Las invitaciones al baile las escribió una mujer de semblante serio llamada María de Amaragi. Pese a su aire de austeridad, su caligrafía era hermosa. Las líneas eran totalmente rectas, las letras espaciadas y sus adornos complejos y bien ejecutados. Entendí que Caroline se lo hubiera encargado a ella.
Cuando Isadora y yo estábamos en su estudio, me sorprendió al decir:
—¿Sabías que madame de Amaragi pasó una temporada en la cárcel?
—¿En serio? ¿Por qué?
—Falsificación. Al parecer firmaba cuadros para que pareciera que eran de artistas famosos y falsificaba cheques. Incluso escribió una falsa confesión para condenar a alguien que casi con total seguridad era inocente.
—¿Por qué ha utilizado tu madre a alguien así para las invitaciones a tu baile? —pregunté asombrada.
Isadora se puso a reír.
—Porque es la mejor, claro. Y a la gente le gustan las intrigas. En Argentina era aristócrata, pero ahora vive en una refinada pobreza. Además, nunca se atrevería a engañar a mamá. Nadie sería tan tonto como para hacer eso.
Cuando se enviaron las invitaciones, nuestros días estuvieron consagrados a planificar el «baile del nuevo siglo», como lo bautizó la prensa. Después de consultar libros de historia, Caroline confeccionó una lista de personalidades notables de la época de Versalles y nos la enseñó un día que Harland había venido a tomar el té. Caroline decidió ser Catalina la Grande y Harland sería Napoleón, «un conquistador victorioso». A Isadora y a mí nos asignaron a madame Du Barry y a María Antonieta, las cuales fueron a la guillotina durante la Revolución francesa, la primera llorando y protestando, la segunda, tranquila y fatalista.
Pensé en la Conciergerie de París y me estremecí. Disfrazarme de una persona cuya vida había acabado de manera tan brutal me parecía repugnante. Todos los escritores a los que conocía eran muy supersticiosos con algo, y yo no era una excepción. Rara vez escribía en primera persona a menos que se basara en algo que me había sucedido o que no me importaría que sucediera. De lo contrario, me daba miedo manifestar unos hechos terribles.
—Si no te importa, preferiría disfrazarme de otro personaje —dije—. No quiero ser alguien a quien ejecutaron en la guillotina.
—¡No seas criatura! —exclamó Caroline con el mismo tono que utilizó cuando sugerí que era Teddy quien debía conducir el coche motorizado y no ella—. ¿Prefieres ser una subordinada tonta de la corte? ¡Mientras vivió, María Antonieta lo hizo brillantemente! ¿A quién le importa cómo murió?
Harland puso los ojos en blanco.
—La muerte nunca es bonita, Emma, aunque mueras en la cama. En lugar de pensar en cómo murió María Antonieta, deberías aspirar a vivir como ella. ¡Como unos fuegos artificiales!
Miré a Isadora, que tenía los puños cerrados encima del regazo. Era su puesta de largo y Caroline le había asignado un personaje como madame Du Barry. Que mi hermana me subestimara no estaba bien, pero yo tenía motivos para mantener la boca cerrada y no desviarme del rumbo. Imaginaba mi apartamento en París y a Paulette a salvo, caliente y bien alimentada en su vejez. Pero ahora que sabía lo mucho que se despreciaba Isadora a sí misma, la actitud condescendiente de su madre era más difícil de tolerar.
Le cogí la mano a mi sobrina para mostrarle mi solidaridad y dije:
—De acuerdo. Simbólicamente, ambas perderemos la cabeza esa noche.
Isadora me dedicó una sonrisa de agradecimiento y relajó los hombros.
—¿Y yo quién seré? —preguntó Oliver, que se detuvo un momento en el umbral camino del gran salón.
—Iván el Terrible —dijo Harland, que volvió la cabeza para que Oliver no viera su sonrisa de suficiencia.
Oliver captó el sarcasmo, pero no reaccionó.
—Muy bien. Encárgate de mi disfraz, Caroline. Imagino que necesitaré una espada.
—Iván el Terrible no llevaba espada —le dijo—. No la necesitaba. Era el zar, y otros cargaban con sus espadas.
Oliver inspiró lentamente y respondió:
—Vuelvo a la oficina. No llegaré a tiempo para la cena.
Pero ni Caroline ni Harland parecieron oírle. Siguieron hojeando libros y admirando las imágenes como si Oliver no hubiera dicho nada.
¿Qué había sido del Oliver al que conocí en París? Aquel hombre osado y desenvuelto no habría tolerado insolencias de nadie, y menos aún de su mujer y de alguien cuyos ingresos dependían de él. Los habría puesto a ambos en su sitio.
Me preguntaba qué opinaba ahora de su apresurada petición de mano a Caroline. A lo mejor desearía haber escuchado a grand-maman y haber conocido mejor a mi hermana.
Si Oliver había aprendido algo de sus errores, esperaba que lo recordara cuando a Isadora le llegara el momento de elegir marido.
El baile había revolucionado a la alta sociedad neoyorquina. Según el New York Times, todos los fabricantes de disfraces y peluquines, costureras, maestros de danza, sombrereros y joyeros estaban trabajando veinticuatro horas al día para que los atuendos estuvieran listos para el baile.
Los que han gozado del privilegio de recibir una invitación están decididos a eclipsar a los otros invitados. Las cajas fuertes de los bancos se vaciarán cuando las joyas familiares que no han visto la luz del día durante décadas sean exhibidas. La señora Herman Fishburn lucirá joyas por valor de doscientos mil dólares, y la señora Floyd Dumonceau tiene intención de llevar una tiara de diamantes que antaño perteneció a la emperatriz francesa María Luisa. El señor Gilbert Chaser, por su parte, tiene ocupados a los empleados de Tiffany & Co. tras encargar una espada con rubíes de ocho mil dólares para acompañar su disfraz…
Una tarde, Caroline vino a verme mientras ensayaba con el arpa en la sala de música.
—Te he comprado una cosa —dijo, y me tendió una cajita roja con una insignia real.
La cogí y le levanté el cierre. Al abrir la caja vi un reluciente conjunto de diamantes y rubíes: una tiara, un collar, unos pendientes y un broche. Su belleza me dejó atónita.
—Son para que los lleves en el baile —me dijo—. Formaban parte de la colección personal de María Antonieta.
Pasé los dedos por encima de las piezas; parecían demasiado valiosas para tocarlas. La tiara tenía siete puntas, la más grande en el centro, cada una de ellas compuesta por un rubí ovalado rodeado de diamantes con forma de rosa. La franja semicircular inferior era una hilera de diamantes sobre una capa de perlas esféricas. Las otras piezas eran igual de magníficas. No podía ni imaginar cuánto había pagado Caroline por la colección, pero su valor histórico era incalculable.
—¿Para que las lleve yo? Pero no puedo…
—Emma, no me estarás diciendo que son demasiado buenas para ti… —respondió Caroline con irritación—. ¡Eres mi hermana! ¿No crees que te mereces cosas gloriosas?
Me miró fijamente como si estuviera desafiándome. Rememoré mi infancia, cuando Caroline siempre creía que merecía las cosas bonitas que veíamos en los escaparates de la Rue de la Paix. Para mí, en cambio, eran fantasías, algo con lo que solo podía soñar.
Darme cuenta de que tenía una opinión inferior de mí misma era desafiante y bajé la mirada.
—Disfrutaré luciéndolas en el baile, gracias. Serán una parte alegre de mis días en Nueva York, algo que recordar cuando me vaya a casa.
—No estarás pensando en marcharte, ¿verdad?
Levanté la cabeza y la miré.
—Cuando Isadora haya encontrado un marido adecuado, tal como acordamos.
Noté un cambio en Isadora por cómo reposicionó sutilmente los hombros y apartó la mirada.
—Emma, la familia Hardenbergh tiene tantas propiedades que la vida de Douglas Hardenbergh es extremadamente cómoda. Creo que pasa gran parte del tiempo cultivando la mente: leyendo, tocando música y viajando. Piénsalo, estarías cerca de nosotros en Nueva York y serías una parte permanente de nuestra familia. Nadie es tan maniático con los segundos matrimonios como con los primeros.
Me desconcertó su insinuación, pero conseguí recomponerme.
—Caroline, Douglas Hardenbergh es muy simpático y educado, pero tengo a alguien en París. Estoy comprometida con él.
La mentira me aceleró el pulso, pero ¿cómo podía explicarle mi relación con Claude?
Caroline agitó la mano como si le hubiera contado algo que ya sabía.
—¡No será el artista! Son gente muy voluble que salta de un amor a otro. No me extraña que no tengas dinero para el apartamento. Un buen hombre habría saldado tus deudas. No habrías tenido que venir a suplicarme.
Me llevé la mano al pecho. No fue el desprecio lo que me sorprendió, sino que supiera de la existencia de Claude. ¿Cómo lo había averiguado? Debió de contárselo Isadora. Mi sobrina nunca habría desvelado mi secreto por venganza, pero en el futuro debería tener cuidado con qué le contaba.
—Evidentemente, eres adulta y tú decides lo que haces con tu vida —prosiguió Caroline—, pero parece que Douglas Hardenbergh quiere conocerte mejor. Imagínate ser la señora de una buena casa, Emma, tener un marido rico y respetable y ser la madrastra de esos niños encantadores, e incluso puede que madre de uno o dos propios. ¿No es lo que siempre quisiste, una familia?
Me latía tan rápido el corazón que creía que iba a desmayarme. Por supuesto, mi hermana estaba manipulándome, pero lo había hecho con una inteligencia diabólica. Me aterraba que conociera tan bien mis deseos cuando yo nunca le había confiado nada.
Su voz continuó hipnóticamente.
—Con Douglas podrías tener una casa y una familia. Un artista nunca te ofrecerá algo tan estable.
Me levanté y me alejé de ella como si intentara romper el hechizo que me estaba lanzando.
—Te olvidas de una cosa —dije—. Douglas Hardenbergh sigue muy enamorado de su difunta esposa. No me ha pedido que me case con él.
Caroline sonrió misteriosamente.
—Nada dura para siempre, ni siquiera la tristeza. No es cierto que el amor sea eterno. Puedes hacerlo aparecer y desaparecer cuando quieras. Ya lo verás.
Al día siguiente recibí por correo la edición francesa de Historia de una casa solitaria y una nota de monsieur Plamondon en la que me decía que se la había remitido a un editor estadounidense que aseguraba estar muy interesado en los derechos de traducción.
Reflexioné sobre la premisa de una novelita mientras supervisaba la clase de Isadora con el señor Gadley. Originalmente la había escrito en tercera persona, pero monsieur Plamondon me convenció de que tendría más fuerza e inmediatez en primera persona y cedí a su lógica. En la historia, Genevieve, una solterona rica, se casaba con un hombre a quien consideraba un buen compañero, y vivía en una casa aislada en una colina. Pero él la apartaba de sus amigos y poco a poco se hacía con el control de su vida. Genevieve contraía una enfermedad cada vez más grave y a la postre se daba cuenta de que el marido al que adoraba y en el cual confiaba estaba envenenándola.
Una carcajada del señor Gadley me devolvió al presente.
—¡Qué resultado tan espléndido, señorita Hopper! Cabría decir que es terapéutico.
—Desde luego —dijo Isadora con una sonrisa.
—¿De qué estáis hablando? —pregunté.
Isadora se volvió hacia mí.
—Llevas un rato en tu mundo, tía Emma. ¿Estabas pensando en una nueva historia?
—A menudo se desaconseja y se ridiculiza el soñar despierto —dijo el señor Gadley—, pero para un artista es tan vital como el aire y el agua. ¡Menudas glorias cosechamos en el reino invisible de las ideas!
—No podría estar más de acuerdo, señor Gadley. —Me acerqué al banco de trabajo para ver qué había estado esculpiendo Isadora. Era una cabeza de mujer con ojos de color endrina y una sonrisa encantadora, y tenía el cabello ondulado—. ¿Qué os parece tan divertido?
Isadora sonrió.
—Es la cabeza cercenada de madame Du Barry. En el baile llevaré esto en las manos, en lugar de un ramo de flores. Será mi venganza por no poder decidir nunca nada, ni siquiera mi propia puesta de largo.
Yo también me eché a reír.
—Me gusta, pero sabes que no puedes hacer algo así.
Isadora se cubrió la cabeza con una tela.
—Pues claro que puedo. Pero ¿por qué tenemos que disfrazarnos de personajes que no queremos ser? ¡María Antonieta y madame Du Barry ni siquiera se caían bien! Además, la pobre madame Du Barry no se convirtió en cortesana por decisión propia.
—No creo que tu madre esté pensando mucho en ello, y la mayoría de los invitados tampoco lo harán —le dije—. Es más por el suntuoso disfraz y la peluca que llevarás.
El señor Gadley se puso de puntillas y sonrió de oreja a oreja.
—Comparte usted algunas cualidades positivas de madame Du Barry, señorita Hopper. Llevaba una vida extravagante en Versalles, pero, a decir de todos, no perdió su naturaleza bondadosa. Era generosa, divertida y, sobre todo, amable.
Isadora se sonrojó.
—Gracias, señor Gadley. Usted también es muy amable.
Abrió el cajón del banco y le dio el sobre con su paga; él a su vez le entregó un sobre con el recibo.
—Hasta la próxima semana —nos dijo antes de irse.
Isadora se acercó a la ventana que daba al patio como si quisiera ver todo lo posible a su querido profesor.
—Antes de que vinieras, tía Emma, el señor Gadley y Rebecca eran las únicas personas con las que podía hablar. Pero cuando me case…
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Cuando te cases, ¿qué? —dije con preocupación.
—Mamá me dijo que te quedarás en Nueva York hasta que me case. ¿Sabes que eso podría significar que tengas que quedarte para siempre?
Intentaba bromear, pero estaba claro que la inquietaba.
—¿Por qué dices eso?
—Incluso antes de su puesta de largo oficial, un joven u otro le pedía a Rebecca que jugara con él a tenis o la acompañaba a casa al salir de la iglesia. Aunque todavía no le han pedido la mano, hay gente interesada en ella. En la alta sociedad, nadie quiere estar conmigo porque me consideran rara. Excepto vosotros tres.
—Tonterías, Isadora. Eres tímida, eso es todo. Por desgracia, la timidez a menudo se confunde con desinterés. Después del baile encontrarás a muchos jóvenes que te elegirán. Quizá por eso tu madre quería que tu puesta de largo fuera un baile de disfraces, en lugar de un bal blanc. Te quitará un poco de presión.
Isadora me miró fijamente unos instantes y me di cuenta de que había pasado por alto algo importante que intentaba decirme.
Se dio la vuelta y negó con la cabeza.
—¡Ese estúpido baile! Mamá se gastará medio millón de dólares en él, pero lo hace por ella, para poder alardear delante de todos. ¡A mí solo me servirá para atraer a hombres que me quieren por mi dote! —Cogió su cuaderno y lo hojeó distraídamente—. Mi vida habría podido ser muy diferente. ¡Ojalá mi hermano estuviera vivo! Mamá habría depositado todas sus esperanzas y ambiciones en él, y quizá yo habría podido vivir como quisiera.
El mundo se balanceó a mi alrededor como si estuviera en un barco que había sido elevado por una ola y había vuelto a descender.
—¿Tu hermano?
—¿No sabes nada de William? —Isidora dejó el cuaderno en el banco—. No, por supuesto que no. Mamá nos prohíbe que hablemos de él y no hay una sola fotografía suya en casa. Es como si un día existiera y al siguiente se hubiera desvanecido. Es la manera que tiene mamá de sobrellevar la tristeza.
Bajo mis pies se abrió un abismo.
—Me has dejado de piedra —dije, apoyándome en el banco.
Nunca habría imaginado que Caroline tuvo otro hijo. ¿Por qué no nos lo había mencionado nunca a grand-maman y a mí? Pero recordé que había descubierto a Isadora por accidente, así que era inverosímil pensar que Caroline hubiera podido hablarnos de su hijo.
—Yo tenía ocho años cuando murió —dijo Isadora—. William era un niño muy deseado y nada era demasiado bueno para él. Mamá pasaba todo el tiempo con él y, mientras tanto, yo quedaba al cuidado de una niñera. Pocos días después de su segundo cumpleaños contrajo fiebre. Mamá estaba junto a su cama día y noche; cuando murió, no se apartaba de él ni permitía que nadie lo viera. Papá tuvo que administrarle un somnífero a escondidas para que el director de la funeraria pudiera llevarse el cuerpo. —Isadora se sacó un pañuelo de la manga y se secó las lágrimas—. Pero desde el funeral no ha ido a visitar el mausoleo familiar ni una sola vez, aunque papá y yo vamos varias veces al año. Mamá odia los cementerios de cualquier tipo.
Ahora entendía aquella expresión de Caroline cuando en París dijo que no le gustaban los cementerios. No entendía por qué mi hermana no había compartido su tristeza conmigo. La cercanía que esperaba haber desarrollado durante mi estancia en Nueva York era una ilusión.
—Soy una desconocida para tu madre —le dije a Isadora—. A veces pienso que empezamos a conocernos un poco más, pero entonces me doy cuenta de que apenas sé quién es.
—Mamá es así con todo el mundo, tía Emma. Es un libro cerrado. Nunca sabes qué piensa o qué siente, o si siente algo en absoluto.
Aquella noche, durante la cena, miré a mi hermana como si estuviera viéndola por primera vez. Mientras hablaba animadamente de sus planes para el baile, me la imaginaba al lado de su hijo moribundo. ¿Cómo era posible que no mostrara señal alguna de esa terrible tristeza?
Observé a Oliver, que tenía la cabeza agachada mientras cortaba la comida. ¿Fue la muerte de William la que destruyó la buena voluntad en su matrimonio? Eso habría bastado para llenar de tensión a cualquier pareja.
Cuando terminó la jornada y subimos al piso de arriba, Caroline me detuvo y me observó con su mirada penetrante.
—Emma, llevas toda la noche mirándome con cara rara. ¿Qué demonios te pasa? Ya tengo bastante con el sentimentalismo de Isadora. No empieces tú también. No necesito a dos artistas con cara mustia mientras tengo un baile que planear.
Se me saltaban las lágrimas, pero no sabía qué responder. Caroline no toleraría que sintiera lástima por ella, así que le di un apretón en el brazo y me prometí a mí misma que no la juzgaría tanto. ¿Quién sabía qué agonía secreta anidaba en su corazón? Quizá sus constantes llamadas de atención eran una manifestación de esa tristeza.