Lucy y yo debíamos ir a la cena de Augusta en el gran carruaje que utilizaba la familia Hopper para ocasiones importantes. Tiraban de él cuatro caballos magníficos, dos blancos y dos negros.
Caroline salió a despedirnos.
—Ahora pareces una de las nuestras —me dijo.
El vestido de raso azul y beis claro que me había hecho madame Bertin era glorioso, con su cuello escotado y su falda de volantes, y Caroline añadió de su propio armario una capa de terciopelo color crema con cascadas de encaje en la parte delantera. Parte de mí se sentía halagada por los elogios envenenados que me dedicaba mi hermana, pero otra parte era consciente de que estaban enviándome a territorio enemigo. Era como madame d’Oettlinger espiando para Napoleón.
El criado abrió la puerta del carruaje y nos ayudó a subir en aquella noche gélida. Mis días desplazándome en ómnibus a Montmartre y comprando ropa de oferta en Le Bon Marché parecían muy lejanos. Pensé en Claude y me preguntaba qué opinaría de toda aquella opulencia. Incluso a mí me costaba creerlo.
La casa de Augusta era de estilo renacentista holandés, con elegantes torretas, chimeneas y gabletes con tejas rojas. A diferencia de la imponente casa de mi hermana, aquella era evocadora y mucho menos ostentosa.
Desde la puerta principal se extendía una alfombra de terciopelo rojo y bajaba las escaleras hasta la acera, donde dos criados con uniforme verde oliva, pelucas empolvadas y maquillaje blanco esperaban para abrir las puertas de los carruajes de los invitados.
Otro sirviente situado en lo alto de la escalera nos hizo una reverencia y abrió la puerta a un gran salón con una escalera curvada y retratos en las paredes.
Una criada nos cogió los abrigos, pero no los guantes, que Lucy advirtió que debíamos llevar hasta que nos sentáramos a cenar.
—Póntelos en el regazo debajo de la servilleta —me explicó durante uno de los numerosos ensayos a los que me sometieron ella y Caroline—. A mí me gusta hacer un pliegue en la servilleta y meterlos dentro para que no se caigan. No hay nada más impropio de una dama que buscar los guantes debajo de la mesa cuando llega el momento de trasladarse a la sala de estar.
Caroline estaba tan obsesionada con mi asistencia a la cena de Augusta que no me atreví a mencionar que llevaba años enseñando ese truco a mis alumnas de clase de etiqueta.
Más adelante nos esperaba un grupo que esperaba a que lo condujeran a la sala de recepción y a que el mayordomo lo anunciara. Entregaron un sobre a todos los caballeros y les indicaron que consultaran un esquema de la ubicación de cada invitado que había en una mesa auxiliar.
Lucy miró de soslayo el esquema al pasar junto a él.
—Esto no está tan bien —me susurró—. Nos han sentado separadas. Ten cuidado con lo que dices, Emma. Podría ser una estratagema.
La magia de la noche se disipó en un instante y recordé por qué estábamos allí.
El mayordomo nos acompañó a la sala de recepción. Lucy iba unos pasos por delante de mí debido a su rango.
—Su excelencia la duquesa de Dorset y su acompañante, mademoiselle Lacasse —anunció.
El elegante grupo se volvió hacia nosotros y nos miró con curiosidad. Lucy era motivo de envidias por su título aristocrático, y muchos de los invitados debían de saber por Town Topics que yo era la misteriosa hermana de Caroline Hopper.
Sin embargo, hubo una mirada más penetrante que las demás, y supe a quién pertenecía. Agusta van der Heyden no era alta, pero en persona resultaba imponente. Era una mujer de unos sesenta años exquisitamente ataviada con un vestido de seda negra con cuentas y lentejuelas. Llevaba una tiara con diamantes, pero su pelo negro azabache resultaba apagado y sin vida. Sin duda, era una peluca.
—Buenas noches, duquesa —dijo, cogiendo la mano a Lucy por la punta de los dedos—. Me alegro mucho de que haya venido —añadió con frialdad.
Qué diferente era de mi hermana. Caroline era vivaz e impetuosa, mientras que Augusta parecía digna pero rígida. Cuando se volvió hacia mí, intenté leerle el pensamiento, pero su rostro irradiaba una serenidad absoluta.
—Buenas noches, mademoiselle Lacasse —dijo, cogiéndome de las manos como había hecho con Lucy—. Me alegro de que haya venido.
Cuando me soltó, percibí en sus ojos un brillo tan rápido y mortífero como la picadura de un escorpión.
Caroline me había advertido que los motivos de la invitación de Augusta eran sospechosos, y aquella mujer podría haberme aterrado si no hubiera oído la historia de Grace sobre su estúpido encaprichamiento con Harland. Aquella locura la hacía humana.
Augusta miró al hombre que tenía a su lado. Era alto, con porte militar, un hoyuelo en la barbilla y unos ojos leonados. Tenía una espesa cabellera castaña y las canas le daban un aspecto distinguido. Me preguntaba si era el actual amante joven de Augusta, otro Harland.
—Permítame presentarle a mi sobrino, Douglas Hardenbergh —dijo.
Douglas nos cogió de las manos y nos hizo una reverencia a ambas, aunque al preguntar por la salud del duque de Dorset quedó claro que conocía a Lucy de antes.
Señalando a una pareja de ancianos ubicada junto a la chimenea, me dijo en francés:
—Permítame que le presente al señor y la señora Williamson, mademoiselle Lacasse. Esta noche se sentarán a su mesa.
Hablaba con tanta perfección y elegancia que era una lástima tener que decirle que mi inglés era fluido, pero el decoro así lo exigía. Se sentiría abochornado si se enteraba por otro.
—Sería muy amable por su parte —le dije.
—Ah —respondió con una sonrisa—, mis esfuerzos por impresionarla han errado el blanco. No importa. Tal vez en otro momento me permitirá practicar mis habilidades lingüísticas. Considero que el francés es la lengua más hermosa del mundo.
Pasamos entre los invitados para conocer a la pareja de ancianos, pero, antes de llegar hasta ellos, una mujer pálida como un cadáver que llevaba un anillo de esmeraldas con forma de serpiente interceptó a Lucy. Al sonreír mostró unos dientes amarillentos.
—¿Cuándo nos honrará el duque con su presencia? —preguntó.
Lucy ladeó la cabeza.
—Me temo que a mi marido no le gusta viajar por mar y es difícil sacarlo de su querida Rosebery Hall.
Parecía una respuesta ensayada, e intuí que no era la primera vez que lo decía. Yo también me había preguntado alguna vez por qué su marido no estaba con ella en Nueva York.
—Claro —dijo la mujer, que entrecerró los ojos como si no se creyera ni una palabra—. Tengo entendido que los ingleses están muy apegados a sus fincas.
Cuando resultó obvio que pretendía seguir con la conversación, Douglas me llevó con los Williamson. El señor Williamson era un hombre rechoncho con un bigote que le sobresalía por los lados. Su mujer tenía una cara rubicunda, era corta de vista y utilizó unos impertinentes para mirarme de arriba abajo.
—Conque usted es la joven de la que todo el mundo habla —dijo con cierta arrogancia—, la que toca el arpa y escribe historias. Sin duda, Douglas querrá hablarle de sus aspiraciones literarias.
Me lo quedé mirando.
—Me gusta bastante escribir poesía —confesó—, pero suelo guardármela para mí. Siempre me impresiona conocer a un autor publicado.
La señora Williamson se me acercó como si estuviera haciéndome una confidencia.
—Está muy bien que la gente pase las horas escribiendo, pero cuando te cases no habrá tiempo para eso, cariño. Ya lo verás.
Todo el mundo parecía creer que la vida artística de una mujer se acababa con el matrimonio. Cuando hacía sus votos, pasaba a ser considerada una sirvienta de su marido. Claude también estaba convencido de que el matrimonio empeoraría nuestra relación, aunque siguiésemos siendo las mismas personas.
El mayordomo anunció que la cena estaba servida, y Douglas se excusó para acompañar a los invitados al comedor. Mi acompañante se acercó a mí y me ofreció el brazo. Despedía un olor almizcleño y tenía la frente abultada y la nariz afilada.
—Me llamo Frank Beaker —dijo, envolviéndome en su aliento a tabaco rancio—, y me temo que esta noche ocuparemos la mesa menos importante. Aun así, es mejor sentarse a la mesa más baja en una cena de Augusta que estar en la mesa de honor de cualquier otra casa de Nueva York.
Tal como me había advertido Harland, me temía una noche soporífera en compañía de un hombre tan obsequioso. Pero mi preocupación se vio reemplazada por la alegría cuando entramos en el comedor. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de viejos maestros con marcos dorados dispuestos como si fueran un puzle al estilo de los museos. Había originales de Jules Lefebvre y Édouard Detaille. ¡Cuánto le habría gustado verlos a Claude! Me habría encantado llevar encima el diario para poder documentar todos los detalles, pero imaginé lo horrorizada que se habría sentido Caroline si lo hubiera hecho. Me recordé a mí misma que estaba allí por Isadora.
En la sala había una mesa central con veinte personas y cuatro mesas esquineras con ocho comensales cada una. Las mesas estaban engalanadas con manteles de damasco, todos ellos decorados con un candelabro rodeado de una corona de rosas. Los platos llevaban impresas las iniciales BVdH.
El señor Beaker me llevó a la mesa situada al fondo y pronto se unieron el señor y la señora Williamson, y otras dos parejas. El señor Williamson me dijo que eran el señor y la señora Warburg, y su hija y su yerno, el señor y la señora Chaser. En nuestra mesa nos atendían tres sirvientes; en la central había ocho.
Permanecimos todos de pie hasta que Augusta entró finalmente con un anciano del brazo. ¿Quién era? ¿Un héroe de guerra? ¿Un antiguo diplomático? Sus pasos eran lentos e inestables, y tardaron un poco en llegar a la mesa central, pero nadie se movió. Tuve la sensación de que estaba participando en una elaborada actuación que se había repetido una y otra vez a lo largo de los años. Incluso la colocación de la impoluta cubertería y los cinco vasos de cristal de varias formas y tamaños daban una sensación de ceremonia.
Cuando Augusta y su invitado de honor ocuparon sus puestos, Douglas anunció que la cena había comenzado y los invitados se sentaron al unísono. En cuanto nos acomodamos en las sillas y dejamos las servilletas y los guantes en el regazo, nos trajeron una procesión de comida y bebida: sopa de tortuga verde acompañada de amontillado y seguida de salmón con patatas y pechugas de pollo con champán Veuve Clicquot.
—Qué lástima que Augusta tuviera que irse de su bonita casa en Lafayette Place —comentó la señora Williamson—. Recuerdo esa casa de cuando era pequeña. Pero estaban construyendo más viviendas, y si no quería acabar rodeada de almacenes y galerías comerciales, tenía que trasladarse.
La señora Chaser negó con la cabeza.
—En todo caso, ahora está mucho más de moda vivir en la parte alta de la ciudad…
Su madre la interrumpió.
—Es espléndido que Augusta trajera consigo sus viejos cuadros y muebles. No puedo imaginar lo horrorosa que sería esta sala si hubiera contratado a uno de esos arquitectos modernos para que diseñara el interior, como hacen todos esos parvenus últimamente.
¿Sabía que era la hermana de Caroline Hopper? A lo mejor su comentario era una pulla deliberada. Que utilizara el término parvenu me irritó. A Caroline y a mí nos había criado una abuela refinada, e Isadora era la elegancia personificada. Pero, a medida que avanzaba la conversación, me di cuenta de que la vieja élite envidiaba más a los nuevos ricos de lo que decía.
—Pero la mansión de los Rhinelander en Madison Avenue es preciosa —exclamó la señora Chaser—. Me han dicho que en el salón de baile hay cien lámparas eléctricas y que puede albergar a mil personas. Me gustaría ver el interior. Además, el estilo renacentista francés casa muy bien con esta ciudad. Es mucho más bonito que la triste arenisca.
Por las miradas incómodas que percibí en la mesa, parecía que la señora Chaser había blasfemado.
—Yo no creo que la extraña heredera se haya mudado siquiera a la casa —dijo el señor Williamson—. Según me contó mi agente inmobiliario, el salón de baile que tanto desea ver, señora Chaser, está ocupado por baúles con preciados muebles europeos que nunca han sido desembalados.
—En efecto —terció el señor Beaker—. Sé que Gertrude Rhinelander ha decidido vivir con su hermana en una casa de arenisca situada enfrente, lo cual demuestra que algo grandilocuente no constituye necesariamente una casa en la que pueda vivir una persona.
—¿Usted qué opina, mademoiselle Lacasse? —preguntó la señora Williamson señalándome con los impertinentes—. Los europeos entienden de gusto. No confunden fiestas frívolas y mansiones ostentosas con tener clase, como hacen esos arribistas. He oído que la señora Fishburn celebró una cena en la que todo el mundo tenía que hablar como si fuera un bebé. En otra ocasión, organizó una fiesta de cumpleaños para su caniche en la que el invitado de honor llevaba un collar de diamantes que costaba miles de dólares.
La señora Warburg soltó una carcajada como de guacamayo.
—No debemos juzgar, cariño. Esos mineros, comerciantes de pieles y aparceros que se han hecho ricos no tienen la educación necesaria.
Ahora estaba segura de que aquellos comentarios hipócritas iban dirigidos a la familia Hopper. En cuanto al hecho de que los europeos fuesen superiores en cultura y gusto, solo hacía falta mirar a la familia real francesa para ver una muestra de extravagancia y vulgaridad. Pero recordé que Caroline y Lucy me advirtieron que no cayera en una trampa.
Les dediqué mi sonrisa más encantadora y dije:
—Me temo que mi criterio no es muy válido. Creo que mi abuela solía decirme: «Cuando estamos agradecidos por lo que tenemos, no envidiamos a los demás y nos sentimos satisfechos con nuestra vida».
Mi respuesta pareció contentarlos, como si la sencilla sabiduría de grand-maman fuera incomprensible para ellos.
Me alivió que no pudieran hacer más comentarios sobre el tema cuando llegaron los sirvientes con el siguiente plato: carne asada acompañada de guisantes y boniatos, además de cuatro variedades de champán. La conversación derivó hacia las carreras de caballos y la caza, dos temas que me repugnaban, aunque me cuidé de demostrarlo. Aproveché la oportunidad para recobrar la compostura.
Después de la carne llegó una ración de tortuga acuática con Château Lafite Bordeaux. Y aún llegaron más platos. Tras la codorniz sirvieron ensalada de remolacha y patata y una selección de quesos. Justo cuando pensaba que no podía haber más comida en la cocina, nos pusieron delante helados y fruta.
La señora Chaser se inclinó hacia mí y me tocó el brazo.
—Parece que ha despertado usted el interés de cierto hombre —susurró—. Lo he visto mirándola toda la noche.
Miré hacia la mesa central, donde, en efecto, Hardenbergh estaba observándome. No se sintió avergonzado y me sonrió amigablemente sin darse la vuelta hasta que el hombre que tenía sentado delante le habló.
—Es un buen espécimen —dijo la señora Chaser con un suspiro—. Tiene mimados a sus dos hijos.
—Entonces, ¿está casado? —pregunté.
La señora Chaser frunció los labios y negó con la cabeza.
—Qué gran tragedia ha sufrido ese pobre hombre. Su mujer murió solo un año después del nacimiento de su hijo pequeño. Al parecer, tenía tumores por todas partes. Dicen que, al final, la enfermedad la devoró. Augusta no cree que Douglas vaya a reponerse nunca, aunque es demasiado caballeroso para demostrarlo en público.
Me dolía que cualquier ser humano tuviera que ver a un ser querido sufriendo, pero quedarte viudo con dos niños pequeños era especialmente trágico.
El café, los dulces y el coñac señalaron el final de la cena. Cuando los invitados parecían estar llenos, Augusta asintió a la dama situada más cerca de ella y se levantaron al unísono. Todo el mundo siguió su ejemplo, y el señor Beaker volvió a cogerme del brazo. Desfilando de dos en dos, seguimos a Douglas y a Lucy en dirección a la sala de estar.
Los hombres dejaron a las mujeres para volver al comedor a fumar y beber más coñac, y ellas formaron pequeños grupos. La señora Chaser me invitó a sentarme con ella y otras tres mujeres. Lucy, la invitada de honor, debía quedarse con el grupo de Augusta y pronto entabló conversación con una viuda que llevaba tantos diamantes que parecía una lámpara de araña.
Sirvieron cafés y licores con aroma a rosas. Me pareció curioso que, si bien Augusta me había invitado a la cena, no me dirigió la palabra, excepto en su saludo inicial. Sin embargo, me miraba constantemente, como si estuviera evaluando mis gestos y comportamiento.
Al cabo de un cuarto de hora, se levantó y vino hacia mí. Bajo las luces eléctricas del salón, parecía tener la piel moteada y cubierta por una capa de maquillaje de color lavanda. Cuando se movía, dejaba el rastro agridulce de su fragancia de bergamota.
—Me alegro mucho de que haya podido venir esta noche, mademoiselle Lacasse —dijo con una sonrisa forzada—. Es infrecuente conocer a una verdadera artista. —Capté el tono de burla en su voz—. Sería un placer que llevara a cabo una lectura de una de sus historias para las damas antes de que regresen los caballeros. Tengo un ejemplar de la revista francesa en la que se publicó. Enviaré a un sirviente a buscarlo.
Ni Caroline ni Lucy me habían avisado de que podía producirse aquella situación. Yo no era artista ni pretendía serlo. Simplemente era una persona que escribía relatos entretenidos que se consideraban de suficiente calidad para ser publicados en revistas literarias. Me ardían las mejillas, pero si no respondía con rapidez, quedaría como una tonta. Llegué a la conclusión de que lo mejor era negarme diplomáticamente.
—Me siento halagada, señora Van der Heyden, pero no insultaría a sus invitadas realizando una lectura sin prepararme antes. Tendría que traducir las historias para las damas que no hablan francés fluidamente. Pero será un placer leer para ustedes en otra ocasión, después de prepararme un poco.
Los ojos de Augusta ardían con férrea determinación y alzó la voz teatralmente.
—Entiendo su perfeccionismo, mademoiselle Lacasse, pero es una decepción. Estoy encantada con esa historia en particular y esperaba que nos la leyera esta noche.
Vi la mirada de horror de Lucy al darse cuenta de lo que estaba pasando, pero estaba demasiado lejos para venir a socorrerme. Me iba el cerebro a mil. ¿De qué historia hablaba Augusta? Me habían publicado docenas a lo largo de los años. Me había cogido desprevenida y caí directa en su trampa.
—¿De qué historia se trata, señora Van der Heyden?
No dejó de mirarme en ningún momento.
—La de las dos reinas: la legítima, nacida para ese puesto, y la ilegítima, que desea usurparlo. La cosa no acaba muy bien para esa segunda reina, ¿verdad? Es una historia deliciosamente imaginativa, mademoiselle Lacasse, pero plantea un argumento importante: o es tu lugar, o no lo es.
Las señoras Williamson y Warburg soltaron una risita nerviosa, pero la señora Chaser se mordió el labio abochornada por mí. Otras mujeres se miraron con incomodidad. Al parecer, no todas las allí presentes se hallaban bajo el hechizo de Augusta, pero no se atrevían a plantarle cara. ¿Qué habría querido Caroline que hiciera?
De repente tenía siete años y estaba estudiando en el convento de París. Una niña mayor era una matona y una vez me vertió el contenido de un jarrón en la cabeza y me cayó tierra por el pelo y la cara.
—Ahora eres de un color normal —dijo—. Tu palidez me estaba dejando ciega.
Cuando llegué a casa llorando por lo ocurrido, grand-maman me dijo que nunca me rebajara a la conducta de los demás y que anduviera siempre con la cabeza alta. Caroline, en cambio, me regañó por ser débil.
—Ojo por ojo, diente por diente —dijo—. Así funciona el mundo, Emma.
—Entonces, ¿no leyó la segunda parte de la historia, señora Van der Heyden? —pregunté, mirándola a los ojos—. Se publicó en el siguiente numero de La plume. La segunda reina crea un reino alternativo propio, un reino próspero y exento de opresión.
Augusta frunció los labios.
La tensión en la sala era tan densa como el licor que estábamos tomando. Ofender a la anfitriona era impensable, pero ofender a una invitada también. Todas contuvieron la respiración a la espera de lo que pudiera suceder.
En aquel momento entraron los hombres, riéndose y acompañados de una atractiva mujer con el cabello oscuro y un vestido bordado de color verde esmeralda y un chal sobre los hombros. La reconocí de inmediato: era Arlette Boulay, la famosa soprano francesa. Si ella era el entretenimiento de la velada, sus honorarios debían de costar una fortuna.
Augusta dejó de prestarme atención y se apresuró a saludar a la diva.
Los hombres tomaron asiento y Douglas se situó a mi lado. Después miró a su alrededor y susurró:
—Las damas no parecen haber disfrutado tanto como nosotros. ¿Mi tía ha montado una escenita?
—¿Lo tiene por costumbre? —pregunté más abruptamente de lo que pretendía.
—Ah, ¿entonces se ha puesto impertinente con usted? No se lo tome a pecho, mademoiselle Lacasse. Lo hace con todos los recién llegados antes de aceptarlos. Considérelo un rito de iniciación. Era absolutamente hostil con mi difunta esposa, Nancy, cuando nos comprometimos. Pero Nancy podía ganarse a cualquiera. Su sonrisa deslumbrante y su carácter animado eran demasiado difíciles de resistir.
Mi discusión con Augusta había sido algo más que un «rito de iniciación», pero no quería incomodar a Douglas. Aunque hablaba con afecto de su difunta mujer, noté el dolor en su voz. Había pasado por algo terrible, y seguir hablando del trato que me había dispensado su tía me parecía trivial.
—He visto actuar a madame Boulay en París varias veces —le dije—. Es excelente.
—Entonces debería ir a la ópera el lunes por la noche. Interpretará el papel protagonista en Roméo et Juliette.
Me tranquilicé cuando madame Boulay empezó a cantar la aria de Violetta de La traviata. Su técnica perfecta y la pureza de su tono eran cautivadoras, y la riqueza de su voz atenuó mis inquietudes. A pesar de la bonita música, me alegré de que la velada tocara a su fin y el invitado de honor se levantara. Yo solo quería irme a casa a dormir.
Cuando nos reunimos en el gran salón para recoger los abrigos, Lucy me susurró:
—No has permitido que Augusta van der Heyden te sacara de tus casillas. Eres una caja de sorpresas, Emma. Estoy segura de que esa pequeña controversia será la comidilla en la ciudad.
Me obligué a mirar a Augusta a los ojos cuando fuimos a despedirnos de ella y de Douglas en la puerta principal.
—Buenas noches, mademoiselle Lacasse —dijo con expresión tensa—. Confío en que habrá disfrutado.
Douglas se la quedó mirando y me dijo:
—He visto que estaba admirando la colección de arte de mi tía durante la cena, mademoiselle Lacasse. Yo también tengo una buena colección de viejos maestros. La empezó mi abuelo y yo la he continuado humildemente. Si usted y la duquesa desean verla, será un placer recibir su visita.
Augusta lo miró con expresión pétrea, sin duda furiosa por que su sobrino estuviera extendiéndome una invitación. ¿Podría haber ido peor mi primer encuentro con ella?
Lucy respondió por mí.
—Sería todo un honor ver su colección. Me consta que la hermana y la sobrina de mademoiselle Lacasse también son grandes amantes del arte. Espero que ellas también sean bienvenidas.
—Por supuesto —respondió.
No me atreví a mirar de nuevo a Augusta y salí detrás de Lucy hacia nuestro carruaje. Solo podía imaginar las dagas que estaba lanzándome la gran dama de la alta sociedad neoyorquina.
Eran las tres de la madrugada cuando llegamos, pero Caroline estaba esperándonos en la biblioteca. Ordenó a una sirvienta que nos llevara té y nos animó a contarle lo sucedido.
—Augusta puso a Emma en aprietos —dijo Lucy, que expuso la situación—. Emma no lo resolvió como lo habría hecho yo, pero hizo todo lo que pudo.
—¿Cómo se atreve Augusta a ponerse grosera con Emma? —gritó Caroline—. ¡Mi hermana hizo lo correcto! —Torció la boca en un gesto a medio camino entre el disgusto y la sonrisa—. Entonces, ¿Augusta no conocía la segunda parte de tu relato? —me preguntó—. ¿En la que la reina rival creaba una sociedad alternativa?
—No existe ninguna segunda parte —respondí.
Ambas se quedaron calladas. Por un momento, Caroline y Lucy parecieron uno de los cuadros que había visto en el comedor de Augusta, un retrato de Samuel van Hoogstraten de dos mujeres descubiertas en mitad de una conspiración. Sus expresiones eran de interés y asombro a partes iguales.
Caroline fue la primera en recuperarse.
—¡Dios mío, ha sido una noche de sorpresas! —dijo llena de admiración—. Emma, eres un poco malvada. ¿Te lo inventaste? —Asentí—. Pues ¡ahora tendrás que escribir esa parte de la historia! Imagina la cara de Augusta cuando la lea en New York City Magazine.
Sonreí para contentarla, pero no tenía intención de utilizar mis escritos para librar una batalla entre los viejos Knickerbocker de Nueva York y los nuevos ricos. No podía imaginar un tema menos atractivo.
Caroline parecía estar tramando algo. Al principio, su expresión furiosa y deforme me dio miedo. Pero entonces desapareció y fue reemplazada por una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Por qué no una sociedad alternativa? —dijo con un nuevo atisbo de excitación en la voz—. He tolerado los desaires de Augusta durante años. Ningún miembro de la familia Van der Heyden me ha enviado nunca una invitación, aunque han aceptado gradualmente a los Clement-Maden y a los Harper. No me he vengado por Isadora, pero ahora obligaré a esa gente a venir a mí. Haré algo tan deliciosamente distinto que no podrán resistirse.
—¿Qué demonios estás planeando? —preguntó Lucy intrigada por el tono travieso de Caroline.
Mi hermana estaba toqueteándose los anillos que llevaba puestos.
—Las dos habéis dicho que los invitados de Augusta sentían mucha curiosidad por esta casa.
—Sí —dijo Lucy ladeando la cabeza—. La señora de Graaf no dejaba de pedirme detalles. Se mueren por saber cómo la ha decorado Harland.
—Pues claro —respondió Caroline con un brillo en los ojos—. Todas viven en casas que son exactamente iguales a las de sus vecinos. ¡Si entraran sin querer en la casa contigua, es probable que ni se dieran cuenta! ¿Cuánto tiempo puede seguir haciendo la gente las mismas cosas repetitivas? Asistir a las mismas fiestas, repetir los mismos tópicos deprimentes. Cada jueves por la noche, casa de Augusta Van der Heyden para una recepción, una velada musical, una partida de bridge. Cada tercer jueves de mes, una cena formal. Cada día de su vida se espera que cumplan las normas de Augusta van der Heyden si quieren seguir siendo miembros de la élite. Si pintan la puerta de casa de un color inusual o añaden un trenzado diferente a su ropa, pueden verse condenados al ostracismo.
En el carruaje estaba cansada, pero ahora me encontraba totalmente despierta. Qué existencia tan monótona estaba describiendo Caroline. Pero ¿no me había dicho que esperaba encontrarle marido a Isadora entre la vieja élite? En aquel momento pensé que la compañía de gente que valorara la educación y la cultura más que el dinero sería un buen entorno para Isadora. Ahora ya no estaba tan segura. Mi sobrina tenía demasiada vitalidad como para acabar atrapada en una vida poco inspiradora. ¿Sería lo bastante fuerte para plantar cara si no le gustaba el pretendiente que eligiera su madre?
—Organizaré un baile que nunca olvidarán —prosiguió Caroline—. Invitaré a la vieja élite de Nueva York y vendrán todos.
—O puede que no —dijo Lucy, que bebió un sorbo de té—. Despreciaron a Addie Fishburn.
Caroline negó con la cabeza.
—Esto no será una fiesta infantil de mal gusto, Lucy. Este será el baile más elegante, lujoso y espectacular que haya presenciado esta ciudad. ¡Y me gastaré medio millón de dólares en organizarlo!
—Caroline, eso es absurdo. —Lucy se puso erguida y le cayó té en el platillo cuando dejó la taza—. ¡Nadie se gasta tanto dinero en un baile! Además, sería vulgar que fueras contándole a la gente lo que pretendes gastarte.
—Es cierto. Pero, a diferencia de la vieja élite, que lo hace todo en secreto, nosotros iremos desvelando los detalles a la prensa poco a poco. Ellos se encargarán de contárselo a todo el mundo.
Lucy me miró como si quisiera confirmar que estábamos pensando lo mismo.
—Isadora todavía no ha celebrado su puesta de largo. Eso podría ser un problema.
—Lo convertiré en su baile de debutante. Todo el mundo está cansado de los viejos bals blancs. Si no me aceptan a mí como la reina de Nueva York, tendrán que aceptar a Isadora. Es la heredera más rica de todas. El tema será el palacio de Versalles. Todo el mundo tendrá que venir disfrazado de aristócrata, noble y contemporáneo famoso de la corte francesa.
Lucy se retorció la manga pensativamente y luego dibujó una amplia sonrisa.
—Parece una idea espléndida. Distinto, pero aun así elegante, sobre todo si Harland se encarga de la decoración y madame Bertin nos diseña los disfraces. ¿Qué fecha tienes pensada?
Caroline alzó la vista hacia el techo y miró fijamente el mural de la batalla de Lepanto. Sus labios esbozaron una sonrisa despiadada.
—El tercer jueves de enero. Haré que la vieja élite elija entre Augusta y yo.
Lucy se puso pálida.
—¿Estás segura, Caroline? Es terriblemente arriesgado. El tema es muy atrevido, pero elegir esa fecha supone ponerlo todo en peligro.
—¡Exacto!
Me notaba el pulso en los oídos. Mi hermana estaba a punto de lanzar el guante. Y, quisiera o no, yo era miembro de una familia en guerra.