1. LOS PRIMEROS SUSTOS

 

 

 

En casa nadie olvidó el verano de 1552, y menos que nadie los cuatro hijos de Rodrigo de Cervantes y Leonor de Cortinas, Andrea, Luisa, Miguel y Rodrigo. Mientras Leonor espera de un momento a otro el nacimiento del quinto niño, el padre espera lo peor porque no ha sido capaz de devolver un préstamo ya vencido. El juez ha ordenado el embargo de sus bienes, o lo que quedase de sus bienes, este 4 de julio en que los alguaciles entran en casa para llevárselo todo, y todo es todo, las sábanas y las mantas, los cuatro colchones, el jubón, el sayo y las «calzas amarillas», la mesa de nogal y sus bancos, también el «banco de sentar, de pino», y otras dos «sábanas de Ruan» con otros tres «colchones buenos», la caja de cuchillos dorados y los zapatos de terciopelo, el arca con más ropa de casa, la «capa negra llana» y otro sayo de lo mismo, «aforrado de tafetán». No han dejado ni el sombrero que llaman chapeo, «de terciopelo con un cordón de seda», ni el «cofrecillo con joyas» y ni siquiera al «niño Jesús en una caja de madera».

Parecen los restos de un naufragio y algo de esto hay porque desde que pusieron los pies en Valladolid las cosas parecen ir en caída libre, como si ya no quedase ni rastro de la antigua prosperidad que habían disfrutado en Alcalá de Henares en las últimas dos décadas. Ni la fortuna ni el juez perdonan, porque decide meter en la cárcel a Rodrigo hasta que pague la deuda, y Leonor da a luz a una niña que llamarán Magdalena. Los buenos tiempos se habían acabado sin que Rodrigo hubiese encontrado la vía de remontar una vida y a una familia. Su oficio como médico de primeros auxilios, seguramente aprendido ya de mayor, no daba para vivir, o quizá no podía competir ni con los licenciados que salían de la Universidad de Alcalá ni con la reputada familia de médicos de su mujer, los Torreblanca, poco entusiastas de la boda de Leonor con Rodrigo. Tampoco parecía haber logrado nada muy sólido ahora en Valladolid. No sabemos exactamente cuándo, pero las cosas empezaron a estropearse a medida que avanzaba la década de los cuarenta, a medida que nacían los niños, a medida también que la protección posible de su padre, Juan de Cervantes, había ido evaporándose.

Hasta entonces, sin embargo, habían disfrutado de una posición holgada que arrancaba de la mejor etapa de Juan de Cervantes como administrador de bienes oficiales de casas nobles o por cuenta del rey. Había sabido acertar con los señores y los oficios y sobre todo acertó a ingresar en el consejo privado del duque del Infantado hacia 1529. Tras múltiples complicaciones, tanto él como su hija María obtuvieron una indemnización astronómica de seiscientos mil maravedíes que permitió a la familia instalarse en Alcalá hacia 1530 y al principio de toda buena fortuna. Allí se casaron Rodrigo y Leonor en 1540, cuando amigos y vecinos recordaban a los Cervantes como «personas muy bien ataviadas y acompañadas muy honradamente de criados y vestidos, y toda su casa», con «muchas sedas y otros ricos atavíos, y con buenos caballos, pajes y mozos de espuelas, y con otros servicios y fantasías» para participar, como hace la buena sociedad, en las justas y los juegos de cañas. Juan mantuvo su itinerancia profesional que lo lleva siempre lejos de su mujer, con «oficios en ciertas ciudades y villas, por su majestad», o por particulares nobles, como el duque de Sesa, que lo designa alcalde mayor de Baena y de su condado de Cabra, e incluso ha tenido «cargos de juez de los bienes confiscados por la Santa Inquisición». Por supuesto, eso no se da a «persona que tenga raza ninguna de judíos» ni se da desde luego a quien venga de la baja extracción social que paga impuestos, los «pecheros» comunes y corrientes. Pero «nunca se cobraron ni repartieron» esos impuestos a Juan ni a Rodrigo por «ser tales hijosdalgo».

Todo apunta a que el abuelo se alejó muy pronto de la familia de Alcalá y no asiste al bautizo de ninguno de los hijos de Rodrigo y Leonor, y han sido ya unos cuantos en los últimos años. Nació primero un Juan que murió enseguida, pero sí sobrevivieron los demás. Andrea nace en 1544, Luisa en 1546, Miguel en 1547 y todavía Rodrigo en 1550, apenas unos meses antes de marchar hacia Valladolid y acabar dando el prolífico padre con sus huesos en la cárcel. Ese mismo verano de 1552, Juan de Cervantes se incorpora a un nuevo empleo como letrado en el cabildo de Córdoba y juez de bienes confiscados por la Santa Inquisición. Y mantiene sin duda una ya prolongada autonomía con respecto a su mujer porque vive con otra (y sin hijos y sin nietos). Que debió ser hombre de temperamento es completamente seguro porque al menos a sus cincuenta años tuvo que hacer frente a una denuncia por torturas y a la condena del juez a pagar a su víctima veinte ducados por haberlo atado, y «desnudo como estaba», le «apretó por su mano de la una parte muy reciamente los cordeles y de la otra estiraba», mientras el hombre pedía que no le «despedazasen y atormentasen así» porque Juan de Cervantes, como teniente de corregidor, lo hacía «más con ánimo de hacerme daño y de atormentarme mis carnes que no con celo de administrar justicia», apretándole los cordeles hasta que se le «hincaron bien por la carne», de tal manera que estuvo «muchos días malo y muy atormentado de sus miembros», incapaz de «hacer cosa ninguna ni me podía valer de dolor».

No deja de ser enternecedor el empeño de Rodrigo en este Valladolid de 1552 por hacerse valer como hidalgo «notorio de padre y abuelo de solar conocido», que no «ha ni debe estar preso por deudas» conforme a las leyes de Castilla. Debería ser la razón fundamental para sacarlo de la cárcel, pero ni accede el juez ni es fácil demostrar esa hidalguía sin ejecutoria que la pruebe, y él no la tiene. Habrá aprendido su oficio de «médico cirujano» ya sobre los 30 años, aunque apenas han sido cuatro cosas para salir del paso, corregir una luxación, limpiar una herida y suturar aquí o allá, pero no mucho más, o no mucho más que lo aprendido casi de forma autodidacta. En casa tiene, o tenía hasta hace unas horas, tres libros: uno es la Gramática de Nebrija, otro es «de cirujía», que equivale a algo más que primeros auxilios pero muy lejos de nuestra cirugía, y el otro es el «libro de las cuatro enfermedades». Y se han llevado también la espada y la vihuela, porque aunque Rodrigo ha ido quedándose sordo, los amigos lo recuerdan tocándola con buena mano.

No queda más remedio que volver a Alcalá, que es donde se queda la familia en los años siguientes, mientras Rodrigo viaja a Córdoba, sospechamos que solo o sin los hijos, a buscar el auxilio del padre. Allí parece obtener algunos mínimos encargos a través de Juan o bien a través de su hermano Andrés. Desde esos años es alcalde de Cabra, sin duda por mediación de su padre Juan, que estuvo al servicio del dueño del pueblo, el duque de Sesa, además de actuar como corregidor de Osuna, que pertenece también al mismo noble. Como mínimo, se han salvado todos, pequeños y mayores, del olor a chamusquina de los 27 libros que la Inquisición quemó en ceremonia pública y ostentosa en Valladolid, por no hablar de otra chamusquina peor en uno de los autos de fe más vistosos de la época, con asistencia de Felipe II, aunque solo estaba empezando la época dorada de ese popular espectáculo, con asistencia de turistas y general expectación nerviosa, al menos de algunos de los convocados por pregón público.

En Cabra va a seguir Andrés de Cervantes hasta el fin de los tiempos, casado desde 1557, y probablemente auxilia por entonces a Rodrigo, que parece gestionar algunas casas en Sevilla por cuenta de Andrés y aparece entonces todavía como «médico cirujano». La hija mayor, Andrea, ha pasado algunas temporadas fuera de Alcalá y en compañía de la abuela Leonor, en Córdoba. Cuando muere en 1557 (un año después de morir su marido), deja como herederos a sus tres hijos, Rodrigo, Andrés y María, pero también destina una parte de la herencia expresamente a «mi nieta» Andrea, que tiene ahora 13 años. A su otra hija, Catalina, no puede dejarle pedazo alguno de la herencia porque es monja en el convento de la Concepción. Y además de encargar misas para unos y otros (solo seis para el «licenciado Juan de Cervantes»), también se acuerda previsora y providencialmente de los frailes de la «redención de cristianos cautivos en tierra de moros», y asigna cuatro maravedíes a cada una de las órdenes que se encargan de ello: Nuestra Señora de la Merced, de la Cruzada y de la Trinidad.

 

 

LOS ESCRITORIOS DE ANDREA

 

La gestión de las casas de Andrés ha llevado a Rodrigo a Sevilla. Vive en el barrio de San Miguel y allí ha trabado amistad con Alonso Getino de Guzmán. Es uno de los actores de la compañía de teatro de Lope de Rueda, vecino del mismo barrio y un renovador importante del teatro de la época. También intenta Rodrigo algún otro negocio con amigos como Pedro Suárez de Leyva, o al menos ambos se obligan a pagar una importante suma, casi veinte mil maravedíes (unos quinientos setenta ducados), a un mercader cordobés por «treinta y siete varas de paño negro veinticuatreno» y «una vara de tafetán», quizá para las labores de costura que realiza Andrea, que vive con él en Sevilla ahora.

Previsiblemente está ahí también Miguel, que quizá pasase algunas temporadas con su padre, como había hecho Andrea con su abuela en Córdoba. Hacia 1560 Miguel tiene 13 años (nació en septiembre de 1547, seguramente el 29, que es San Miguel, pero no lo bautizan hasta tan tarde como el 9 de octubre), y, si está en Sevilla, ha acudido sin ninguna duda con algún amigo, con Alonso Getino mismo o por su cuenta, a algunas de las representaciones de Lope de Rueda. O al menos Cervantes no olvidaría para el resto de su vida su teatro, que evoca con detalle y entusiasmo cuando él mismo sabe ya qué es disfrutar del teatro, y cuando se siente capaz de reivindicar «la bondad de sus versos» porque algunos «me quedaron en la memoria». Y vistos «ahora, en la edad madura que tengo, hallo de ser verdad lo que he dicho» y no solo impresión juvenil de principiante. Lope de Rueda será siempre para Cervantes «admirable en la poesía pastoril, y en este modo, ni entonces ni después acá, ninguno le ha llevado ventaja».

Como menor de edad que es Andrea (sin haber cumplido los 25), sabemos que pide en Sevilla, y en marzo de 1565, un procurador legal. No sabemos para qué, pero sí sabemos que Andrea mantiene una relación quizá amorosa pero sin duda carnal con Nicolás de Ovando, que es un joven de familia influyente y sobrino del vicario general. Pero no: Ovando se desdice de su compromiso firmado de matrimonio, y tras romper la relación compensa a la muchacha con otra importante suma de dinero que servirá, entre otras cosas, para criar a la niña que nace de la pareja. Va a llamarse Constanza de Ovando, aunque con los años se hará llamar Constanza de Figueroa. Andrea no ha hecho nada muy distinto de lo que había hecho su tía María años atrás ni de lo que hacen muchas otras mujeres de equivalente posición social y algo de suerte: buscar un enlace ventajoso con un caballero, al menos hasta que el caballero se desdiga del acuerdo y se case como dios manda.

La relevancia del caso en la biografía de su hermano Miguel llega por otro sitio. El tío de Nicolás es Juan de Ovando, que a su vez se va a hacer cargo de una madre desamparada y de su joven hijo desde 1556. El niño quizá ha nacido en Córcega, quizá en Argel, y se llama o se hará llamar Mateo Vázquez, después Mateo Vázquez de Lecca y finalmente Mateo Vázquez de Lecca y Colonna en un crescendo de nombradía y relevancia que retrata bien a un joven que supo usar sus cartas y prosperar rápidamente en el entorno de la corte de Felipe II, hasta ser uno de sus principales secretarios y poderoso rival de otras facciones de la corte (sobre todo la que encarnan la princesa de Eboli y Antonio Pérez).

Ahora Mateo Vázquez es solo un muchacho despierto que tiene la fortuna de entrar al servicio de Juan de Ovando y sobre todo de asistir a la escuela privada que organiza en Sevilla para los servidores de su casa, a finales de esa década, con dos excepcionales maestros jóvenes, Benito Arias Montano y Francisco Pacheco. Durase lo que durase, que fue poco, incluso muy poco, la relación de Andrea con Nicolás, no parece descabellado adivinar al joven Miguel al tanto de lo que hace su hermana mayor —se llevan tres años— y de la crianza misma de Constanza. Y es ya sencillísimo deducir que este Miguel adolescente de 1565 y 1566 estaría informado sobre quién era ese Juan de Ovando cuando llega a Alcalá por entonces para realizar una inspección académica del funcionamiento de la universidad.

Aunque la corte de Felipe II se ha instalado en Madrid desde 1561, Alcalá mantiene el tono de una ciudad rica, culta y hasta sofisticada, con una población flotante y numerosa de estudiantes atraídos por la calidad de la enseñanza tanto de su universidad como de sus academias privadas, en particular la del importante humanista y amigo personal de Francisco de Figueroa, Ambrosio de Morales. Es un lugar óptimo para establecer contactos y nudos de relaciones en el mercado laboral de la época para quienes no pertenecen a la nobleza pero escogen las letras y las leyes como carrera, y no las armas, ni el comercio ni el clericato. Las letras son, sobre todo, la base formativa y cultural de los secretarios, administradores, escribanos y escribientes que necesita la Administración, la Inquisición, los jueces u oidores, en Audiencias, municipios, alcaldías y pueblos. La corte y el poder es el vivero de la gente de letras y leyes destinadas al Consejo de Estado, el Consejo de Castilla, el Consejo de Indias y los distintos ministerios que asesoran a un rey que escucha y lee, como Felipe II. Por eso está en Alcalá ahora Mateo Vázquez, acompañando como paje o secretario a Juan de Ovando, pero además se matricula en octubre de 1564 en los estudios de Filosofía de Alcalá. Enseguida será secretario del Consejo de la Inquisición de Aragón en 1568, además de trabajar para el cardenal Diego de Espinosa cuando accede al rango más alto de poder. Entre los poquísimos textos que se conservan de la etapa del cautiverio de Cervantes en Argel, entre 1575 y 1580, el más importante es la epístola o carta en verso, y de tono muy personal, que Cervantes envió en 1577 a Mateo Vázquez cuando era ya un auténtico hombre de poder de la Corte. Y sabemos que Mateo Vázquez guardó esa carta entre los papeles con algún peso en su biografía.

En torno a sus 20 años, Cervantes puede haber hecho sus primeros pasos formativos en alguna de las academias de Alcalá, o como asistente a las clases particulares de Ambrosio de Morales. Allí reside ahora el primer hijo de Felipe II, el infante Carlos, cada vez más alejado de su padre, y más enfermo, con servidores personales como el poeta y censor Pedro Laínez. Entre su guardia privada figura también un poeta prestigioso que ha abandonado ya la poesía, Francisco de Figueroa, que además mantiene correspondencia personal y una estrecha amistad con Ambrosio de Morales (porque fue alumno, años atrás, de su academia particular en Alcalá).

En su sentido más lato, hay otra corte que se compone de numerosas y entrecruzadas casas nobiliarias, rancias o más nuevas. Rodean al rey, asesoran, influyen y constantemente exhiben la opulencia de su poder. También para eso están los hombres de letras, para servirlos y auxiliarlos escribiendo informes y memoriales, cartas y borradores de cartas, incluso para galantear con versos propios o ajenos y rivalizar en justas poéticas, academias y congregaciones literarias y refinadas. Existen las de palacio, evidentemente, y algunas tienen entre sus miembros a la más alta nobleza, como la que se reúne cerca de las dependencias del infante Carlos, la llaman la «alcobilla» porque gira en torno al duque de Alba, hasta que marche a Flandes entre 1567 y 1568 a imponer tanto la doctrina contrarreformista de Trento como el terror contra los rebeldes calvinistas (y contra el criterio, por cierto, de la hermana de Felipe II, Margarita de Parma). Y todavía funciona en la Corte otra tertulia con su grupo de habituales en torno a Diego Hurtado de Mendoza. Aunque no hay lista de socios que nos auxilie, por ahí anduvieron sin duda servidores del propio infante Carlos como Pedro Laínez, Francisco de Figueroa, Luis Gálvez de Montalvo, y por supuesto el cardenal Diego de Espinosa, que empieza ahora el mejor momento de su trayectoria cortesana, y quizá asomase algún otro joven menos previsible que estos formales empleados de la corte.

Poco tiempo permanecen Rodrigo y los suyos en Alcalá, aunque sí la otra hermana mayor de Miguel, Luisa, porque se hace monja en el convento de la Concepción con 17 años. Pero los demás se van a Madrid con su padre, y allí se instalan hacia 1566 —Cervantes tiene 19 años—. Es en Madrid donde Andrea ha buscado una segunda boda o un segundo compromiso que la saque de pobre sin que prospere el enlace. Con 23 años acepta de Juan Francisco de Localdelo (o Locadelo, que de las dos formas lo nombran) una donación «irrevocable» legalizada y formalizada a 9 de junio de 1568. Se la ofrece para que ella tenga «con que se poder casar y honrar» lo mejor posible, sin impedimentos de nadie, ni de hermanos ni de otros parientes, ya que —dice Localdelo, o Locadelo—, «estando yo ausente de mi natural en esta tierra», porque es italiano, «me ha regalado y curado algunas enfermedades que he tenido», tanto ella como su padre Rodrigo, y ha hecho «por mí en mi utilidad otras muchas cosas de que yo tengo obligación de remunerar y gratificar».

Y lo hace de veras y en forma generosa de acuerdo con un inventario que rematan trescientos hermosos ducados de oro y abren «siete piezas de tafetanes amarillos y colorados, que entre todos hay treinta y seis piernas». Esa donación suena sobre todo a una separación amistosa o acordada, y allí comparece el recuento de ropas ricas y atavíos señoriales, el ajuar de casa con sus platos y sus jarras y sus saleros, varias basquiñas y varios jubones, uno «de tela de oro carmesí», con seis «cofias de oro y plata», y hasta ocho colchones de Ruan con sus sábanas, sus alfombras y su caja de peines «buena de ver», además de un «espejo grande» donde mirarse mientras se peina, se viste y se desviste, todo ofrecido por «las causas susodichas y por otras muchas buenas obras que de ella he recibido», según dice el donante, aunque en este tramo ya no sale por ningún lado el padre de la muchacha. También van en el lote, por cierto, una vihuela que debió sonar en manos de su padre Rodrigo y «dos escritorios, el uno de Flandes y el otro de taracea» y aun una «escribanía de asiento». Es imposible no adivinar a su hermano pequeño Miguel, que ya no tiene nada de pequeño, sino 20 años, metiendo las narices y sus barbas rubias en la vida de la mayor o al menos en la escribanía, en uno de los escritorios o en los dos.

 

 

EJERCICIOS MANUALES

 

No es del todo invención porque en algún sitio ha tenido que escribir Miguel el primoroso soneto que dedica al nacimiento de la infanta Catalina Micaela, en octubre de 1567, como si este muchacho hubiese encontrado algún enlace o alguna posibilidad de poner el pie en la corte, en la periferia de la corte o en sus proximidades. A sus treinta y tantos años, Alonso Getino de Guzmán ya no está en Sevilla con la compañía de Lope de Rueda sino en Madrid y encargado de las fiestas públicas que celebran en la ciudad el nacimiento de la criatura. Y quizá ha sido él quien ha sugerido o animado al joven a escribir su poema sobre la hija de Felipe II y de su tercera mujer, Isabel de Valois, la «serenísima reina» del soneto de Cervantes, que a los 21 años ha dado a luz a una niña pese a que las abrumadoras virtudes que acrisolan a una y a otra dejan al pobre «ser mortal» del poeta sin palabras para el encomio, y así «le va mejor sentir callando / aquello que es difícil de decirse». No se ven sus veinte años por ningún sitio, pero sí deja ese primer soneto la huella de una escolarización más o menos académica porque el poema entero es un correcto y anodino ejercicio común en la enseñanza de las letras de la época. Madrid tiene desde enero de 1568 nuevo catedrático de Gramática y director en la escuela pública, el Estudio de la Villa, Juan López de Hoyos, y con él debió Cervantes empezar sobre sus 21 años a leer e imitar modelos clásicos, que es como se aprendían las letras y la poesía, y allí pudo empezar en el oficio de leer y traducir del latín, a componer y remedar textos antiguos y modernos.

El tinglado de academias y reuniones literarias se pone a prueba de nuevo este mismo año de 1568, pero no para celebrar el nacimiento de una niña sino para llorar la muerte de la madre en octubre. Y es López de Hoyos el hombre de confianza que gestiona la vertiente literaria y, entre otras muchas cosas, encarga nada menos que cuatro poemas a Cervantes, un epitafio, un par de redondillas castellanas y otro poema más extenso y sustancioso, todo recogido al año siguiente en la Historia y relación verdadera de la enfermedad, felicísimo tránsito y suntuosas exequias fúnebres, dedicado al nuevo regente tras la muerte de la reina, Diego de Espinosa. Es ahí donde López de Hoyos alude dos veces al joven, una para llamarlo «mi amado discípulo» y otra posterior «nuestro caro y amado discípulo». Cervantes ha hecho lo posible por esmerarse y en su epitafio asegura que «de la más alegre vida, / la muerte lleva siempre la victoria», aunque nada ni nadie niega, y menos que nadie Cervantes, la «bienaventuranza / que goza nuestra reina esclarecida / en el eterno reino de la gloria».

Los versos se pudieron leer impresos pero antes se vieron en la plaza pública, junto con muchos otros, colocados sobre el «brocado de la tumba» y con «coronas de ciprés en su contorno», como hacían los antiguos para adornar los sepulcros de los reyes y señores, según ha leído López de Hoyos en Lucano. La epístola en que se dirige Cervantes a Diego de Espinosa debió de gustarle al maestro porque elogia su uso «de colores retóricos», y además el encargo consistía en hablar en nombre «de todo el Estudio». Lo hace Cervantes pero esa epístola dirigida a la primera autoridad política del momento no trata de la muerte sino del poder, y no solo va la queja temblorosa por la muerte de la reina y el dolor de Felipe II, sino el elogio entusiasta del rey y de Espinosa mismo, que también es presidente del Consejo de Castilla en 1565, Inquisidor General al año siguiente y hombre clave hasta su muerte en 1572. El llanto se convierte en alegría al confesar casi confidencialmente, «si no os cansáis, señor, ya de escucharme», y si todavía puede anudar «de nuevo el roto hilo» del poema, el consuelo que todos reciben de saber que en los hombros firmes del cardenal Espinosa queda «la carga del cielo y de la tierra» que ahora abate al rey y así el mal del rey «es menos» y también lo es la desventura general.

Cervantes está cerca de López de Hoyos, y López de Hoyos lo está de Espinosa. Con los años, además, el director de la Escuela ha reunido una considerable biblioteca humanística de quinientos volúmenes (que son muchísimos para la época) que incluyen la obra de Erasmo, también la prohibida por el Índice inquisitorial de 1559, como el manual del buen cristiano, el Enchiridion, los éxitos populares del tiempo sobre saberes misceláneos, como los Coloquios de Pero Mexía o las Epístolas familiares de fray Antonio de Guevara, la obra de Luis Vives, clásicos modernos fundamentales como Lorenzo Valla y clásicos grecolatinos que son la base de la formación de cualquiera que haya pasado por la Escuela, aunque sea ya de mayor, como Cervantes (y lo mismo le pasó a su padre, que hizo sus estudios primarios de medicina incluso más tarde, con 30 años): Horacio, Quintiliano, Cicerón, Virgilio con las Églogas y la Eneida, Ovidio y las Metamorfosis al menos, las epístolas de Séneca o los poemas de Catulo o Juvenal. Pero la calle donde está la Escuela seguirá sin empedrar durante muchos años, con Cervantes como usuario asiduo de esa biblioteca, al menos hasta 1569.

Cervantes ha leído mucho ya, ha leído abundante poesía de cancionero y por supuesto ha leído al autor que más le gusta y le gustará el resto de su vida, Garcilaso de la Vega. Es hoy un buen aprendiz de poeta cortesano, que escribe como debe escribir y para lo que debe escribir: el respaldo al poder en ocasión memorable. Pero el momento dulce que vive el cardenal Espinosa no es nada fácil. Mientras todos lloran la muerte de la reina en este 1568 está fraguándose la más potente rebelión de la población musulmana en Granada y la sierra de las Alpujarras, sublevada con razón la noche de Navidad de 1568 contra la orden del año anterior que suspende y proscribe sus costumbres, hábitos, prácticas religiosas y hasta sus formas de vestir. Como cuenta el poeta, diplomático y amigo de Cervantes, Francisco de Figueroa, mientras está al servicio del conde de Benavente en Valencia en 1569, los moriscos siguen actuando «con soltura y desvergüenza, haciendo todavía sus ceremonias de moros como antes». No parece haber servido de nada la nueva legislación represiva, alentados los moriscos además por lo que parece entonces un poder omnímodo del turco infiel en el Mediterráneo, su control de las rutas marítimas, su pletórica y profesionalizada piratería corsaria y sus secuestros rutinarios de población cristiana, raptada en las costas españolas o interceptada en el mar (generalmente con la ayuda local de otros moriscos compinchados).

Espinosa es partidario de abandonar la tolerancia y las contemplaciones y se inclina por el sector duro del poder dispuesto a acabar con ellos, como el duque de Alba mismo, aunque ahora esté en Flandes para contener ahí las conspiraciones protestantes. El capitán general de Granada es entonces Íñigo López de Mendoza, marqués de Mondéjar, partidario de mantener una estrategia conciliadora que facilite la integración musulmana, y seguramente también su tío, Diego Hurtado de Mendoza, que acaba de llegar a Granada en enero de 1569 represaliado por Felipe II, a pesar de su prestigio y de su ancianidad. En julio, mientras agonizaba el infante Carlos, mantuvo en palacio un duelo primero verbal y después armado con un hombre de la corte, Diego de Leiva, a causa de unos versos burlescos que le atribuyen a Hurtado de Mendoza y que son solo una muestra de los muchos que escribe en el mismo tono, burlón y satírico. El caso es grave porque ambos caballeros se refugian en la iglesia para evitar ser detenidos, como cualquier golfo pillado con las manos en la masa. Pero no se salva ninguno de los dos y esa misma noche a Diego de Leiva le ponen «grillos y cadenas», según un testigo presencial, y a Hurtado de Mendoza el rey ordena encerrarlo en el actual castillo de la Mota, condenarlo a una multa primero y después a que «con sus armas y caballos nos sirvieran por toda la vida en una frontera». Esa frontera es Granada; lo manda para auxiliar a su sobrino, el marqués de Mondéjar, que allí le encarga el mando de la fuerza militar que ha de reprimir la sublevación.

Sin demasiado éxito, porque apenas cuatro meses después, Felipe II envía a don Juan de Austria con su íntimo amigo el duque de Sesa para aplastar la rebelión con una carnicería universalmente reconocida, en particular entre 1570 y 1571, y una masiva deportación de moriscos al norte de Granada y hacia Castilla en condiciones espantosas. Espinosa inspira y ejecuta esta nueva política represiva hasta su muerte en 1572, mientras Diego Hurtado de Mendoza redacta su crónica testimonial de la guerra de Granada, y el maestro Juan López de Hoyos o el poeta Francisco de Figueroa entonan sus alabanzas póstumas. El prestigio de don Juan de Austria, hermano bastardo y reconocido por Felipe II, cuaja y crece, sobre todo entre jóvenes fervorosos de su misma edad, como Cervantes, que sueñan con ser o parecerse al joven héroe.

A Cervantes empieza a faltarle algo. No veo retórica ni mera imitación en las ansias de pelea de esa epístola a Espinosa cuando confiesa Cervantes la frustración de quien «no ha gustado de la guerra» porque vivir así es como si «Dios del cielo le destierra»; es verdad para Cervantes que «no se coronan en la gloria» más que «los capitanes valerosos, / que llevan de sí mismos la victoria». Aunque no existe aún, el soldado ya está ahí porque los modelos que activan su imaginación son esos poetas y soldados. A estos 22 años no está en el centro, pero sí está cerca del centro; nada prefigura hoy a un joven subterráneo o marginal, ni ausente de toda vida cultural o desconectado de lo que sucede en palacio, aunque no pertenezca a su entorno directo. Algunos de sus amigos sí están ahí, y al menos dos de ellos lo son con seguridad, ambos poetas y ambos cortesanos de oficio, Laínez y Figueroa, y sin duda hay otro más, pero más lejos, que es Diego Hurtado de Mendoza. Ahora él es el más joven, mientras Figueroa y Laínez tienen experiencia de corte e incluso internacional; están familiarizados con la literatura de Italia y han sido miembros de academias en las que se discute y se rivaliza con los versos. Viven en Alcalá, con el infante Carlos, entre 1563 y 1564, cuando acaba de llegar también Mateo Vázquez al servicio de Juan de Ovando, y Francisco de Figueroa los acompaña como miembro de la guardia personal de palacio con el cargo que llaman contino, con casa y sueldo importante de cuarenta mil maravedíes anuales. Ese mismo fue el cargo que tuvo Garcilaso y mantuvo el hijo de Garcilaso.

Porque ha empezado a escribir, claro que escribe, como hacen todos los demás, para ir inventándose la nueva literatura de su tiempo. Al menos Figueroa lo hace desde que fue alumno de Ambrosio de Morales en su escuela de Alcalá y sin duda está al tanto de las novedades. Ninguno de ellos ha dejado de leer a Jorge de Montemayor porque todos saben quién es y qué ha hecho: es portugués y es el primero que publica en castellano una renovadora continuación del invento fundacional de Sannazaro, más de medio siglo atrás, cuando publicó L’Arcadia sobre la base de Virgilio como modelo. Ese libro de Montemayor se titula la Diana, aparece en 1559 y reúne prosa y poesía a imitación de los clásicos latinos y los italianos nuevos. Se convierte enseguida en el único long-seller capaz de competir con la literatura más popular de todas, que son los libros de caballerías. En esta moda nueva y atractiva, los personajes no son caballeros ni magos sino pastores y pastoras que parecen cautivar a todos con su panfilismo simulado. Sería bien raro que a Cervantes no le cayese en las manos esa obra cuando Pedro de Robles acaba de publicar, en 1564, la reimpresión más divulgada del libro, en Alcalá. Cervantes tiene entonces 17 años y la alegría de encontrar en el mismo volumen otras obras que no son de Montemayor pero vienen en el mismo paquete para felicidad de todos: la historia morisca de El abencerraje y la hermosa Jarifa, la Fábula de Píramo y Tisbe o los Triunfos de amor de Petrarca.

Viene a ser poco menos que una antología breve de la mejor literatura de vanguardia, culta y popular y sin desdoro alguno frente a la italiana ni a la latina. El mismo Ambrosio de Morales cree capital la función que la literatura ha de tener en la enseñanza y la formación de los jóvenes. Por eso reprobaba que «tengamos nosotros los españoles en menos nuestra buena poesía, que las otras naciones y sus hombres sabios y santos estiman los suyos». Eso lo escribe hacia 1546, convencido de que después de Boscán y, sobre todo, después de Garcilaso, la poesía española está a la altura de la italiana. Para entonces, Garcilaso lleva muerto diez años pero su poesía por fin circula ya exenta, como el clásico absoluto que es, y sin la compañía de los poemas de Boscán. Cervantes está inmerso en esta fe en la literatura, convencido de esa «divina altivez de la poesía» que, según Luis Gálvez de Montalvo, encarna el divino Figueroa, como lo llaman todos, contra la poesía que un teórico de entonces llama de «rateros y de poco vuelo» (aunque la escriban graves dignidades cortesanas y eclesiásticas).

Pero tanto a los soldados como a los poetas les llegan las desgracias sin querer o se buscan ellos solos las borrascas. Quizá por eso no ha podido ni ver impreso Cervantes ese primer libro que lleva sus cuatro poemas y organizó López de Hoyos. Para entonces, en septiembre de 1569, Cervantes está a punto de salir huyendo de la justicia hacia Italia para no volver en mucho tiempo. Cuando vuelva, ya con treinta y tantos años, habrá de rehacer el hilo roto de lo que fue su vida de escritor sin obra y cortesano sin corte.

 

 

EL HILO ROTO

 

El hilo se partió un mal día del verano de 1569, cuando mantuvo una pelea a espada con un maestro de obras llamado Sigura, y no hubo modo ya de enderezar el rumbo en los próximos años, como si su vida cogiese el aire de novela de aventuras, no de las de caballerías antiguas sino de las nuevas, calcada de las historias que imitan al obispo griego del siglo III, Heliodoro, y sus exóticas Etiópicas. El descubrimiento de ese manuscrito hace unos veintitantos años ha sido un bombazo expandido gracias a la rápida traducción al italiano y al castellano, todos inmersos como lectores y enseguida como autores en aventuras bizantinas parecidas a las que cuenta el obispo griego, plagadas de largos viajes, amores inmarchitables y castos, crudos naufragios, reencuentros inesperados y resistencia a todas las adversidades gracias a la fe.

Una providencia real ha puesto en marcha a 15 de septiembre la maquinaria de la justicia para que un alguacil «vaya a prender a Miguel de Cervantes» y se proceda «en rebeldía» contra él por estar ausente y «haber dado ciertas heridas en esta corte a Antonio de Sigura». Se le condena con «vergüenza pública» a que «le fuese cortada la mano derecha», además de mandarlo al «destierro de nuestros reinos por tiempo de diez años y otras penas contenidas en la dicha sentencia», que no conservamos o no ha sido hallada. Los alcaldes de la causa contra él, «habiendo sido informados» de que «se andaba por estos nuestros reinos y que estaba en la ciudad de Sevilla y en otras partes, y por ellos visto», ordenan que sea perseguido hasta allí, «y a todas las otras partes, villas y lugares de estos nuestros reinos y señoríos que fuere necesario» para que prendan «el cuerpo del dicho Miguel de Cervantes», y una vez capturado, «y preso con los bienes que tuviere y a buen recaudo», lo lleven «a la cárcel Real de esta nuestra corte» en Madrid.

Por allí no hay rastro de que pasase Cervantes así que escapó —si este condenado Miguel de Cervantes es el nuestro—, entre otras cosas porque sí hay rastro de él un poco más tarde y mucho más lejos que Sevilla, en Italia. Cervantes en su obra posterior explicará no menos de tres veces la diferencia que va de la ofensa a la afrenta: una puede tolerarse porque es involuntaria y hasta puede ser accidental, como las mujeres y los niños pueden ofender y agraviar, pero no pueden afrentar. Eso solo lo puede hacer quien profiere la injuria o la deshonra y la sostiene, con la espada desenvainada, y sin retirar ni la espada ni la afrenta. Me intriga invenciblemente si en esas tres veces está latiendo una forma de la justificación de sí mismo, sin que pueda ni yo ni nadie ir más allá de la conjetura. Es tentador imaginarlo así, justificándose como individuo de honor en la ficción del novelista, pero hay también alguna tentación más que puede hacer a Cervantes ya no víctima solo de su código de honor y época, sino también de su mismísimo apellido. Si tiene razón Astrana Marín, Cervantes puede estar siguiendo ahora el mismo camino que un año atrás, en 1568, ha seguido un pariente suyo, Gonzalo de Cervantes Saavedra, que sale de Córdoba tras batirse en duelo, se embarca con don Juan de Austria y le sigue hasta Lepanto en 1571. Cervantes lo tuvo presente, sin duda, porque años después le elogia ciñéndole «el verde laurel, la verde yedra, / y aun la robusta encina», aunque en los versos deja Cervantes también el aroma de la retranca privada. Le conoce sin duda y de ahí que por mucho que quiera detenerse «en sus loores, / solo sabré deciros que me ensayo / ahora, y que otra vez os diré cosas / tales que las tengáis por milagrosas».

¿Se ha llevado manuscritos y borradores? ¿Se han quedado con alguien los poemas, los sonetos y canciones en marcha, algunas de las églogas a imitación de la moda pastoril, algunos de los romances incluso? Existir, existen porque Cervantes no escribe a sus veinte años únicamente a toque de silbato conmemorativo para bodas, bautizos y muertes, de modo que se los lleve o no, ha ido componiendo cosas porque no cabe imaginar lo contrario, o sería absurdo hacerlo. Lo que vuelve a ser seguro, dentro de lo que cabe, es que Cervantes reclama a su padre, a finales de noviembre de 1569, desde Roma, el certificado de limpieza de sangre que cualquiera necesita para ocupar algún empleo relacionado con la Administración o el servicio a alguna casa noble, como es el caso. Cervantes le pide esa documentación porque está en Roma y necesita probar su condición de ciudadano fiable, hecha abstracción, claro está, de la condena reciente de la que huye. De modo que su padre, Rodrigo, busca los testigos, formaliza las declaraciones y las presenta el 22 de diciembre de 1569. Por supuesto, las declaraciones acreditan que ni él ni la familia son ni moros ni judíos ni conversos ni reconciliados de la Santa Inquisición (es decir, renegados que rectifican), ni tienen la menor causa abierta ni por «el Santo Oficio de la Inquisición, ni por otra ninguna justicia de caso de infamia», lo cual no es del todo exacto, pero no importa. Tanto Alonso Getino de Guzmán como dos italianos con vínculos financieros, Pirro Boqui y Francisco Masoqui, redoblan las seguridades de la sangre y declaran que son «muy buenos cristianos viejos, limpios de toda raíz».

¿Para qué pudo querer esos papeles? La única fuente es el propio escritor. Alude a ello años después, de forma sucinta y muy indirecta en la dedicatoria que redacta para su primer libro, La Galatea, en 1584. Allí Cervantes se remonta a los tiempos de su primera juventud, quince años atrás, y dice recordar muy bien, en una incursión autobiográfica fulminante, que estuvo un tiempo en Roma ocupado en el servicio doméstico de un joven eclesiástico, Giulio Acquaviva. En los dos últimos meses de 1568, había residido en España como nuncio extraordinario con motivo de la muerte de la reina Isabel de Valois y conocerlo entonces no es inimaginable. Todavía no es cardenal, lo será a mediados de 1570, tiene la misma edad de Cervantes, y anduvieron en las mismas ceremonias por la muerte de la reina, entre otras cosas porque Cervantes expuso públicamente los poemas que dedicó al asunto siendo el joven amigo de cortesanos como Laínez o Figueroa.

El primer susto con la justicia se lo había llevado de muy niño, a los seis años, con el padre en la cárcel de Valladolid y los bienes embargados. Pero este otro susto a los veinte es peor y más irreparable. Empieza ahora una aventura que no es literaria todavía pero tampoco exactamente deshonrosa; el complemento óptimo de la incipiente vida de las letras es la urgente vida de las armas, como hicieron sus modelos e ideales, y antes que nadie Garcilaso. Algunas otras presencias míticas son también amistosas, como Diego Hurtado de Mendoza, o como los amigos que va a reencontar (o tratar por primera vez) en Italia para hacer lo mismo que él: escribir y combatir por la cristiandad, como Pedro Laínez, Gabriel López Maldonado, Cristóbal de Virués, Pedro Liñán de Riaza o el cronista y biógrafo de Juan de Austria, Juan Rufo. No hay merma alguna de honor en la vida de las armas sino la ruta para conquistarlo de veras.

 

 

EN LA RUTA DEL TURCO

 

El relato más hondo y más conmovedor de lo que hace Cervantes desde 1569 llega a través de su única autobiografía, redactada con treinta años, mientras encadena los tercetos de una epístola dirigida al secretario real Mateo Vázquez en 1577. Es en realidad una pura llamada de auxilio: Cervantes lleva ya mucho tiempo fuera y lejos, «en manos del atolladero» de las cárceles de Argel en esta primavera de 1577, «muriendo / entre bárbara gente descreída» y «la mal lograda juventud perdiendo» desde hace dos años. Su juvenil alistamiento en los tercios de Italia, a los 23 o 24 años y quizá en Nápoles y en el verano de 1571, queda ya muy lejos o al menos tan lejos que incluso le parece que «diez años ha que tiendo y mudo el paso / en servicio» de Felipe II, «ya con descanso, ya cansado y laso», aunque siempre imborrable y hasta físicamente tangible el «dichoso día» en que fue contrario en Lepanto «el hado a la enemiga armada, / cuanto a la nuestra favorable y diestro».

No son diez años los que ha pasado en los tercios, pero sí son diez años de vida militar los que asigna Cervantes al protagonista de una novela corta que escribe años después para inyectar en la ficción algunas de las experiencias centrales de su vida, y sobre todo la militar y la de cautivo. Ese protagonista suyo llegará a ser lo que nunca fue Cervantes, capitán, se llama Ruy Pérez de Viedma y emprende la ruta por mar hacia Génova y el norte de Italia. Allí enlaza con los tercios hacia Flandes y baja después de nuevo hacia Nápoles (la mitad sur de Italia es entonces el reino español de Nápoles) para combatir a otro infiel que no es el protestante del norte sino la «morisma» del sur. Y dice el mismo capitán cautivo de la historia que el suyo será «discurso verdadero» al que no llegan «las mentiras que con curioso y pensado artificio suelen componerse».

Ni ese fue el caso de Cervantes ni esa fue la ruta que hizo él, pero sí encontró en los tercios contra el turco en el Mediterráneo un destino y un oficio en defensa de la cristiandad. Y así se define a sí mismo y por su propia voz cuando quiere contarle a Mateo Vázquez qué ha sido de su vida en los últimos años y por qué es un cautivo en Argel en 1577, que «no fue la causa aquí de mi venida / andar vagando por el mundo» con la «vergüenza y la razón perdida», aunque sea verdad que «el camino más bajo y grosero / he caminado en fría noche oscura». El camino lo ha llevado hasta un Argel donde comparte cárcel y cautiverio con muchos de los soldados que conoció en los primeros días de oficio y en las infinitas horas muertas de Nápoles en 1571, mientras se preparaban las naves entre tabernas bien surtidas de comida y sin duda de mujeres, timbas de juego, dados, naipes y seguramente, como cualquiera de ellos, leal al ocio de la milicia, que es el rumor y la fanfarronería, como mínimo. Allí reencuentra a su hermano Rodrigo —que acaba de llegar con la compañía de Diego de Urbina desde Granada—, a su amigo Gabriel López Maldonado, a un hombre de la montaña del valle de Carriedo, Gabriel de Castañeda, o a un toledano, Diego Castellano —los dos han ascendido a alférez en pocos años: tampoco será el caso de Cervantes—. Todos tienen poco más de veinte años, como él cuando se alista, y todos están dispuestos a servir a las órdenes del rey, sí, pero sobre todo del héroe de Granada y «hermano natural» —como lo llama Cervantes— del rey, Juan de Austria. En Nápoles estarán muchos de los que se reencontrarán en el cautiverio de Argel, y a unos y otros los veremos testificar en favor de sí mismos en un trueque de favores común: Cervantes acredita sus estupendas conductas y ellos acreditan la estupenda conducta de Cervantes. No hace falta creer que todos mienten en todo, aunque todos mientan sin duda.

Y desde luego que se acuerdan ellos como se acuerda Cervantes en 1577 de lo que ya casi todos los demás parecen haber olvidado. La victoria de la armada española sobre la turca en el golfo de Lepanto, en 1571, con más de doscientas galeras por bando, fue «la batalla naval» por antonomasia, y aquel día, según cuenta Pérez de Viedma, el capitán cautivo del relato de Cervantes, «fue para la cristiandad tan dichoso porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar». Es verdad que apenas logró escapar con treinta naves el capitán general de la mar Euch Alí —tras capturar la nave capitana de los caballeros de San Juan de Malta— para refugiarse en Navarino, al sur de Lepanto, y convertirse en el Uchalí legendario del romancero literario (y del propio Cervantes). Pero lo cuenta como testigo de ficción un capitán que, si se identifica enseguida como el hombre más desdichado de la tierra, es porque lo capturaron los turcos aquella misma noche. Lo que sucedió de veras la tarde del 7 de octubre de 1571 es que cayó una fenomenal tormenta que obligó a las naves cristianas a refugiarse varias horas y seguramente a interrumpir el pillaje implacable de una victoria contra el enemigo jurado. Pero vuelve a decir la verdad Cervantes cuando asegura que «más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron», como le sucedió al Cervantes real. Y así se lo recuerda también a Mateo Vázquez, seis años después de Lepanto, apesadumbrado de no quedarse «con los que allí quedaron esforzados / y perderme con ellos o ganarme».

Es verdad que ahí «presente estuvo mi persona», más «de esperanza que de hierro armada», como le cuenta Cervantes al secretario del rey. Y lo que vio en 1571 no lo ha olvidado en 1577 y en Argel, el «formado escuadrón roto y deshecho, / y de bárbara gente y de cristiana / rojo en mil partes» el lecho del mar, desatada la «muerte airada con su furia insana / aquí y allí con prisa discurriendo» en medio de un ruido atronador, el «son confuso, el espantable estruendo», entre gestos y rostros de «los tristes miserables / que entre el fuego y el agua iban muriendo», mientras «los heridos pechos despedían» profundos suspiros «maldiciendo sus hados detestables»: «helóseles la sangre» a los turcos cuando «en el son de la trompeta nuestra, / su daño y nuestra victoria conocían», y desde entonces ya sin reservas «rompiendo el aire claro, el son mostraba» con alta voz ser «vencedora la cristiana diestra», la suya, desde luego, pero sobre todo la de su armada de cristianos, castellanos, venecianos y genoveses.

Pero a su sueño íntimo de gloria se le injertó la pesadilla perdurable porque «yo, triste, estaba / con la una mano de la espada asida / y sangre de la otra derramaba», mientras el pecho «mío de profunda herida / sentía llagado» y la otra mano, la mano izquierda, «estaba por mil partes rompida». Y sí, por supuesto que pesó más entonces el contento «soberano / que a mi alma llegó», vencido el «crudo pueblo infiel por el cristiano», porque así «no echaba de ver si estaba herido» cuando era tan «mortal mi sentimiento / que a veces me quitó todo el sentido», desmayado por las dos heridas de arcabuzazo, «vertiendo sangre aun la herida mayor, con otras dos», al menos hasta abril de 1572, seis meses después de la batalla en la embocadura del actual golfo de Corinto.

Es verdad que ese fue el efecto devastador de la victoria naval la madrugada del 7 de octubre de 1571 y hasta el mediodía: desarbolar el dominio marítimo de la zona y el negocio fundamental del turco en Argel, que era la piratería y los suculentos rescates obtenidos de caballeros y capitanes, además de sepultar la confianza del turco en la imbatibilidad de su poder en el Mediterráneo. La alianza fraguada en los meses anteriores, a lo largo de 1571, entre el Papa, la rica ciudad de Venecia (y sus comerciantes) y el rey Felipe II había servido para descomponer al turco y también para rebajar la amenaza de acoso y conquista del centro de la cristiandad, Roma. Sin embargo, los intereses comerciales de Venecia y los recelos del Papa ante la fuerza militar y política de Felipe II en Europa darían al traste con esa alianza casi de inmediato, apenas un año después de Lepanto. No fue, pues, el principio del fin del Imperio Otomano sino el instrumento de una victoria simbólica que ya casi no sería nada más. Empieza a disolverse la alianza con la muerte, en mayo de 1572, del Papa que la suscribió, Pío V, y muere definitivamente un año más tarde con el acuerdo secreto de paz que firma Venecia con el turco, a espaldas de sus aliados, aunque a nadie incomoda demasiado esa deslealtad veneciana por razones estratégicas y, sobre todo, de política interior.

Pero ni unas ni otras razones atenúan en nada la decepción de muchos soldados de Lepanto —se cuentan cuarenta mil muertos y doscientos mil heridos— que habían sobrevivido en las aguas color de vino de Grecia. En la Marquesa murieron cuarenta de los doscientos soldados, entre ellos el capitán, con unos ciento veinte heridos. Al menos a Cervantes y a algunos centenares de convalecientes les compensó don Juan con el aumento de la paga en cuatro ducados a través de una especie de caja B o libro de pagos secretos para su uso discrecional. Y alguno de ellos aclara que vio sin duda que «de la dicha mano izquierda está manco de tal manera que no la puede mandar».

Lo que Cervantes no cuenta a Mateo Vázquez, porque es imposible contarlo bien, es el deplorable estado en que llega a la batalla el domingo 7 de octubre. Con 23 años recién cumplidos va visiblemente afectado por la fiebre y los temblores, de pura enfermedad o de puro mareo, tras haber zarpado una semana atrás del puerto de Mesina, en Sicilia, rumbo este y hacia la costa de Grecia, hasta la isla de Corfú primero y poco después, y algo más al sur, el golfo de Lepanto. Don Juan de Austria había tomado el mando de la armada en Nápoles a mediados de ese agosto de 1571, en ceremonia resonante y de gran aparato, cuando empezaban ya los movimientos de las galeras de uno y otro bando. Con Mateo de Santisteban se ha visto en Nápoles el verano anterior, en 1570, pero «comenzó a conocer» de veras a Miguel cuando están ya asignados a la compañía de Diego de Urbina —la misma que traía a su hermano Rodrigo tras acabar el trabajo contra los moriscos de Granada— y el mismo «día que el señor don Juan dio batalla a la armada del turco en el mar, a las bocas de Lepanto», pero en otra nave. La de Cervantes se llama Marquesa y pertenece al genovés Andrea Doria, aunque al mando de ella está Francesco Santo Pietro, encargado con otras galeras de cubrir «el cuerno de tierra» del golfo, muy cerca de los arenales y playas que hay, todavía hoy, al pie.

El mismo día que avistaron de madrugada a la armada del turco, Mateo de Santisteban vio también a Miguel «mal y con calentura», pues «estaba enfermo». Su capitán y compañeros le dijeron que se «estuviese quedo, abajo en la cámara de la galera» y Cervantes que no, «que qué dirían de él». Dirían «que no hacía lo que debía» si se quedaba en la bodega del barco y por eso «más quería morir peleando», pese a la calentura, «que no meterse bajo cubierta». Y el capitán cedió y le mandó con otros doce al «lugar del esquife» o barca auxiliar de la galera situada en el costado de estribor, tras el cuartel de los remeros de proa. Es lugar expuesto y en primera línea de fuego para disparar como arcabucero con esas complicadas escopetas de la época que necesitan acercar al cebo la mecha con la brea encendida. Que «no estaba para pelear» lo cree también otro compañero de la galera, Gabriel de Castañeda, aunque reconoce que Cervantes aseguró «muy enojado» que «ahora no haré menos» que otras veces y según este soldado, pidió al capitán que le «pusiese en la parte y lugar que fuese más peligrosa y que allí estaría y moriría peleando». Por eso «le entregó el lugar del esquife con doce soldados», donde «peleó valientemente como buen soldado contra los turcos hasta que se acabó la dicha batalla».

A Cervantes no le cayeron solo los ducados discrecionales de Juan de Austria sino también las pagas regulares entre enero y abril de 1572, cuando recibe en Mesina, y aún convaleciente, sucesivos cobros de veinte ducados para ayudar a costear la estancia en el hospital. Ni las heridas ni los desmayos metieron en su «propia cabeza el escarmiento» porque desde mayo de 1572 se le destina al tercio de Lope de Figueroa, vuelve a ponerse «a discreción del viento» y volvió a ver ante sí «al bárbaro, medroso pueblo» infiel, de nuevo «recogido, triste, amedrentado / y con causa temiendo de su daño». No se lo aclara a Mateo Vázquez, quizá porque es demasiado obvio, pero está aludiendo a la campaña siguiente y el fracasado intento de tomar el puerto de Navarino donde se ha refugiado el Uchalí, al sur del golfo de Lepanto en la misma costa griega (y por supuesto como parte del inmenso Imperio Otomano). En los meses sucesivos recibirá «a buena cuenta de lo que se le debe» varias partidas de 10 escudos, cuando está ya encuadrado en la compañía de Manuel Ponce de León desde el verano de 1572. Con ella y seguramente con su hermano Rodrigo, lucha en Navarino con graves reservas, por primera vez, contra sus capitanes, aunque al menos las pagas llegan a Nápoles a lo largo de 1573 e incluso cuando «pretende se le deben» 20 escudos más, le creen y se los pagan.

Porque esto es lo que significan los versos de la Epístola a Mateo Vázquez: se desaprovechó en Navarino la superioridad moral y la oportunidad material de acabar con la flota turca, y esa es la primera, dolorosa y decepcionante experiencia militar que recoge su obra, y quizá también la que inyecta una desconfianza inédita en el mando y en las razones del mando para actuar. Aunque hoy sepamos que Juan de Austria aspiraba en esos años a ser señor y rey de un reino propio, y que ese reino había de ser Túnez, entonces quizá sabían solo a medias, o solo unos pocos, las causas reales de las decisiones militares y podían también ignorar las motivaciones íntimas de un bastardo que necesita dignificarse como rey (porque el gran soldado que es ya se lo reconocen todos). El pretexto de combatir en tierra infiel fue siempre seguro, pero el cautivo del relato de Cervantes entiende francamente mal al menos dos cosas: haber desaprovechado la felicísima liberación de los remeros cristianos de las naves turcas gracias a la derrota de Lepanto —los calcula nada menos que en quince mil— y que esa derrota humillante para el turco no haya servido para rematarlos, desarbolar su potencia naval o lograr cuando menos su expulsión de las posiciones adelantadas en el Mediterráneo, tanto en la costa africana como en el mar. Siente el cautivo la «ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto [de Navarino] toda la armada turquesca» porque allí todos ellos sabían y «tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mismo puerto y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada».

Parece saberlo tan de primera mano, que Cervantes ironiza como si hubiese visto los zapatos a punto de ser calzados y echando humo a la carrera. Pero se dilapidó ese miedo y la astucia del turco venció a la pereza o la torpeza del cristiano, o como mínimo de Venecia, más interesada en restituir la paz y el comercio que en acabar con él. Porque si «sintió mucho» el turco la ocupación de Túnez en 1573, supo también usar «la sagacidad que todos los de su casa tienen» e «hizo paz con los venecianos, que mucho más que él la deseaban», según el cautivo del relato. Eso hizo aún más trágica y absurda la defensa, en septiembre de 1574, de Túnez y del fuerte de la Goleta, a un coste de vidas exagerado e innecesario, sobre todo en el segundo caso. Las dos plazas eran demasiado importantes para el turco y aunque la Goleta se tenía «hasta entonces por inexpugnable», su defensa era casi imposible porque se juntaron unos setenta y cinco mil «soldados turcos, pagados», además de «moros y alárabes de toda la África, más de cuatrocientos mil, acompañado este gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra y con tantos zapadores, que con las manos y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte». Por nada del mundo el turco toleraría un enclave cristiano en una zona vital para el control del Mediterráneo y desde luego de la misma costa norteafricana. Y sin embargo, lamenta el cautivo de Cervantes, todavía muchos pretenden que la defensa de aquel fuerte a las puertas de Túnez fue débil o pusilánime por culpa de los soldados, como si ellos hubiesen incurrido en la debilidad de resignarse a perder o renunciar al combate ante la superioridad enemiga.

Fue al revés, y ellos «hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían». Nadie imaginó que las trincheras turcas de arena resistirían a ras de agua ni que levantaran con sacos de arena «trincheras tan altas que sobrepujaban las murallas» del fuerte, sin posibilidad alguna de parar a sus tiradores «ni asistir a la defensa». Otros aducen grandes ideas de cómo debía haberse hecho pero solo «hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes». La auténtica razón de la derrota es que en el fuerte solo había siete mil defensores, y su defensa era poco menos que imposible cuando estuvieron asediándola «enemigos muchos y porfiados, y en su misma tierra».

La verdadera lección que saca Cervantes de la derrota en la Goleta fue moral y no militar porque perderla fue también librar por fin a los soldados del deber de custodiar «aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria» de su conquista por Carlos V, como si hiciese falta «para hacerla eterna, como lo es y lo será, que aquellas piedras la sustentaran». Y por cierto que algo debía de saber Cervantes de primera mano porque en la Goleta había sido gobernador un tío abuelo suyo en 1535, otro Rodrigo de Cervantes, cuando la acababa de tomar Carlos V. Pero ahora, ¿para qué, por qué y a costa de cuánto? La Goleta se perdió y el fuerte también, pero «ninguno cautivaron de los trescientos que quedaron vivos», tras veintidós asaltos turcos, tras veinticinco mil muertes turcas a manos de los cristianos. No quedó ni el general de la Goleta, Pedro Puertocarrero, que hizo «cuanto fue posible por defender su fuerza y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo». Los epitafios que ha escrito otro cautivo que la suerte llevó «a mi galera y mi banco y a ser esclavo de mi mismo patrón», dice Pérez de Viedma, compadecen la indefensión agónica de aquellas tropas y ahí, a Cervantes, se le oye muy de cerca en la prosa, como si hubiera estado en la batalla o como si sintiese haber estado.

En su memoria sentimental de Lepanto pesó siempre más la euforia que la pesadilla pero en la Goleta y su fuerte se ulceró la llaga de un sacrificio humano innecesario a cambio de un pudridero de corrupciones. Siente Cervantes que la memoria de Carlos V no merecía ensuciarse con semejante sacrificio y no queda ya otro consuelo que el de la fe porque ese fue el único válido para esos tres mil soldados que dice el capitán cautivo que murieron, y así, «primero que el valor faltó la vida / en los cansados brazos», caídos «entre el muro y el hierro» y «en vano ejercitada / la fuerza de sus brazos esforzados, / hasta que al fin, de pocos y cansados, / dieron la vida al filo de la espada» turca. Que Cervantes estuviese ahí para verlo es irrelevante (aunque en teoría no estuvo porque su compañía no estaba ahí): lo relevante es que no olvidó la tragedia vivida por compañeros de armas y al cautivo de su historia lo hizo portavoz de la rabia y de la melancolía. Lo que aprende Cervantes de la experiencia militar es que la cristiandad y Felipe II en particular, pero sobre todo el mismísimo Juan de Austria, han subordinado su deber militar y religioso a sus ambiciones particulares, con sacrificio desproporcionado de vidas y ninguna posibilidad real de éxito en conservar Túnez y la Goleta. En noviembre de 1574 firma otra partida suelta más el duque de Sesa como responsable de pagar a Cervantes veinticinco escudos como soldado ya por fin «aventajado»: el lentísimo progreso le ha costado cuatro años, tres heridas, el uso de una mano y el primer desengaño.

 

 

UN REGRESO ACCIDENTADO HACIA 1575

 

Le queda la última experiencia, que es volver a casa. La decisión está tomada y el permiso concedido en agosto de 1575 porque sus colegas se lo han oído decir en Nápoles. Es posible que una mezcla de desánimo por la parálisis de la lucha contra el turco y la irrelevancia real de los objetivos hayan decidido a Cervantes a dar el paso de volver a casa aprovechando la salida de la flotilla que ha de partir a España, pese a los sucesivos y alarmantes retrasos. El desacuerdo frontal entre el nuevo virrey de Nápoles desde julio, Íñigo López de Mendoza, el marqués de Mondéjar, y don Juan de Austria no facilita las cosas ni alivia el rencor de don Juan, resentido por el insuficiente apoyo que ofreció el virrey anterior, Granvela, para la defensa de la Goleta. Lo que necesita Juan de Austria es dinero, más dinero, pero tampoco encuentra apoyo suficiente en el nuevo virrey, que además asigna como guarda y protección de las galeras que un día u otro saldrán hacia España una compañía de infantería llena de «forajidos» de Nápoles, lo cual no es exactamente el mejor de los planes, ni las naves van «bien apercibidas» para defenderse de los ataques corsarios.

El tiempo apremia ya y la tropa se halla en tal estado que no sufre «más dilación», además de la extrema urgencia de los fondos que deberán llevar a Nápoles las naves que ahora parten hacia España tan fuera de fechas. La situación económica de don Juan y sus tercios raya en la desesperación y hasta el día anterior a la partida de la flota escribe sin desmayo porque ya se ve «sin un real», «tan cargado de hombres y obligaciones que sustentar que ya no sé qué hacer», aparte de ir él mismo en persona a ver al rey a Madrid y «hacerle fe muy verdadera de lo que digo». Pero prefiere mandar la carta con la flota que parte al día siguiente, el 7 de septiembre, y en la que va Cervantes con su hermano Rodrigo (cuando hace una semana que es pública la declaración de quiebra de la Hacienda real).

¿Conoce Cervantes las recriminaciones irritadísimas de don Juan al anterior virrey de Nápoles, Granvela, por el insuficiente apoyo militar que le ofreció para defender la Goleta? O mejor aún: ¿hay alguna relación entre el regreso de Cervantes y la presencia súbita en Nápoles desde ese verano de Íñigo López de Mendoza, el marqués de Mondéjar? Miguel y Rodrigo de Cervantes pertenecen a la familia que logró sacarles a los Hurtado de Mendoza seiscientos mil maravedíes de compensación por el pleito largo y duro que mantuvieron el abuelo Juan de Cervantes y su hija María contra la familia Mendoza hacia 1530. De un hijo natural del duque, Martín de Mendoza, o Martín el Gitano, había nacido una niña medio gitana, o gitanilla, que se llamó Martina. El pleito lo ganaron los Cervantes y aportó un tren de vida que pronto iría en caída libre, o de camino al impago de deudas y el embargo de bienes de Valladolid en 1552, con el padre de Miguel en la cárcel.

Prefiriese Cervantes volver a España por una razón o por otra, o por todas juntas, lo llamativo es que vuelven los dos hermanos, aunque en condiciones diferentes. Miguel tiene la precaución de recabar la documentación que acredite sus servicios y méritos de guerra con vistas a obtener en España algún empleo en la corte, o quizá incluso seguir en la milicia pero en otro nivel de responsabilidad. Pocos soldados comunes como él, sin apellido ni linaje, podían regresar respaldados por dos cartas de recomendación firmadas por don Juan de Austria y el duque de Sesa, como las que exhibe él todavía en Nápoles ese verano. Su previsión inteligente antes de partir de Italia fue también parte de su ruina futura. Van las dos dirigidas al rey y suplicaban —dice un testigo— «que le diese una compañía de las que se hiciesen en España para Italia, pues era hombre de méritos y servicios». De esas cartas se acordaba también Beltrán del Salto o, mejor, don Beltrán, porque es el único amigo de los años de Argel que lleva el don de los caballeros por delante, y sabe también que Cervantes se ofrecía en ellas como capitán «de una compañía, como persona que lo mereció muy bien» y ahora sin embargo «estropeado» de la mano izquierda. Era mucho peor seguir siendo arcabucero que pensar en una segunda fase de su carrera militar como capitán de compañía.

Pero volver decepcionado y estropeado no significa volver claudicante y derrotado. Cervantes regresa sin renunciar a la batalla y sin interiorizar derrota alguna: retorna más bien obligado (por los muertos, las victorias, las escabechinas y la memoria) a aumentar las fuerzas cristianas contra un poder turco que no deja de mandar y de exhibirse. El propio Felipe II parece tomar una ruta conciliadora con el infiel, y hasta el gran don Juan de Austria prefiere reinar en su propio reino tunecino antes que vencer a la morisma, por mucho que a Felipe II le preocupe la explosiva situación de Flandes, con revueltas muy frecuentes del protestantismo y el calvinismo, además de la presión complementaria de la protestante Inglaterra, con su reina Isabel a la cabeza pero también de la mano del corsario mayor del reino, protegido por ella, que es el hiperactivo Drake.

Embarca Cervantes por fin en Nápoles el 7 septiembre en una de las cuatro naves que zarpan juntas hacia España, tras demasiado tiempo de espera y un punto de impaciencia. La flota seguirá el plan de ruta habitual, bordeando la costa italiana hasta Génova durante la primera semana, para seguir después por Francia y arribar a Barcelona, salvo que hubiese tormenta o percance con los corsarios, y esta vez las cuatro naves viven tormenta y percance. La primera no ha sido tormenta, sino «temporal recísimo» que ha desperdigado a las naves pero sobre todo la Sol ha sido «desbaratada de las otras y vuelta gran trecho atrás», mientras busca refugio los tres días de la tormenta en un pueblecito de la costa francesa, cerca de Niza, y escala habitual en la ruta, sobre el 21 de septiembre. Se lo cuenta su secretario Escobedo a Juan de Austria unas semanas después para enterarle de que, en efecto, todo ha seguido saliendo mal, como él imaginaba que pasaría si todo «se resolviese como lleva camino el mundo»: mal.

Y en muy mal estado, «sin artillería» y «con las redes hechas pedazos», se encuentra la galera Sol, así que es todavía más vulnerable a las «galeotas ligeras o bergantines» (que son las fragatas de los turcos, dice el fraile Antonio de Sosa) que navegan por todos los sitios «tan sin temor» que es como si «ni más ni menos anduviesen a la caza de muchas liebres y conejos, matando aquí uno y allí otro». Los conejos y las liebres en el mar son «galeotas cristianas, tan pesadas, con tan grande confusión y embarazo», que no hay manera de contrarrestar la ágil maniobrabilidad de los turcos cuando deciden salir de los «puertos y abrigos» donde esperan apostados sin prisa, a «pierna tendida y a placer, aguardando al paso de los navíos cristianos que vienen a meterse en sus manos», a menudo avisados por los franceses en sus costas, y siempre listos para el asalto porque «son tan cuidadosos en la limpieza, orden y concierto» que todo anda en la nave bien estibado «para poder bien correr y prohejar» navegando o remando incluso contra la corriente.

Y mientras la Sol trata de llegar «donde estaban las otras tres galeras», llega antes el asalto corsario que todos temen y «dos galeras de turcos» dirigidas por Arnaut Mamí y Dalí Mamí «la entraron» para perderla. Y aunque cuenta el alférez Ximénez, ya a salvo en diciembre de 1575 en su pueblo de Villamiel, que estando cautivos en la galera «se animaron» como «valientes soldados» y lograron matar «a todos los dichos turcos y moros y libertaron la dicha galera que iba perdida», debió ser en la suya porque Cervantes no se salva ni se libera. Los piratas han sabido aprovecharse de la desbandada del temporal pero han combatido para capturar al menos una de ellas, en la que va Cervantes, que se les ha escapado, y por eso cogen antes a otra, en la que va su hermano Rodrigo. Han de capturarlos entonces a ambos, sin duda tras pasar el cabo de Creus, refugiados los piratas de los vientos del norte del golfo de León y apostados a la altura de Roses, o quizá, pasada ya la ancha bahía, a la altura de Palamós, varias millas más al sur.

A Nápoles llegaron de inmediato las noticias, y es quizá el duque de Sesa, que ha conocido personalmente a Cervantes, quien afina mejor cuando escribe en 1578 que fue capturado «habiendo peleado antes que le capturasen, muy bien, y cumplido con lo que debía», mientras otro testimonio más recuerda que primero cayó cautivo Rodrigo de Cervantes y «de ahí a pocas horas cautivaron a Miguel». Eso es lo que dice Cervantes sin decirlo, cuando exalta en la Epístola a Mateo Vázquez la resistencia y el valor que opusieron tanto él como los demás caballeros, como Hernando de la Vega, que va ahí, como Juan de Balcázar, que también va. Y de eso no hay duda alguna porque todos sabían cómo acaba un viaje en manos turcas. El «brío» del valor no bastó, llegó de nuevo «la experiencia amarga», y «conocimos ser todo desvarío», escribe Cervantes a Mateo Vázquez, como si por un momento se hubiesen creído a salvo del asalto para desvanecerse enseguida la alegría y acabar como cautivos en ruta a Argel en la tercera semana de septiembre de 1575.