En cuanto vi Nueva York, olvidé mis recelos. Al principio, las calles que rodeaban el puerto eran serpenteantes y estrechas, y el aire olía a pescado podrido. Las mujeres caminaban tapándose la nariz con un pañuelo y examinaban los productos que ofrecían los vendedores en sus carretillas. «¡Nueces con cáscara! ¡Patatas! ¡Cebollas!», gritaban. Pero las calles no tardaron en ensancharse y se extendió ante mí una ciudad grande y elegante. Algunos edificios tenían más de diez o doce pisos de altura. Había oído que allí los edificios de oficinas, los hoteles e incluso algunas casas tenían ascensor. No podía imaginarme subiendo a la planta superior en una caja atada a un cable. Me prometí que, si alguna vez me encontraba en uno de esos edificios, utilizaría las escaleras.
Pasamos por delante de fabricantes de pianos y tiendas de colchones. Había floristas por todas partes, tal vez incluso más que en París. En cada esquina parecía haber un vendedor callejero con sus productos expuestos encima de una manta. Pasamos frente a un vendedor de juguetes que estaba mostrando el funcionamiento de una peonza rodeado de hombres de negocios trajeados. Cuando el vendedor tiró de la cuerda y puso la peonza en movimiento, se les iluminó el rostro y le ofrecieron dinero. ¿Era para su hijo o para ellos?
Doblamos por la Quinta Avenida, donde las travesías tenían números en lugar de nombres y empezaban a intervalos regulares. Las actividades comerciales dieron paso a una procesión de iglesias e hileras e hileras de elegantes mansiones de arenisca con escaleras, umbrales y dinteles idénticos. A medida que avanzábamos, entre las casas de arenisca se intercalaban mansiones de mármol y piedra de tonos claros.
Más adelante divisé un extenso parque cuyos árboles hacían gala de sus otoñales colores bronce y dorado. En la acera había varios turistas contemplando algo que había al otro lado de la calle. Un hombre estaba sentado encima de una caja dibujando lo que veía. Me volví hacia la otra ventanilla para ver qué observaba la gente sin percatarme de que el carruaje se había detenido. De repente, tenía delante al criado, que había abierto la puerta y estaba ofreciéndome la mano para bajar la escalerilla.
Me encontraba frente a un majestuoso palacio de estilo renacentista que parecía sacado del valle del Loira. Era enorme y ocupaba casi toda la manzana, con una torre de tres plantas que dominaba la entrada y gárgolas, arbotantes y ventanas saledizas. Por los relucientes muros de piedra caliza y el inmaculado tejado azul con bordes de cobre era obvio que el edificio se había terminado recientemente.
—¿Es un hotel? —pregunté al criado.
—No, señorita Lacasse —respondió con una leve sonrisa—. Es la residencia del señor y la señora Hopper. La terminaron hace solo unos meses y es la casa más lujosa de toda Nueva York.
Conque aquella era la casa de la que Caroline me había hablado en París. Me la imaginaba lujosa, pero no algo tan parecido a un palacio.
El criado me pidió que fuera a la entrada, donde nos recibió un mayordomo con chaleco negro y frac. Luego, el criado volvió a montarse en el carruaje y se fue.
—Oh —dije aterrada—. ¡Mi baúl y mi arpa están ahí!
—No tema, señorita Lacasse —repuso el mayordomo con un marcado acento británico—. Llevan su equipaje a la entrada de carruajes, donde pronto lo trasladarán a su habitación.
Me hizo entrar en un vestíbulo en el que una sirvienta con vestido negro y delantal blanco me ayudó a quitarme el abrigo. Desde allí, los tres fuimos a un gran salón. Tuve que contener la respiración, porque había entrado en otro mundo. Medía al menos veinte metros de largo y estaba revestido de piedra de Caen. Unos tapices italianos adornaban las paredes blancas y una chimenea doble con una repisa decorada con jardinières de porcelana mantenía el lugar a una temperatura agradable pese a la altura del techo. Al final del salón, una gran escalinata con pasamanos de bronce se dividía en dos al llegar al primer piso.
El mayordomo se detuvo a los pies de la escalera.
—Jennie la acompañará a su habitación, señorita Lacasse. La señorita Hopper está en una merienda con la señora, pero volverán a las cinco para saludarla. Mientras tanto, ¿quiere que la cocinera le prepare algo?
Negué con la cabeza.
—No, gracias.
Tenía hambre, pero me sentía fuera de lugar. No sabía qué pedir en una casa como aquella. ¿Una sopa sería demasiada molestia para la cocinera? ¿Un bocadillo resultaría tristemente humilde?
Seguí a Jennie al primer piso y enfilamos un largo pasillo decorado con estatuas griegas de tamaño natural y un cuadro de Cupido y Psique obra de Boucher. Jennie abrió una puerta y me invitó a entrar en una resplandeciente habitación de estilo rococó con unas paredes blancas embellecidas con oro. Las sillas, las cortinas y el dosel eran de satén azul plateado y en la chimenea Luis XVI ardía una hoguera.
—La señora Hopper pensó que esta sería la habitación que más le gustaría —dijo Jennie, que señaló un escritorio ubicado cerca de la ventana—. Originalmente perteneció a María Antonieta. Por eso se llama la sala María Antonieta.
En ese momento llegó un sirviente con mi baúl y lo dejó en el banco situado a los pies de la cama.
—¿Y mi arpa? —le pregunté.
—Está en la sala de música, señorita —dijo, haciendo una reverencia antes de irse.
Jennie miró con curiosidad el maltrecho baúl.
—¿Quiere que la ayude a deshacer el equipaje, señorita Lacasse?
Teniendo en cuenta la clase de invitados a los que Jennie probablemente estaba acostumbrada, no quería avergonzar a ninguna de las dos pidiéndole que desdoblara mi ropa. Además, quería localizar mi arpa lo antes posible. Odiaba separarme de ella. Bastante enervante había sido que viajara en el compartimento de equipajes del barco.
—No será necesario —respondí—. Pero, por favor, indíqueme dónde está la sala de música.
—A la izquierda del gran salón. Vuelva por donde hemos venido.
Cuando Jennie se fue, me senté en una silla cerca del fuego, cerré los ojos un momento y pensé en la suntuosa grandiosidad de la casa. El hecho de ir desde la entrada hasta aquella habitación había sido una experiencia abrumadora. Pero eso era lo que Caroline siempre había querido, y ahora lo tenía. Tuve una sensación extraña. Estaba dentro del sueño de Caroline. Me había arrastrado a él.
Después de vaciar el baúl, me lavé en un cuarto de baño que me deslumbró con sus baldosas blancas, su bañera y lavamanos de mármol y sus ventanas policromadas. De los grifos de oro macizo no solo salía agua fría, sino también caliente.
Eran solo las dos y media, y Caroline e Isadora aún tardarían en volver, así que fui a buscar el arpa.
Una sirvienta cargada con ropa de cama me hizo una reverencia antes de entrar en una habitación. Más adelante, un criado estaba subido a una escalera arreglando un reloj. Puso cara de sorpresa al verme, pero se inclinó educadamente. ¿Cuántos sirvientes eran necesarios en una casa tan grande como aquella? Además de los que ya había conocido, tendría que haber al menos treinta más, incluidos un ayuda de cámara, una dama de compañía, una ama de casa y un cocinero. Al avanzar por el pasillo oía puertas abriéndose y cerrándose silenciosamente. ¿Caroline pedía a sus sirvientes que fueran invisibles? La sensación de que docenas de ojos estaban observándome me erizó el vello de la nuca y me animó a apretar el paso.
En la sala de música hacía más frío que en el resto de la casa porque la chimenea estaba apagada, pero no era incómodo. Al final de una alfombra Aubusson de color crema había un piano de cola con un arpa dorada al lado. No era la mía, que seguía en su funda junto a la banqueta del piano. Me acerqué a examinarla. La columna estaba decorada con pan de oro y motivos de faraones egipcios y leones alados. Era hermosa y debía de costar una fortuna. ¿La tocaba alguien o era un mero ornamento?
Aunque había dos lámparas de bronce y cristal en el techo, a aquella hora del día no era necesaria la luz artificial. Tres ventanales daban a un parterre y la luz se reflejaba en un gran espejo veneciano situado al otro lado de la sala. Las columnas corintias acanaladas con hojas doradas alrededor contribuían a la atmósfera deslumbrante. El efecto era sublime. Caroline siempre había tenido un gusto extravagante, y ahora disponía de dinero para expresarlo.
Saqué el arpa de la funda y, después de desplegar los pedales, empecé a afinarla. El largo viaje no le había sentado bien. Estaba tan empecinada en que sonara a la perfección que no me percaté de que se desvanecía la luz del sol.
—¡Tía Emma!
Al levantar la cabeza, vi a Caroline y a Isadora en el umbral.
—Dios mío —dijo Caroline—, ¿nadie ha encendido la chimenea o las lámparas? Son eléctricas.
Mi hermana tiró de un cordel y la luz dorada de las lámparas iluminó la habitación. Todo relucía aún con más magia que a primera hora de la tarde.
Isadora vino corriendo a abrazarme.
—Te escribí cada día, tal como había prometido —me susurró al oído—. Pero mamá me dijo que mi francés era demasiado bochornoso para enviarte las cartas.
—No pasa nada —dije—. Trabajaremos juntas en ello.
Isadora era tan afectuosa y familiar conmigo que detestaba tener que soltarla, pero me volví hacia mi hermana diligentemente.
Caroline también vino hacia mí con los brazos abiertos, pero se detuvo junto a la funda del arpa, que estaba andrajosa en comparación con la belleza etérea de todo lo que había en la sala. Después me abrazó con tanta rigidez que, si hubiera cerrado los ojos, habría pensado que estaba rodeando con los brazos una estatua.
Cuando me soltó, señaló la funda del arpa.
—Me alegro mucho de que no lo hayas dejado. Isadora necesita ayuda con la música. Le pediré a Woodford que compre una funda más adecuada para ti. Confío en que tu travesía por el Atlántico haya sido cómoda.
Solo llevaba cinco minutos en su presencia y ya empezaba a sacarme de quicio, pero respiré hondo y me recordé a mí misma por qué estaba allí. Durante mi estancia tendría que desarrollar la fortaleza de un prisionero de guerra y concentrarme en trabajar por mi libertad.
—Sí, fue muy agradable —respondí.
Caroline me observó con aquellos ojos penetrantes y sonrió.
—Debo disculparme por enviarte un billete de segunda clase, pero sabía que parte de la familia Van der Heyden viajaría en ese barco y no quería que te cruzaras con ellos hasta que te hayas introducido adecuadamente en la alta sociedad neoyorquina. —Soltó un suspiro—. Las cosas aquí son muy distintas; no se parece en nada a París. Hay que hacerlo todo correctamente y no se perdona un paso en falso. Tienes que seguir mis instrucciones al pie de la letra, Emma. No podemos cometer un solo error cuando preparemos a Isadora para su entrada en la sociedad.
Caroline tiró de otro cordel y apareció el mayordomo.
—Me gustaría que le enseñaras la casa a la señorita Lacasse —dijo. Luego se volvió hacia mí y sonrió de nuevo—. Tengo que atender unos asuntos con la dama de compañía y la ama de llaves, e Isadora debe descansar antes de la cena. Woodford te enseñará la casa. A la hora de la cena verás a Oliver y conocerás a algunos invitados que te resultarán de lo más interesantes.
Fuimos todos al vestíbulo. Caroline se dirigió a la escalinata. Isadora me dio un apretón en la mano y me dedicó una sonrisa furtiva antes de salir corriendo detrás de ella.
—Venga por aquí, si es tan amable —dijo Woodford, que me llevó a la sala contigua—. La biblioteca está decorada al estilo del Renacimiento y el Segundo Imperio…
Apenas lo oía, porque mi mente saltaba de un pensamiento a otro. ¿Podían existir dos mujeres que parecieran menos madre e hija que Caroline a Isadora?
Las cenas en el apartamento de París con mis inquilinos estadounidenses siempre habían sido elegantes pero modestas. El único conjunto que tenía para ocasiones más formales era un vestido de tul lila y blanco con sobrepuestos negros y mangas globo. Tampoco tenía más joyas que unos pendientes de perlas y un medallón de oro que contenía una fotografía de grand-maman. Al bajar por la escalinata de la casa de la Quinta Avenida, sabía que era como un pez fuera del agua.
Jennie me llevó al salón en el que nos reuniríamos a tomar jerez antes de cenar; cuando abrió la puerta, descubrí que mi predicción era acertada. Lo primero que me llamó la atención fue un tapizado florentino con el escudo de armas de la familia Medici colgado encima de la chimenea de mármol. Lo segundo fueron los elaborados vestidos de noche de las cuatro personas que se dieron la vuelta.
—¡Aquí está! —dijo el único hombre.
Tardé un momento en reconocer a Oliver por lo mucho que había cambiado en aquellos años. Su rostro estaba distorsionado por la papada, y su cuerpo, muy deformado por una abultada panza. De no ser por su cabello rojizo y el gigantesco anillo de ópalo que seguía llevando, tal vez no lo habría reconocido.
—Es un placer verte de nuevo, cariño —dijo antes de cogerme la mano y besarla.
Desde la última vez que lo vi no solo había cambiado su figura. En París era vital y dinámico, pero su expresión actual no denotaba ningún optimismo. Sus movimientos parecían apagados, como los de un hombre agotado de la vida.
Oliver me llevó a un diván ocupado por Caroline, Isadora y una tercera mujer.
—Buenas noches, Emma —dijo Caroline. Estaba resplandeciente, con un vestido de seda verde Nilo y un collar de diamantes redondeados y pendientes a juego que centelleaban cada vez que se movía—. Me gustaría presentarte a mi buena amiga, la duquesa de Dorset.
La duquesa era una mujer atractiva de edad indeterminada; podía tener treinta o cuarenta años. Tenía una mandíbula y una frente prominentes, pero no se apreciaba una sola arruga en su cara. El azul oscuro del vestido le sentaba bien a su cabello de color canela, y sus bonitos ojos y su boca pequeña le daban la apariencia de una muñeca. Pero había demasiada vitalidad en su sonrisa para confundirla con un objeto inanimado.
—Nada de tonterías de «duquesa» —protestó. Tenía acento inglés, pero por la fuerza de su voz me dio la impresión de que podía ser estadounidense—. Cuando esté en Nueva York con mis queridos amigos, insisto en que todos me llaméis Lucy, como habéis hecho siempre. —Me cogió de la mano y la apretó. Luego la apartó para tocarse el collar de oro y lapislázuli. Parecía que hubiera pertenecido a una reina egipcia—. Bueno, al menos entre las paredes de esta casa. Supongo que fuera será mejor que os dirijáis a mí como «duquesa». De lo contrario, ¿qué sentido tendría que me hubiera casado con un duque?
Su comentario arrancó unas carcajadas a Caroline. Lucy también se rio y cogió a Caroline de la mano. El vínculo que mantenían me despertó cierta envidia. Era como imaginaba a dos hermanas unidas.
Me quedé mirando a Isadora, que estaba observándome con una expresión agradable. Yo también sonreí, feliz por tener al menos a una aliada en mi sobrina.
Caroline miró el reloj que había en la repisa de la chimenea.
—Estamos esperando a Harland —anunció—. Después iremos al comedor.
Se oyeron unos pasos en el pasillo, y Woodford, con su uniforme de noche, consistente en un chaleco negro y camisa blanca, abrió la puerta. Estaba a punto de anunciar al invitado cuando una figura ataviada con frac y pajarita blanca pasó junto a él.
—¡Hola a todos! ¡Ya estoy aquí! —dijo, apartándose un mechón de pelo rubio que le caía por la frente. Su tez suave y bronceada era la de una persona satisfecha de sí misma y llena de vida. Sacó un reloj de bolsillo de diamantes y esmeraldas y lo miró—. ¡Y solo quince minutos tarde esta noche! He tenido que escuchar todos los lamentos de Marion Fisher sobre su hijo soltero. —Soltó una carcajada que resonó por toda la sala—. Pero he podido convencerla de que compre esas armaduras escocesas que obtuve en el castillo de Blakness el año pasado y que estaban cogiendo polvo en mi almacén.
—¡Oh, Harland, eres encantador! —dijo Caroline levantándose de la silla. Luego entrelazó su brazo con el del hombre y lo llevó hacia donde yo estaba—. Me gustaría que conocieras a mi hermana, la señorita Emma Lacasse, que ha llegado hoy a Nueva York. —Después añadió—: Emma, este es el señor Harland Hunter, el arquitecto que creó esta magnífica casa.
—Ah, señorita Lacasse —dijo Harland, que me cogió de la mano y sonrió enseñando su dentadura blanca y alineada—. Es un placer conocerla.
Saludó a Lucy e Isadora con la calidez de la familiaridad, pero su apretón de manos con Oliver fue breve y ambos evitaron mirarse.
—Espero que hayas recibido el billete de tren en primera clase que solicitaste a través de mi esposa —dijo Oliver.
Sus palabras eran educadas, pero se intuía cierto resentimiento. Harland titubeó unos instantes, pero se recuperó rápidamente.
—Sí, gracias, Oliver. El billete me vendrá bien cuando no pueda utilizar el vagón privado de los Clement-Maden.
—Conque Marabel también ha sucumbido a tus encantos —dijo Oliver sonriendo con la mandíbula apretada.
Harland entrecerró los ojos.
—No le quedaba más remedio, amigo mío. No tiene quien la acompañe entre semana. Su marido tiene los nervios tan destrozados por Wall Street que se duerme en mitad de la cena.
Oliver parecía molesto; estaba a punto de decir algo cuando Woodford volvió para informarnos de que la cena estaba lista.
—Vamos a comer —dijo Caroline, que pareció agradecer la distracción—. Harland, ¿acompañas a mi hermana a la mesa?
—Será un placer —dijo Harland, que cogió una rosa púrpura de un jarrón que había encima de una mesita y me la dio—. Lleve esto con usted, señorita Lacasse. Conjunta a la perfección con su vestido.
El comedor ocupaba casi toda la extensión de la casa y estaba decorado al estilo inglés, con el techo de roble y las paredes de un color carmesí oscuro. En la chimenea gótica brillaban unos adornos de cobre pulido. En la mesa de roble podían caber unas cien personas, pero nos sentamos en un tramo limitado por una pantalla móvil para crear un ambiente más íntimo, si es que eso era posible mientras nos servían Woodford y tres criados. Suspiraba para mis adentros cada vez que nos traían un plato nuevo: ostras, cangrejo, sopa de tortuga verde, pato, langosta, bistec y una ración de tortuga acuática. Tendría que pasear mucho por Nueva York para quemar toda aquella comida. No era de extrañar que Oliver y Caroline hubieran cogido peso con la edad.
—Ahora que hemos conquistado la Quinta Avenida —dijo Caroline a Harland— tenemos que hablar de una nueva residencia en Newport.
Harland se pasó una servilleta por la boca.
—Tengo unas cuantas ideas geniales…
—¿Porque la casa que tenemos no es lo bastante grande? —interrumpió Oliver.
—Bueno, me prometiste que sería la reina de la alta sociedad neoyorquina —dijo Caroline, que desestimó la queja de su marido como si nada—, así que la casa nueva tiene que eclipsar a todas las demás.
—Reina o no reina —terció Harland mientras cortaba un trozo de bistec crudo que derramó sangre encima de las patatas—, tu mujer es una mujer inteligente, Oliver. No podría engañarla aunque quisiera. Nunca he visto a una mujer que interviniera tanto en cada detalle de una casa como hizo Caroline cuando construíamos esta.
—¡Sí, yo creo que le llegaba el mortero a las rodillas! —dijo Oliver con una risa sarcástica.
Oliver era más hosco de lo que recordaba. Aunque conmigo había sido cordial, su actitud hacia Harland era hostil. Con unos padres combativos como Caroline y Oliver, no era de extrañar que la pobre Isadora fuera tan tímida. Observé el gran salón. Mi cuñado había pasado de ser pobre a amasar toda aquella riqueza, lo cual debió de requerir una tremenda determinación y perseverancia, así como visión de negocio. Lo admiraba por ello, pero ¿cómo había afectado a su personalidad?
Lucy asintió en dirección a Harland.
—Cuéntale a Caroline tu historia sobre Winthrop Carrington.
Harland bebió un trago de vino y sonrió.
—Ah, sí. Carrington quería algo diferente para su casa de Newport. Tengo desde hace tiempo un techo barroco abovedado que compré por casi nada en un palazzo de Florencia. El fresco, los paneles y los bajorrelieves son verdaderamente exquisitos, pero tiene una forma tan rara y unas dimensiones tan inusuales que no encontraba ninguna casa donde encajara. Cuando diseñé el comedor de Carrington, lo hice de manera que solo cupiera ese techo y lo convencí para que me pagara el viaje a Italia para encontrar el «techo correcto». Después de un mes disfrutando como invitado de la condesa Carraresi, volví a Nueva York y coloqué el techo que ya tenía. Carrington no se enteró de nada y estuvo encantado de pagar cinco veces lo que pagué yo. ¡Desde entonces le dice a todo el mundo que soy un genio!
—Pobre Carrington —dijo Oliver, negando con la cabeza.
—¡No seas tan blando! —le dijo Caroline—. Soportas a los memos igual que yo. Siempre dices que los ingenuos deberían mantenerse alejados de su dinero.
—Hablando de memos —dijo Lucy, que se inclinó hacia delante por la excitación—, adivinad a quién vi el otro día. ¡A May Satterfield! Por lo visto, su anciano marido no está más cerca de morir que el día que lo conoció. La pasada Navidad sufrió una hemorragia tan grave que May estaba convencida de que era el final y encargó una docena de vestidos de luto en Worth, pero el hombre se recuperó. ¡Ahora está preocupada porque cree que, cuando él muera, toda su ropa de luto habrá pasado de moda!
—Se ha maldecido a sí misma —dijo Isadora, pero nadie pareció oírla, excepto yo.
Caroline se rio tapándose la boca con la servilleta.
—¿En qué pensaba el viejo Satterfield cuando se casó con una chica tan joven como ella? ¡Y encima dependienta de una tienda!
—Yo sé en qué pensaba —dijo Harland con una sonrisa pícara.
Caroline y Lucy prorrumpieron en carcajadas. Incluso Oliver se permitió una sonrisa, aunque miró a Isadora, tal vez preocupado por que la broma fuera demasiado subida de tono para sus jóvenes oídos. Me conmovió que al menos pareciera sentir debilidad por su hija.
Isadora dejó el cuchillo y el tenedor encima de la mesa.
—Tengo una historia divertida —dijo.
—¡Cuéntala, por favor! —dijo Harland, que se dio la vuelta para dedicarle toda su atención.
—Bueno, cuando fui a visitar a Rebecca Clark, su tía estaba allí. Hacía tiempo que no la veía y le noté algo raro en la cara. Tenía un tono rosa poco natural y no se movía cuando hablaba. Tampoco podía sonreír ni fruncir el ceño. Cuando su tía se fue, le pregunté a Rebecca qué le pasaba en la cara. ¡Se la habían esmaltado! Primero preparan la piel con un baño alcalino y rellenan las arrugas con una pasta. Luego pintan la cara como si fuera la de una muñeca, pero utilizando una mezcla de arsénico y agua. Por lo visto, cuesta veinticinco dólares a la semana.
—¡Eso se llama embalsamar! —dijo Harland.
—Al parecer es muy popular entre la realeza europea —insistió Isadora.
—Lo dudo mucho —respondió Lucy—. No son tan vanidosos con su apariencia como los estadounidenses.
—Sí —coincidió Caroline—. Probablemente era una maniobra publicitaria para engañar a ingenuos y vanidosos.
Isadora puso una cara triste, decepcionada por que su historia no hubiera gustado tanto como las otras. Estaba a punto de contar otra cuando Caroline hizo una señal a Woodford.
—Vamos a la sala de estar a tomar un digestivo —nos dijo—. Emma e Isadora tienen que madrugar mañana para empezar las clases.
Aunque Caroline había mencionado que sería la tutora de Isadora para prepararla para su puesta de largo, no me había comentado los planes exactos. Me preguntaba cuándo pensaba hacerlo, pues ya era tarde.
De camino a la sala de estar, Lucy se me acercó.
—Me temo que te han dejado al cargo de una persona que está muy poco desarrollada para su edad y, francamente, es un poco rara —susurró, señalando con la cabeza a Isadora—. Seguramente habrás observado que sus intentos por entablar conversación han sido… torpes. Además, es muy ingenua. El año pasado, un criado la convenció para dar un paseo con él por Central Park. Por supuesto, era un ardid para secuestrarla. Oliver descubrió los planes justo a tiempo. Caroline se niega a dejarla hacer vida social hasta que madure y tenga más desenvoltura.
Me la quedé mirando. No me gustaba que hablara así de mi sobrina. Estaba a punto de decírselo, pero continuó antes de que tuviera la oportunidad.
—Caroline dice que tú también eras bastante rara de pequeña, pero debes de haberlo superado, porque ahora das clases de etiqueta a jóvenes de clase media. Tengo entendido que una de tus alumnas se casó con el conde de Norwich. Eso te convierte en la persona ideal para Isadora. Quizá tú la entiendas mejor que nosotras. Y mira que he intentado ayudarla. Es increíble que sea hija de una madre tan gloriosa.
Estaba demasiado asombrada por la falta de tacto de Lucy como para saber si sentirme humillada o furiosa. Para ser una supuesta duquesa, a ella también le habrían venido bien unas clases de etiqueta.
Aquella noche, antes de apagar la luz, me senté a escribirle una carta a Claude.
Mi llegada a Nueva York ha estado repleta de sorpresas. La casa de Caroline es increíble. Tengo la sensación de estar viviendo en una ciudad dentro de una ciudad. Esta noche nos hemos reído mucho cenando, pero sus amigos Harland Hunter, un arquitecto y la duquesa de Dorset son unos falsos. Me parece que aquí nada es lo que parece…
Sus voces de cotorra volvieron a inundarme la cabeza. Su alegría siempre era a costa de otros. Recordé cómo me insultó Lucy. ¿Realmente había dicho Caroline que yo era una niña rara? ¿O Lucy estaba celosa de que pudiera interponerme entre ella y mi hermana e intentaba separarnos desde el principio?
Miré la hoja que tenía delante. La situación era confusa y no sabía cómo explicársela a Claude. Suspiré. En cualquier caso, solo haría que preocuparlo, así que cambié de tema.
En el primer piso hay un Boucher original que te gustaría. La casa está decorada con una mezcla de estilos, y muchas piezas originales tienen una historia interesante, incluida la mesa a la que estoy sentada ahora mismo. Al parecer, perteneció a María Antonieta…