada con el trastorno obsesivo compulsivo. Quizá si estudio las causas del TOC, pueda comprender mejor lo que le pasa a Lily.

—Estudiamos —rectifica él.

Rose frunce el ceño.

—¿Qué?

—Has dicho que si estudias el TOC… Te he dicho que quiero ayudarte, y lo haré. Lily es mi amiga. —Se mueve de forma que sus cuerpos quedan más apretados el uno contra el otro, y el portátil de Rose queda apoyado en las piernas de ambos. Parece que están teniendo un «momento íntimo», así que decido retirarme sigilosamente y dirigirme a la cocina. Sin embargo, cuando me doy la vuelta, uno de los DVD de la bandeja se desliza y cae al suelo de madera.

Me quedo paralizada. Abro mucho los ojos cuando giran la cabeza a la vez. Soy como un ciervo deslumbrado por unos faros.

«Por favor, no me digáis nada. Dejadme en paz y fingid que no me habéis visto».

Pero no tengo suerte.

Rose cierra el portátil para que no pueda ver la pantalla y se levanta del sofá, alisándose el vestido con las manos.

—¿Qué estás haciendo? Pensaba que habías tomado una pastilla para dormir. —Entonces clava los ojos en los DVD que llevaba al cubo de la basura.

—No me la he tomado todavía —confieso, evitando los ojos de Connor. Su presencia hace que sienta más vergüenza. Y, sin embargo, los dos actúan con absoluta inocencia, como si esto fuera normal. ¿Por qué soy siempre yo la que se pone roja?

—¿Qué es eso? —Rose se acerca a mi cuerpo paralizado pasando por debajo del arco que separa la cocina de la salita. Connor se levanta y mete las manos en los bolsillos, como quien no quiere la cosa. Como si ver a la hermana de su novia llevando una bandeja llena de películas porno fuera lo más normal del mundo.

—Iba a tirarlas —digo mientras ella inspecciona los DVD con una rápida mirada.

—¿Por qué motivo? —pregunta. Leo un destello de esperanza en sus ojos. Sabe que estoy intentándolo, y su reacción hace que se me aligere la opresión que siento en el pecho.

—He pensado que ha llegado el momento de deshacerme de ellas.

—¿Son todas las que te quedan? —pregunta Connor, colocándose al lado de Rose. Su presencia me provoca un nudo en el estómago… La forma en que supera a Rose en más de quince centímetros, y todavía más a mí. Su fuerte estructura muscular me recuerda lo que más echo de menos.

Incómoda, doy un paso atrás, evitando sus miradas.

—Voy a tirarlas y luego iré arriba.

Rose debe de adivinar lo que me pasa porque empuja a Connor con el brazo.

—Tienes que marcharte.

—Rose, Lily está bien. No puede seguir teniendo miedo a los hombres. Y de todas formas, el otro día fue a una fiesta que estaba llena de modelos. ¿Soy diferente a ellos? —Le devuelvo su impecable sonrisa.

—No estarás comparándote con modelos de alta costura, ¿verdad?

—Sí.

Rose mira al techo como pidiendo paciencia.

—¿Te gustaría saber cuántas veces al día me pregunto por qué estoy saliendo contigo?

—¿Cinco?

—Cien.

—Si me hubieras advertido de que ibas a exagerar, habría dicho eso, pero pensaba que estabas siendo realista.

Resoplo.

—Se queda corta.

Connor me hace un gesto.

—¿Ves? Está bien.

Rose pone los brazos en jarras y me mira pidiéndome un veredicto final. A una palabra mía, echará a Connor a la calle. Y, por mucho que odie admitirlo, Connor tiene razón. No tengo que tener miedo a estar con gente del sexo opuesto. Incluso aunque eso me haya alterado un poco después de Año Nuevo.

—Puede quedarse —claudico.

Rose entrecierra los ojos como si hubiera dicho la respuesta incorrecta.

«¿Qué pasa?», le digo con un gesto.

Ella hace un ademán con la cabeza señalando a Connor. ¿Es que no quiere que se quede? Pero entonces lo miro y veo que tiene una sonrisa de oreja a oreja como si hubiera ganado el Torneo Académico contra Princeton, que es la universidad de Rose (y ahora también la mía).

Por lo que veo, ella ha perdido esta batalla.

—Te ayudaré con el porno —se ofrece Connor. Se va a la cocina para buscar una bolsa de basura mientras yo trato de borrar sus palabras de la cabeza. Dejo la bandeja en el suelo y espero a que Rose explote. Veo que sus rasgos se arrugan como si estuviera a punto de dar a luz.

Connor desaparece en la despensa y me vuelvo hacia ella.

—No puedo soportarlo —confiesa—. De verdad, Lily, me vuelve loca.

Trato de no reírme. Rose y Connor han roto cinco veces en diciembre, y sospecho que esa cifra se duplicará en enero. Los dos dicen que es un descanso y vuelven a verse dos días después. Es tan tierno como agotador.

—Creo que tú también lo vuelves loco —digo—. Y lo digo en el sentido en que lo dice Britney Spears en la canción. —Tarareo la melodía de los noventa y canturreo el estribillo. Su expresión se oscurece, sin mostrar ni pizca de diversión. No puedo dejar de reírme. Es Rose en estado puro.

Relaja los hombros y se vuelve a centrar en los DVD.

—¿Estás segura?

—Sí —respondo con rapidez, sin querer pensar demasiado en el gran salto que voy a dar. En este momento, prefiero correr en línea recta hacia la meta que arrastrarme con lentitud. Me pongo a mover el pie con nerviosismo, esperando que regrese Connor con la bolsa que sellará mi destino. Espero poder resistir el impulso de comprar nuevas películas en el futuro o visitar lugares porno en Internet. Creo que puedo hacerlo. Esperanza. Es todo lo que tengo en este momento.

—Entonces… —digo, haciendo crujir los dedos—, ¿piensas que tengo TOC? —Podría tener sentido. Identifico mis necesidades sexuales con compulsiones. La necesidad de obtener con frecuencia algo natural. Igual que un obsesivo compulsivo tiene que seguir su rutina sistemáticamente. Nunca había relacionado ambos hechos.

—Algunos psicólogos creen que las adicciones están relacionadas con el TOC, pero no se puede asegurar —me dice con sinceridad—. Es realmente necesario que visites a un terapeuta para…

—Lo sé —la interrumpí—. Lo sé, es solo que… todavía no he decidido a cuál quiero ir. —¿Quién iba a imaginar que hubiera tantos psicólogos especializados en adicciones al sexo por la zona? Y lo de los grupos de adictos al sexo anónimos ya me había dejado flipada. Dado que la mayoría de los grupos están compuestos por hombres que tratan de reprimir sus deseos sexuales, observan una política estricta de no admitir mujeres. Tiene cierto sentido, pero también hace prácticamente imposible encontrar un grupo al que puedan asistir mujeres. Por el momento he renunciado a encontrarlo y tengo intención de hacer terapia privada.

También hay centros para tratar la adicción al sexo. Clínicas de rehabilitación, como el lugar donde está Lo. Pero Rose ha desestimado aquella opción con rapidez. En realidad, no me dio una respuesta definitiva, pero después de sopesar el asunto, dijo que tengo fobia social. Que no debería alternar con grupos grandes para tratar de solucionar mi problema.

Ayer mismo le respondí que no tenía fobia social, mientras me paseaba de un lado para otro de la habitación.

Al oírme, ladeó la cabeza al tiempo que arqueaba las cejas.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en un grupo?

—Muchas veces —confesé—. Rose, frecuento pubs, hay gente por todas partes.

—Pero ¿te sientes obligada a hablar con la gente? ¿Mantienes una conversación con alguna persona que no sea Lo? Piénsalo, Lily. ¿Estableces algún tipo de interactuación con tus rollos de una noche o solo te los tiras?

Tenía razón. Quizá tuviera fobia social. Y, de acuerdo con lo que ella decía, debía concentrarme en una sola cosa a la vez. También creo que prefiere cuidarme que enviarme lejos. Se volvería loca sin saber cuáles son exactamente los pasos que darían para rehabilitarme. Así que por el momento, la terapia es la mejor solución.

—Estoy investigando ese tema por ti —me dice Rose—. Mañana me reuniré con dos terapeutas. —Es ella quien ha ido estableciendo citas para intercambiar ideas con los profesionales, y la adoro todavía más por ello—. El último era idiota perdido. Le pregunté sobre la terapia cognitivo-conductual y me miró sin saber qué decir. No miento.

Connor se acerca con una bolsa de basura.

—Lo era —conviene—. Yo también estaba allí.

Me pongo roja, pero apenas se me nota. O quizá no les importa. Sí, tiene que ser eso.

Antes de que pueda meter los DVD en la bolsa, Connor recoge la bandeja del suelo y la vuelca en el interior. El hecho de que él esté tan cerca de mis vídeos pornográficos me encoge el corazón y me provoca una llamarada en el pecho.

—Era un idiota absoluto —le dice a Rose.

Ella se muestra de acuerdo con él, aunque noto que duda.

—¿Qué hizo?

Connor cierra la bolsa y la deja junto a la pared. Lo veo lanzar una mirada furtiva en dirección a Rose; secretos, como los que yo mantenía con Lo. Se me hunde el corazón, pero intento ignorar esos pensamientos negativos.

—Bien, fuimos al despacho del psicólogo. Rose se presentó y le habló de su adicción al sexo.

—Espera… —Levanto las manos con los ojos como platos. Paso la mirada de uno a otro, que me la devuelven como si lo que estuvieran diciendo fuera algo de todos los días. ¡Como si esta historia pudiera considerarse jodidamente normal! Parpadeo—. No te habrás hecho pasar por mí, ¿verdad?

—Por supuesto que no, Lily. —Niega con la cabeza.

Suelto aire. «¡Bien!». Porque eso podría ser muy embarazoso.

—Les dije que era adicta al sexo, pero no di información personal. Estás a salvo.

¡Oh, Dios mío!

—¿Por qué has hecho eso?

Se encoge de hombros.

—Era la única forma de conseguir que me recibiera. Tenía que ser su paciente.

Me estremezco, negándome a mirar a Connor. Me siento más avergonzada de lo que debería. Soy consciente de que esto lo voy a sentir con frecuencia.

—¿Y qué pasó?

Rose me evalúa y, de inmediato, acorta la distancia entre nosotras para ponerme la mano en el hombro.

—No es necesario que lo oigas. No todos los terapeutas son como él, Lily, y te prometo que jamás te diría que trabajaras con uno que no considerara absolutamente perfecto.

Cierto, pero me estremezco igual.

—Sin embargo, quiero saberlo.

Connor me mira pensativo con un par de dedos sobre los labios mientras me inspecciona de la misma forma que mi hermana, preguntándose si puedo soportar la verdad.

—Por favor… —insisto.

Mi mohín debe ablandarlos, o al menos debe convencer a Rose, que es la que toma la palabra.

—Me preguntó cuáles eran mis preferencias sexuales. Y yo le respondí que me gustaba la pornografía y las relaciones esporádicas de una sola noche, nada demasiado complicado. —El fin de semana que Lo se marchó a rehabilitación, le confesé a Rose la mayoría de mis secretos. Le expliqué los hábitos que observaba en los eventos familiares (pormenorizadamente) para poder echar un polvo rápido en el cuarto de baño o en el club. Nada demasiado espectacular. Elegir a alguien, follármelo y largarme. Así era como me gustaba que fuera, salvo con Loren Hale.

—¿Y qué pasó? —Estoy a punto de morderme las uñas, pero decido cruzar los brazos y sujetar las manos bajo los brazos.

—Me dijo una serie de cosas y me preguntó si me excitaban —explica Rose, imperturbable.

Connor parece tan inalterable como ella. ¡Dios!, cuánta confianza…

—Dedos, consoladores, vibradores, oral, anal, estilo perrito… —enumera él.

—Lo pilla —interviene ella.

Él sonríe de nuevo e intercambian otro «momento íntimo»: parece que Rose quiere arrancarle los ojos y él besarla con la misma ansia. Muy raro.

Me froto el cuello, al notar que me arde.

—¿Alguna vez sentís vergüenza? —Si así son las personas superinteligentes, me gustaría ser igual.

Connor mira al techo como buscando allí la respuesta.

—Bueno, quizá hubo una vez que… En realidad, no. —Niega con la cabeza—. No, no la he sentido nunca. —Sus ojos azul oscuro se encuentran con los míos—. Estoy libre de vergüenza.

—Yo también —asegura Rose.

Entrecierro los ojos.

—¿En serio? —Tiene que haber alguna vez que… ¡Oh, sí!—. ¿Qué pasó cuando en sexto fuiste en una excursión a Washington DC? —Yo no estaba con ella, pero sus compañeros de clase habían relatado una historia en la que se comportaba como un robot sin sentimientos. Mi madre había contado que ella había llorado de ira y vergüenza durante todo el camino de regreso.

Rose abre los ojos alarmada.

—¿Quieres saber lo que dijo el terapeuta o no?

—¿Estás colorada? —le pregunta Connor a Rose con una sonrisa. Connor: 2. Rose: 0. Me va a matar.

—Volvamos al tema que nos ocupa —intento distraerlo, aunque el daño ya está hecho.

Connor le da un codazo.

—¿Qué fue? ¿Te caíste en la piscina al mirar tu reflejo?

—No —replica ella con la voz neutra, mirando la pared.

—¿Te olvidaste del discurso de Abraham Lincoln?

—Eso es imposible, y además no resulta embarazoso.

—A mí me daría vergüenza —asegura él arqueando las cejas.

—¿Sí? Eres como un perro verde. Existe, pero solo hay uno.

Él sonríe.

—Suéltalo.

—Prefiero lidiar con tu gata.

Me río.

—Ohhh… qué fuerte. —Sacar a colación a Sadie siempre anima las cosas. Rose ha amenazado con mutilar a la mascota de Connor al menos de veinte formas diferentes. Es el arma que usa contra su novio, pero él encuentra cada una de sus sugerencias más divertida que la anterior. Al parecer, Rose todavía no ha entrado en su apartamento por culpa de una gata atigrada que odia a las mujeres. Dado que el animal es una hembra, Rose considera a esa criatura un verdadero demonio.

Connor se esfuerza en no sonreír y demostrar que la derrota de mi hermana es todavía más considerable. Ladea la cabeza.

—Algún idiota te enseñó el calzoncillo, ¿verdad? Dime su nombre, e iré a hablar con él.

—Fue en sexto curso —argumenta ella con el ceño fruncido—. No es necesario que conozcas mi pasado y ataques a todos los que se han portado mal conmigo.

—Sí, porque ya ha castrado ella solita a la mayoría —intervengo.

Connor emite una risita. Juraría que está a punto de ponerse de rodillas y proponerle matrimonio.

—Bueno, así que estoy en ese momento. ¿Calzoncillo?

—¿Qué? No —replica Rose, ofendida—. Ni siquiera me resulta embarazoso ahora. En realidad, solo me dolió en el orgullo, así que continuemos.

—No quiero pasarlo por alto, mmm… suéltalo. Respira y libérate. —Él coge una bocanada de aire y lo expulsa por la boca, tomándole un poco el pelo, y ella lo taladra con sus ojos de gato.

—Bien, Richard. —Oh, oh… incluso utiliza su nombre real. Esto está poniéndose serio. No puedo negarlo, sus peleas me ayudan a borrar de mi mente a Lo y a olvidar mi adicción. A veces pienso que simplemente estar cerca de Rose y Connor me ayuda a hacerlo. Otras veces, solo siento que se interponen entre mis deseos y yo—. Estaba recorriendo uno de los museos Smithsonian y me detuve delante de una maqueta del sistema solar. Mientras leía la etiqueta, un grupo de chicos de mi clase se juntaron a mi espalda y me señalaron riéndose mientras decían: «Puedo ver Ur-ano».

Connor no se ríe.

—Eso ni siquiera es inteligente.

Yo solo puedo pensar que hay algo peor.

Rose aprieta los labios, tratando de sonreír, pero sus ojos brillan de ira ante el recuerdo.

—No les hice caso, pero luego añadieron: «Eh, tu ano está sangrando».

Connor frunce el ceño.

—Ese día me vino el período.

Hago una mueca de dolor ante ese recuerdo. Esas cosas no se olvidan nunca. Aunque parezcan pequeñas e insignificantes, las historias de la infancia como las que Rose acaba de contar se recuerdan toda la vida.

—Dame sus nombres. —Connor se acerca, saca el móvil y abre la aplicación de notas.

Rose esboza una débil sonrisa.

—Les grité —le dice—, ese día me di la vuelta y les dije que se callaran, luego me fui al cuarto de baño a llorar y llamé a mi madre. —Se pone muy seria—. No quiero tener hijos.

Me da un vuelco el corazón ante la bomba que ha dejado caer. Yo ya lo sabía, pero hablar sobre tener hijos delante de un novio es algo que puede hacer que salga corriendo.

Evidentemente, es una prueba a lo Rose Calloway.

Connor respira hondo, como si estuviera digiriendo ese repentino anuncio. Acepta el desafío de Rose con una expresión inmutable. Se podría decir que ella está pidiéndole que huya.

—Después de eso, yo tampoco querría. Los niños deberían ser mucho más respetuosos con el sistema reproductor femenino. A fin de cuentas, es lo que trajo a esos malditos cabrones al mundo.

Rose se ríe casi a carcajadas. No puedo evitar sonreír.

—¿Malditos cabrones? —repite.

Connor se encoge de hombros.

—Es mejor que llamarlos capullos.

—De hecho, creo que capullos es mucho más apropiado.

Entrecierro los ojos.

—¿De verdad estáis discutiendo sobre qué palabra malsonante es más apropiada?

—Sí —replican al unísono, mirándome.

Rose retoma la historia del terapeuta donde la había dejado.

—Bien, como estaba diciéndote, hizo una lista y me preguntó qué prefería, se lo dije y me preguntó con qué frecuencia. Luego, se interesó por si yo trataba de detener el impulso, pero lo dijo de una manera que no era demasiado profesional.

—Le dijo que la mayoría de las mujeres que entran en su consulta —intervino Connor—, lo hacen en busca de atención, especialmente la suya, ya que es guapo y está en forma. Y que con el fin de verificar su problema, ella tendría que, literalmente, «chupársela hasta que le sangraran los labios».

Lo miro boquiabierta.

—¿Qué? —susurro.

Rose le da un puñetazo en la cara y él finge una mueca de dolor, que la provoca aún más.

—Estaba tratando de ir al grano —explica Rose—. No era necesario que se lo dijeras palabra por palabra.

—Odio las paráfrasis. Utilizando tu vocabulario, eso me jodió.

Rose sostiene una mano ante su cara, ignorando sus palabras por completo y diciéndole que se calle. Mis ojos se encuentran con los de ella y me mira con ternura.

—Más tarde, me enteré de que él nunca había tratado con una adicta al sexo. Estoy tratando de encontrar a una mujer que te entienda. Y te lo prometo, no solo va a ser respetuosa, sino inteligente. Y sabrá más que Connor y yo juntos.

—Eso es imposible —dice Connor—. Somos las personas más inteligentes del mundo. Si nos juntamos, es algo sobrehumano.

Rose pone los ojos en blanco, pero en realidad está sonriendo.

—Eres idiota. —Me hace un gesto con la cabeza—. ¿Y bien?

Creo a Rose. Confío en ella más que en nadie en el mundo, quizá incluso más que en Lo. Él se sentiría ofendido si me lo escuchara decir, pero en este momento es cierto. Lo no está, pero la tengo a ella.

Hay algo muy reconfortante en esa idea.

—Gracias, Rose. —La abrazo y espero que no importe lo horrible que estoy, que no importe lo bajo que pueda caer. Sé que ella me perdonará.