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Pero ¿por qué no puedes casarte en París? —le preguntó grand-maman a Caroline mientras la veíamos llenar los baúles y sombrereras que habían llegado aquella mañana de la tienda Moynat.

La cama estaba cubierta de pieles, sombreros y guantes, y no había donde sentarse. Grand-maman estaba en el umbral y yo me agaché al lado de la butaca y pasé el dedo por el encaje de una de las enaguas de seda con bordados de oro que había encima.

Oliver había regresado a Nueva York tres semanas antes y Caroline debía reunirse con él al cabo de siete días, pero había abierto cuenta en todas las tiendas exclusivas de la Rue de la Paix para que Caroline comprara su ajuar. Vi el recibo del corsé de seda que estaba guardando en una bolsa de satén. ¡Le costó quinientos francos! Cuando Oliver le prometió que no le faltaría ninguna comodidad material, hablaba en serio.

Cogí uno de los nuevos parasoles. El mango de jade tenía incrustaciones de rubíes. Aparte de la ropa que estaba guardando Caroline, había encargado en Worth todo un armario de vestidos de mañana, vestidos de noche, vestidos para visitas, vestidos para el té, vestidos para bailes y capas para la ópera. Las trescientas costureras que tenía en nómina el diseñador tendrían que hacer horas extras, pero la cifra desorbitada que pagaría Caroline hacía que mereciera la pena. Me fijé en un abanico con varillas de nácar y hojas de encaje belga decoradas con flores y pájaros, y recordé todas las veces que Caroline y yo estuvimos en la Rue de la Paix viendo los escaparates. Era como si estuviera materializándose todo lo que deseaba.

—¿Sabes siquiera a qué religión pertenece tu marido? —continuó grand-maman.

—Creo que va a la iglesia episcopal, pero ¿acaso importa? No es especialmente religioso, y yo tampoco —repuso Caroline.

Grand-maman hizo una mueca. Para ella, una vida sin Dios era inconcebible. Creía que Dios era pacífico, bondadoso y cariñoso, y aspiraba a emular esas características en su vida y nos animaba a hacer lo mismo.

—Pero ¡Emma y yo no te veremos casada! —protestó.

Caroline cerró el baúl.

—Oliver insiste en que nos casemos pronto y, por tanto, debo hacerlo en Nueva York. Sabes que tu salud no te permite cruzar el océano, y Emma tiene que ir al colegio y a clases de arpa. Pero volveré cada año a París para renovar mi vestidor y os visitaré a las dos.

Grand-maman frunció los labios y la miró con inquietud.

—Ayudarás a Emma, ¿verdad? —dijo con un atisbo de pánico—. Si me ocurre algo, ¿serás su protectora y la ayudarás a acabar los estudios?

Caroline soltó una carcajada.

—Te preocupas demasiado, grand-maman. No os pasará nada.

Ella retrocedió con semblante afligido. No volvió a mirar a Caroline, pero le dijo con tirantez:

—Por favor, llévate a Emma contigo esta tarde cuando vayas a hacer la última prueba del vestido de novia. Así, tu hermana al menos podrá participar de alguna manera en la ceremonia.

Cuando llegamos a House of Worth aquella tarde, Caroline se apeó del carruaje y fue hacia la entrada con la cabeza erguida. Me la imaginé con una corona en la cabeza y un cetro en la mano: Caroline, reina de Nueva York.

Un joven bien afeitado que llevaba una levita nos abrió la puerta e hizo una reverencia mientras dos empleados vestidos de negro salían a recibirnos. Era como si todos los que miraban a Caroline reconocieran su importancia.

Vino a atendernos una mujer con un vestido de terciopelo negro y un cabello plateado recogido en un magnífico copete.

—Buenas tardes, mademoiselle Lacasse. Monsieur Worth la recibirá inmediatamente.

La mujer nos acompañó por una gran escalinata cubierta con una alfombra carmesí tan mullida que se me hundían los pies. Cuando Caroline no miraba, toqué las orquídeas de color vainilla, las malvas y otras plantas exóticas que bordeaban las escaleras.

Entramos en un salón con las paredes revestidas de satén perlado y una lámpara de bronce y cristal colgando del techo como si fuera un témpano. El aire olía a lirios recién cortados. Allí nos esperaban un hombre de mediana edad y una joven con una blusa blanca de cuello alzado y una falda negra. La mujer era hermosa y tenía la piel de porcelana y un cabello perfectamente recogido en un moño, pero su belleza se veía eclipsada por aquel hombre extraordinario. Con su anticuado sombrero de terciopelo, su bigote de morsa y el pañuelo que llevaba en el cuello parecía salido de un cuadro barroco flamenco. Me mordí el labio al pensar que debería haber traído el cuaderno, pese a que Caroline me advirtió que no lo hiciera.

—Es un placer verla de nuevo, mademoiselle Lacasse —dijo el hombre, que cogió la mano a Caroline sin prestarme atención—. Mademoiselle Cagnat la ayudará con la prueba final. El vestido es realmente cautivador. Es todo lo que soñamos que sería.

Después hizo una reverencia y se fue, y mademoiselle Cagnat apartó una pesada cortina de seda y acompañó a Caroline a un probador. Yo me senté en un diván y contuve las ganas de hacer muecas frente al espejo que tenía delante. Media hora después se abrió la cortina y allí estaba Caroline con un vestido de damasco con satén y seda y una cola larga. Se me cortó la respiración. La falda llevaba rosas plateadas bordadas, y Caroline lucía una diadema con diamantes y un delicado velo de tul.

Mi hermana sonrió radiante y me henchí de orgullo, pero, de repente, mi alegría se tiñó de tristeza. Ahora comprendía la gravedad de la conversación que habían mantenido grand-maman y Caroline aquella mañana. No estaría con Caroline el día de su boda. Estaría muy lejos y se casaría con un desconocido. Sentí el impulso de arrodillarme y suplicarle que me llevara con ella. Podría entretener a sus invitados tocando el arpa.

Caroline frunció el ceño porque todavía no había dicho nada. No quería despertar su ira, así que contuve las lágrimas y dije:

—¡Estás más bella que una rosa boule de neige!

Mademoiselle Cagnat sonrió y me pellizcó en la barbilla.

—Qué joven tan encantadora. Tienes cara de ángel. —Volviéndose hacia Caroline, preguntó—: ¿Su hermana será la dama de honor? ¿Quiere que guardemos un poco de seda para su vestido?

Caroline estaba pendiente de su reflejo. Posaba con ojos relucientes moviendo lentamente los labios como si se hallara frente a un círculo de admiradores.

—No, mi hermana no estará presente —dijo mientras se alisaba la falda sin mirarnos—. Ahora hablemos de los guantes.

Mademoiselle Cagnat pareció sorprenderse del tono gélido de Caroline, pero no tardó en ponerse manos a la obra.

—Claro, mademoiselle Lacasse. ¿Me acompaña?

Ambas se fueron a una habitación contigua y yo me senté de nuevo en el diván con el presentimiento de que parte de mi vida estaba tocando a su fin.

Mi sensación de incomodidad empeoró la mañana que Caroline partió hacia Nueva York. Insistió en que no era necesario que la acompañáramos al puerto, pero accedió a que fuéramos con ella a la estación.

—No debes hacer esfuerzos, grand-maman —dijo cuando llegamos a la ajetreada Gare Saint-Lazare, donde fueron necesarios tres maleteros para cargar con su equipaje—. No deberías estar en un sitio con tanta gente.

Sus palabras sonaron amables, pero cuando esperábamos en el andén no dejaba de mirar por encima de nuestras cabezas como si estuviera imaginando un lugar mejor a lo lejos. Su evidente ansia por dejarnos me rompió el corazón. Quizás era presa de la emoción por el brillante futuro que se desplegaba ante ella. Esperaba que, una vez que se instalara en Nueva York, nos recordara con afecto y se arrepintiera de la displicencia que nos había dispensado al abandonar París.

Me apartó de mis pensamientos el chirrido de las ruedas sobre la vía. El tren que iba a Le Havre se detuvo en la estación y los maleteros indicaron a Caroline que fuera hacia las puertas de primera clase.

Antes de subir, grand-maman suplicó una vez más en mi nombre.

—Le escribirás a Emma, ¿verdad, Caroline? A menudo. Ya sabes cómo te idolatra.

—Volveré a París cada año, y Emma y yo podremos ir a House of Worth. Cuando sea mayor, le compraré un vestido bonito. ¿Qué te parece? —Caroline se acercó para enderezarme el cuello del abrigo—. Pero, mientras tanto, debes cuidar bien de tu abuela y seguir escribiendo y tocando el arpa, porque eres una niña muy lista.

Me quedé boquiabierta. Eran las palabras más cálidas que me había dedicado nunca Caroline y las guardaría como oro en paño. Decidí que cada año que volviera a París me vería más adulta y competente. Haría que se sintiera orgullosa de mí.

—¡Adiós, Caroline! —dije cuando entró en su compartimento y se sentó.

Caroline abrió la ventana y se despidió con la mano mientras el tren salía lentamente de la estación.

—¡Adiós, grand-maman! ¡Adiós, Emma! —gritó.

Cuando el tren desapareció, imaginé el vestido de Worth que tendría cuando fuera más mayor. Tal vez uno de tela azul zafiro con cuentas y lentejuelas. Todo el mundo le diría a Caroline que tenía una hermana muy guapa y ella se pondría contenta.

Me hallaba sumida en mis ensoñaciones cuando grand-maman me dio un apretón en la mano. Al mirarla, vi que estaba apenada. Tal vez intuía la verdad.

—No dejes de rezar por tu hermana —me dijo—. Reza cada día por su alma. Es lo único que puedes hacer, Emma. Es lo único que podemos hacer.

Observé los recortes de prensa que había esparcido por mi habitación. Lo que dijo Paulette era cierto: mis deudas eran menos de lo que Caroline se gastaba en sombreros para las carreras o un caballo nuevo para uno de sus espléndidos carruajes. Eran irrisorias para ella y devastadoras para mí.

Puede que Caroline fuera la única persona que pudiera ayudarme, pero no podía olvidar cómo había respondido cuando grand-maman estaba sufriendo y le pedí ayuda para costear su tratamiento. Rompí la carta que contenía su respuesta, pero sus palabras se me quedaron grabadas: «Tienes que dejar de insistir en esa estupidez de que la enfermedad de grand-maman puede ser tratada y su dolor ser aliviado; debes aceptar que va a morir. Es una anciana, Emma. Lo único que estás haciendo es arruinarte…».

De no ser por Claude y Paulette, estaría totalmente sola en este mundo. Era como si no tuviera hermana. Caroline ni siquiera había venido al funeral de grand-maman, y mucho menos había ayudado con los costes del entierro.

Durante sus viajes anuales a París, solía estar demasiado ocupada probándose vestidos y asistiendo a celebraciones como para visitarnos a grand-maman y a mí. A veces, recibíamos invitaciones para tomar el té o asistir a alguna actuación musical, pero se cancelaban en el último minuto. Hacía cinco años que no veía a mi hermana. Fue cuando me invitó a cenar con ella en el elegante Voisin’s. Aunque grand-maman ya estaba demasiado frágil para acompañarnos, Caroline no preguntó por ella. Su egocentrismo era tedioso y no me molesté en repetir aquella experiencia, si bien mantuvimos correspondencia esporádica hasta que grand-maman estuvo grave.

Cuando Caroline no visitó a grand-maman en sus últimos días ni ayudó con las facturas del médico, yo habría cortado toda relación con ella si mi abuela no me hubiera implorado que no lo hiciera.

—Cariño —susurró la última mañana que fue capaz de decir algo—, no odies a tu hermana. Es la única familia que te queda. Yo no tuve hermanos, y una vida sin el apoyo y la unión de la familia es muy solitaria.

Ahora Caroline era mi única posibilidad. Quizás otro intento despertaría milagrosamente un ápice de compasión en ella. Volví a mi mesa y redacté mi petición:

No estoy pidiendo caridad. Tengo intención de devolver todo el dinero. Estoy pidiendo un préstamo hasta que me recupere. Este último año desde la muerte de grand-maman ha sido el más duro que recuerdo…

Cuando hube terminado la carta y la firmé, sentí alivio, rápidamente seguido de un mal presentimiento.

Miré la fotografía de grand-maman, metí la carta en el cajón junto a las exigencias de Roche & Associates y lo cerré.