Al día siguiente hacía calor y soplaba una brisa con un toque otoñal, pero eso no me animó. Fui caminando hasta Montmartre en lugar de ir en ómnibus, aunque era un ahorro engañoso. Esos pocos céntimos no cambiarían mi situación y ya tenía los tacones desgastados.
París estaba preparándose para la Exposition Universelle y mi viaje se vio interrumpido por obras, agujeros profundos y el polvo del nuevo Métro. Le style Mucha se había extendido por toda la ciudad y me detuve a admirar los armarios sinuosamente tallados y los estilizados mosaicos con hojas que formaban el suelo de una tetería.
—Qué hermoso, femenino y cautivador —susurré mientras contemplaba en un escaparate unas lámparas cuya base eran tres doncellas con vestidos largos.
Montmartre no se había visto afectado por la actividad industrial. Sus calles angostas, sus plazas bordeadas de árboles, sus molinos y sus viñedos creaban una atmósfera en la que el tiempo parecía haberse detenido. Sus cuestas pronunciadas y los hombres de tez arrugada que se sentaban en un banco a observar a los transeúntes eran un bastión contra la modernidad. Por tanto, resultaba irónico que aquel lugar fuera un imán para artistas, escritores, bailarinas y actores que siempre buscaban algo nuevo y excitante, y en esa búsqueda habían creado una vida nocturna alocada y vibrante.
Cuando me acercaba a nuestra cafetería habitual, vi a Claude y a Nicolas, que llegaban de sus respectivos estudios. Claude me besó como si no me viera desde hacía años.
—Emma, ¿no tienes una hermana guapa a la que puedas presentarme? —dijo Nicolas con pesar—. ¿Por qué Claude ha acaparado toda la buena suerte?
Me mordí el labio y sonreí a Claude. A Nicolas no le gustaría que le presentara a Caroline.
Además de Belda, Sophie y Robert, en la cafetería estaban Julie y Marcel, dos amigos a los que no habíamos visto desde hacía más de un año. Ambos eran artistas con talento y habían estado en Italia. Julie fue una de las primeras mujeres que accedieron a la École des Beaux-Arts, y Claude siempre estaba elogiando la originalidad de su trabajo. La pareja no solo era memorable por su talento, sino también por su sentido de la moda. Marcel llevaba el pelo à la victime, muy corto por detrás como si lo hubieran preparado para la guillotina. Julie llevaba un vestido morado con volantes y un lazo rojo alrededor del cuello. Era su parodia de María Antonieta.
—Estoy segura de que Jean-François se alegrará de que estéis de vuelta —dije cuando los besé en la mejilla—. Creo que no somos lo bastante excéntricos como para atraer a clientes adinerados a la cafetería.
Julie se rio con ganas. Tenía la cara y los brazos más rechonchos de lo que recordaba, probablemente debido a la deliciosa comida italiana que había degustado.
—¡Tenemos una noticia que daros! —dijo Marcel, que rodeó a Julie con el brazo y nos miró a todos—. Nos casamos en Roma.
Por un momento podría haberse oído el vuelo de una mosca. Julie y Marcel nunca habían expresado el menor interés en casarse.
—Pues nos habéis sorprendido a todos —dijo Nicolas—, pero brindemos por vuestra salud y felicidad.
—Sí —terció Sophie, que llamó a Jean-François y le dio la noticia.
Jean-François chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Yo estuve casado una vez. El matrimonio se sella con anillos y acaba con cuchillos.
Julie y Marcel se echaron a reír por aquella versión del viejo proverbio francés.
—¿Qué tal llevas los cuadros para la galería? —preguntó Claude a Julie cambiando de tema—. Supongo que te habrás inspirado en los grandes artistas de Italia.
—Eso se acabó —dijo Marcel, que agarró la cintura de Julie con más fuerza—. Dos artistas no pueden vivir juntos felizmente. No puede ser mi esposa y mi compañera. Imagina que se «inspira» cuando necesito la cena o una camisa limpia. El papel de la mujer es liberar al hombre de las preocupaciones cotidianas.
Claude puso mala cara y supe que estaba pensando en su madre. Yo no era capaz de mirar a Marcel. Julie era mejor artista que él. ¿Por qué siempre tenía que sacrificarse la mujer?
—¿Piensas renunciar a todo lo que tanto trabajo te ha costado? —le preguntó Claude a Julie—. Ya sabes que eres la primera artista a la que Vauclain acepta en su estudio.
A Julie se le humedecieron los ojos y se tocó la barriga.
—Voy a tener un bebé. Para mí, eso es más importante que pintar.
Todo me daba vueltas. ¡Matrimonio y un bebé! Julie estaba consiguiendo lo que yo más anhelaba, pero tendría que renunciar al arte por ello. Yo tenía a un hombre tolerante que valoraba mi talento e intelecto y no me exigía sacrificios, pero, en cambio, no quería casarse y formar una familia.
Al notar que Claude lo estaba mirando con desaprobación, Marcel se apresuró a añadir:
—Por supuesto que traer a un hijo al mundo es más importante. Ningún artista puede crear vida. ¡Solo podemos imitarla!
Claude siempre expresaba sus opiniones; vi que se avecinaba una discusión.
—No podré quedarme mucho rato. Tengo que ponerme a escribir otra vez —le susurré—. Estoy en un momento crucial del nuevo relato.
Claude asintió, aliviado por que me hubiera inventado una excusa para irnos.
—Sí, yo tengo que trabajar en un retrato.
Tomamos una copa con nuestros amigos y hablamos de los diseños de las nuevas estaciones del Métro y los carteles de Toulouse-Lautrec. Luego entramos a ver a Jean-François. Claude recogió el dinero de las postales y a mí me entregó más cartas.
—Te acompaño a la parada de ómnibus —dijo Claude.
Bajamos la colina en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. La noticia de Julie y Marcel no podía ser más perjudicial para mi argumento de que el matrimonio entre dos artistas podía funcionar.
Claude se detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Crees que Julie y Marcel están haciendo lo correcto? Tengo la sensación de que Marcel está saboteando la carrera de Julie por celos. No puedo creerme que la haya convencido de que abandone el arte. Siempre me ha parecido testaruda.
Aquel comentario me estremeció. Pero, para ser sincera, el matrimonio de Julie y Marcel parecía demasiado espontáneo, como si a ninguno de los dos le preocupara su significado a largo plazo. Eran la clase de personas que podrían separarse sin problemas si aquello no funcionaba. Yo no veía a Claude así. Yo quería que estuviéramos casados para siempre.
—Tener un hijo ilegítimo es una carga terrible para una mujer y su hijo —dije—. Si a Marcel le importa Julie, ha hecho lo correcto casándose con ella.
Claude dio una patada en el suelo con aire pensativo.
—Por eso siempre debemos tener cuidado. No quiero ponerte en esa situación.
Sus palabras penetraron directamente en mi cerebro. A veces era como si Claude y yo habláramos idiomas distintos. Le amaba, pero también le guardaba rencor. ¿Por qué tenía que ser tan tozudo con algo que yo estaba convencida de que nos traería más felicidad?
Cuando en verano estuvimos en la casa de campo que Belda tenía en Normandía, me llevó aparte y me dijo:
—Ten paciencia con Claude. Los dos sois muy felices juntos y sé que quieres una familia, pero, como todos los artistas, está luchando por crearse un estilo propio. Deja que se afiance. Su miedo es tener que pintar de manera convencional para mantener a la familia. Si hace eso, se sentirá decepcionado para siempre.
Sus palabras entrañaban una gran verdad, pero también un problema. Claude se comportaba como si fuéramos a ser jóvenes eternamente, lo cual no era cierto. Al ver morir a grand-maman tomé conciencia de que nosotros también moriríamos algún día. No quería seguir mi camino en soledad.
Ella había sido mi única constante en la vida. Ahora se había ido, y yo estaba a punto de perder el único lugar que había considerado un hogar. Si Claude no me quería como esposa, no pertenecería a ningún sitio.
El piso estaba en silencio cuando volví. Paulette había salido a hacer recados y la señora Cutter y Elizabeth estaban cenando con unos amigos. Recogí el correo que había llegado directamente a casa y fui a mi cuarto.
—Salut, grand-maman —le dije a su foto antes de sentarme al escritorio.
Tenía los hombros caídos de agotamiento. Sonreír y fingir que todo era normal en la cafetería me había dejado sin energía.
Respiré hondo un par de veces y me recosté en la silla. Estaba demasiado desanimada para trabajar en el relato, así que cogí las cartas y las extendí como si fueran una baraja de naipes. En la esquina de uno de los sobres había una fotografía de un edificio de estilo Beaux-Arts que me resultaba familiar, y el tiempo se detuvo cuando leí las palabras «Le Grand Hôtel, París» al lado. Solo conocía a una persona que se hubiera hospedado en ese lujoso hotel y me temblaban las manos al abrir el sobre.
Querida Emma:
Ahora mismo estoy en París. Mañana por la tarde tengo una hora libre. Nos vemos en el Café de la Paix a las cuatro. Espero que estés allí.
Tu fiel hermana,
CAROLINE
Se me cayó la nota al suelo. Estaba tan aturdida como si me hubieran golpeado en la cabeza. No había tenido noticias de Caroline desde que le escribí para informarla del funeral de grand-maman, pero no expresó ningún remordimiento por no haberse comunicado conmigo en los momentos más duros de mi vida.
«Espero que estés allí.» Su tono condescendiente me exasperaba. ¿Para ella era una persona tan despreciable que esperaba que estuviese a su entera disposición?
Estaba a punto de romper la nota cuando recordé la carta que le había escrito el día anterior. Abrí el cajón y la vi encima de los sobres amarillos. Se me puso la piel de gallina. Escribir era un proceso misterioso. ¿Aquella carta a Caroline había vuelto a unirme ella?
Miré varias veces la nota y después el sobre que había en el cajón, como si me arrastrara algo que escapaba a mi control.
—De acuerdo, Caroline —dije—. Obedeceré tus órdenes, pero solo porque necesito algo de ti.
«Cuida de mí, grand-maman», recé mientras iba en ómnibus rumbo a Le Grand Hôtel. Se me revolvió el estómago como siempre que iba a reunirme con Caroline. Acudí a nuestro último encuentro en Voisin’s con muchas esperanzas y me fui enfadada conmigo misma por no aceptar que Caroline no cambiaría nunca y que jamás podríamos estar unidas. Esta vez no podía imaginar no enfadarme con ella por no haber venido a ver a grand-maman en sus últimos días o ni siquiera haber enviado flores para el funeral. Pero sabía que discutir con mi hermana era fútil. No dudaba en asestar golpes bajos, y yo era la clase de persona a la que era fácil herir. Si repetía que no debería haber gastado tanto en grand-maman porque era vieja, no sabía lo que haría.
La cafetería estaba llena de estadounidenses ricos y gente de la realeza europea ataviada con perlas y sedas caras. Yo llamaba la atención con mi vestido de Le Bon Marché y el sombrero que había decorado con rosas de seda y hojas de helecho de terciopelo, pero eché los hombros hacia atrás y me armé de valor cuando le expliqué al maître que iba a ver a mi hermana, la señora de Oliver Hopper.
«Piensa en el dinero, Emma. Piensa en ti misma por una vez.»
Caroline estaba esperando en una mesa situada debajo del toldo rojo. Llevaba un vestido de seda amarillo limón con encaje en el cuello y los puños y un sombrero enorme con una banda de visón alrededor de la corona, así como una pluma de pavo real prendida con una medalla enjoyada. Tenía el pelo entrecano y arrugas muy marcadas a ambos lados de la boca, pero sus ojos seguían irradiando la intensidad de una persona dispuesta a conquistar el mundo. No había envejecido por los golpes y pérdidas graduales de la vida. Era un declive despreocupado y ufano resultante de una rutina de comidas suculentas y copas de champán en un yate.
—Hola, Caroline.
Lo dije con voz chillona. Era aterrador lo rápido que había vuelto a mi yo infantil en presencia de mi hermana. Pensé en grand-maman y me recordé a mí misma que estaría a salvo siempre que no permitiera que las cosas dolorosas que dijera Caroline me llegaran al corazón. Tenía que dejar que fluyeran a mi alrededor como el agua sobre una piedra del río.
Caroline se levantó, me agarró de los hombros y me besó con ímpetu en las mejillas.
—¡Ay, Emma, qué alegría verte otra vez! —dijo, y luego retrocedió un poco—. ¡Y qué guapa estás! Cada vez que nos vemos estás exactamente igual.
Me sentía confusa. ¿Aquello era un cumplido o un insulto? Me había preparado para la Caroline fría y distante, pero ahora me preguntaba por qué quería verme. Sin embargo, mi hermana tenía la incomprensible costumbre de cogerme y luego tirarme a la basura. No era la temporada de París, así que tal vez estaba aburrida y yo era alguien a quien conocía.
Nos sentamos y pidió café crème, petits fours glacés y tartaletas, sin preguntarme qué me apetecía.
—Cuéntame. ¿Qué has estado haciendo desde la última vez que te vi? —preguntó.
Aquello me sobresaltó. Aunque debería haber estado acostumbrada, su insensibilidad siempre me cogía desprevenida. «¿Que qué he estado haciendo? Pues veamos… Cuidé de grand-maman en las últimas fases de una enfermedad horrible y, aunque ya no voy de negro, sigo de luto. Desde entonces he estado ocupada escribiendo, dando clases y recitales de arpa y alojando a huéspedes para pagar unas deudas que tú te negaste a compartir pese a que eran muy inferiores a lo que has pagado por alojarte en este hotel o incluso por ese ridículo sombrero.»
Pero la súplica de grand-maman para que me llevara bien con mi hermana y un instinto de supervivencia que me advirtió que mantuviera la calma y consiguiera el dinero me hicieron morderme la lengua. Saqué del bolso el ejemplar firmado de Histoires de fantômes que había llevado conmigo y se lo di.
—Es una colección de relatos. Es poco frecuente que un editor acepte historias que ya han sido publicadas en revistas literarias.
Caroline miró el libro y lo dejó en el borde de la mesa. Luego sonrió con condescendencia como si fuera una niña que le había traído un insecto muerto del jardín. En la piel noté la habitual oleada de calor y bochorno. Me arrepentía de haberle regalado el libro. Imaginé que lo tiraría a la chimenea o que lo olvidaría «accidentalmente» en su habitación de hotel.
—También me han aceptado una novela —añadí. Apartó la mirada y vi que no tenía sentido continuar—. ¿Y tú? —dije—. ¿Qué has estado haciendo desde la última vez que nos vimos?
Su rostro se iluminó y se llevó las manos al pecho.
—¡Mi nueva casa en la Quinta Avenida ya está acabada! La fachada es de piedra caliza de Indiana, y el gran salón, de mármol de Caen. El arquitecto es un genio y un maestro del interiorismo. En la casa no hay reproducciones. Todos los muebles, los jarrones y los cuadros provienen de un castillo o una mansión de la vieja Europa.
Mi irritación por el egocentrismo de Caroline se intensificaba a cada minuto que pasaba. ¿No le parecía mal saquear las casas históricas de Europa? Antes de que pudiera hacer un comentario sarcástico, el camarero nos trajo más café y decidí sacar el tema del dinero antes de perder la paciencia por completo.
—Caroline, debes de haber recibido mis cartas sobre el funeral de grand-maman y los gastos que he tenido.
Mi hermana cortó por la mitad un petit four, se llevó un trozo a la boca y saboreó el mazapán antes de tragar.
—¿Dónde está enterrada?
Era una pregunta extraña que me distrajo.
—En Père-Lachaise, por supuesto. En el mausoleo familiar. ¿Te gustaría visitarlo? Podríamos ir mañana.
Caroline negó con la cabeza y dijo:
—No me gustan los cementerios.
Luego se acabó el resto del dulce.
Cabía suponer que su brusca respuesta pretendía apartarme de mi objetivo, pero detecté algo más profundo en sus ojos cuando habló. ¿Era posible que la entristeciera la muerte de grand-maman? ¿O estaba recordando la muerte de nuestros padres? Yo era demasiado joven para experimentar aquel horror, pero Caroline había vivido la guerra y su fallecimiento. Debió de ser una experiencia terrible. A pesar de su actitud, me compadecía de ella, pero tenía que persistir.
—Caroline, es imposible que pueda pagar todas esas deudas a tiempo. Necesito tu ayuda o perderé el apartamento.
Mi hermana volvió la cabeza y escrutó la cafetería como si estuviera buscando a alguien.
Suspiré y repetí la frase de la carta que le había escrito pero no envié.
—No estoy pidiendo caridad. Estoy pidiendo un préstamo. Tengo intención de devolvértelo.
—Te preocupabas demasiado por grand-maman —dijo sin volver la cabeza—. Siempre lo hiciste. Incluso de niña estabas siempre preocupada por que fuera a morir. Se hizo mayor, Emma. Tendrías que estar agradecida de que viviera tanto teniendo en cuenta todos sus problemas de salud.
Sus palabras fueron como un jarro de agua fría. Pese a las defensas que erigí, me había golpeado donde era más vulnerable. ¡Una vez más! Cualquier esperanza de que fuera a ayudarme se desvaneció. Si había sacado algo bueno de aquel encuentro era que nunca más volvería a perder el tiempo pidiéndole ayuda.
Caroline saludó a alguien. Era una joven de apenas diecisiete años que acababa de entrar en la cafetería. Llevaba un vestido elegante de un tono rosa muy claro con un aplique de color crema en el cuello y tres botones de adorno en la parte delantera.
—Por fin ha llegado —dijo Caroline cuando la joven se acercó a nuestra mesa—. Emma, ¿te acuerdas de mi hija Isadora?
¿Isadora? No la había visto desde que tenía cuatro años. Caroline no había mencionado nunca a su hija en las cartas ni la había traído a visitarnos a grand-maman y a mí. La había conocido por casualidad un día en el Jardin des Tuileries. No me dijo una sola palabra y recuerdo que se agarraba a la falda de su madre y que ella no dejaba de apartarla. Isadora era el único secreto que le había guardado a grand-maman. Le habría partido el corazón saber que tenía una bisnieta que jamás formaría parte de su vida.
—Hola, Isadora —dije, y le cogí la mano antes de que se sentara.
Siempre imaginé que, cuando creciera, mi sobrina sería una réplica de su madre, pero no había nada de Caroline en ella. Era alta y esbelta como yo, pero mientras que yo era rubia, ella tenía el pelo negro azabache. Tenía ojeras, una marca inusual para alguien tan joven.
El camarero se acercó e Isadora miró la taza que tenía delante de mí.
—Un café con nata, por favor —le dijo en inglés.
—Ah, no —terció Caroline—. Tomará una camomila, gracias. —Frunciendo el ceño, le dijo a Isadora—: Ya sabes que el café te sienta mal.
Caroline se volvió hacia mí.
—Estas últimas semanas, Isadora y yo hemos estado ocupadas encargando vestidos en House of Worth para el próximo invierno. Isadora celebrará su puesta de largo en enero. Mi querido monsieur Worth falleció tiempo atrás, pero sus hijos, Gaston-Lucien y Jean-Philippe, han mantenido los elevados niveles de exigencia de su padre. Una vendeuse se ocupa de la mayoría de los clientes, pero a nosotras Jean-Philippe nos atiende personalmente.
Me pregunté si se le había pasado por la cabeza que estaba alardeando de su riqueza delante de una persona que se zurcía la ropa interior y llevaba un remiendo en el tacón del zapato, una persona a la que acababa de negarse a ayudar con unas deudas que deberían haber compartido a partes iguales las dos nietas de grand-maman.
Isadora me sonrió y volvió de nuevo la cabeza. Era encantadora y elegante, pero no poseía el aplomo y la confianza en sí misma que normalmente mostraría una joven de su posición. Desde luego, no parecía muy entusiasmada con el tema de su puesta de largo.
Cogió el libro que Caroline había dejado y miró la portada con unos ojos como platos.
—¿Es tuyo, tía Emma? ¿Eres escritora?
—Sí, lo soy —respondí, dudando que Caroline le hubiera hablado alguna vez de mí—. ¿Te gusta leer?
—¡Claro! Ahora mismo estoy leyendo una traducción de Baudelaire. ¿Te gusta?
—Mira a tu tía cuando hables, Isadora —interrumpió Caroline.
Fruncí el ceño, abochornada por Isadora. ¿Por qué le hablaba Caroline como si fuera una niña?
Isadora se ruborizó, pero me miró a los ojos.
—Leeré tus relatos con mucho gusto, tía Emma —dijo, y se pegó el libro al corazón de un modo que no dejaba dudas acerca de su sinceridad.
—No sé cómo —dijo Caroline mientras cortaba una tartaleta—. Están en francés, y no has estudiado tanto como deberías. Por no hablar de las otras aptitudes que una debutante ya suele dominar a estas alturas.
Isadora se sonrojó aún más. Después se volvió hacia mí y dijo en un francés con bastante acento aunque aceptable:
—Me habría esforzado más si hubiera sabido que tenía una tía parisina tan encantadora a la que escribirle. —Volvió a mirar el libro—. Aunque tenga que pasarme las noches en vela con un diccionario, pienso entender estos relatos.
Sonreí, satisfecha de que mi libro no acabara en la papelera.
—Estoy convencida de que tu francés mejorará mucho si haces eso —le dije, y añadí con osadía—: Y si quieres escribirme para practicar, estaré encantada de recibir tus cartas y corregirlas.
Le toqué la mano y sentí una afinidad con ella que nunca había compartido con su madre. Parecía que, al final, Caroline no era mi única familia.
Mi hermana estaba inusualmente callada y nos miraba con intensidad, sin duda planeando cómo romper el vínculo que Isadora y yo estábamos formando, antes de que llegara más lejos. Ni siquiera entendía por qué había permitido que nos viéramos. Mi sobrina vivía en un ambiente distinto. Era una de las herederas más ricas de Nueva York y de ella se esperaba que contrajera matrimonio con un hombre de igual estatus y que representara su papel en la sociedad. Yo era una escritora que frecuentaba a los artistas andrajosos de Montmartre. A Caroline no le gustaría que alguien como yo influyera en su hija.
Cuando llegó el momento de irme, Isadora me besó en las mejillas con un afecto que me llegó al corazón.
—Te escribiré a diario, tía Emma.
Le apretujé la mano intentando contener las lágrimas. ¡Cómo me habría gustado que conociera a grand-maman!
Después me volví hacia Caroline procurando ocultar mi furia. Nos habíamos distanciado tanto y era tan poco comprensiva conmigo que no tenía sentido mantener nuestra relación. Sin duda, grand-maman entendería que hice todo lo posible. Estaba sola en cuanto a mis deudas. De eso no cabía ninguna duda.
—Adiós, Caroline —dije—. Os deseo a ambas todos los éxitos para la próxima temporada.
Caroline se llevó al cuello una mano cargada de joyas.
—Gracias, Emma. ¡Sin duda será emocionante!
De camino a casa, reflexioné tranquilamente sobre lo acontecido aquella tarde. Había fracasado de forma estrepitosa en mi intento por despertar el sentido del deber de Caroline. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando me rendí a las consecuencias de dicho fracaso. Había luchado y luchado durante los últimos años, primero para salvar a grand-maman, después para que sus últimos días fueran tan cómodos como fuera posible y más tarde para conservar mi casa y pagar las deudas. Pero estaba destrozada. Monsieur Ferat tenía razón: mi única opción era vender.
Entré silenciosamente en el apartamento y lo primero que vi fue el retrato de boda de grand-maman en la mesa del comedor. Luego miré hacia el salón, donde estaba mi arpa al lado del sillón orejero rosa en el que se sentaba grand-maman cuando me dio las primeras clases. ¿Cómo podía renunciar a aquel lugar? Era el único hogar que había conocido y contenía muchos recuerdos de ella.
Oí ollas y sartenes en la cocina. Paulette estaba preparando la cena, pero todavía no podía hablar con ella, así que fui a mi habitación y me desplomé en la cama.
No es que no pudiera ser feliz en una pequeña habitación de alquiler en Montmartre, pero aquel apartamento era un santuario. A falta de una familia propia, me aportaba una sensación de consuelo y continuidad.
Ante mí apareció un recuerdo tan vívido que fue como si la escena estuviera desarrollándose en la habitación. Grand-maman estaba acostándome cuando era niña y tranquilizándome durante una tormenta: «No te preocupes, cariño, son solo Dios y los ángeles cambiando los muebles de sitio, como cuando la criada de madame Bellamy quita el polvo arriba».
Empecé a llorar más y me volví hacia la fotografía que tenía encima de la mesa.
—¿Tú qué opinas, grand-maman? ¿He hecho algo terrible para disgustar a Dios? Primero se te lleva a ti y ahora nuestra casa. ¿Y qué haré con mi querida Paulette? Es demasiado mayor para encontrar trabajo en otro sitio. Sin ti aquí, ha sido de gran consuelo.
Respiré hondo varias veces. No podía rendirme así, pero se me habían cerrado todos los caminos. Imaginé a Claude regañándome por estar tan apegada a «unas paredes y un suelo». Pero él era autosuficiente y podía adaptarse a cualquier sitio. Yo no era así. Yo necesitaba algo conocido. Necesitaba sentirme segura.
Miré al techo.
«No puedo ayudar a nadie. Ni a mí misma ni a Paulette. Soy un ser inútil.»