El barco de vapor en el que fuimos a Europa estaba lujosamente decorado. Había una cafetería de estilo vienés en la cubierta, en la que comíamos apfelstrudel y bebíamos café negro servido en tazas con crema de leche. En el salón para damas, nos sentábamos en divanes de terciopelo bajo un enorme retrato al óleo de la princesa Margarita de Prusia. Mi camarote estaba decorado con motivos de hojas en madera de nogal, y era lo bastante grande como para que mi arpa pudiera viajar conmigo.
Cuando llegamos a Londres, me sorprendió que fuese tan distinto de París o Nueva York. El aire estaba sucio, lleno de humo, con casas grises que bordeaban las vías del tren, pero cuando llegamos a la estación Victoria, no había duda de que estábamos en el corazón del mayor imperio del mundo. Por todas partes se veían personas ajetreadas procedentes de todo el globo: Australia y Nueva Zelanda, Canadá, África, la India y China.
Poco después de que nuestro tren se detuviese junto al andén y los pasajeros empezaran a desembarcar hizo su entrada otro tren. Uno privado. De él salió un marajá hindú tocado con un turbante adornado con perlas y zafiros. Cinco esposas salieron tras él, ataviadas con saris de gasa y tikas con joyas en forma de lágrima. Un pequeño ejército de sirvientes se afanaba en descargar al menos un centenar de maletas de Louis Vuitton.
Un majestuoso carruaje con un cochero, un lacayo y una pareja de caballos de Cleveland Bay nos estaba esperando a la entrada de la estación. El lacayo cogió nuestro equipaje y nos ayudó a montar en el carruaje. El resto de nuestras cosas llegaría más tarde con las sirvientas de Caroline y Lucy.
De camino a Mayfair pasamos junto al palacio de Buckingham y sus jardines. Me impresionó la grandeza de aquella edificación neoclásica y la magnificencia georgiana de Apsley House, que, según nos había contado Lucy, había sido el hogar del primer duque de Wellington. Los edificios y las calles parecían recubiertos de una capa tras otra de historia y tradición, como si fuesen seres vivos. París era una ciudad más bella y femenina, concluí, mientras que Londres era señorial, imponente y masculina.
El sombrío exterior marrón de la residencia de Lucy contrastaba con la lujosa decoración interior. Un mayordomo nos hizo pasar a un inmenso vestíbulo que debía de medir más de treinta metros de altura. Una grandiosa escalinata de piedra ocupaba el centro del vestíbulo y se abría a una galería en el primer piso. Admiré las paredes cubiertas de terciopelo, los tapices de Bruselas y Flandes, así como la magnífica pintura del siglo XVIII de una mujer tocando el arpa.
Una sirvienta me acompañó a mi habitación, deshizo mi equipaje y me informó de que el té se serviría a las cinco de la tarde en el salón. Haciendo una breve reverencia, salió de la habitación, que quedó en un inquietante silencio.
Observé la cama de nogal, su elaborado dosel, sus adornos en espiral y sus remates en forma de llama.
—Esto es Inglaterra, sin duda —me dije mientras me sentaba en una silla tapizada.
Debería haber sido un momento emocionante para una escritora, pero, por algún motivo, lo que yo sentía era terror.
Aquella noche nos encontramos para tomar un aperitivo antes de cenar en un salón en forma de L, con un aparador con fotografías en marcos de plata con coronas en la parte superior. Reconocí los retratos del príncipe y la princesa de Gales.
Un anciano entró tambaleándose, y Lucy lo presentó como su esposo, el duque de Dorset. Con su postura encorvada y la coronilla calva, no era en absoluto como me lo había imaginado. Yo me había figurado a Lucy cautivada por un atractivo aristócrata similar a las figuras románticas que pintaba Adriaen Hanneman. El duque de Dorset era al menos veinte años mayor que su esposa, y sus ojos ribeteados de rojo y sus mejillas caídas le conferían un asombroso parecido a un sabueso basset. Agradecí a Dios que, al menos, el duque de Bridgewater tuviera una edad mucho más similar a la de Isadora que en el caso de Lucy y su marido.
—Es un placer conocerla, miss Lacasse —dijo el duque, cubriéndome con su aliento rancio—. En caso de que caiga dormido durante la cena, espero que sea tan amable de darme un suave codazo. Los encuentros preliminares de hoy en el Parlamento han sido especialmente tediosos.
—¿Dónde crees que se han metido los hijos de Lucy? —me susurró Isadora mientras subíamos las escaleras detrás de Caroline y Lucy de camino a nuestros aposentos—. Esperaba poder conocerlos.
Yo me había estado preguntando lo mismo.
—Quizá los ingleses creen realmente que a los niños hay que verlos, pero no oírlos —respondí, también susurrando.
Isadora miró hacia el techo.
—Pero, en este caso, ni siquiera los hemos visto. ¿Has oído el refrán que dice: «Un heredero y un recambio»? Al parecer, estos nobles ingleses quieren a sus esposas para eso: para engendrar un heredero y otro hijo por si acaso el primero muere. Después, dejan a sus esposas en paz.
Nuestros ojos se encontraron; en ese momento, supe con certeza que Isadora había adivinado cuál era el motivo de este viaje.
Caroline se volvió hacia nosotras, suspicaz por nuestros cuchicheos. Cuando entré en mi habitación, me siguió, deambulando y examinando la cama y las sillas como si estuviera allí solo para admirar la decoración.
Finalmente dijo:
—No te has olvidado de nuestro acuerdo, ¿verdad, Emma? —Sonreía, pero el tono amenazador era inequívoco—. Cuando Isadora se case, pagaré todas tus deudas y podrás quedarte el apartamento de grand-maman y cuidar de Paulette. No dejes que nada vaya mal ahora. No podremos controlar a los acreedores indefinidamente.
Caroline no se mordía la lengua, y supe que su amenaza era real. Había logrado olvidarme de mis problemas monetarios mientras vivía en su mundo, pero, a menos que obedeciera los deseos de mi hermana, esos problemas estarían esperándome justo donde los había dejado.
Sentí un escalofrío al pensar en monsieur Ferat, tan caballeroso, tan correcto… y tan aterrador. Un matón no me habría provocado tanto miedo.
El duque de Bridgewater envió un carruaje cuando llegamos en tren desde Londres y fuimos a su finca. Había oído que la campiña inglesa era pintoresca y, en efecto, lo era. El singular pueblecito, con sus casas con tejado de paja y la posada de estilo Tudor, que se presentó ante nosotros en la primera curva parecía salido de un cuento de hadas. Desde la plaza del mercado hasta la vieja iglesia de piedra, era como si nada hubiera cambiado durante siglos en aquel rincón del mundo.
Pasamos junto a un río serpenteante bordeado de sauces y atravesamos un bosque en el que las ramas de los robles, los fresnos y los avellanos estaban cargadas de nieve antes de detenernos a las puertas de la finca Lyndale. El cochero llamó a un conserje, que salió de una casita para abrirnos las puertas. Iba vestido con librea y llevaba un bastón con puño de plata.
El largo camino surcaba un inmenso terreno con un lago en el centro. Los cisnes se deslizaban por la superficie plateada y las orillas estaban repletas de aves que no habían volado hacia el sur para pasar el invierno: faisanes, cormoranes y gansos blancos. A nuestro lado pasó un rebaño de ciervos pisando silenciosamente la espesa capa de nieve.
—Me encantan los ciervos —dijo Isadora—. Los encuentro tan místicos como el legendario unicornio. Son mensajeros del cielo, ángeles camuflados.
—Un buen presagio para nuestra visita, pues —repuso Lucy.
El cochero captó nuestra conversación y alzó la voz para que pudiéramos oírlo dentro del carruaje.
—Su excelencia va a liberar rebaños enteros de ciervos esta primavera, junto con miles de faisanes y otras aves, a tiempo para las partidas de caza en otoño. La caza siempre es buena en Lyndale.
Isadora se echó hacia atrás y se tapó la boca con la mano.
—No entiendo a los hombres que cazan. Me alegro de que mi padre…
Caroline la hizo callar de una patada y preguntó en voz alta:
—Imagino que las damas también participan a veces, ¿no es así?
—Algunas lo hacen —respondió el cochero—. A lady Clara le da miedo montar a caballo porque tuvo una grave caída cuando era una niña, pero su madre era conocida por su gran destreza en las batidas. Si había una cacería, ella participaba, eso seguro.
El carruaje se acercó a un puente de piedra desde donde se avistaba Lyndale, tentándonos con visiones de torretas y alminares entre los árboles. Luego, al cruzarlo, disfrutamos de una vista completa del esplendor barroco del edificio. El bloque y las alas centrales eran de estilo corintio, y las columnas del pórtico y las pilastras a ambos flancos lo asemejaban a la entrada de un panteón, mientras que las torres esquineras sugerían los pilares de un templo egipcio. Era mucho más espectacular e imponente que el palacio de Buckingham, y quizás incluso que Versalles. Estaba segura de que Caroline se había quedado sin respiración.
—Solo el edificio del palacio y los patios cubren una extensión de casi tres hectáreas —nos indicó el cochero—. Lo diseñó el arquitecto sir Christopher Wren, famoso por la catedral de San Pablo.
—Me gustaría que Harland estuviera con nosotras —susurró Caroline a Lucy.
Sospeché que, de pronto, la nueva casa de Newport podía pasar a ser de estilo barroco inglés en lugar de francés. La admiración de Caroline fue en aumento cuando pasamos bajo un arco de piedra con una estatua de un león coronado que se ensañaba con un gallo.
—Aquí hay un poder extraordinario —observó—. Se puede sentir el dominio que ejerce.
El carruaje se detuvo en un patio porticado en el que nos esperaba el duque con un mayordomo, un ama de llaves, tres criados y cuatro doncellas de aspecto cabizbajo.
—Bienvenidas a Lyndale —dijo con una sonrisa.
Parecía más relajado que en Nueva York, e incluso tuvo un comentario amable para cada una de nosotras. A mí me dijo que esperaba que el viaje en tren me hubiera permitido idear nuevas historias.
—Opino que el paisaje y el ritmo constante de las ruedas en las vías ayudan a resolver una miríada de problemas que exigen el uso de la imaginación.
A Isadora le comentó que esperaba que la belleza de los parques fuera de su agrado.
—A pesar de que no puede ser más distinto del ajetreo y las prisas de Nueva York o, en ese sentido, incluso de Londres.
—El aire es muy fresco —respondió ella—. Incluso en invierno, cobra vida con la fragancia de los pinos y la frescura gélida del lago.
El duque entrecerró los ojos como si le divirtieran las observaciones de Isadora.
Luego nos presentó a las sirvientas que nos atenderían. La que me asignaron a mí era una chica joven y delgada llamada Patsy.
Entramos en el inmenso vestíbulo que, más que un espacio de bienvenida, parecía una sala de guardia. El elevado techo se sostenía sobre unas columnas corintias estriadas, mientras que otras más pequeñas creaban un pasillo abovedado que albergaba una balconada interior. En la clave había grabado un escudo de armas. Largos pasillos abovedados conducían a las alas norte y sur. Las paredes estaban cubiertas de cuadros con escenas de caza y de batalla, y el revestimiento estaba decorado con pistolas y bayonetas. En cada esquina había una armadura. El vestíbulo había sido claramente diseñado para impresionar —y someter— a los invitados, no para complacerlos.
Se sirvió el té en la biblioteca, que, según nos informó el duque, medía cincuenta y cinco metros de longitud. Aunque el estucado del techo era muy hermoso, el tamaño y la altura de la sala hacían que fuese aún más fría. Lucy meneó discretamente los dedos de los pies para calentarlos. Rodeé la taza de té con las manos para dar alivio a mis dedos helados, pero el calor ya había desaparecido de la bebida. El duque parecía no darse cuenta de nuestro malestar. Probablemente estaba acostumbrado al frío. Los retratos de los duques anteriores nos miraban mientras mordisqueábamos unos bocadillos de mermelada de frambuesa del tamaño de un penique y unos dulces de miel.
—Todo lo que comemos viene del huerto o de las granjas cercanas —explicó el duque—. No es fácil encontrar comida así de fresca en Londres. En Lyndale se come bien.
Las ventanas de la biblioteca daban a un inmenso terreno salpicado de muros bajos de piedra. En el centro había una estatua de una sirena rodeada de peces.
—Antes, esto era un jardín con fuentes —explicó el duque—. Mi padre soñaba con restablecer su antigua gloria, pero en su época había otras prioridades, como reparar el tejado y el puente.
Restaurar un jardín con fuentes de aquel tamaño habría supuesto un considerable esfuerzo financiero. De hecho, debía de costar una cantidad de dinero colosal mantener aquella casa en marcha. Eché un vistazo a mi alrededor. Aunque el mobiliario de la biblioteca era glorioso, el tapizado estaba raído, las paredes mostraban señales de humedad y el suelo de piedra estaba algo agrietado. Ahora entendía por qué el duque renunciaba a su amor de juventud para casarse con una acaudalada heredera. Solo esperaba que pudiera ofrecer a Isadora algo más que su linaje y aquella casa, que parecía un museo.
Cuando hubimos terminado el té, el duque nos mostró los salones de gala que, irónicamente, pensé yo, estaban decorados con dorados al estilo Luis XVI. En cada uno de ellos colgaban tapices con las victorias del primer duque sobre los franceses.
Cuando el duque se dio cuenta de la intensidad con que Isadora los examinaba, le dijo:
—Los ingleses y los franceses con frecuencia han sido enemigos crueles, pero con el tiempo hemos llegado a apreciarnos mutuamente.
Pasábamos de una habitación a otra siguiendo un camino definido por una alfombra carmesí.
—Las estancias principales están abiertas a visitas públicas los martes y los jueves —explicó el duque. Mirando a Caroline, añadió—: No solo deseo restaurar Lyndale para mí, sino para todo el mundo. Creo que Lyndale podría convertirse en la finca más magnífica de toda Inglaterra.
Me pareció curioso que dirigiera tantos comentarios a Caroline y no a Isadora. Debía de haber entendido a quién tenía que conquistar realmente.
El palacio tenía más de trescientas habitaciones, y no íbamos a recorrerlas todas en una tarde. Después de mostrarnos el salón, con sus bustos romanos de mármol, y la capilla, el duque le pidió al mayordomo que llamase a las cuatro sirvientas para que nos acompañaran a nuestros aposentos.
—Estoy seguro de que querrán descansar antes de la cena —nos dijo.
A pesar de la magnificencia de los salones públicos del palacio, el dormitorio que me asignaron tenía el techo bajo y, como únicos muebles, una sencilla cama de hierro forjado y un armario ropero grande y destartalado. Las paredes estaban cubiertas de un descolorido papel rosado que se estaba desprendiendo en las uniones. El aire apestaba a agua estancada y a moho, a pesar de que parecían haber limpiado la habitación.
Me había acostumbrado tanto a la fontanería moderna de la casa de Caroline en Nueva York que fue una sorpresa cuando Patsy y tres sirvientas trajeron una bañera de cobre, que procedieron a llenar con cubos de agua que, a juzgar por el tiempo que tardaron, debían de venir de la cocina.
—Será mejor que se meta en el agua antes de que se enfríe, señora —aconsejó Patsy, escurriendo su delantal empapado antes de ayudarme a desvestirme.
Me había lavado así en mi apartamento de París, pero el origen del agua era mucho más próximo a la bañera, y no había tenido un pequeño público de mujeres a la espera para pasarme jabón, paños y cepillos.
Después del baño, las sirvientas se llevaron la bañera y me dejaron sola. Me envolví en varias mantas, tratando de entrar de nuevo en calor. Si la casa era así de fría en la antesala de la primavera, ¿cómo sería en lo más crudo del invierno? Me preguntaba si el ama de llaves me había asignado una habitación con corrientes de aire porque el duque consideraba que mi estatus era inferior al de las demás.
Sin embargo, cuando fui a ver a Isadora después de que Patsy me ayudara a vestirme para la cena, vi que su habitación estaba tan desgastada y descolorida como la mía. Isadora estaba acostumbrada a lo mejor de lo mejor, y había crecido rodeada de alfombras mullidas, camas lujosas y aseos con cisterna. ¿Se consumiría si se veía obligada a vivir permanentemente en aquella casa fría y húmeda?
—No voy a poder dormir aquí —me susurró después de que su sirvienta acabara de peinarla y abandonara la habitación—. Parece una casa embrujada. No me extraña que lady Clara y lord Randolph pasaran todo el tiempo posible en Londres. —Señaló con la cabeza hacia la chimenea. Encima había un lucio disecado con una carpa en la boca—. Mira esa cosa espantosa. ¿Por qué son tan macabros los ingleses?
El amor de Isadora por los animales no casaba con la vida en una hacienda inglesa. Los cuadros de hombres y mujeres cazando zorros me habían provocado escalofríos. Había leído que, con frecuencia, los zorros eran destrozados cuando aún estaban vivos, y los sabuesos, sacrificados cuando dejaban de considerarlos válidos para cazar. Pero no era mi función animar a mi sobrina a rechazar la posibilidad de casarse con un aristócrata inglés; al menos, no mientras ella no expresara una total repugnancia por la idea. La advertencia que me había hecho Caroline resonó en mi mente: «No dejes que ahora nada salga mal».
—El salón de trofeos de tu padre también es macabro —le recordé.
Se tocó el cuello y me miró con recelo.
—¿Mi padre? Odia la caza. Solo le interesan los negocios, sus coches y jugar a las cartas en el club. Fue mi madre la que mató a esos pobres animales. Los puso en el ala de mi padre para burlarse de él.
—¿Tu madre? Nunca había oído de una mujer que se dedicara a la caza mayor.
—La caza mayor es el único tipo de animal que mamá está interesada en matar —contestó Isadora—. Cree que las mujeres que solo disparan a aves son patéticas. Es lo mismo que siento yo por las personas que disparan a cualquier cosa.
Sentí un extraño cosquilleo en el estómago, como si me hubieran dado la primera pieza de un rompecabezas y aún no supiera qué hacer con ella.
Puse la mano sobre la de Isadora.
—¿Qué opinas del duque? En serio.
Mi sobrina bajó la mirada.
—¿Qué importa lo que yo piense? Mi madre está decidida a que me case con él.
Sus palabras resonaron en mi cabeza.
—¿Cómo que qué importa? ¡Importa, y mucho! Si te opones, debes decírselo a tu madre. Lo que yo piense no la hará cambiar de opinión. Debe salir de ti.
Isadora volvió la cabeza. Le temblaban los hombros, pero no sabía si estaba riendo o llorando.
—Lo lógico es que, si le dices a alguien que supuestamente te quiere que te está haciendo daño, deje de hacerlo, ¿verdad?
—¡Desde luego! Nadie quiere hacer daño de forma deliberada a una persona a la que quiere.
Isadora meneó la cabeza.
—Todas las veces que he intentado contradecir a mi madre, me ha destruido. No le importa. Conoce nuestros peores temores y cómo utilizarlos contra nosotros. Lo hace con mi padre, conmigo y también contigo, tía Emma. Una vez, cuando le pedí un gatito, me atacó, ridiculizando todo lo que yo amaba, desde la tía Anne hasta mi arte, pasando por mi amistad con Rebecca. Me retorció la mente hasta tal punto que sostuve un cuchillo contra mi corazón y amenacé con matarme. Pero ¿crees que eso la detuvo? No. Me miró con una sonrisa que nunca olvidaré, porque sabía que ejercía un poder absoluto sobre mí. Así que no me pidas que me enfrente a mi madre.
Aun siendo escritora, nunca podría expresar el horror que me inspiró la historia de Isadora. Ahora sabía cuál era la verdadera razón de aquellas «crisis nerviosas». Era la propia Caroline la que se las había provocado a su hija.
Rodeé a Isadora con el brazo y la atraje hacia mí.
—Ahora estoy aquí contigo. No permitiré que vuelva a hacerte daño de esa manera.
Me miró con la tez pálida.
—Mi madre me dijo que solo estás aquí porque necesitas que ella te dé dinero. Que no te tomara demasiado cariño.
Cualquier rastro de consideración que aún me quedara por Caroline desapareció. La forma en que manipulaba a las personas para enfrentarlas entre sí era horrible. Su lema parecía ser «divide y vencerás».
—¡Isadora! Es cierto que tu madre aceptó pagar mis deudas a cambio de que fuera tu tutora, pero yo habría venido de todos modos. Cuando te conocí en París, quedé prendada de ti.
Ella sonrió.
—Y yo de ti. Me parece que nunca me creí sus mentiras sobre ti. Calumnia a cualquier persona a la que amo, pero solo surte efecto cuando me ataca directamente a mí. Conmigo has sido siempre amable, tía Emma. Por eso quiero pedirte que hagas algo por mí.
—Desde luego. ¿Qué quieres que haga?
—No te opongas a mi madre en lo del duque. Te destruirá si tratas de oponerte a algo que ella quiere. Acepta este compromiso, por favor; hazlo por mí. Podrás ayudarme mucho más si sigues de una pieza y mi madre no me prohíbe verte. Cuando esté en Inglaterra, ya no tendré al señor Gadley o a Rebecca para que me consuelen, pero quizá se me permita visitarte en París e invitarte a que vengas aquí. Es lo más que puedo esperar.
Me invadió un sentimiento de impotencia, la sensación de que Isadora y yo nos enfrentábamos a obstáculos insalvables, todo ello por culpa de la ambición implacable de mi hermana. Pero, por el bien de Isadora, tenía que mantener la calma.
Abracé a mi sobrina, apretándola contra el pecho, y le besé la cabeza.
—Haré cualquier cosa por ti, mi dulce Isadora. ¡Lo que sea!
Cenamos en el comedor, bajo un techo con frescos de cupidos. Por el éxtasis en el rostro de Caroline cuando el duque informó de que las pinturas barrocas de las paredes eran de Rubens y Caravaggio, resultaba evidente que ni siquiera un lóbrego dormitorio y un baño frío podían atenuar su entusiasmo por la aristocracia inglesa.
—Imagino que la instalación de fontanería y electricidad está entre sus prioridades —le dijo al duque mientras cortaba una chuleta de cordero que se había vuelto gomosa por el frío—. Y trasladar la cocina más cerca del comedor.
El duque arqueó las cejas, sorprendido.
—Pero es mucho más digno que los sirvientes te asistan en tu baño que hacer salir el agua de un grifo. Y la electricidad puede ser aceptable para una casa de Londres, pero es demasiado chillona para el ambiente de Lyndale. En cuanto a la cocina, se construyó tan lejos del comedor para evitar olores desagradables.
Caroline arrugó el rostro, pero respondió como si los comentarios del duque fueran una broma.
—¡Fantástico!
La historia que Isadora me había contado sobre que Caroline casi le había empujado a quitarse la vida me había puesto tan furiosa que durante la cena me costó lo indecible fingir que todo era normal. En cuanto al duque, me consolaba pensar que, si el matrimonio salía adelante, al menos me satisfaría que Caroline le amargara la vida. No iba a soportar un palacio inglés en el que no se encontrara cómoda.
La noche concluyó con un recital del organista residente de Lyndale en la biblioteca. Me alegré de haber traído un chal, porque la temperatura descendía por momentos. Pero me olvidé de la incomodidad a medida que la majestuosa música de Wagner emanaba desbordante del magnífico órgano de tubos e inundaba la sala. La acústica de la biblioteca era prácticamente perfecta. Quizás hubiera cosas que podían hacer que la vida en Lyndale fuera, si no dichosa, sí al menos soportable. Me prometí que vendría siempre que me invitaran a ayudar a Isadora y que le escribiría cada día. Sería una vía de escape.
A la mañana siguiente, el duque nos dio un paseo por los jardines de la finca, incluida la rosaleda, donde empezaban a formarse pequeños brotes en los arbustos desnudos.
—El jardín contiene mil seiscientas variedades de rosas —nos dijo—. Pero aún no posee la belleza estadounidense.
—Eso puede dejarlo de nuestra cuenta —me susurró Lucy.
Los terrenos eran espectaculares, pero la pérgola de la rosaleda necesitaba un arreglo, y el templo de Diana junto al lago estaba ruinoso. En verano serían necesarias docenas de jardineros para segar los vastos prados. El coste de mantener todo aquello debía de ser tan alto como el de mantener la casa, pensé.
Por la tarde fuimos al pueblo en un carruaje descubierto; la gente nos miraba con curiosidad. Nos observaban desde las ventanas, los tenderos salían de sus comercios a toda prisa, los hombres inclinaban el sombrero y las mujeres hacían reverencias. Un grupo de niños salió de una casa para darnos a cada una de nosotras un ramillete hecho a toda prisa con las flores y las hojas que habían podido recoger en el helado jardín.
A mí me pareció pintoresca la reverencia de los lugareños por el duque, pero, a juzgar por el brillo en la mirada de Caroline y su sonrisa de satisfacción, era obvio que aquella atención apelaba a su sentido de la vanidad. Mientras miraba alrededor, me pregunté si se imaginaba a sí misma, y no a su hija, como duquesa de Bridgewater.
En nuestra última noche en Lyndale, Caroline y el duque mantuvieron una prolongada conversación en su estudio después de la cena. Más tarde, cuando Isadora se acostó, mi hermana me llamó para que me reuniera con ella en el dormitorio de Lucy.
—¿Y bien? —preguntó esta en cuanto nos sentamos.
—Está encantado con los modales de Isadora —dijo Caroline, incapaz de ocultar su satisfacción—. Cree que, con el tiempo, llegará a entender el funcionamiento de Lyndale y está dispuesto a ayudarla. Su abogado entablará negociaciones con el abogado de Oliver en Londres. Si todo está conforme, pedirá la mano de Isadora antes de que nos vayamos de Inglaterra.
—¿Ha aceptado casarse en Nueva York? —preguntó Lucy.
—Por supuesto. La boda se celebrará en Saint Thomas. ¡Todo el mundo se maravillará del distinguido duque que hemos cazado para Isadora!
—¡Entonces, has triunfado! —dijo Lucy, juntando las manos con fuerza—. ¡Todo ha salido a pedir de boca!
Ninguna de las dos me dijo nada. Era demasiado insignificante como para que se preocuparan por mí.