30

La mañana siguiente dormí hasta tarde y nadie me molestó. Al despertar, miré con ojos entrecerrados la brillante luz del sol por la separación entre las cortinas y me rasqué la cabeza. En mi mente flotaba la sensación de que me había olvidado de algo. Me incorporé, recordando la cena de la noche anterior con el duque y el señor Whitlock. De nuevo, había sido un rato lamentable. El rostro de Isadora estaba hinchado por el llanto después del cruel rechazo de su trabajo por parte de Harland. A pesar de su evidente angustia, el duque no tuvo un solo gesto de consuelo hacia ella. ¡Maldito sea!

Me vestí con rapidez y salí en busca de Isadora. Me pregunté por qué no había mandado a Jennie a buscarme cuando no había bajado a desayunar.

No la encontré en la salita que había junto a su dormitorio, ni en la sala de música. Me dirigía a su estudio cuando oí gritar a Caroline. Tuve una terrible visión de Isadora colgada con su velo de novia y corrí al salón, de donde procedía el grito.

Cuando entré en la habitación, Caroline tenía la mano en el pecho.

—¡No puedo creerlo! —le decía a Harland y a Lucy con voz temblorosa.

Estaba pálida, pero no tan angustiada como lo habría estado si hubiera descubierto muerta a su hija. Debía de haber sucedido otra cosa. Sentí una profunda agitación. ¿Se habría escapado Isadora? Quizás el duque había decidido que pasar a formar parte de la familia Hopper mediante el matrimonio no valía la pena a pesar del dinero.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Caroline me miró.

—¡Es espantoso, Emma! ¡Permelia Frances se ha comprado un yate!

Tardé un momento en entender si la había oído correctamente. Me costó un enorme esfuerzo no mostrar mi indignación cuando dije:

—¿Sabéis dónde está Isadora? No la encuentro.

Caroline agitó la mano en un gesto despectivo.

—Ha ido con Rebecca Clark a dar un paseo en carruaje. Ya no podía soportar sus caras largas. Lo último que necesito es que el duque la vea como una persona melancólica.

No tenía sentido expresar ante Caroline mi preocupación por Isadora. Me volví para salir de la habitación, pero ella me cogió del brazo.

—¿Es que no has oído lo que he dicho, Emma? ¡Permelia Frances se ha comprado un yate!

—Y no un yate cualquiera —añadió Harland—. Es un barco de cien metros de eslora con propulsión de vapor. Según Town Topics, no ha reparado en gastos: todo el buque está decorado al estilo art nouveau, con puertas interiores de cristal tintado y apliques en forma de flores exóticas. Al parecer, los pétalos ocultan las bombillas eléctricas.

—Suena totalmente espantoso —dijo Lucy.

Esa no era la impresión que parecía desprender Harland. Más bien parecía sentir envidia por el diseño del yate.

—Se llama The Blue Blazer —dijo Caroline—. ¿Quién puede ponerle a un barco el nombre de un cóctel? Y va a botarlo la misma noche del baile del duque e Isadora. ¡Ha invitado a mis mejores amigos a una cena exclusiva a bordo: ¡los Graham, los Potter, los Harper!

Así que ese era el verdadero problema. Permelia Frances le estaba haciendo a Caroline exactamente lo mismo que ella le había hecho a Augusta van der Heyden.

En ese momento oí a Isadora volver de su paseo en carruaje.

—Disculpaf —les dije a Caroline y a los demás, y salí corriendo a encontrarme con mi sobrina mientras subía por las escaleras.

Isadora se volvió cuando la llamé y me entristeció ver el desánimo pintado en su rostro. Ni siquiera el precioso vestido magenta que llevaba era capaz de ocultar su palidez.

—Vamos a charlar —le dije, invitándola a entrar en mi habitación.

Habría deseado poder consolarla llevándola al estudio, donde podía haber convertido una masa de arcilla en algo hermoso, pero ese placer se había esfumado. Harland y su madre lo habían destruido.

Nos sentamos junto a la ventana y nos cogimos de las manos.

—¿Te sientes bien? —le pregunté; en el momento en que las palabras salieron de mi boca me di cuenta de que había sido una pregunta necia.

Isadora parpadeó, luchando contra las lágrimas, y yo me prometí que no hablaría del asunto de las esculturas —ni del señor Gadley— mientras aún fuese demasiado reciente.

—El duque tiene jaqueca, así que no vendrá hasta más tarde —me dijo—. Tiene más dolores de cabeza que ninguna otra persona a quien yo conozca.

—Espero que empeoren después de casarse contigo y te deje en paz.

Me miró con una media sonrisa y meneó la cabeza.

—Has cambiado, tía Emma. Nueva York te ha endurecido el carácter. Siento que haya sido así. Espero que seas feliz de nuevo cuando regreses a Francia.

Sin Claude a mi lado, dudaba de que fuera feliz en Francia o en cualquier otro sitio durante mucho tiempo. Pero Isadora ya tenía demasiadas preocupaciones propias como para que la agobiase con las mías.

—Necesitaba actuar con más firmeza —le contesté—. Ser blanda solo te convierte en un blanco para embusteros y manipuladores. Siento que hayas tenido que aprender también esta lección.

—Solo fingía ser blanda para protegerme mejor —repuso ella—. Soy más intrigante de lo que crees.

—¿Intrigante, tú? No lo creo. —Recordé la inventiva manera en la que ella y el señor Gadley habían intercambiado notas de amor en mis mismas narices—. Astuta, quizá, pero no intrigante.

Asintió con tristeza y miró hacia mi escritorio.

—¿Dónde está tu fotografía de grand-maman Sylvie?

—Creo que se la ha llevado tu madre. No tengo ni idea del motivo. Se lo pregunté a Jennie, y me juró que no fue ella ni ninguna de las otras sirvientas. Tengo la sospecha de que está en el escritorio de Caroline, en la sala donde da el sol por la mañana, porque, cuando fui a verla allí, cerró el cajón como si contuviera algo que no quería que yo viese. No he tenido ocasión de mirar. Cada vez que intento entrar a hurtadillas, aparece Woodford o alguno de los otros sirvientes.

—No me extraña que escribas tan buenas historias de misterio, tía Emma, porque tus sospechas son acertadas. Estará en ese cajón, junto con las fotografías que cogió de la abuela Hopper y de la tía Anne… y de William. Mamá no quiere ver fotos de miembros fallecidos de la familia en la casa.

—¿La entristecen?

—Para ella no son recordatorios —explicó Isadora—. Lo son para nosotros. Mamá no quiere que sintamos lealtad por nadie que no sea ella. El cajón, por cierto, está cerrado con llave. La llave está en la urna de mayólica, en la repisa de la chimenea.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

Ella bajó la vista.

—Cuando era más joven solía ir a mirar fotografías de William. Quería grabarlo tan claro en mi mente que no pudiera olvidar ni el más mínimo detalle. Un día, cuando esté lejos de aquí, haré una escultura suya para que pueda acompañarme siempre.

Me maravillaba lo ingeniosa que había sido Isadora para burlar a su madre. ¡Mucho más que yo!

Al menos hasta ahora, cuando parecía que ya no había salida a su matrimonio con el duque.

El artículo del New York Times sobre el baile «Bajo el mar» lo describía como el acontecimiento más exquisito que había sucedido nunca en Manhattan:

Se dispusieron cuarenta mesas en el comedor, cada una de ellas decorada con conchas de vieira grabadas, en lugar de tarjetas con nombres, y una bandeja de centro de cristal con arena en la que había velas, conchas de berberecho y una estrella de mar pintada de plata. En la arena también había escondidos pequeños regalos, brazaletes de zafiros de Tiffany’s para las damas y gemelos de perlas de Cartier para los caballeros. Junto a los cubiertos había pequeñas palas, y los invitados se lo pasaron de miedo llevando a cabo sus propias búsquedas de tesoros.

Los criados iban vestidos de marineros y, en el salón de baile, una red de pesca que abarcaba todo el techo estaba decorada con medusas artificiales, peces de todas las clases e incluso una ballena. Tres orquestas ponían la música, y se sirvieron tres suntuosos refrigerios. Pero quizás el momento más emocionante fue cuando el señor Oliver Hopper anunció el compromiso de su hija, la señorita Isadora Rosamund Hopper, con el duque de Bridgewater…

A primera vista, el baile fue realmente deslumbrante, pero cada uno de nosotros llevaba un peso en el corazón.

El duque hizo lo que pudo para interpretar su papel de prometido cariñoso mientras echaba miradas de soslayo a las otras mujeres hermosas que había en la sala. Oliver, que había aceptado volver a la casa en las ocasiones formales, tenía un aspecto sombrío, sin duda por la farsa en la que se había convertido su vida.

Isadora, sumisa, estaba entre sus padres y el duque, sonriendo a los invitados, pero los hombros hundidos y la apesadumbrada palidez hacían que pareciese que estuviera asistiendo a su propio funeral. Hice lo que pude para prestarle apoyo, pero me dolía el corazón al saber que pronto se iría a Inglaterra y yo volvería a París para comenzar una nueva vida sin Claude. Había venido a Nueva York para conocer a mi familia, y ahora me sentía más sola que nunca.

Caroline estaba de pie rígida, los ojos clavados en cada uno de los invitados que llegaban, ansiosa por descubrir quién seguía leal a ella y quién se había esfumado hacia la cena de Permelia en su yate. Se relajó de forma visible cuando llegaron los carruajes de los Graham y los Harper.

Sin embargo, cuando Lucy y Grace aparecieron sin Harland, Caroline se incomodó.

—Tiene una fiebre terrible —explicó Lucy—. El termómetro ha subido por encima de los treinta y nueve grados. Hoy, después de irnos de aquí, se ha derrumbado en la cama, extenuado, y el doctor Mitford le ha ordenado reposo absoluto. Harland envía sus más sinceras disculpas.

—Es una verdadera lástima —dijo Caroline con irritación—. Ya sabéis lo admirado que es, y la decoración es toda obra suya. Pero qué remedio…

Sabía que le preocupaba cómo podía percibirse la ausencia de Harland. Ni siquiera la muerte debía de haberlo mantenido alejado esa noche de su lado, con tanto en juego.

Lucy también lo reconoció.

—Se agotó creando toda esta belleza. Estoy segura de que la gente lo comprenderá cuando lo expliquemos. Saben que Harland nunca hace nada a medias: se zambulle por completo en su trabajo.

A medida que avanzaba la velada, quedó claro que no todos los amigos de Caroline se habían mantenido fieles a ella. Cuando, llegada la medianoche, los Potter y los Bishop no habían aparecido, Woodford retiró discretamente de las mesas los lugares que se les habían asignado.

A la mañana siguiente, Caroline ordenó a su florista que enviase a Harland un enorme ramo de rosas de color púrpura y magenta complementadas con helechos y hiedra. Quizá no habría actuado con tanta precipitación si hubiera esperado a que llegase el Town Topics un día más tarde.

Lucy y yo estábamos con ella en el salón cuando Woodford trajo el periódico en una bandeja. Caroline leyó el anuncio del compromiso de Isadora y el duque con satisfacción, y pasó la vista al artículo de debajo. Palideció. El periódico se escurrió entre sus dedos y cayó al suelo.

—¡Imposible!

Lucy y yo intercambiamos una mirada y nos inclinamos al mismo tiempo para recoger el periódico. Juntas, leímos el artículo.

Parece que la alta sociedad de Nueva York tiene una nueva anfitriona estrella: Permelia Frances. Lo que le falta en orígenes y educación lo suple sin duda con belleza, encanto e ingenio. Al tiempo que ignora las reglas convencionales y deja una fiesta poco después de llegar si considera que es «un aburrimiento», la chispeante cena que organizó en su yate en honor del gran duque Boris Vladimirovich de Rusia fue, sin lugar a dudas, el acontecimiento más emocionante de la temporada, eclipsando incluso el baile de disfraces de cierta joven que se presentaba en sociedad. Criados disfrazados de Cupido sirvieron a los invitados una extraordinaria cena consistente en langosta Newburg y omelette norvégienne, y se bailó al ritmo de la conmovedora música de una orquesta cíngara procedente de Hungría.

Aparte de la deslumbrante plétora de opulentos invitados de todo el mundo, había también artistas, escritores y actores, una combinación que se encuentra regularmente en la sociedad de Londres, pero raras veces en Nueva York. El invitado más sorprendente fue cierto arquitecto que, al parecer, va a diseñar las nuevas casas de los Frances en Manhattan y en Newport, con un estilo moderno, muy distinto de lo que se haya visto hasta ahora entre la élite de la ciudad.

Nuestros ojos se dirigieron de inmediato al artículo siguiente para confirmar sobre quién estaba escribiendo el coronel Mann. Lucy soltó un grito ahogado al ver el dibujo de Harland llegando a la velada musical de los Potter la semana anterior.

—Pero ¡si estaba muy enfermo! —gritó—. ¡Debía de estar fingiendo! No puedo creer que pudiera simular una fiebre como aquella.

Caroline torció el gesto, mostrando su amargura.

—Es fácil fingir una fiebre. No tuvo más que meter el termómetro en té caliente cuando el médico no miraba.

—Esto es una absoluta traición —dijo Lucy—. Escribiré a todos nuestros amigos para decirles que Harland no debe volver a entrar en sus casas. Pero ¿y qué hay de Grace?

Caroline levantó la barbilla y cuadró los hombros como un general a punto de entrar en batalla.

—No lo hagas —dijo—. Es mejor no reconocer la traición. Haremos que parezca que nos da lástima. Lo convertiremos en una broma, como si nos diera igual. Contrataré a otro arquitecto para mi casa de Newport, y la gente dará por sentado que Harland tuvo que correr al encuentro de Permelia porque yo lo rechacé.

Recordé a Carrie Weppler en mi historia, mirando por el acantilado y contemplando con sangre fría los restos aplastados de Ralph Richards. Harland había sido el amante de Caroline. ¿Tan obsesionada estaba con ser superior a todos que era incapaz de sentir nada más?

Entonces me di cuenta de que la terrible sospecha que había estado agitándose en mi cerebro era cierta. Caroline había simulado su ataque al corazón, igual que Harland había fingido su fiebre. Eran personas que no se detenían ante nada para conseguir lo que querían.

El malestar en la casa me impulsó a buscar la soledad, y pasé las tardes siguientes en mi habitación, desarrollando mi historia, a la que había dado el título de Muerte en Waverly.

Ya no podía seguir negando la naturaleza inmoral de Caroline. Había manipulado a Isadora hacia un matrimonio que era, a todas luces, inadecuado para ella. Me mantenía prisionera de mis deudas y hasta me había amenazado con hacer que echasen a Paulette del apartamento y la dejaran en la calle. Y, sin embargo, a pesar de todo, los lazos que nos unían eran demasiado fuertes para romperlos por completo; no podía forzarme a repudiarla emocionalmente tanto como quería. Parte de mí esperaba que Caroline mostrara algún atisbo de la buena persona que grand-maman había creído que podía ser.

Una tarde, mientras Isadora y el duque estaban fuera visitando a las matronas de la alta sociedad y yo estaba trabajando con ahínco en una escena en la que el chófer revelaba al narrador que alguien había manipulado los frenos del automóvil de Ralph Richards, alguien llamó con fuerza a la puerta, lo que me hizo mover la pluma involuntariamente cruzando la página.

Jennie entró como un remolino en la habitación.

—¡Señorita Lacasse, venga enseguida, por favor! El señor Hunter está aquí, y pide ver a la señora Hopper. Está borracho, y no he podido encontrar a Woodford, y ninguno de los otros sirvientes tiene la autoridad para ordenarle que se marche. Por favor, baje y dígales a los criados que tienen su permiso.

—¿Dónde está mi hermana?

—La señora Hopper está visitando a su excelencia la duquesa de Dorset. No sé cuándo volverá.

Harland estaba esperando al pie de la escalera. Tenía los ojos inyectados en sangre y se tambaleaba. Pero me di cuenta de que no estaba borracho: era pura rabia lo que lo impulsaba. Mostraba el blanco de los ojos y tenía los dientes al descubierto.

Había sido fácil acabar con él en la ficción, pero cuando me enfrenté a él, las fuerzas me flaquearon. Solo deseaba sacarlo de allí, pero no quería mandarlo a casa con Grace en aquel estado.

—Harland, no te encuentras bien —le dije—. ¿Quieres sentarte un rato en el salón? Voy a llamar a un médico.

—Me encuentro perfectamente —dijo en tono de burla—. ¿Dónde está Caroline?

En ese momento, mi hermana entró por la puerta principal. No parecía sorprendida de ver a Harland.

—Hola, Harland. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Sé lo que has hecho, Caroline —le espetó—. Todos mis contratos en Nueva York han sido cancelados.

Caroline lo miró por encima del hombro, como una maestra que tuviese que tratar con un niño insolente.

—Tenía entendido que dejaste de ser nuestro arquitecto sin avisar. He contratado a una nueva empresa, y lo mismo han hecho todos mis amigos.

Avanzó hacia ella, bamboleándose.

—¡Zorra vengativa! Sí, fui a la cena de Permelia. ¿Acaso es un crimen? ¡Fue mucho más estimulante que una de las tuyas! Para estar a la última, hay que mezclarse con personas modernas, no pasadas de moda.

A Caroline se le hincharon las venas del cuello y miró con frialdad a Harland con los puños cerrados en el costado. Yo me tensé, esperando que desatase su furia. Ella pensaba que había preparado a Harland, como al resto de nosotras, para tenerlo totalmente bajo su poder. Pero él había demostrado ser su igual.

—Eres tú el que está pasado de moda, Harland —dijo, dando un paso para acercarse a él, a pesar de que el tamaño de ella era mucho menor—. Yo siempre seré rica. Yo siempre tendré poder. Pero ¿qué vas a hacer tú cuando todas tus comisiones se esfumen? Porque lo harán. Permelia Frances no tiene mi estatus. Ahora es una novedad, como tú. Pero ninguno de los dos tenéis un poder estable. Pronto estaréis acabados, y lo único que te quedará es la humilde fortuna de Grace.

Dos criados abrieron una puerta y miraron hacia el vestíbulo. Estaba a punto de indicarles que expulsaran a Harland —más alarmada por el potencial de Caroline para la violencia que por el de Harland— cuando apareció Woodford junto a Jennie.

—¡Cómo se atreve a insultar a la señora Hopper en su propia casa! —resonó su estruendosa voz por toda la sala—. Si cree que puede venir y comportarse de forma escandalosa, está cometiendo un grave error, señor Hunter. Si no se marcha de inmediato, llamaré a la policía y haré que lo arresten.

—¿Me estás amenazando? —dijo Harland.

—Me limito a exponer los hechos —replicó el mayordomo con heroica calma.

Harland abrió y cerró las fosas nasales. Echó los hombros hacia atrás, como preparándose para una pelea, pero luego se lo pensó mejor. Salió hecho una furia de la casa, haciendo que las palomas que picoteaban en los escalones de la entrada salieran volando.

Caroline levantó la barbilla y entrecerró los ojos.

—Harland ha cometido un error al creer que podía acabar conmigo como ha hecho con otras —me dijo—. Le pueden suceder cosas mucho peores que la cancelación de sus contratos. Ya lo verá.