Son muchos quienes ven llegar las naves a puerto con el alborozo del botín inminente porque Argel es entonces una capital de cien mil personas, saturada de cautivos raptados con sus galeras y bienes. Algunos son veteranos de las jornadas de Túnez y muchos otros han compartido los infinitos tiempos muertos de Nápoles a la espera del verano, que es la estación de la batalla. Cervantes no ha estado nunca en Argel pero basta nombrarla para saber que llega al infierno. Ahora lo tiene delante, recién levantada una tercera muralla que funciona «más de parapeto que de muralla», con sus dos torres nuevas, una para el faro que no se enciende nunca y otra para una vigilancia relajada y «de poca importancia» frente al puerto —Argel significa ciudad de la isla—. El foso mayor no pasa de diez o doce palmos con unos cuarenta de altura sobre el mar, mientras las casas ascienden unas sobre las otras por la ladera de la montaña en «cuesta agria». Cuando llega Cervantes están acabando de construir un bastión nuevo para una pieza de artillería traída de Fez, de siete bocas, y otras «cinco piezas de artillería menuda», según cuenta Antonio de Sosa en su Topografía de Argel.
En la primera vista y en el principio está lo peor, y Cervantes llega a la vista de la tierra enemiga y ante ella, explica a Mateo Vázquez, «no pude al llanto detener el freno» y sin «saber lo que era, / me vi el marchito rostro de agua lleno», en compañía de Rodrigo y otros tantos soldados y capitanes que despiden para mucho tiempo la vida en libertad. La paradoja se recrudece en la memoria porque Cervantes se acuerda entonces, mientras llega la nave a Argel, de los tiempos en que el «Grande Carlos tuvo / levantada en el aire su bandera», y una cosa y la otra, la derrota de hoy y la derrota de ayer, se confunden en su memoria y, entre ambas, nuevas «lágrimas trujeron a los ojos».
Iba a tener mucho tiempo para despejarse mientras acaba de recibir la orden de soltar los remos y quedar asido con el resto de bogadores «a un cordel o cuerda delgada». Una vez desherrados, o soltado el cepo que los sujeta al banco de la galera, deben recoger los remos y llevárselos al almacén mientras los turcos desembarcan con el botín, la galima, para empezar la fiesta con «gran pavonada y gloria muy particular». A Cervantes se lo lleva el capitán de la galera que lo capturó, Dalí Mamí, para encerrarlo en sus baños, porque bañol significa en turco cárcel real, o sea, del gobernador de Argel, aunque las hay particulares, como la de Dalí Mamí. Sus condiciones serán las mismas que las de todos, encerrados en una instalación parecida a un patio con dos alturas, una cisterna de agua en el centro y «muchas camarillas» que funcionan como minúsculas celdas o chabolas y tiendas que a veces comparten varios presos «tendidos todos en el suelo, y casi todos o con los pies en algunos cepos metidos, o con grillos y cadenas a buen recaudo». También cuentan con un lugar habilitado como «iglesia u oratorio» porque «nunca faltan sacerdotes cautivos» para celebrar la misa, aunque a menudo deben pagar por asistir a ella.
En Argel malvive una población de al menos veinticinco mil cautivos procedentes de todos los puntos de la cristiandad, «contando los que bogan en las galeras y los que quedan en tierra», como de todos los puntos de la cristiandad proceden los infinitos renegados de Argel. Las calles van «sin orden y sin compostura» pero con detalles que no escapan a Sosa, como la ausencia de ventanas en las casas, precisamente para que no «miren o sean miradas de otros» las mujeres argelinas y tunecinas de una ciudad altamente cosmopolita y superpoblada entonces de moros, turcos y judíos como pocas ciudades (o ninguna) de Occidente. La habitan una combinación ordenada y clara de comunidades y razas como los señoriales baldis, los cabayles —todos pobres y a menudo «pintados como culebras»—, los «infinitos» alarbes, que son puros mendigos árabes, «feísimos» y «en extremo puercos y muy guarros» (pero son precisamente estos «tan lindos galanes y polidos» los que «conquistaron a África y aun a casi toda España»). Y entre los peores están sin duda los mudéjares, que llegan de Granada y de Andalucía, o los tagarinos (que vienen de Aragón, Valencia y Cataluña), y son «en general» los «mayores y más crueles enemigos» de los cristianos en Berbería porque nunca se hartan ni se les quita «el hambre grande y la sed que tienen entrañable de la sangre cristiana»; calcula que son unas mil casas en Argel.
Nada menos que la mitad de su población, calcula Sosa, son renegados, «turcos de profesión», convertidos a la fe musulmana, bien porque «como pusilánimes rehúsan el trabajo de la esclavitud», bien porque les «place la vida libre» y el ejercicio «de todo vicio de la carne en que viven los turcos», bien porque —y son los casos más sangrantes y los que Cervantes rescatará para su literatura—, una vez capturados desde niños en las razzias en las costas cristianas, sus amos les imponen desde muchachos «la bellaquería de la sodomía a que se aficionan luego», como es natural, por mucho que a Sosa le saque de quicio ese «vivir a su placer y encenagados de todo género de lujuria, sodomía y gula». Y todo sin recato ni reserva porque es tan natural y tan estimada la sodomía que «las boticas de barberos» son públicos burdeles de muchachos, como en público vomitan sus borracheras «en las barbas de todos», de nuevo pese a la prohibición coránica del alcohol (beben tanto que «ninguno va a comer con otro que no lleve un cristiano que le vuelva a casa»). Lo que es seguro es que a los muchachos los cuidan los turcos más que a sus propias mujeres, visten «muy ricamente a sus garzones» porque «son sus mujeres barbadas» y les sirven «de cocinar y de acompañar en la cama». Es verdad que hacerse turco «de profesión» incluye el rito de la circuncisión, que practica un maestro judío «cortándole en redondo toda la capilla del miembro», mientras el renegado invoca a grito pelado a Mahoma «porque no se puede hacer esto sin sentir muy gran dolor».
En ellos, en los renegados, «está casi todo el poder, dominio, gobierno y riqueza de Argel, y de todo su reino», y por eso son los «principales enemigos» del cristiano, con no menos de seis mil casas en Argel. Al menos a dos de ellas va a sobrevivir Cervantes, primero la de Dalí Mamí, renegado albanés, y después la de Hasán Bajá o Hasán Veneciano, que será el gobernador o virrey de Argel desde junio de 1577 y es un célebre renegado veneciano, capturado de niño por el jefe de la armada, Uchalí, que es hombre con formación cultural y cosmopolita con quien crece Hasán, como secretario y amante reconocido, para convertirse después, con treinta y tantos años, en el cruel gobernador de Argel que todos deploran.
Si hay que creer a Sosa, con la moderación que no pone él en su alegato contra los musulmanes, les gustan los relatos y las historias hasta el extremo de que le deben mucho los cautivos a ese gusto inmoderado por contar historias exóticas y chismes, porque «con esto les alivian el trabajo del cautiverio, haciendo que con las nuevas diviertan el pensamiento e imaginación continua de las cadenas». Buena parte del día lo deben pasar hablando y hablando y hablando, sin perder el hilo, y algunos incluso toman nota de historias, y las vuelven a contar y las registran con tanto escrúpulo como al menos durante seis años hizo Antonio de Sosa para dejar el testimonio más completo, a ratos perturbador, equilibrado e inteligente que existe sobre la vida de Argel y la vida en sus cárceles o baños.
ANTES QUE NADA
Antes que nada, empezar a escaparse con el corazón y la cabeza, día y noche y sin descanso. Porque la servidumbre en la obra pública, la molienda, el servicio doméstico o el acarreo de leña y agua son el destino de esclavitud que a los más afortunados les espera allí. Y los más afortunados, como Cervantes, son aquellos a quienes se asigna un rescate, alto, desde luego, si llevan consigo las cartas que lleva Cervantes. Pero a menudo los precios crecen y crecen con el tiempo, a medida que las fantasías de los turcos sobre la calidad de sus presos incrementan el margen de beneficio de lo que no es una guerra de religión sino una operación comercial o, en todo caso, una guerra económica. Por delante solo hay un plan, que es intentar pasar el menor tiempo posible en la cárcel, aprovechar el régimen de semilibertad en que viven y rezar, en el sentido literal, para que cuanto antes llegue el dinero del rescate o al menos una misión de redención de cautivos enviada desde España que lo aporte. Y mientras tanto mantener la tensión que tan bien define el animoso Pérez de Viedma del relato de Cervantes porque cuando aquello «que fabricaba, pensaba y ponía por obra» no acababa resultando como debía, de inmediato, o «luego, sin abandonarme, fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil y flaca». Y seguía intentando la fuga, y con «eso entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa» que llaman baño.
Saben todos nada más llegar que el tiempo y la buena suerte son lo mismo: su único aliado. Cada cual administra su capacidad de resistencia para sobrevivir a condiciones que dependen de cada amo y del rescate que piden por cada uno. Cervantes cuenta mucho después, tras su liberación en septiembre de 1580, que estuvo desde el principio en casa de Dalí Mamí «cargado de grillos y cadenas». Las cartas que lleva encima le han salvado de la pura explotación esclava o de ser carne de remero en las galeras corsarias, pero a la vez su amo lo tiene «en mucha cuenta y reputación» y, precisamente por eso, cuenta un compañero de cárcel en la misma casa, lo tiene de ordinario «aherrojado y cargado de hierros y con guardias». Tener así a un hombre relevante, «todo vejado y molestado», sirve para acelerar los rescates, apremiar a los familiares, y librarse cuanto antes «de pasar mala y estrecha vida, como la acostumbran y suelen dar los moros y turcos a las personas semejantes a Miguel de Cervantes».
Él no será de los que bogan en las galeras sino de los esclavos de rescate, que es la base del formidable negocio de Argel, mientras que los remeros son la mano de obra gratuita de la industria corsaria. Unos pueden rescatarse con dineros de la familia y otros pueden rescatarse a sí mismos sublevándose en la galera al primer descuido y liberándose con ella rumbo a las islas Baleares, a Valencia, a Murcia o a Sicilia, que es el arco de la tierra de la cristiandad que tienen más cerca, es decir, muy, muy lejos, aunque no tan lejos como si el cautiverio transcurre en Constantinopla: de allí no se regresa jamás. Pero ni los encierros son totales ni los castigos imprescriptibles porque «si salimos por esas calles —dice Sosa—, qué vemos sino infinitos cristianos muchos y principales cautivos», que de «tan desfigurados y mirrados» más «parecen cuerpos desenterrados que figuras de hombres vivos».
Cervantes ha dado motivos sobrados para estar más vigilado que nadie. De acuerdo con otros cautivos, varios de ellos caballeros, proyecta nada más llegar, para principios de 1576, una huida impracticable pero a la vez muy común. En teoría no cuesta nada localizar a «un moro que a él» y a otros cristianos los «llevase por tierra a Orán», que es plaza cristiana, gobernada por Martín de Córdoba. Con Cervantes emprenden la fuga otros presos sin saber del todo hasta dónde es mortal la ruta que tienen por delante. Según cuenta el esclavo de un drama que Cervantes escribirá recién vuelto, Los tratos de Argel, son sesenta leguas y con diez libras de bizcocho, por bueno que sea, apenas se cubre nada, incluso si el fugado ha preparado para meter en la mochila «una pasta de harina y huevos, y con miel mezclada / y cocida muy bien», porque muy poca cantidad da «gran sustento». Y, si no, siempre hay el remedio de las yerbas con sal que también lleva ese esclavo de ficción, incluidos hasta tres pares de zapatos de repuesto y todo a pesar de que no sabe nada del camino.
Y nada atenúa el riesgo real porque recorrerá, lo sepa o no, «en las tinieblas de la cerrada noche, sin camino / ni senda» que le guíe, cuatrocientos kilómetros de desierto hasta llegar a Orán. A Cervantes, y no a su personaje de Los tratos, «tras algunas jornadas» en las que apenas habrían avanzado un trecho, los abandona el moro que los guía todavía muy lejos de Orán, sin otra solución que regresar reconcomiéndose todos por la represalia segura y ejemplarizante que les espera, además de volver con «el bramido continuo / de fieras alimañas» metido en el cuerpo, como le pasa a su personaje. El pan se le «ha acabado, / y roto entre jarales el vestido, / los zapatos rasgado, / el brío consumido», apenas no puede ya «un pie del otro pie pasar un dedo», como cuenta el cautivo de ficción al que solo le queda volver, entregarse al amo e invocar a la Virgen de Montserrat, a quien «el cuerpo y el alma» deja a su cargo e implora sin reservas: «enviadme rescate, / sacadme de este duelo». Y le manda auxilio la Virgen, pero no es una flota belicosa sino un león protector, y «ya está claro y llano / que el hombre que en vos confía / no espera y confía en vano». Lo menos que puede pasarle al fugado, sin embargo, es el castigo con vergüenza pública de cortarle no una mano, como en España —que eso los hace inútiles, y a Cervantes lo haría inútil total—, sino las narices y orejas, al menos.
Que tras la fuga frustrada a Orán Cervantes ha sido «mucho más maltratado que antes, de palos y cadenas», como asegura Diego Castellano, es sin duda verdad, y el propio Cervantes aclara que «de ahí en adelante» le vigilan «con más cadenas y más guardias y encerramiento». Esa es solo la primera de las múltiples quejas que oirá en Argel nada más llegar, hacia 1576, el fraile portugués Antonio de Sosa, a quien se queja Cervantes una y otra vez «de que su patrón le hubiese tenido en tan gran opinión que pensaba que era de los más principales caballeros de España y que por eso lo maltrataba con más trabajos y cadenas y encerramiento». Quizá se quejase menos su hermano Rodrigo porque el mismo Sosa asegura que su amo era hombre de mejor temple, «de buen gobierno», y aficionado a los libros, en los que «de continuo ocupaba el tiempo que los negocios le vacaban».
El intento de fuga ha salido mal, como le sale mal a la mayoría de quienes lo intentan por la misma ruta, pero en Argel Cervantes hace un montón de otras cosas, además de seguir pensando en las fugas siguientes de los próximos meses. Hace nuevos amigos, escribe poesía y lee prosa y poesía ajenas, conversa horas y horas con viejos y nuevos amigos, incluidos renegados cultos y turcos locales porque carecen del sentimiento de linaje, y no es «uno más que otro por ser hijo de turco, o de renegado, o de moro, o de judío, o de cristiano», sin sentir rebaja alguna por hablar con un cristiano y cautivo. Y mucho menos si es interesante y menos todavía si lo creen caballero, gran señor, hidalgo o cosas parecidas, como le pasa a Cervantes y todos reconocen en sus testimonios, incluidos los compañeros de cautiverio o, sobre todo, los compañeros de cautiverio. Muchos han visto que a Cervantes lo llaman a su mesa y compañía los numerosos frailes, tanto los cautivos como los que pululan por Argel en misiones de redención, negociando rescates y precios. Y hasta llegan sorpresas como sorpresa grande ha sido encontrar ahí a Luis de Pedrosa, que enseguida reconoce en los hermanos Miguel y Rodrigo a los nietos del antiguo corregidor de Osuna, Juan de Cervantes. Pedrosa y su padre lo tuvieron «por un principal y honrado caballero» al servicio del amo de la villa, el conde de Ureña; de ahí que tampoco dude Pedrosa que Cervantes sea «muy principal hijo-dalgo y persona limpia y bien nacida», queriendo decir limpia de sangre y cristiano viejo.
Está muy cerca de creer lo mismo Bartholomeo Ruffino de Chiambery, que es otro nuevo amigo más, parece italiano pero quizá es francés, hombre de buena formación, y ocupado durante 1576 en contar en poco más de cien páginas sus recuerdos sobre la pérdida, precisamente, de la Goleta y de los fuertes de Túnez. Estuvo ahí, y ahí fue preso como el juez que era. Ha terminado su manuscrito hacia finales de 1576 o enero de 1577, cuando Cervantes lo lee con suficiente interés como para componer esos días un soneto preliminar y convencional. Elogia al autor y confía en su futura buena estrella, «si ya vuestra fortuna y cruel destino / os saca de tan triste y bajo estado», porque sigue en Argel tan esclavo como el mismo Cervantes. Y le haya gustado la obra más o menos, reconoce todavía en un segundo soneto que «nuestro mal se canta / en esta verdadera, clara historia», y esos dos adjetivos son desde luego cervantinos, pero están al servicio de páginas escritas «entre pesados hierros apretado». Cervantes no ha olvidado su formación humanística ni sus clásicos criterios antes de la pesadilla: «verdad, orden, estilo claro y llano», como corresponde a un «perfecto historiador» y excelente seguidor del «gran Livio romano».
Lo más urgente sigue siendo que lleguen a casa, en Madrid, noticias fiables sobre los hijos para empezar las gestiones del rescate con ayuda del Consejo de la Cruzada y las órdenes de redentores. Desde septiembre u octubre de 1576 las cosas marchan en Madrid con relativa rapidez, y tanto su padre, Rodrigo, que tiene ya 70 años, como Leonor, se encargan de gestiones que prosperan bien. Tras reclamaciones y reconfirmaciones, el Consejo sale por fin de dudas y otorga sesenta ducados para rescatar a los dos hermanos, treinta por cabeza. Pero con esa cantidad no hay ni para empezar y la familia ha de buscar el concurso de las órdenes, y eso hacen ya no solo Leonor, sino también las hermanas de Miguel y Rodrigo. El padre no, o no en apariencia, porque Leonor decide sacrificarlo y quedarse viuda por una temporada (luego tachará del documento las palabras embusteras), la suficiente para ablandar el corazón de los frailes y que se encarguen lo mejor posible de los dos hermanos. Y así sucede, porque los frailes de la Merced Jorge Ongay y Jorge de Olivar han llegado a Argel a finales de abril de 1577 con dineros para rescatar a cuantos puedan y seguramente también chucherías para comprar al turco, al que le pirran las «cajas de confite», las ropas caras y los bonetes como pequeñas gratificaciones extras para el buen fin de sus negocios y tratos, o al menos eso cree Pérez Pastor.
A estas alturas saben ya sin duda en casa la complicada estatura señorial y casi nobiliaria que el turco imagina en Cervantes por culpa de las benditas cartas de Juan de Austria y del duque de Sesa. Esa irónica desventura ya no tiene remedio porque a Miguel lo salva de remar en galeras pero a la vez lo condena a un alto precio de rescate. El rescate de Rodrigo, en agosto de 1577, ha costado trescientos ducados pero «no han querido dar» a Miguel «sino por muy excesivo precio»: le creen y le seguirán creyendo hasta el final «hombre de caudal». Miguel se queda en Argel pero no se queda quieto. Acaba de llegar otra nave que los corsarios han capturado a la Orden de Malta, la galera San Pablo, y en ella llegan Antonio de Toledo, íntimo amigo de Mateo Vázquez, y con él también Francisco de Meneses. En alguna conversación hubo de saltar la idea de escribir directamente a Mateo Vázquez para exponer en la Corte, de primera mano y de alguien conocido hace años, la desesperación de Argel. Cuando la recibe Mateo Vázquez, en julio o agosto de 1577, Cervantes ve cerca ya el final de los cinco meses de castigo por la frustrada fuga a Orán, cuando ya no está tampoco en Argel su hermano Rodrigo, y cuando en realidad está en marcha la fuga por mar proyectada desde la primavera.
No hay un hombre rebelde en este Cervantes preso de 30 años que escribe al rey a través de su secretario; hay un hombre tranquilo, tenaz y dispuesto a explotar la culpa y la clemencia del poder en favor de desventurados como él y tantos otros miles de cristianos exsoldados, sacerdotes, nobles y caballeros. Las galeras cristianas, como muy bien sabe Cervantes, y muy bien cuenta Sosa, remolonean meses y meses «trompeteando en los puertos y muy de reposo cociendo la haba, gastando y consumiendo los días y las noches en banquetes, en jugar dados y naipes». Las naves corsarias hacen todo lo contrario, y «a placer pasean por todos los mares» sintiéndose «libres y absolutos señores», capturando galeras de Flandes, Inglaterra, Portugal, Valencia, incluidas las capturas en la costa, de donde impunemente toman «muchachos sinnúmero mamando a los pechos de las madres» o muchachos algo mayores, como los dos niños que saca Cervantes en Los tratos de Argel, mucho más vulnerables porque «en sus pechos / no está la santa fe bien arraigada».
Si la cristiandad viese, como ven los cautivos, a los muchachos renegar y jactarse de sus nuevos vestidos, el cus-cus sabroso que les dan sus nuevos amos, la sorbeta de azúcar y el estofado de carne y los zumos dulces, entenderían mejor lo que pasa y los «cristianos corazones» serían «en el dar no tan estrechos / para sacar de grillos y prisiones / al cristiano cautivo, especialmente / a los niños de flacas intenciones». Sin duda, tiene sentido contar a pecho descubierto a Mateo Vázquez las habas que se cuecen en Argel y no esconder ante él quién es ahora aquel antiguo conocido de Alcalá o Madrid, por dónde ha pasado y por qué exige del rey y de su secretario una actuación rápida, enérgica y fulminante contra un enemigo que es débil aunque parezca fuerte.
Lepanto ha quedado ya tan avasallado de desastres que es a medias sueño y a medias pesadilla cuando lo evoca Cervantes pensando en conmover al secretario real y amigo lejano. Con treinta años, casi dos cautivo, y mientras sigue con grilletes penando por la fuga de Orán, Cervantes escribe en la primavera de 1577 sin escatimar méritos propios, ni ocultar el estado real en el que se encuentra, ni las razones de ese estado: sus campañas militares, sus heridas, su respeto por la figura de Mateo Vázquez y su asombro por descubrir que esté hoy «en la más alta altura» aquel muchacho «que ayer le vimos inexperto y nuevo / en las cosas que ahora mide y trata / tan bien», al que conoció quizá cuando el sobrino de Juan de Ovando, para quien trabajaba entonces Mateo Vázquez, estaba en relaciones con su hermana mayor, Andrea. Encadena Cervantes entonces una sarta de elogios que encumbran al séptimo cielo al perfecto y ecuánime cortesano para que, gracias a su intercesión, llegue un día a arrodillarse Cervantes ante el rey y su «lengua balbuciente y casi muda» pueda «mover en la real presencia, / de adulación y de mentir desnuda».
El alegato final de la Epístola resuena directo y firme para exigir la inaplazable intervención real con todo el poder del Imperio en ayuda de los cautivos porque las condiciones objetivas y las religiosas favorecen una acción de poco coste y gran beneficio. Y así espera Cervantes que despierte en el real pecho «el gran coraje, / la gran soberbia» ante la conciencia del ultraje al que le somete un avispero hormigueante de infieles y ladrones, humillándolo a la vista de los cautivos y de sus aliados, incluidos los franceses. Es frágil la defensa de Argel, son muchos, pero débiles y desnudos, sin fuertes verdaderos y, además, tienen miedo y les aumenta el miedo cada vez que ven movimientos navales en la costa española. Y entonces «cada uno mira si tu armada viene / para dar a sus pies el cargo y cura / de conservar la vida que sostiene» porque «solo el pensar que vas, pondrá un espanto / en la enemiga gente, que adivino / ya desde aquí su pérdida y quebranto». Felipe tiene la llave de la cerradura de la «amarga prisión, triste y oscura, / donde mueren veinte mil cristianos», y todos, «cual yo, de allá, puestas las manos, / las rodillas por tierra, sollozando, / cercados de tormentos inhumanos», le ruegan que vuelva «los ojos de misericordia / a los suyos, que están siempre llorando», como hizo él cuando llegó a Argel, dos años atrás: solo esperan que acabe Felipe «lo que con tanta audacia y valor tanto» empezó su padre, Carlos V.
La vulnerabilidad de Argel es muy grande ante una armada ni siquiera descomunal, solo bien preparada y, sobre todo, bien informada de cómo son las guarniciones, dónde están las defensas, cómo funcionan las vigías, cuánto tarda en activarse el sistema de alarma, dónde custodian las armas y los explosivos, y todo eso que día a día van registrando muchos de ellos, su minucioso amigo Sosa entre otros, pero desde luego también él, porque ese registro íntimo y doméstico de la vida en Argel será la munición que explota Cervantes en su literatura y, en particular, en la primera obra que dedica a su experiencia, Los tratos de Argel. Por eso, al hilo de una historia sentimental y amorosa sutura sobre todo las experiencias reales propias y ajenas, con una riquísima trama de detalles y meditaciones dialogadas sobre lo vivido. Es literatura comprometida en el sentido pleno de la palabra, es crónica y es testimonio, es alegato ideológico y es autocrítica de cautivo superviviente aunque parezca nada más que un enredo de moros y cristianos, cristianas y moras. La empezase en Argel o ya liberado, es una obra empapada del olor, el dolor, la vida cotidiana y la piedad por quienes sobreviven en condiciones inhumanas y aspiran a la vez a no degradar su condición, ni humana ni cristiana, sometidos a la presión de mejorar sus vidas renegando: quieren ser a la vez justos y piadosos cristianos. No hay contrarreformismo alguno ahí sino un vasto dispositivo de alarmas sobre el daño que causa a la cristiandad, y a veinticinco mil cristianos cautivos, la homicida pasividad del rey ante una presa fácil, asequible y además infiel.
Cervantes ha acumulado ya experiencia suficiente para presionar a Mateo Vázquez y explicarle qué se espera del rey, o qué esperan de Felipe II quienes malviven en ciudad «tan nombrada en el mundo que en su seno / tantos piratas cubre, acoge y cierra». Sabe bien, más allá de la retórica de la humildad y las maneras cortesanas que tan bien practica Cervantes, aprendidas hace demasiados años, que esa carta escapa a todas luces a su modestia. Va quizá incluso más allá de la «flaqueza / de mi tan torpe ingenio», hablando «tan bajo ante tan alta alteza» con el único aval de saber que le mueve un «justo deseo». Pero también intuye «que mi pluma ya os ofende» e interrumpe y termina ahí abruptamente la carta porque «al trabajo me llaman donde muero».
EN UNA CUEVA HÚMEDA Y OSCURA
Rodrigo ya no está a finales de 1577, algunos de los presos más antiguos tampoco, algunos otros amigos han vuelto ya a España y las gestiones en Madrid van esta vez mucho más lentas. La situación se agrava desde el relevo del rey de Argel en junio de 1577. Acaba de llegar Hasán Bajá, de larga experiencia en el mundo turco y de legendaria crueldad en los testimonios de la época, pero al parecer también de formación culta a la europea. Del primer amo de Hasán, el Uchalí, Cervantes asegura en la historia del capitán cautivo que «moralmente fue hombre de bien» y «trataba con mucha humanidad a sus cautivos». Pero al segundo, a Hasán, lo llama «el más cruel renegado que jamás se ha visto». Y a la vista del retrato de Sosa, habrá de serlo, «astuto, entremetido, audaz, atrevido y desenvuelto» además de bisexual o más expresivamente, según otro testigo, «lujurioso en dos maneras». Pero todo ello lo hace potencialmente útil, y no al revés, de acuerdo con un confidente que cuenta a Felipe II que además de semejantes taras, es «muy leído», escribe y lee español y puede por tanto comunicarse con él, si quiere. Y quizá quiso Cervantes, y eso explicaría que algún tipo de tácito acuerdo que ignoramos permitiese la insólita supervivencia del díscolo cautivo.
A cambio siguen sucediendo otras cosas, y entre ellas la llegada de nuevos cautivos que renuevan el paisaje humano de la cárcel del rey Hasán, en la que quizá está ya Cervantes comprado a Dalí Mamí por quinientos escudos. Entre ellos, también ha llegado capturado en agosto de 1577 —cuando acaba de zarpar Rodrigo— un fraile dominico, Juan Blanco de Paz, que es comisario de la Inquisición desde el año anterior en un pueblo que ha disfrutado repetidamente de varios autos de fe en los últimos años, Llerena. También por entonces la amistad con Antonio de Sosa se ha estrechado porque reconoce en él a un fraile tan culto y tenaz como el propio Cervantes. Es portugués, y cautivado mientras iba a hacerse cargo de la vicaría general de Agrigento tras dejar las de Siracusa y Catania.
Cree Sosa como cree Cervantes en la urgente necesidad de intervenir, y por eso su texto se trufa del lenguaje del martirologio cristiano, como en Los tratos de Argel afluye el martirio de las vidas de santos: para proteger la fe, sin duda, pero sobre todo para salvar del cautiverio a los miles y miles que allí sobreviven, y muchos de ellos sin las condiciones benevolentes que disfrutaría Cervantes si no anduviese como anda buscándose problemas otra vez. Todo es lo mismo, y el olvido de Argel en la corte es la mejor fábrica imaginable de renegados en serie y conversos a la ley musulmana para salvar sus vidas.
Rodrigo ha viajado a Jávea y después a Valencia para participar en la protocolaria y propagandística procesión de rescatados, pero sigue ahí al menos varias semanas. Además de la alegría, lleva instrucciones de su hermano y otros caballeros implicados en el nuevo plan de fuga. Rodrigo y su colega de libertad, y marinero de Mallorca, Viana, tienen que poner «en orden» y enviar hacia Argel una «fragata armada para llevar a España a los cristianos». Con ellos van las cartas que dejaron Antonio de Toledo y Francisco de Meneses antes de su regreso a España, liberados. Hace meses que varios cautivos han puesto en marcha con el auxilio del jardinero de un señor importante de la ciudad el plan que empieza en una cueva, «no lejos del mar», «hacia Levante como tres millas de Argel» y desde luego «muy húmeda y oscura». Seguramente porque también ha visto Cervantes, como ha visto Sosa, que fuera de murallas «la tierra es blanda y óptima», con «muchas y grandes cuevas que hay en muchos de los huertos y jardines que hay en aquellos collados rededor de Argel». Llevan algunos varios meses encerrados, apenas sin ver la luz del día: unos siete meses, otros cinco y otros menos.
Cervantes quizá se ha sumado solo en la fase final, una vez ha partido ya su hermano hacia Jávea, pero participa activamente y localiza a otro cómplice más que ha de hacer de enlace entre la cueva y Argel para garantizar el avituallamiento y los víveres. Mientras el jardinero vigila la cueva, «siempre en vela mirando si alguno venía», Cervantes procura el «cuidado cotidiano de enviarles toda provisión», y «lo que él no podía, hacía que otras personas cristianas les proveyesen», en alusión al renegado que llaman el Dorador (que se volvió cristiano pero es de Melilla y han vuelto a capturarlo). Él se encarga de «comprar todo lo necesario» con el dinero que le dan los evadidos y llevarlo todo «al jardín disimulada y ocultamente». Un poco antes del día concertado con la fragata de Mallorca, el 28 de septiembre de 1577, Cervantes desaparece también del baño de su amo, ya Hasán (o todavía Dalí Mamí). Se despide de Sosa sin lograr sumarlo a la fuga y se encierra también él, cada uno con «gran peligro de la vida» y de «ser enganchado o quemado vivo, al ser este negocio de mucho escándalo por estar entre enemigos y por ser Hasán Bajá, rey de Argel, hombre muy cruel».
Sobre la media noche del 28 de septiembre de 1577, «conforme a como estaba acordado», llega la fragata mallorquina con intención «de saltar a tierra y avisar a los cristianos» escondidos en la cueva para que «viniesen a embarcarse». Pero no lo hace: ha fallado «el ánimo a los marineros» cuando han descubierto en la noche una barca de pescadores que confunden con «otra cosa de más peligro» y empiezan los moros un griterío de mil demonios que alarma a los cristianos y los pone en fuga. Pero en la cueva no saben nada, aunque haya pasado ya el día acordado y la fragata no llegue, ni saben nada del intento fallido, pero siguen ocultos. Algunos han abandonado, otros enferman y definitivamente todo lo complica la ansiedad o la mala idea de uno de los embarcados en la aventura, el Dorador. Mientras esperan «en la cueva, todavía con esperanza de la fragata», uno de ellos escapa y hace lo que tantos acaban haciendo por miedo o por interés: acude al rey para renegar, decirle «que se quería volver moro» y para probarlo convincentemente los delata a todos y delata quizá a Cervantes, quizá a fray Jorge de Olivar, como «el autor de toda aquella huida y el que la había urdido».
De inmediato, Hasán arma el 30 de septiembre una expedición comandada por el guardián que está a cargo de sus esclavos, Bají, con unos ocho o diez hombres a caballo y otros veintitantos a pie armados de «sus escopetas y alfanjes y algunos con lanzas» para que el Dorador los guíe hasta la cueva y los entregue a todos, incluido el jardinero. Para entonces ya solo quedan seis de los catorce o quince que han empezado la fuga, los prenden a todos y «particularmente» maniatan a Cervantes, a quien Sosa y todos los testigos creen «el autor de este negocio» y el «más culpado» de «aquella emboscada y huida». Pero sobre todo «porque así lo mandó el rey».
Es entonces cuando todos oyen decir a Cervantes «en voz alta», para que los turcos y moros le oigan, que solo él es responsable del negocio y que es él quien «los ha inducido a que huyesen». Debió hablar en la lengua franca común a todos, «que ni es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos». Por supuesto, a Cervantes se lo llevan «maniatado y a pie, haciéndole por el camino los moros y turcos muchas injurias y afrentas», como un nuevo Jesús, mientras son conscientes del riesgo redoblado que hoy corren. A nadie se le escapa que el nuevo rey de Argel desde hace tres meses es «tan cruel que solo por huirse un cristiano, o porque alguien le encubriese o favoreciese en la huida, mandaba ahorcar a un hombre, o por lo menos cortarle las orejas y las narices».
Aunque ya solo está Cervantes con Hasán, le acompaña en su calidad de fraile Feliciano Enríquez, pero todos entienden enseguida que «solo, sin sus compañeros» y todavía maniatado, Hasán le interroga «con amenazas de muerte y tormentos» mientras Cervantes «con mucha constancia» repite una y otra vez que todo ha sido cosa suya y que si Hasán «había de castigar a alguno, fuese a él solo, pues él solo» tiene la culpa de todo, y «por muchas preguntas» que le hacen no nombra ni culpa a nadie más. Gracias a su «buen juicio» ha encontrado el modo de «dar salida a lo que de él el rey quería saber», según otro testigo, de modo que ha ocultado a los implicados y ha librado de una muerte segura a cuantos «le habían dado favor y ayuda», mientras a quienes ya abandonaron los libra de los «grandísimos trabajos» que les habrían caído sin duda. El rey tiene entre ceja y ceja que el culpable verdadero o instigador en la sombra es uno de los redentores más eficaces y más queridos por los cautivos, fray Jorge de Olivar. Cervantes no ha dicho nada pero Olivar estuvo tan verdaderamente implicado en la huida que se veía ya en lo peor. La misma mañana en que Hasán interroga a Cervantes acude a Antonio de Sosa con todo el miedo del mundo y deja con él, por si van mal dadas, «una casulla, piedra de ara, y un retablo y corporales, y otras cosas sagradas, porque temía que los turcos, que otros enviasen a su casa a prenderle, se las tomasen y profanasen». Cervantes acaba de librar al fraile y se acaba de librar a sí mismo «de una buena, porque todos pensamos que lo mandase matar el rey». A quien no libra nadie es al jardinero, al que ahorcan de un pie para que muera «ahogado de su sangre».
Hasán ordena que a Cervantes lo encierren en sus propias cárceles, «tomándole también por esclavo», aunque «después a él y a otros tres o cuatro hubo de volver por fuerza a sus patrones» porque no eran suyos. De esos abusos se ha de nutrir la antipatía general contra Hasán y el alivio de su partida a Constantinopla dos años después. A Cervantes como mínimo le puede caer una de esas palizas con «gruesos palos o bastones», con el esclavo tendido en el suelo primero boca abajo y golpeado después boca arriba en la barriga y los pies, porque «pocas veces ahorcan alguno si no es por algo grave como un asesinato». El castigo sin embargo, para los usos locales, sigue siendo muy benévolo porque Hasán lo encierra durante cinco meses en su baño, «cargado de cadenas y hierros con intención todavía de castigarle». Es raro porque cuando las cosas se ponen feas de veras, Hasán echa mano de los castigos sin contemplaciones. A uno lo acaba de matar «con su mano» y a otro, al mallorquín Pedro Soler, lo ha matado porque «tentó de huir de su patrón para Orán». Por esas mismas fechas ordena «matar con infinitos palos al animoso Cuéllar» porque «tentó con grande ánimo alzar aquella galeota del puerto a media noche y acogerse con otros treinta cautivos», aunque hay otras especialidades más sofisticadas como «colgar las piernas arriba y boca abajo y, con una afilada navaja», al reo le «retajan todas las plantas de los pies y sobre las heridas y llagas profundas le echan sal molida» con un «tan vehemente dolor que ninguno se le puede comparar ni igualar».
Tenerlo encerrado día y noche es el mejor remedio contra la cabezonería de Cervantes, o eso decía Hasán Bajá, que «como él tuviese guardado al estropeado español tenía seguros sus cristianos, bajeles y aun toda la ciudad; tanto era lo que temía las trazas» de Cervantes, según Sosa, además de evitar los riesgos de más evasiones. Pero es inútil. Ha empezado a maquinar de nuevo el modo de buscar ayuda hacia marzo de 1578, todavía «estando así encerrado», dice Cervantes. Y envía entonces «secretamente un moro a Orán» para que entregue nuevas cartas de auxilio y ayuda, quizá como la que ha mandado a Mateo Vázquez el año anterior, quizá más expeditivas y sin tercetos encadenados, al gobernador de Orán, Martín de Córdoba, cautivo él mismo años atrás, y a otros caballeros, amigos y principales «para que le enviasen un espía o espías —cuenta Cervantes— y personas de fiar» para rescatarlo a él y a otros tres caballeros que el rey tiene en su cárcel.
Pero a las puertas de Orán han detenido al moro que llevaba los papeles, lo han devuelto a Argel y, «vistas las cartas y viendo la forma y el nombre de Miguel de Cervantes», Hasán ordena darle «dos mil palos», que no debió de recibir porque estaría muerto. El cautivo capitán de su historia cuenta, cuenta Cervantes, que «solo libró bien con» Hasán «un soldado español llamado tal de Saavedra», aunque todos temieron siempre que acabaría muy mal el Saavedra o, como mínimo, «que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez». Quien muere de veras, otra vez, es el moro porque a él sí manda empalarlo Hasán, naturalmente «vivo, metiéndole todo aquel agudo palo por bajo hasta el colodrillo» para que quede «espetado como un tordo». Podía haber escogido una variante respetable y muy vistosa —como en España se despedaza a los reos o se quema en las hogueras de la Inquisición a personas vivas y muertas—, que empieza por subir al condenado con una polea en un tinglado de madera y dejar caer de golpe el cuerpo sobre un garfio, «o gancho de hierro muy agudo y muy firme», para que quede colgando por cualquiera de los miembros que ahí se ensarte, «y algunas veces de la barba», mientras el público jalea «hartándose de la risa por todas las partes, casas y terrados». Tanto jaleo arman que incluso «aquí, en estas prisiones, claramente los oímos y sentimos», cuenta Sosa. Todo conspira incansablemente en Argel para volver a la «desventurada alma loca, desatinada, sin juicio y trastornada».
Lo cuenta Sosa, pero quien ha estado presente en el suplicio del moro mensajero no ha sido él sino Alonso Aragonés, que es también quien cuenta que la irritación de Hasán con Cervantes lo ha llevado a expulsarlo de su cárcel y «echarlo de entre sus cristianos» para perderlo de vista. Pero también explica que Cervantes se salvó de los palos «porque hubo buenos terceros». Y enseguida desatamos la imaginación para fabular a partir de los relatos y dramas de Cervantes e imaginar que una mora enamorada lo salvó o la bisexualidad reconocida de Hasán lo ablanda sin remedio y le salva la vida para seguir felizmente cosiendo a su esclavo a la infamia...
Pero no sabemos nada, excepto que Cervantes va por los treinta, tiene una mano fea y alguien le protege. Es inverosímil que sean los frailes de la Merced, como fray Jorge de Olivar, porque no es precisamente amigo de Hasán. El secreto puede estar en algún tipo de promesa o de incremento del precio de Cervantes, vinculado quizá a esas insólitas expresiones que usa él mismo sobre los espías que pide a Orán. Un relevante personaje de aquel Argel es Agi Morato, rico renegado de cincuenta años y reconocido intermediario en las negociaciones de paz entre España y Constantinopla. A él alude repetidamente Cervantes en su obra sin fidelidad alguna a la historia verídica, pero sí explotando la dimensión dramática y emotiva de su historia y sobre todo la de su hija, tan guapa «que de belleza el caudal / todo, en ella está cifrado». Cervantes le inventa, con el nombre de Zoraida, una conversión al cristianismo para corregir la historia real e incumplir el destino histórico que tuvo este personaje habitual de la literatura de la época. Otro testigo sabe que Cervantes se salva porque «hubo muchos que rogaron por él» y puede que eso explique la implicación difusa que Cervantes tiene en su último año de cautiverio (y al año siguiente, ya liberado) con algún tipo de misión diplomática, de espionaje o de sabotaje contra el turco de la que no hay modo de probar o asegurar nada, excepto su supervivencia. Algunos de sus personajes tendrán ese papel, como la Andrea que no es Andrea en La gran sultana, y es espía para liberar cautivos y dejarlos «a sus anchuras / de la agradable libertad gozando». Hay pocos, sin embargo, que habiendo hecho esto o aquello de alguna gravedad se salven de esta o aquella amputación. A otro preso le acaban de pegar a la frente las orejas, después de cortárselas, y lo han paseado a la vergüenza pública por Argel por querer huirse en una barca desde la huerta de su amo.
Hasta que no llega a Argel la misión que encabeza el fraile Juan Gil, en el verano de 1580, Cervantes no está al corriente de las complicaciones que llevaba su caso en España, aunque sí sabe que su padre sigue «muy pobre» para recaudar nada demasiado útil y, como su madre Leonor, «no tiene bienes ningunos» porque el rescate de su otro hijo les dejó «sin bienes algunos». Algo sí han podido sacar, sin embargo, a lo largo de 1578, porque la hermana mayor, Andrea, «se ha obligado a pagar doscientos ducados», además de hacer mandar otros mil setecientos reales en metálico a fray Jerónimo de Villalobos, de la Merced, para que se los entregue al mercader que «se ha encargado de rescatar» a Cervantes, Hernando de Torres, aunque sin ningún efecto real (y quizá ha sido una estafa). Y tanto los padres como Andrea, y también Magdalena, se comprometen a aportar lo que falte del rescate cuando se haya efectuado ya, si el precio excede el dinero recaudado hasta ahora. Los trámites se arrastran por Madrid y llegan a manos de Mateo Vázquez en noviembre de 1578. El secretario da su conformidad a la licencia que han pedido para sacar un poco de dinero más y «llevar a Argel hasta dos mil ducados» de mercancías y venderlas allí para pagar el rescate.
Pero todavía en marzo de 1579 Leonor se desgañita para que alguien entienda que si Miguel sigue en Argel ha sido «por el precio excesivo» que le ha puesto su amo «y ser yo pobre» y «no poder allegar el dicho dinero hasta ahora que la Trinidad envía a rescatar cautivos». Entre los nombres de esa misión está por fin el de su hijo Miguel. Por eso, mientras pide una prórroga de la licencia ya concedida, «no es justo que habiéndose hecho esta limosna y por casa tan pía, se me niegue ahora que con esta diligencia se ha de rescatar con brevedad». Si no se «le hace esta limosna» a Leonor, «será causa para que el dicho mi hijo no se rescate porque ninguna posibilidad tengo por haber vendido cuantos bienes» tenía para rescatar a Rodrigo. A estas alturas, a últimos de julio de 1579, una Leonor presuntamente viuda y una Andrea fingidamente huérfana de padre entregan a los trinitarios Juan Gil y Antón de la Bella doscientos cincuenta ducados, más el compromiso de Andrea de entregar otros cincuenta. Con eso y «con la limosna que de la redención se le ayudare, sacarán de captiverio» a Cervantes y «le rescatarán y pondrán en tierra de cristianos, si fuere vivo».
CUARTA Y ÚLTIMA
Sigue vivo Cervantes y sigue todo más o menos igual durante el verano de 1579 excepto quizá la ansiedad que genera el movimiento de galeras que detectan en las costas españolas, con alegría cristiana y recelo turco. Lo sabe de primera mano Cervantes porque está ahí; sabe que el miedo cunde en Argel mientras Felipe II prepara en realidad una armada pensando en la conquista de Portugal, aunque en Argel se estén pudriendo los cristianos y los turcos sospechen que es contra ellos esa armada que puede acabar con su opulento negocio. Pese a todo, quien de veras pudiera tomarse en serio ese afán es don Juan, y don Juan está muerto desde finales de 1578. Hasta los muchachillos moros se ríen y se burlan de los cristianos en Argel, cantando en las barbas de los cautivos «¡Don Juan no venir, acá morir!».
A través esta vez de un comerciante veneciano, Onofre Ejarque, el nuevo plan cambia de nivel y de dificultad, como si el tiempo y la experiencia, o la protección y los contactos con renegados fingidos, más benévolos o cómplices, permitiese fraguar aventuras de auténtico riesgo, o del más alto riesgo. Porque esta vez el plan desafía cualquiera de los anteriores y si fracasa puede ser sin más el final. Ejarque está dispuesto a financiar una fragata de doce bancos que el murciano Abderramán (que antes de renegar se llamaba licenciado Girón) ha de armar y poner a punto. A todos esta vez se les nota la ilusión desde lejos porque «anduvieron muchos días con gran contento, esperando por momentos su libertad». Incluso fray Feliciano Enríquez ha puesto dinero en el proyecto «porque por momentos» siente tener ya «la libertad en las manos», cuando el fraile ha logrado superar los recelos iniciales que sintió contra Cervantes. Otro cautivo le había contado «cosas feas y viciosas» de él y sin embargo, tras inquirir si había de veras «cosa fea y deshonesta que a su persona ensuciase», entendió que era «gran mentira lo que le había dicho aquella persona», y hasta empieza a sentir ese punto de celos mezclados de admiración que el capitán Lopino no oculta tampoco en su primer trato con Cervantes. Hoy los dos le son «aficionados», sin negar que «antes nos daba envidia por su hidalgo proceder cristiano y honesto y virtuoso».
Incluso Sosa ve con buenos ojos esta fuga y se apunta también, y él y otros empiezan a difundir la voz para llevarse a cuantos más mejor. Acaban sumándose hasta sesenta cautivos y entre ellos, por supuesto, «letrados, caballeros y cristianos», pero también tiene Cervantes apalabradas a «otras gentes comunes, hombres de hecho que tenía prevenidos para el remo», además de tantos amigos y compañeros de cautiverio que una y otra vez hablan de lo mismo entre ellos, excitados e impacientes, Pedrosa, Aragonés, Castañeda, Chaves, Villalón, sin poder controlar la cólera cuando descubren dos días antes que el chivatazo esta vez ha llegado de fuego amigo, tan «cerca y a pique de la partida». Ha sido el correoso fraile Juan Blanco de Paz quien ha contado a Hasán la gravedad de la fuga prevista y la relevancia de los involucrados. Las pérdidas económicas serían de escándalo si desaparece de las cárceles «la flor de cristianos que entonces había en Argel», como dice Sosa. A la flor de cristianos no debía pertenecer Blanco de Paz porque está excluido del plan y en pura venganza ha descubierto el negocio, según dicen y como quien dice, por un plato de lentejas, es decir, por «un escudo de oro y una jarra de manteca».
La enemistad que cuaja entonces entre el fraile y Cervantes es definitiva, pero probablemente nace de atrás, cuando llegó Blanco de Paz hace ya dos años, en agosto de 1577. A nadie parece caerle demasiado bien, como «hombre revoltoso, enemistado con todos», incumplidor de sus deberes religiosos y desatento con enfermos y moribundos, «murmurador, maldiciente, soberbio y de malas inclinaciones» para casi todos, y «persona de malos resabios e inclinaciones, además de haber oído decir» algunos que es mudéjar. Pero sobre todo es violento, «andando a puñadas con todos, como lo hizo con dos sacerdotes de misa, que, porque le reprocharon lo que les parecía mal de él, a uno de ellos le dio de coces y al otro, un bofetón». Y si Cervantes «clama y se queja de Blanco de Paz, más que todos los demás», se ha disparado también la ira y la violencia de los otros comprometidos; se oyen a sí mismos prometer que «si Juan Blanco no fuera sacerdote», habían de ponerle «las manos en él y darle su merecido». Algunos le tienen tantas ganas que están «por darle de puñaladas por haber hecho tal cosa», incluidos, por cierto, los mercaderes implicados en el caso. Aborrecen al fraile también cuando amenaza una y otra vez a Cervantes «ciego de pasión», diciendo que «había de tomar información contra él para hacerle perder el crédito» y los respetos que le tienen todos y, en particular, para acabar con «toda la pretensión que tenía» de que «su Majestad le hiciera merced por lo que había hecho e intentado hacer en este Argel».
Uno y otro, Blanco de Paz y Cervantes, se han retirado la palabra pero quien lleva las de perder es Cervantes, sobre todo si vuelven algún día a España y el otro echa mano de su cargo en la Inquisición de Llerena. Empieza a impacientarle la posibilidad de que Blanco de Paz rompa las reglas del juego o abuse de su posición eclesiástica. Cervantes teme, dice confidencialmente Sosa, «que le viniese de aquello algún gran mal», incluida la «pérdida de la vida». Tras la delación a Hasán en octubre de 1579, Cervantes se oculta con ayuda de otros compinchados, pero el miedo de todos a las torturas y a que Cervantes diga lo que no debe y los comprometa a todos, explica que Ejarque lo tenga todo dispuesto «para que se fuese a España en unos navíos que estaban para partir y que él pagaría su rescate». Pero Cervantes se queda y le quita el miedo a que vaya a delatar a nadie porque «ningunos tormentos ni la misma muerte sería bastante para que él condenase a nadie sino a él mismo», según escribe Cervantes en tercera persona en su testimonio de 1580, y lo mismo dice «a todos los que sabían del negocio, animándoles a que no tuviesen miedo, porque» Cervantes «tomaría sobre sí todo el peso de aquel negocio, aunque tenía por cierto morir por ello».
Y por fin Hasán actúa y ordena difundir por «público pregón» su búsqueda y captura con «pena de la vida» para quienes lo oculten, aunque son muchos los implicados que se han escondido ya. No es un riesgo retórico el que corren porque el pregón lo han oído todos, y de hecho uno de los cómplices, Alonso Aragonés, cree que «si el rey le había a las manos no escaparía con vida, o por lo menos sin orejas ni narices, por ser la condición de dicho rey tan cruel y para la Berbería ser el negocio de mucho escándalo». No hay otro remedio que salir del refugio donde está porque «si no aparecía ante el rey haría mucho más daño que apareciendo». A través del arráez que llaman Maltrapillo, que es «muy gran amigo del rey», según Castellano, y es además renegado español, acaba presentándose Cervantes ante Hasán sabiendo perfectamente el interrogatorio que le espera, las amenazas que ha escuchado ya y quizá de nuevo confiado en salir con buen pie hasta conseguir, por segunda vez, «zafar con buenos términos de manos del rey». Y así ha sido, en efecto, porque Cervantes ha mantenido una versión falsa de la fuga en la que ha implicado únicamente a cuatro caballeros, pero los cuatro están ya en libertad.
Sea o no convincente, decide Hasán colgarle «un cordel en la garganta y atar las manos atrás como si lo quisiese ahorcar». Cervantes calla todavía el nombre de los otros inculpados y calla sobre todo los nombres de caballeros «tenidos por sus patrones y amos por gente pobre». De haber «sido descubiertos habrían caído en las manos» de Hasán y eso significaba que «no se rescatarían sino por precios excesivos», como el propio Cervantes, además de que «los mercaderes hubieran perdido sus haciendas y habrían quedado cautivos», por no hablar de que otros hubiesen «corrido mucho detrimento de sus personas», otros más hubiesen sido «muertos a palos» y «con las orejas y las narices cortadas», como acostumbra a hacer «en casos y negocios de menos importancia y calidad, por ser el rey tan cruelísimo y de poca humanidad» o, como siente Pedrosa, su mero «nombre, fama y obras eran asesino de cristianos».
Por supuesto, Cervantes miente, y Hasán sospecha que miente. Los nuevos cinco meses de castigo «con cadenas y grillos» y «muchos trabajos» siguen siendo una pena evidentemente benévola que debió de transcurrir entre octubre de 1579 y febrero o marzo de 1580. Desde ese momento, la buena opinión que tienen de Cervantes se convierte decididamente «en mayor reputación y corona que antes» porque ha cumplido incluso «mejor de lo que lo había manifestado» y «a nadie hizo mal ni daño ni condenó». Incluso desde la prisión ha seguido mandando mensajes que llegan a «todos, uno por uno, de mano en mano», para que se avisasen que «si prendían a alguien, se descargase con Miguel de Cervantes, echándole solo a él la culpa». Es natural que algunos de los amigos que lo tienen «por tan principal y de valor», como el italiano Lopino, capitán con treinta años de servicio, hayan tenido la misma reacción y desde «aquella hora» crean que Cervantes «con razón debía ser galardonado por ello». Por eso Lopino no oculta que «le daba cierta especie de envidia al ver cuán bien procedía y sabía proceder».
EL ESTROPEADO ESPAÑOL
Quizá fuera verdad que aquel tenaz cautivo, lesionado en la batalla y culto, fuera, como quiere Hernando de Vega, de «buen trato y conversación». De lo que no hay duda tampoco es de que la intimidad y las afinidades de Cervantes con Antonio de Sosa incluyen el intercambio de manuscritos y poemas tanto si «se ocupaba muchas veces en componer versos en alabanza de Nuestro Señor y de su Bendita Madre y del Santísimo Sacramento» como si además trataba de «otras cosas santas y devotas», algunas de las cuales «las comunicó particularmente» con Sosa o se «las envió para que las viese». Todavía encerrado en la cárcel, entre finales de 1579 y principios de 1580, Cervantes no deja de carburar ni de leer. Y otra vez acude a él un escritor con otro fajo de poemas, como ha ido escribiéndolos él a ratos y a pedazos. Esta vez se trata de un hombre de su misma edad, cautivo, enamorado y de Palermo, que ha compuesto trescientas interminables octavas destinadas al primer libro de su obra poética, dedicado a su amada Celia.
Cervantes las ha leído, le han interesado y escribe casi cien versos en doce octavas para exaltar al enamorado, pero sobre todo para componer una especie de epílogo a los «conceptos» que Antonio Veneziani «en el papel ha trasladado». Pero Cervantes lo ha hecho saturado y al límite, porque «son tantas las imaginaciones que me fatigan, que no me han dejado cumplir como quería estos versos», demasiado llenos de «las faltas de mi ingenio». Quizá «en tiempo de más sosiego no me olvide de celebrar como pudiere el cielo» y hasta a su Celia. Pero no ha sido desde luego este noviembre de 1579 el mejor momento para escribir sobre uno y otro a la espera de que por fin «Dios nos saque» de esta tierra y, sin embargo, Cervantes ha dado con una rara y precisa síntesis de sí mismo, mientras defiende la literatura que muestre «con discreción un desvarío / que el alma prende, a la razón conquista». Con razón a Francisco Rico le llevan esos versos al centro de la literatura de Cervantes: emocionar con la inteligencia fría del oficio, y así lo dirá Cervantes tantas veces como explique para qué sirve la literatura y cómo se hace: sol y estrella, como Celia es para Veneziani alma y cuerpo, porque la literatura ha de ser día y noche, cielo y tierra, bien y mal.
Apenas unos meses más tarde, en agosto de 1580, los padres trinitarios recién llegados, Juan Gil y Antón de la Bella, han logrado ya mandar a más de cien cautivos de vuelta a Valencia. No va ahí Cervantes pero sí está su nombre en la cartera y enseguida Juan Gil, otro recién llegado, se pone al corriente de lo que pasa porque su trabajo consiste en informarse sobre el terreno, más allá de las ilusiones y esperanzas sobre rescates posibles, rescates imposibles, rescates necesarios y rescates de extrema necesidad, como sin duda lo es el de Cervantes, con el agua y el cordel al cuello desde hace ya demasiado tiempo. Sus redentores están en Argel y también la creciente enemistad con Juan Blanco de Paz. Poco después de frustrar la fuga, en junio de 1580, asegura haber recibido de Felipe II «una cédula y comisión para que usase tal poder de comisión de la Santa Inquisición» y durante los meses de julio y agosto actúa como tal, recabando «muchas informaciones contra muchas personas, y, particularmente, contra los que tenía por enemigos y contra Miguel de Cervantes, con el que tenía enemistad». Pero ni los testigos ni los frailes han visto ninguna de esas cédulas, poderes y órdenes que invoca el fraile de Montemolín, y busca aliados sin hallarlos ni convencerlos. El italiano Lopino no se presta a declarar contra Cervantes, y desde luego tampoco Juan de Balcázar, que es el más humilde de los amigos de Cervantes, no esclavo de rescate como él, sino remero en las galeras, y es el que tantas veces ha de estar ausente, siempre ajeno a las intrigas, siempre fuera de las conspiraciones, porque suele enterarse de todo demasiado tarde, cuando regresa de hacer el corso a cuenta de sus amos.
Pero es el más expresivo cuando sí sabe, como sabe bien y como ningún otro, que Cervantes ha socorrido a muchos «sustentándoles de comer y pagándoles sus jornadas para evitar que sus patrones les maltratasen dándoles palos y otros malos tratamientos». Y es inevitable creerle cuando cuenta que es Cervantes quien socorre «a cinco muchachos que eran renegados de los más principales turcos de Argel» y a quienes les «animó y confortó dándoles aviso e industria para que, yendo de viaje de galeras con sus patrones, huyesen a tierra de cristianos», logrando el sueño de tantos gracias a que «los muchachos eran del arráez de galeotas» y encargados, por tanto, del buen funcionamiento del banco de remeros a base de latigazos (a veces enarbolando el brazo cortado de uno de los remeros, para mayor efecto). Fue de Cervantes «la buena industria y ánimo» para que se salvasen esos muchachos y estén hoy ya fuera de Argel, liberados. De no haberlos auxiliado Cervantes instruyéndolos para la fuga, hoy todavía «serían moros y proseguirían en su mala inclinación y sucederían en los oficios de sus amos, porque tales renegados privan mucho en esta tierra con los semejantes patrones». Cree buenamente Juan de Balcázar que «no solamente hizo un único bien Miguel de Cervantes al encaminarlos para que se volvieran a la verdadera fe de Jesucristo que antes tenían, sino que evitó que permanecieran andando por la mar en corso, martirizando a los cristianos que bogaban el remo, por hacerse bien querer por sus patrones y amos». Por esto, dice, Cervantes «merece premio y galardón», como no hay más remedio que aceptar, también en boca de Hernando de Vega y su convicción de que en Cervantes hay un hombre querido y admirado por sus colegas y por «las demás gentes de la comunidad» y, quizá sí, «por ser de su cosecha amigable y noble y llano con todo el mundo».
Tan seguro es eso como que Blanco de Paz no ha conseguido la obediencia de ningún otro fraile, ni tampoco de los padres redentores teatinos, jesuitas de Portugal, ni por supuesto de los dos frailes mayores de esta trifulca, Juan Gil y Antonio de Sosa, en el caso de este último yendo a verle hasta su misma celda el 25 de julio de 1580. Todos desconfían de esa cédula real que nadie ha visto y ha tenido «dares y tomares» de aspereza creciente; alguno ha visto a caballeros y principales «reprender a Juan Blanco de Paz por lo que hacía, pareciéndoles mal». Otro fraile, Feliciano Enríquez, ha emplazado a Blanco de Paz a actuar en España porque allí «hallaría a los padres inquisidores» para explicarse porque lo que es aquí, en Argel, no está dispuesto a participar en esa información «contra algunas personas». Y si por caso «sabía de algunas personas que tuviesen algunos vicios», el fraile Enríquez le responde que «si los había o no, no se lo quería decir», tan escandalizado él de su conducta y en particular de las amenazas de empapelar no solo a Cervantes sino a todos los demás.
Blanco de Paz había roto las reglas del cautiverio, había aplicado las leyes de la libertad a la vida turbia de la frontera, había saboteado una fuga y no iban a perdonarle ni el rencor ni la intransigencia inquisitorial. Hubiese o no hubiese algo turbio, escabroso o inaceptable —que sin duda lo habría porque sin esa inversión de valores no hay fuga posible—, ninguno de los enrolados respaldó al fraile cuando le descubren investigando sobre las «vidas y costumbres» de Cervantes y anda «sobornando a algunos cristianos, prometiéndoles dinero y otros favores para que depusiesen» contra él «y contra otros». Así «impediría a Miguel de Cervantes decir a Su Majestad lo mal que él lo había hecho al ser traidor y descubridor» del negocio de la fragata y huida. Ninguno de ellos duda de que Blanco de Paz está protegiéndose por «lo mal que él lo había hecho al destruir a tantas gentes».
Cuenta Cervantes que estos nuevos cinco meses de castigo pudieron ser el principio del final. Hasán tuvo la «intención de mandarlo a Constantinopla, donde, si allá lo llevaban, no podría tener jamás libertad». Todos saben que eso es verdad segura, y desde el 23 de agosto de 1580 el auxiliar de Juan Gil ha empezado averiguaciones «con mucha cautela, recato y secreto», para saber «si eran vivos o muertos» los hombres que debían rescatar. Muchos están bogando en el mar o están muertos, han renegado, han desaparecido o son tan desgraciados que, una vez localizados, se ha hecho demasiado tarde y se quedarán en Argel «por haber ya gastado toda la hacienda» de que dispone la misión. Pero es todavía con Hasán Bajá con quien ha de negociar Juan Gil el rescate y el precio de Miguel de Cervantes, en persona, «una y muchas veces». Pero el rey ha repetido «una y muchas veces» que sus cristianos son «hombres graves y que no tenía cristiano que no fuese caballero». A «ninguno de ellos lo daría» por menos de «quinientos escudos de España en oro», y Sosa cree que Hasán elevó al final su precio a «mil escudos de oro».
Pocos nombres de su lista se salvarán, sin dinero de las familias, ni la ayuda del rey, ni la limosna de la redención; no se van a salvar ni Alonso Sánchez de Alcaudete, ni Bartolomé de Quemada, ni Jaime de Latasa, ni Pedro de Biedma, ni Francisco Ruiz ni Pantaleón Portugués ni don Jerónimo de Palafox. A 18 de septiembre encadenan a Cervantes y a todos los demás en el banco de remos de la galera del rey para zarpar a Constantinopla, mientras Juan Gil se afana fuera con mercaderes, apura la «limosna de la redención», la «limosna de Francisco de Caramanchel», la «limosna general de la Orden», los «maravedíes para otros cautivos», hasta cubrir como sea los «dos mil y tantos reales» que faltan para completar «lo que le habían dado los padres», y aun saca de debajo de las piedras otras «nueve doblas» para sobornar a «los oficiales de la galera» de Hasán «que pidieron de sus derechos» por hacer saltar las «dos cadenas y los grillos» que sujetan a Cervantes para que salga ahora entre pálido y destemplado de la galera «el mismo día y punto que el rey alzaba vela para volverse a Constantinopla». No va a remar este 19 de septiembre de 1580 hasta Constantinopla pero casi todo lo demás ha cambiado poco porque sigue siendo «mediano de cuerpo, bien barbado, estropeado del brazo y mano izquierda», y quizá ya algo menos barbirrubio de lo que recuerda su madre.