A la mañana siguiente quedó claro que la casa seguía una rutina estricta. Jennie entró en mi habitación a las ocho, abrió las cortinas y me dejó un horario para el día escrito del puño y letra de Caroline, empezando por un desayuno en el comedor a las nueve en punto.
Isadora y yo comimos juntas. Según entendí, Oliver ya se había ido a su oficina.
—¿Tu madre nos acompañará? —pregunté a mi sobrina mientras observaba la comida. Manzanas hervidas con uvas y arándanos, huevos, crepes y bollos estaban elegantemente dispuestos en bandejas de plata.
Isadora negó con la cabeza.
—Mamá desayuna en la cama. Luego se reunirá con el ama de llaves y su dama de compañía para darles las instrucciones del día. Por tarde que nos acostemos, ella siempre madruga. Nunca le ha gustado dormir hasta tarde.
Rememoré nuestros años en París y lo disciplinada que había sido siempre Caroline. Su ropa y sus artículos de baño tenían que estar perfectamente ordenados, tanto que se negaba a que Paulette los tocara.
—Mamá es meticulosa —prosiguió Isadora—. Tiene fichas de todo el mundo en las que anota sus cumpleaños, sus amigos, los nombres y edades de sus hijos, sus rosas favoritas, sus bebidas predilectas y su marca de tabaco. Es como un detective. Se fija en los detalles más ínfimos de toda la gente que conoce.
Uno de los dos criados que nos atendían se acercó a servirme más café. Mientras las sirvientas que había visto eran bastante corrientes, el personal masculino de la casa era uniformemente alto, con unos rasgos equilibrados y un físico atlético. Entendía que una joven pudiera caer engañada por uno de ellos, pero Isadora no me parecía tonta ni ingenua. Sin embargo, por el desprecio que le profesaban su madre y Lucy, me di cuenta de que debía de sentirse bastante sola en aquella casa.
—¿Cómo están la abuela Hopper y tu tía Anne? —le pregunté—. ¿Se encuentran bien?
—Mi abuela murió cuando yo era niña y no la recuerdo mucho —respondió—. La tía Anne murió hace unos años. La echo de menos. Iba a visitarla a diario para verla cocinar. Me fascinaba la habilidad con que mezclaba ingredientes y decoraba sus creaciones. Aunque papá contrató sirvientes, ella insistía en cocinar siempre. Era de pocas palabras, pero se expresaba a través de la comida. A veces, cuando huelo pan o manzanas asadas, pienso que la tía Anne me está hablando.
—Qué bonito recuerdo —dije—. Pero ¿tu tía vivió alguna vez con vosotros?
Isadora negó con la cabeza.
—Ella y mamá no se llevaban bien, pero me gustaba su casa de la calle 52 Oeste. Vivía allí con tres perros: Dandie, Picco y Flash.
Qué distinta era Anne cuando la describía alguien que la amaba. Solo recordaba lo incómoda que parecía cuando nos visitó en París con Oliver y su madre.
—Tu padre era muy leal a su madre y a su hermana, ¿verdad?
A Isadora se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Así es. Visitaba a la tía Anne cada noche antes de volver a casa para poder hablarle de sus negocios y preocupaciones. Ahora no tiene a nadie con quien hablar de esas cosas.
—¿Ni siquiera tu madre?
Mi sobrina negó con la cabeza.
—Con ella menos que con nadie.
Nuestras clases tendrían lugar en una sala situada junto a la habitación de Isadora. Según las instrucciones de Caroline, consistirían en dos horas de francés y una hora de etiqueta antes del almuerzo. Era curioso que Caroline me pidiera que actuara con «decoro» y al momento me confiara los modales de su hija. Su visión de mí carecía de toda consistencia.
También me había encargado que sustituyera a una sirvienta que supervisaba a Isadora mientras recibía clases de arte de un tal señor Gadley tres tardes por semana, y luego terminaríamos con una clase de arpa. Me froté la frente. Si aquella iba a ser la rutina habitual, no me quedaría mucho tiempo libre para escribir o explorar Nueva York. Suspiré y me resigné al compromiso que había adquirido. Caroline no me había invitado a Nueva York para que disfrutara. Además, lo pasaba bien conociendo a Isadora y haría cuanto estuviera en mi mano por ayudarla. A lo mejor tendría que seguir el ejemplo de Florence y aprender a escribir sobre la marcha.
La sala de Isadora no era lo que yo esperaba. En lugar de estar decorada con espejos dorados y cuencos de rosas, estaba cubierta de estanterías de nogal negro que contenían libros sobre arte e historia italianos. Los miré con detenimiento. A diferencia de los libros casi perfectos de la biblioteca, los lomos arrugados de estos demostraban que los habían leído muchas veces. Cogí un ejemplar de Viaje a Italia, de Goethe. En las páginas había copiosas anotaciones y comentarios.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Eres una estudiante meticulosa!
—Mamá odia que escriba en los libros —dijo Isadora, que estaba sentada en un sillón orejero—, pero no le veo el sentido a limitarse a leer un libro. Quiero absorber los conocimientos del autor y memorizarlos.
Empezaba a ver a Isadora con otros ojos. Delante de mí no tenía a una simplona con un vestido rosa. Observé las estanterías y encontré varios libros sobre la historia de la familia Medici. Se me ocurrió que Caroline y Lucy tal vez no entendían a Isadora porque era excepcionalmente brillante.
—¡Isadora, si has leído todos esos libros, debes de ser una experta en Italia!
Mi sobrina se echó a reír.
—Soy una apasionada de Italia desde que viajé por primera vez allí con mamá y papá cuando era niña. No soy la típica estadounidense cuando viajo, siempre presumiendo de que todo es mejor en su país. Cuando voy a Italia, me siento como en casa.
—¡Qué maravilla! Lo mejor de la vida es sentir pasión por algo.
Isadora se ruborizó y se puso más erguida.
—¿Eso crees, tía Emma? —Entonces negó con la cabeza—. Me temo que mi pasión por Italia ha eclipsado otras cosas y por eso mi francés es tan malo, a pesar de que he tenido profesores durante años. No me malinterpretes, me encantaban nuestros viajes anuales a París, pero en esas visitas solo íbamos de compras, mientras que en Italia todo giraba en torno al arte, la historia…, la vida.
Me estremecí, no porque a Isadora no le gustara tanto mi amada París como Florencia o Roma, sino porque su comentario me hizo darme cuenta de que Caroline había estado varias veces en París con Isadora y no la había llevado nunca a conocer a grand-maman.
—Ojalá hubieras podido conocer a tu bisabuela Sylvie —dije—. Era muy culta y se habría pasado horas hablando contigo.
Isadora no paraba de mover las manos.
—Me habría gustado. Es una lástima que muriera antes de que yo naciese.
En mi corazón se abrió un abismo. ¿Eso le había contado Caroline? ¿Qué otras mentiras y engaños descubriría? ¿Qué le había dicho a Isadora sobre mí?
—Pero cómo me alegro de tenerte aquí, tía Emma —dijo Isadora—. Así podrás hablarme de la bisabuela Sylvie y podré conocerla a través de ti.
Disimulé la rabia lo mejor que pude y volví a observar las estanterías. Las de abajo estaban llenas de libretas con sencillas encuadernaciones.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Ah, mamá las llama mis «libros lunáticos». Desde que soy niña me apasiona documentar las cosas. Escribo sobre lo que me inspira, lo que pienso de la gente a la que conozco, cosas que he aprendido…
—¿Así que son diarios que llevas desde niña?
Estaba impresionada.
—No, no —dijo Isadora agitando la mano—. Esos están en la buhardilla. Los diarios de las estanterías son solo del año pasado.
Me quedé boquiabierta, no sabía qué decir. Isadora se puso a reír.
—Tengo muchas ideas en la cabeza.
Después de merendar, Isadora me llevó a una habitación situada cerca de los establos y la cochera que habían reconvertido en un estudio para ella. Imaginaba que las clases consistirían en pintura al óleo o bocetos, pero cuando entré no solo estaba abarrotado de atriles, caballetes y pedestales como el estudio de cualquier artista, sino que también había un tablero de herramientas con compases, cuchillos de talla, abrazaderas, mazas y alambre de corte. Las estanterías, que llegaban hasta el techo, estaban llenas de bustos de yeso y moldes de caballos, perros, pájaros y otros animales, y todo estaba cubierto de polvo gris.
—¿Eres escultora?
Me sorprendió el medio que había elegido Isadora. Tenía unas manos muy delicadas y suaves.
Levantó una funda del banco para enseñarme las obras en las que estaba trabajando. Las figuras eran mayoritariamente de animales, pero también había bustos humanos y unos cuantos ángeles. Algunas eran de arcilla y otras de yeso o piedra. La variedad de las obras era impresionante, desde esculturas en altorrelieve hasta bajorrelieves, y todas mostraban excelencia en sus líneas, formas y estilos.
—¡Son magníficas! —le dije—. Eres una verdadera artista.
—Es mi alumna más aventajada —dijo una voz masculina desde atrás.
Al darme la vuelta vi a un hombre de unos treinta años entrando en el estudio. Era regordete, con unos hombros anchos y la cara redonda, y llevaba un traje con las mangas de la americana tan cortas que se le veían los puños de la camisa. Cuando me estrechó la mano y se presentó como el señor Thomas Gadley, profesor de escultura de Isadora, me dejó una película de polvo de yeso en los dedos.
—El señor Gadley es profesor de la Liga de Estudiantes de Arte de Nueva York —explicó Isadora—, pero viene tres veces por semana para darme clases.
Detecté cierta extravagancia en su voz cuando mencionó la escuela, como si estuviera descubriendo una tierra exótica y lejana. Había oído hablar de la Liga de Estudiantes de Arte y estaba segura de que aceptaban a chicas en pie de igualdad con los chicos. Me preguntaba por qué Isadora no estudiaba en un lugar donde estuviera en compañía de otros creadores que pudieran inspirarla. Sin nuestro pequeño grupo de artistas en la cafetería de Montmartre, escribir me habría parecido una ocupación solitaria.
—Empecemos con esa liebre de la que hablamos la semana pasada —dijo el señor Gadley, que se sentó en un taburete—. ¿Ha hecho el armazón?
Isadora asintió. Se puso un delantal y fue a la estantería. Cuando volvió, llevaba en las manos una estructura de alambre básica montada en una tabla y un boceto de una liebre sobre una cuadrícula. Durante un par de horas, observé fascinada mientras Isadora, bajo la supervisión del señor Gadley, añadía arcilla al alambre y la liebre empezaba a cobrar forma bajo sus habilidosas manos. Yo estaba allí supervisando, pero tan solo había respeto y un excelente entendimiento en la manera de trabajar de ambos. Dedicaron un buen rato a perfeccionar las largas orejas, y era evidente que no se contentaban con menos. Cuando los rasgos faciales de la liebre cobraron vida, fue como si estuviera presenciando la creación. Isadora esculpió los detalles del pelo con tanto realismo que tenía ganas de levantarme y ovacionarla.
—¡Es increíble! —dije cuando me mostró el producto final—. Me la imagino sentada en la hierba frunciendo el morro.
—A la señorita Hopper se le da igual de bien la talla, así que me gustaría ver cómo hace esto mismo con piedra —dijo el señor Gadley limpiándose las manos con un trapo. Entonces se le ocurrió una idea y sonrió—. ¿Por qué no hace un busto de su tía, señorita Hopper? Se nota que es una modelo paciente, y tiene un cuello y una mandíbula muy gráciles. Pero tendremos que reservar un día entero para hacer el modelo de arcilla básico.
—¡Qué gran idea! —exclamó Isadora, que me miró entusiasmada—. Por favor, di que sí, tía Emma. ¡Estarás muy hermosa en mármol blanco! Nunca he podido trabajar con un modelo de carne y hueso. Mamá dice que los sirvientes no tienen tiempo para posar todo el día para mí.
Había hecho de modelo muchas veces para Claude y otros artistas de nuestro grupo de Montmartre, y mantener una pose me resultaba incómodo, pero Isadora estaba tan emocionada que no podía decir que no. Como escultora, necesitaba practicar con modelos.
—Por supuesto que lo haré —dije.
Cuando el señor Gadley se fue e Isadora se hubo lavado las manos y cambiado de ropa, fuimos a la sala de música para la clase de arpa. Afiné el arpa dorada, que al parecer no habían utilizado desde hacía meses.
Después de una versión atroz de Aire en si bemol mayor de Händel, era obvio que Isadora no dominaba tanto el arpa como la escultura. Por suerte, era un instrumento flexible y, tras repasar la pieza frase por frase, Isadora empezó a producir un sonido razonable.
Supuse que se cansaría al cabo de una hora, pero insistió en continuar.
—Por favor, sigamos, tía Emma. Le estoy pillando el truco.
Percibí que lo que motivaba a Isadora no era el deseo de aprender a tocar el arpa, sino que disfrutaba de mi compañía. Antes de que pudiera decirle que sí, Jennie apareció en el umbral.
—La señora Hopper desea verla, señorita Lacasse —dijo.
—Te reclaman —terció Isadora.
Sonreí como si fuera una broma entre nosotras, pero era exactamente lo que había ocurrido. Mi viaje a Nueva York se reducía a obedecer las órdenes de Caroline. Mientras seguía a Jennie a la sala de estar, tuve que contener la ira pensando en mi apartamento de París y su importancia sentimental, y también en Paulette, cuyo bienestar dependía de mí. La satisfacción que podía sentir reprendiendo a Caroline podía significar perder lo que más amaba.
Mi hermana estaba sentada a una mesa en la que había un juego de té de plata y un pastel relleno. Asintió para indicar a Jennie que se fuera y me dijo que me sentara con ella.
—¿Has disfrutado en compañía de tu sobrina? —preguntó mientras servía el té con una sonrisa.
Un sentimiento de melancolía se aferró a mi corazón. Cuánto habría significado para mí una sonrisa o una palabra o un gesto amables cuando era niña. Ahora, me pasé un brazo por delante del pecho como si quisiera protegerme de las flechas que pudiera dispararme Caroline. Seguía furiosa por que le hubiera contado a Isadora que grand-maman había muerto antes de que ella naciera.
—Es encantadora —respondí—. Y muy lista.
Caroline bebió un trago de té y me observó por encima de la taza.
—Hay que tener cuidado con una niña como Isadora —dijo—, con que se le ocurran ideas.
—¿Ideas?
—Sobre ser independiente y vivir de su arte. —Se detectaba cierta dureza en el tono de Caroline y supuse que estaba refiriéndose a mí y a cómo me ganaba la vida. Pero, para mi sorpresa, complementó su afirmación con un cumplido—. Isadora no es tan fuerte como tú, Emma. Puede parecerlo ahora que quiere impresionarte, pero ha estado en cama dos veces por agotamiento nervioso y aún no ha cumplido los dieciocho.
Cogí aire.
—¿Te refieres a que ha sufrido crisis nerviosas?
En Montmartre, una hermosa y delicada bailarina llamada Ambra había formado parte de nuestro grupo durante un tiempo. Siempre había disfrutado hablando con ella y escuchando sus perceptivas opiniones sobre la vida y la gente. Pero un día dejó de venir a la cafetería y descubrimos que se había arrojado al Sena. Si Isadora mostraba tendencias melancólicas similares, tendría que vigilarla.
Caroline se encogió de hombros.
—Isadora siempre ha sido frágil, así que mi prioridad es que entre en la alta sociedad de la manera correcta y encontrarle un marido adecuado. Por eso te pedí que vinieras. Puedo confiar en que la llevarás por el buen camino. En nadie confío tanto como en ti.
—¿Por qué confías en mí? —pregunté, sorprendida, ya que su actitud hacia mí siempre había indicado lo contrario.
—Porque te preocupas por ella de verdad. Lo vi en cuanto os pusisteis a hablar en la cafetería de París. Y porque eres altruista, Emma, y tienes un gran sentido de la responsabilidad.
Me habría sentido halagada si cualquiera hubiera reconocido mis atributos positivos, pero en la voz de Caroline me provocaban escalofríos. Isadora había dicho que su madre tomaba nota de los detalles más ínfimos sobre las personas. Estaba segura de que, lejos de admirarme, Caroline estaba averiguando cómo utilizar esos rasgos positivos en beneficio propio.
—Es cierto que jamás haría daño a mi sobrina —le dije—. Y tengo total confianza en que adquirirá todas las aptitudes que tú desees antes de su puesta de largo. Sin embargo, su principal desventaja es que vive aislada. Le iría bien pasar tiempo con gente de su edad.
Caroline se estremeció.
—Pero ¡eso es imposible, Emma! Los jóvenes estadounidenses de la actualidad no saben si vienen o van. Siempre andan persiguiendo la última moda. Isadora no tiene la constitución necesaria para una actividad tan frenética, y por eso la vigilo de cerca. Quiero encontrarle un marido con sentido del deber, alguien que demuestre estabilidad y a quien ella admire.
No pensaba que Isadora fuera a beneficiarse de estar casada con un hombre que no la viera como una igual, pero, teniendo en cuenta mi situación con Claude, no estaba en posición de aconsejar a otros sobre sus asuntos nupciales. Aun así, algo en mi interior quería proteger a Isadora; para hacerlo, debía mantener la confianza que Caroline había depositado en mí.
—Me gustaría ver feliz a Isadora. Si puedo contribuir a que vaya por el buen camino, será un placer —dije.
Caroline asintió satisfecha con mi respuesta y cogió un cuchillo para cortar el pastel.
—No sé si te acordarás de esto —dijo—. Los comíamos en la plantación. Era el favorito de maman.
—No lo recuerdo, pero sí recuerdo que me hablaste de ellos. Las capas esponjosas son ligeras, pero el relleno son pacanas troceadas, uvas y coco.
Caroline sonrió con aire aniñado.
—Qué tonterías conservamos de la niñez, ¿verdad? Nuestro cocinero puede preparar los pasteles más elaborados y, sin embargo, el que más me gusta es esta vieja receta sureña.
Nos sumimos en un silencio de satisfacción mientras degustábamos el pastel. El relleno era dulce y la masa olía a plátano y a piña. Si Caroline y yo pudiéramos estar así más a menudo, tal vez nuestra relación mejoraría.
Respiré hondo y me armé de valor. Era mejor momento para plantear cuestiones angustiantes que cuando estaba enfadada.
—Caroline, ¿por qué eras tan reacia a tener relación conmigo y con grand-maman después de casarte? Nos habría gustado que mantuvieras contacto periódico y nos dolió mucho que no lo hicieras.
Caroline torció el gesto y se pasó un minuto entero mirando al plato. Era como si intentara evitar responderme igual que un niño cuando cree hacerse invisible tapándose la cara con las manos.
—¿Caroline?
—Emma, tienes que saberlo —dijo, levantando por fin la cabeza—. Tuviste que ver lo mucho que me detestaba grand-maman. Apenas podíamos estar en la misma habitación.
—¿Qué? ¡Grand-maman te quería mucho!
Era innegable que había tensión entre ellas, pero siempre era culpa de mi hermana. No recordaba un solo incidente en el que grand-maman hubiera sido desagradable con ella.
—Dulce Emma, es normal que pienses eso. Grand-maman te adoraba. Eras su ángel y no hacías nada mal. Pero yo le recordaba a maman. Era demasiado fuerte y tenía que salirme con la mía.
—¡Pero ella también quería a maman! —insistí—. Al fin y al cabo, nos acogió en su casa cuando nuestros padres murieron.
Caroline frunció los labios.
—¡No quería a maman en absoluto! Por eso maman escapó a Nueva Orleans. Y a grand-maman no le gustaba la influencia que yo ejercía sobre ti. Se me partió el corazón el día que te dejé en la estación de tren, pero sabía lo unida que estabas a ella. No podía interponerme entre las dos.
Lo que Caroline estaba diciendo no podía ser cierto. Estaba retorciendo la realidad como siempre hacía, tratando de ponerme en contra de grand-maman. Pues ¡no lo conseguiría!
—Al menos podrías haber ido a verla cuando estaba moribunda. Os llevarais a la perfección o no, nos acogió cuando éramos pequeñas.
Caroline levantó la barbilla desafiantemente.
—Yo era la última persona a la que grand-maman quería ver en aquel momento. Solo te quería a ti allí, Emma. No quería entrometerme.
Estaba a punto de protestar otra vez, pero una irritante duda me lo impidió. ¿Mi perspectiva infantil me había hecho pasar por alto algo obvio?
—¿Eras tan fría conmigo cuando era pequeña porque estabas celosa? —le pregunté—. ¿Realmente creías que grand-maman me prefería a mí?
—Nunca te tuve celos. —Caroline hizo una pausa, como si estuviera conteniendo las lágrimas—. Y nunca fui fría contigo, Emma. Te cosía la ropa, te llevaba de paseo y te animaba con tu música y tus pequeñas historias.
Deseé no haber dicho nada. Ahora me cuestionaba si había pecado de superioridad moral y no me había dado cuenta de que quizá tenía parte de culpa por nuestro distanciamiento.
Caroline se sacó un pañuelo de la manga y se lo pasó por los ojos, aunque los tenía secos.
—¿Podemos dejar todo eso atrás, Emma? Ahora estás aquí. No hablemos de cosas que no podemos cambiar. Empecemos de nuevo.
Escucharla era como oír las palabras de un embaucador de feria: sabías que no debías confiar en él, pero te dejabas seducir de todos modos. No podía imaginarme desterrando un pasado que me había perseguido tanto tiempo, pero la posibilidad de crear un vínculo con mi hermana era muy tentador.
—De acuerdo —dije, cogiéndole la mano—. No volveremos a hablar del pasado. Empezaremos de cero.
Caroline relajó los hombros y, mirándome a los ojos, me dedicó una de sus sonrisas enigmáticas.
—Sí, empezaremos de cero, Emma. Seremos las hermanas que siempre deseamos ser.