4. EN LA VÍSPERA DEL ÉXITO

 

 

 

Año, año y medio con mala suerte, es lo que habrá de esperar desde finales de 1583 para tener en las manos por fin los pliegos impresos de su libro para que cada cual decida o no encuadernarlos como mejor le parezca. Espera los múltiples trámites administrativos él y los esperan los amigos involucrados en la misma red de relaciones en que figurará Cervantes ya con ventaja, gracias a esa ejecutoria de hidalguía literaria que será, cuando aparezca, libro tan comprometido y casi exaltado como La Galatea. Ha metido en esas páginas muchas de las ideas y lecturas del grupo en el que se siente cómodo, retrata sus discusiones y convicciones y usa el mismo lenguaje y maneras que usan para escribirse cartas y poemas, intercambiar billetes y noticias, apodándose con los nombres de pastores como si fuese la cosa más normal del mundo.

Les ha abducido a todos esa recreación atildada y quebradiza, estilizada y elegante de un mundo artificial. Se sienten respaldados por los clásicos antiguos y los italianos modernos en su devoción por el bucolismo, incluidos los debates filosóficos. Cervantes ha ido sumergiéndose en casi todos en los últimos años, y hay en La Galatea múltiples rastros. Las ideas del neoplatonismo lo empapan a él como empapan la cultura del humanismo del XVI: es casi el catecismo cultural y sentimental que identifica una forma de entender la existencia como perfeccionamiento por la vía del amor y con el amor como aliado, erótico y vital, no solo como desahogo sexual sino concebido y elaborado como ascensión a una plenitud que es siempre esquiva pero es también posible y es, además, la más deseable. Desde la retórica del amor que impone el Cancionero de Petrarca y sobre todo difunde universalmente la nueva poesía en romance que lo imita —toscana, castellana, catalana, francesa— del XVI, y en España sobre todo Garcilaso, se urde la forma de unión de la idealidad cristiana con la pagana. Desde 1502, Sannazaro enseña en el bucolismo virgiliano una vía de actualización cristiana que funde ambas tradiciones y tranquiliza cualquier escrúpulo religioso (o casi) y lo hace además combinando doce églogas en verso con sus doce prosas.

Cervantes maneja entonces, como los maneja cualquier hombre culto de su tiempo, a tratadistas prestigiosos y modernos como Pietro Bembo y León Hebreo, a quienes Cervantes copia sin disimulo, pero también a muchos otros escritores que difunden las formas de convivencia que han ido cuajando en modelos de ciudadano y caballero en El cortesano del amigo de Garcilaso, Baltasar de Castiglione, y que perduran hasta estos años de la primera madurez de Cervantes. Los ha leído sin duda como ha leído el Galateo de Giovanni della Casa, o quizá su adaptación al español en 1582, de Lucas Gracián Dantisco (y uno de estos días tendrá que aprobar en censura el original de La Galatea de Cervantes), como ha leído al capitán Jerónimo de Carranza en su libro de 1582 sobre la filosofía de las armas y su destreza (y de él dice que hace «amigas pluma y lanza»), como ha leído a Mario Equicola y su Libro de natura de amore, muy conocido desde su primera edición en Venecia, en 1525. En la novela un vibrante discurso vitupera desde el incesto entre hermanos —que aunque se sabe malo, «no por eso sabemos retirarnos de él»— hasta la pura violación del amante que «muda estilo y procura alcanzar por malos medios lo que por buenos no puede». Pero la base de ese discurso está tomada de Pietro Bembo y Gli Asolani que Cervantes traduce muy literalmente durante varios párrafos, y también a Cervantes se le pegó a la memoria, como a tantos otros poetas de su tiempo, el archiconocido verso de Serafino de’ Ciminelli, el Aquilano, que cita aquí y en algún otro lugar —«et per tal variar natura è bella»—, oportunísimo en este libro y en la misma mentalidad literaria de Cervantes.

Cerca de los 40 años, los hombres de su edad conducirán este ciclo hasta el final del reinado de Felipe II, en torno a 1600, y allí vivirán Cervantes y los suyos la quiebra definitiva, la extinción simbólica de esos modelos, la degradación de un mundo que hoy es relativamente estable y seguro, ordenado y claro, y de eso hablará años después su obra desatada.

 

 

LA VERDADERA CIENCIA DE LA GALATEA

 

Ahora Cervantes es todo lo contrario, un exaltado de las letras del presente como lo ha sido de las armas, un exaltado de la nueva literatura, del valor consistente y perdurable de lo que hacen ellos y han hecho otros en los últimos años con los nuevos lenguajes y las nuevas ideas. Él y los demás viven el ansia y la prisa por dignificar la literatura en español y en italiano, precisamente porque ninguna de las dos son las lenguas del saber y la verdad —que sigue siendo el latín—. La lengua común de la calle habrá de ser también la lengua elegante y culta del entretenimiento y el ocio, de la dispersión y la holgura del tiempo. Es lo que su tiempo va a leer en el libro: el elogio más completo y rotundo de la literatura primero, y de la literatura contemporánea después, a través de versos y relatos que cuentan las vidas y amores de varios poetas disfrazados de pastores.

Por eso ha metido dentro del libro la lista de Calíope con su propuesta cerrada de canon de la literatura española hasta casi el día mismo en que escribe. Aunque hoy no nos parezca tanto lo que a él le parece tantísimo, ha escogido con cuidado la fórmula para hacerlo sin estridencias. En uno de los capítulos del libro, funde dos cosas distintas: los inventarios y repertorios elogiosos comunes a la literatura pastoril (de damas o de ríos) y a la vez los listados de poetas celebrados por otros autores. Lo hicieron ya en castellano hace ya tiempo la Diana de Montemayor, la continuación de Gil Polo en su Diana enamorada, en honor a los poetas de Valencia. Apenas un par de años atrás, Luis Gálvez de Montalvo ha hecho lo mismo en El pastor de Fílida o, en términos más serios y académicos, más atrás Jerónimo de Lomas Cantoral en su Canto Pinciano en 1578.

Pero Cervantes exagera como nadie, exagera casi como soldado, y redobla y multiplica el número de escritores que menciona, octava tras octava, como multiplica los anodinos retratos de tantos de ellos. Muchos carecen de obra entonces y siguen sin ella hoy, pero sirven para engordar una lista destinada a exaltar la literatura nueva con más de cien nombres de autores vivos y aunque finge no tener preferencias, hace todo lo contrario y destaca a los que tiene por «blancos y canoros cisnes» frente a «los negros y roncos cuervos», o los falsos poetas, ignorantes de la «ciencia de la poesía» que es la literatura. Cervantes se fía de ellos solo porque «darán testimonio sus obras» y no su fama, y es quizá la manera más madrugadora y convincente que ha encontrado para decir que lee hasta los papeles que encuentra por las calles, cuando en las calles apenas había papeles, pero los que había los leía.

A veces conoce muy bien a los poetas de los que trata, a veces solo de oídas, a veces son solo amigos personales, con guiños privados y amistosos, y otras veces exhibe nada más que cálculo y oportunismo y sitúa en buen lugar a quienes viven «no en esta vuestra España», como dice la musa, sino «en las apartadas Indias a ella sujetas». Entre ellos van nombres anónimos pero tan bien colocados como lo está el correo mayor del Perú, o Juan de Mestanza de Ribera, que es fiscal de la Audienca de Guatemala, o el hijo del corregidor de Arequipa, y alcalde desde 1582 de la ciudad, o, mejor aún, el embajador en Portugal en 1578 y miembro de una academia literaria que cuenta con el duque de Alba. Han emprendido la ruta de las Indias que él ha intentado, y otros intentaron también, como Mateo Alemán o como Juan Rufo, para hallar ahí una forma de prosperidad que aquí parece imposible.

Cervantes exhibe en una lección abreviada los saberes humanísticos que le adornan como soldado con muchas horas vividas en la biblioteca de López de Hoyos, o acarreando infolios de casa a la Escuela y de la Escuela a casa. Es verdad que hubo de hacerlo sujeto a las condiciones de todos, entre ellas buscar a trasmano los libros que desde 1559 figuraban en el Índice de libros prohibidos (en torno a setecientos libros prohibidos, un tercio de los cuales están escritas en español) del inquisidor Fernando de Valdés, siguiendo el Índice de Roma. Incluyó cosas previsibles tras el cerrojazo contrarreformista, como casi toda la obra de Erasmo, pero también tan inocuas como lo que llaman «textos poéticos» que usen citas de las Escrituras «en sentido profano», o ya directamente cosas tan disparatadas como la mismísima Diana de Montemayor, la inofensiva pero festiva obra de Torres Naharro o las ingeniosidades de Juan de la Cueva (y también las sobredosis de realidad del Lazarillo o de erotismo y atrevimiento del Cancionero general). Y todavía habían de llegar nuevas constricciones, sobre todo tras el final del Concilio de Trento en 1563 y su munición ideológica contra el auge del protestantismo y el calvinismo por todos los sitios (incluido desde luego Flandes). Desde 1564 el Índice registraba los libros tolerados con pasajes cepillados.

Con Cervantes recién vuelto de Argel, las cosas habían mejorado muy poco. Los dos gruesos tomos del Índice de 1583 y 1584 incluyen libros prohibidos del todo y libros expurgados, donde apenas un ocho por ciento de los dos mil trescientos son en lengua romance. De entrada, suena a pura declaración de guerra a la cultura europea desde Rabelais a Tomás Moro, de Maquiavelo o Juan Luis Vives y Dante, y hasta hubo ganas de suprimir del todo los expurgados más que nada para, como dice uno de los inquisidores, «forzar a que se leyesen libros de provecho o de historias verdaderas». Pero a nadie se le ocurre que ese muchacho no patease a los veinte años las librerías de Roma y de Nápoles porque allí no llegaban las órdenes de embargos de almacenes y barcos, ni menos las cuadrillas de familiares del Santo Oficio dispuestos a ocupar las librerías, de buena mañana, como en Sevilla, y todas a la vez, para evitar chivatazos y requisar libros sin contratiempos. Y si es verdad que fueron muchas las restricciones a la circulación de libros o a la mera posibilidad de estudiar fuera de España, Cervantes hubo de recorrer en el extranjero librerías y academias mientras apacienta las horas de estabulación militar en Nápoles, año tras año entre 1571 y 1575.

Porque lo que es seguro es que está muy bien informado no solo de las funciones de las musas, sino de lo que ha sido desde la Antigüedad hasta hoy «la maravillosa y jamás como se debe alabada ciencia de la poesía». Con la poesía en sentido estricto por delante, viene a ser ese el modo de abarcar a las ciencias humanas, el teatro, la sabiduría moral, la historia sagrada y la historia normal. Incluye también los clásicos absolutos para ellos y para nosotros, Homero y Virgilio, Propercio, Horacio y Catulo, los nuevos autores en lengua romance y en latín, como Petrarca y Dante. Pero también ya el difundidísimo y copiadísimo Ariosto y su poema sobre los amores de Roldán y Angélica (y cincuenta mil cosas más porque son casi cuarenta mil versos en su versión final de 1532) del ciclo carolingio Orlando furioso. El inventario de los autores alcanza hasta el presente en «esta patria vuestra», con «el agudo Boscán y con el famoso Garcilaso», o Cristóbal de Castillejo y Torres Naharro o Fernando de Acuña, que acaba de morir, y Francisco de Aldana, que también él acaba de morir en la batalla de Alcazarquivir, en 1578, con toda la nobleza portuguesa y parte de la española.

Todos están muertos ya pero todos los demás están vivos y son los protagonistas absolutos. Lo está Alonso Martínez de Leyva —situado en primer lugar porque iba en la flotilla que volvía de Nápoles cuando capturan a Cervantes—, y lo está la nómina casi al completo del servicio de censura oficial, con Alonso de Ercilla, Lucas Dantisco, Pedro Laínez, además de sus íntimos más verdaderos, como López Maldonado, Luis Gálvez de Montalvo, Luis de Vargas o Pedro de Padilla. Y aunque algunos son promesas inciertas, como Cristóbal de Mesa, parece casi puro recochineo que salga un García Romeo, básicamente por hermosear el mundo con su belleza, sin que nadie sepa nada de su obra pero es «dignísimo de estar en esta lista».

Sin capricho alguno y con plena convicción, esta ninfa en llamas (y las antenas de Cervantes) sitúan a dos amigos quince años más jóvenes que él. Como a nadie, a Lope de Vega le encaja la «experiencia / que en años verdes y en edad temprana / hace su habitación» y a la vez posee ciencia que solo se alcanza «en la edad madura, antigua y cana». Esa es «verdad tan llana» que en ninguno se ve como en él, y por «si acaso a sus oídos llega, / que lo digo por vos, Lope de Vega», de nuevo con una invocación personal que aleja el comedimiento ceremonioso que tantas veces deplora Cervantes. Lo mismo vale para el cameo de Luis de Góngora, «un vivo raro ingenio sin segundo», que apenas tiene veinte años y con cuyo «saber alto y profundo», dicen la musa y Cervantes, «me alegro y enriquezco / no solo yo, mas todo el ancho mundo», seguramente porque se leen ya y recitan sus romances tanto burlescos como de caballeros o de cautivos o de tema morisco a la moda. Los fabrica sin cesar y gustan mucho a Cervantes, como autor él mismo de romances nuevos, aunque no haya quedado rastro o está, sin que sepamos identificarlo en medio del anonimato, en antologías como la que se publica en 1589, Flor de varios romances nuevos y canciones, o desde 1600 en las series parciales del Romancero general. Tampoco es ni casual ni azaroso que el parnaso sevillano lo cierre un estricto coetáneo de Cervantes, Luis Barahona de Soto, de quien sin duda Cervantes conoce su levantado poema épico inspirado en Ariosto, Las lágrimas de Angélica (que aparece al año siguiente, pero Cervantes ha leído ya a este «varón insigne, sabio y elocuente»).

No hay ni va a haber en mucho tiempo otro cuadro más completo de autores de cualquier cosa escrita, y algunas con el alto valor que Cervantes les atribuye, como en Rey de Artieda aprecia su teatro pero también le honra sacando ahí su aventura militar compartida, o como Cristóbal de Virués o, mejor, el capitán Virués. Desde luego no está todo el mundo de acuerdo con este entusiasta de su tiempo, y Cervantes sabe muy bien que el grupo elitista y señorial de Sevilla que se mueve junto a Fernando de Herrera o el maestro de muchos, Juan de Mal Lara, no comparte apenas nada de tanta efusividad crítica. Más bien al revés, y seguramente lo sabe de primera mano porque, sin duda a la vuelta a España, Cervantes se hizo con un ejemplar del mejor libro de teoría y crítica literaria de su tiempo, que es una enciclopédica maravilla de erudición y sutileza que Fernando de Herrera ha dedicado a comentar la poesía de Garcilaso. No mejora nuestros hábitos actuales porque incurre en los vicios de la erudición académica y finge que no sabe que seis años atrás Francisco de las Brozas ha dedicado otra obra a sus propios comentarios sobre Garcilaso (y varias veces se mete con él pero sin mencionarlo ni una sola vez).

Ni Herrera en esas Anotaciones ni su prologuista, Francisco de Medina, comparten el gusto banal de Cervantes por tanto poeta mediocre o sencillamente invisible, y menos todavía su entusiasta opinión general sobre las letras en España. Su diagnóstico del presente es tirando a cicatero y avaro. Medina cree que «se hallarán tan pocos a quien se deba con razón la honra de la perfecta elocuencia» que no hay donde hallar hoy nombres de valor. A los dos los incluye Cervantes, por supuesto, en la lista de Calíope, sin ocultar para el altivo y también divino Herrera que «será de poco fruto mi fatiga, / aunque le suba hasta la cuarta esfera», y a Medina le reconoce la elocuencia de Cicerón y de Demóstenes y la «ciencia alta y divina», consciente pues de las alturas en las que se mueve Sevilla.

Cervantes hila menos fino que los sevillanos ilustres. Con un entusiasmo desconcertante está dispuesto a defender las letras españolas a la vista de tan «raros y altos espíritus», y por eso promueve en la ficción de La Galatea la convocatoria anual de un homenaje a Diego Hurtado de Mendoza —fallecido en la realidad histórica en 1575— que sirva para difundir la honra de «los divinos ingenios que en nuestra España viven hoy». Lo verdaderamente grave ha llegado a Cervantes de primera mano tras tantos años rondando por Italia. Empieza a ser cada vez más intolerable una opinión ofensiva, y es que «siempre ha estado y está en opinión de todas las naciones extranjeras que no son muchos sino pocos los espíritus que en la ciencia de la poesía en ella muestran que le tienen levantado».

La realidad es exactamente al revés, como ha comprobado al rastrear a fondo desde su regreso de Argel a finales de 1580 qué es lo que se está haciendo, lo consagrado y lo que está en marcha, apurando a veces los argumentos inmoderadamente, pero a la vez convencido de lo que afirma porque «cada uno de los que la ninfa ha nombrado —explica el sacerdote semipagano Telesio, que oficia el réquiem por Hurtado de Mendoza, y podría encubrir a Ambrosio de Morales— al más agudo extranjero se aventaja». Nadie tendría ninguna duda no solo si en el extranjero prestasen un poco de atención, sino, sobre todo, si en España misma la poesía y los saberes humanísticos en general tuviesen otro crédito y otro respeto público, y si «en esta nuestra España se estimase en tanto la poesía como en otras provincias se estima».

La incuria española hace que «los insignes y claros ingenios que en ella se aventajan» apenas puedan hacer otra cosa que escribir para ellos mismos y entre ellos mismos difundir sus versos, en sus academias y tertulias literarias, en las tabernas habituales de comediantes y actores y actrices, apenas «sin osar publicarlos al mundo» o al resto de los españoles. Conocen demasiado bien el desinterés cósmico en el que van a caer y la «poca estimación que de ellos los príncipes y el vulgo hacen». A nadie le interesa nada, a pesar de haber tanto valioso como en el resto de las naciones. Quizá sea castigo dictado por los cielos y «no merece el mundo, ni el mal considerado siglo nuestro, gozar de manjares al alma tan gustosos». Habla a la vez un entusiasta con fiebre patriótica y literaria y habla también un agudo crítico de la inconsistencia cultural de los señores y del pueblo llano, incapaces de apreciar la variedad de su propia literatura y la sutileza de los mejores, cuando está a punto de arrancar, pero apenas lo ha hecho, la tempestuosa máquina de hacer versos y teatro que arrebatará enseguida a mayores y a chicos, a niños y a ancianos, a mujeres, muchas mujeres, y a casi todos los señores. Lope de Vega está a punto de despegar o lo ha hecho ya para pasmo de todos, empezando por el mismo Cervantes.

 

 

LA REALIDAD DE LA FICCIÓN

 

Aunque nada parece real en este libro, todo lo es; lo es de modo casi confesional porque la idealización bucólica no está reñida con la crónica de lo vivido. No excluye la vida empírica ni la reprobación de la corte fraudulenta ni la condena de algunas mujeres (y sobre todo de los obtusos padres de algunas mujeres), pero la viste y la disfraza de arcadia pacífica y deliberativa. Disfruta Cervantes de un lugar destacado, como autor que estrena teatro, prologa la obra de los otros, comparte horas con escribientes y censores oficiales (como Espinel, Laínez o Padilla), a pesar de que se sienta incómodo en el intrincado laberinto de la corte y las facciones de palacio. Seguramente no ha sido de veras un horizonte activo o profesional de Cervantes, o nada de su obra permite detectar la propensión tempranísima de un Lope de Vega —que desde ya es secretario de duques y marqueses— aunque sea una decena larga de años más joven que Cervantes, o quizá precisamente por eso. La canción de Lauso contra las servidumbres de la vida cortesana tiene aires veraces cuando repudia sus normas de pleitesía y falsedad porque él no «muestra en apariencia / otro de lo que encierra el pecho sano». La «rústica ciencia / no alcanza el falso trato cortesano», ni está dispuesto a parecerse al «ambicioso entremetido, / que con seso perdido / anda tras el favor, tras la privanza / sin nunca haber teñido / en turca o mora sangre espada o lanza», como no sabemos que haya hecho Lauso pero sin duda sí Cervantes. En él pone en juego algo más que un alias poético porque es en realidad lo más parecido a una máscara para sus propios sentimientos, quizá también porque Cervantes es casi siempre el mayor, el más viejo, el que se reúne casi sistemáticamente con autores de veintipocos cuando él ya tiene treintaymuchos y saca su primera obra en 1585: le faltan dos para los 40 de alguien que se acerca peligrosamente a la edad provecta.

Las contrariedades que vive Lauso tienen al trasluz vivencias de Cervantes filtradas en la ficción. Es el mismísimo Cervantes, no Lauso, quien en estas fechas de 1583 acaba de conocer a una muchacha de apenas veinte años. Se llama Ana de Villafranca y se ha instalado desde principios de año como tabernera en un nuevo local que ha promovido ella con su marido, Alonso Rodríguez, auxiliados por unos amigos vinculados al ramo. No sabemos si es guapa o fea, buena o mala, pero estuvo ocupada como sirvienta de un alguacil hasta que tres años atrás, a los 16, su padre la casó con este Alonso, tratante de vinos mucho mayor que ella pero con menos dineros. Vivieron desde entonces en unas casas de la familia de ella en la calle de Toledo, en la zona del Rastro, quizá dedicadas a los servicios de «mancebía» y prostitución, según Maganto Pavón. Ahora acaban de abrir la taberna de la calle de Tudescos y a Cervantes y a ella también se les acaba de complicar la vida desde noviembre o diciembre de 1583, cuando ha de ser evidente el embarazo de la muchacha y el hijo que espera para abril. Será una niña, la niña Isabel, pero solo muchos años después, con la muerte de la madre, sabremos que Miguel de Cervantes se hace cargo de ella a través de su hermana Magdalena y se hace llamar desde entonces Isabel de Saavedra.

A Cervantes le está apremiando la vida directamente. Quizá ha compuesto este o aquel romance o soneto u octava que amasa estas emociones, pero sospecho que también ahora, a finales de 1583, corta y pega, tacha, suelda y recompone el final de La Galatea, y en forma abrupta y como interpolada parece entonar un extraño canto a la felicidad del desengaño o al consuelo de saber la verdad y dejar de vivir en la cuerda floja de las medias verdades, los flirteos y las medias mentiras. Con ecos de Garcilaso que retumban por todas partes, defiende Lauso su libertad frente a las apariencias y que «llame mi fe quien quisiere / antojadiza y no firme», sin importarle que hablen de él «como más le pareciere» a cualquiera. Pueden decir que fueron «fingidos / mis llantos y mis suspiros» porque todo muda y «el gusto nos convierte / en pocas horas en mortal disgusto», y «nadie habrá que acierte / en muchos años con un firme gusto». No es eso lo que le preocupa, ni si le llaman o no «vano y mudable», sino haber recuperado la autonomía y ver por fin «exenta / mi cerviz del yugo insano» de un falso amor: «sé yo bien quién es Silena / y su condición extraña, / y que asegura y engaña / su apacible faz serena», como resulta que también lo sabe Damón (o Laínez) y alguno más, aunque casi ningún otro «le entendía por ignorar el disfrazado nombre de Silena».

Damón sí conoce «el término de Silena y sabía el que con Lauso había usado, y de lo que no dijo se maravillaba» porque apenas ha hecho otra cosa que lamentar «cuánto más se estimara / de Silena la hermosura, / si el proceder y cordura / a su belleza igualara». Su inteligencia es cierta (por eso la llama discreta, que no quiere decir silenciosa y calladita) pero «empléala tan mal» que ahoga y estropea su hermosura. Y el bueno de Lauso se para y avisa de que no está hablando desde el resentimiento o la venganza —eso le desataría de mal modo la lengua—, sino que «hablo de engañado / y sin razón ofendido». Ni cuestiona la honra de ella ni le ciega la pasión, porque «siempre siguió mi lengua / los términos de razón» y puede confirmar, aunque no le crean los demás, y aunque casi nadie sepa de quién habla, que «sus muchos antojos varios, / su mudable pensamiento» la convierten cada vez más en adversaria incluso de los más amigos. Habrá que decidirse por una causa o por la otra. Si «hay por tantos modos / enemigos de Silena», está claro que «o ella no es toda buena, / o son ellos todos malos».

Cervantes sale directamente en defensa de Lauso porque la mismísima Galatea habla sin saber de lo que habla y se equivoca. Imagina que Lauso es como cualquiera, uno más de quienes «convierten el amor que un tiempo mostraron en un odio malicioso y detestable». Pero no tiene razón. Galatea «saliera de este engaño si la buena condición de Lauso conociera y la mala de Silena no ignorara». Lauso ha recorrido el ciclo amoroso desde el elogio de la libertad sin amor, el entusiasmo de la atadura amorosa súbita y por sorpresa, y al cabo llega el canto de la restituida libertad gracias a la franqueza de la amada que confiesa querer a otro y no ser lo que parecía. Su mejor amigo en el libro y en la realidad, Laínez, desconfía y recomienda prudencia a Lauso, recela de la euforia de Lauso sintiéndose tan libre, y le emplaza a verse seis días después para tasar su estado, mientras Lauso celebra una y otra vez el fin de su locura, agradece los desdenes de ella que le abrieron los ojos a él, y hoy está «reducido a nueva vida y trato: que ahora entiendo que yo soy ahora quien puedo temer con tasa, y esperar sin miedo». También «libre y señor de mi voluntad», porque ha deshecho en su interior «las encumbradas máquinas de pensamientos que desvanecido me traían». Tampoco Tirsi está muy seguro de la mudanza de Lauso porque conoce demasiado bien a Silena, y sabe «de sus acelerados ímpetus y la llaneza, por no darle otro nombre, de sus deseos», además de que es tan mudable que sería «aborrecida» de todos si no la salvase su hermosura, que no la salva.

Nada hay seguro en esta sarta de conjeturas, cierto, pero encubrir narrativamente peripecias sentimentales verídicas está en la matriz de los libros de pastores. Cervantes es fiel a Jorge de Montemayor cuando explica que en la Diana se tratan «cosas que verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazadas debajo de nombres y estilo pastoril», como saben todos que detrás de la historia de Gálvez de Montalvo hay una historia cortesana de altos vuelos. Tampoco Lope de Vega disparata cuando cree que esa Galatea de Cervantes es tan real como real es la Diana de Montemayor, que era «dama natural de Valencia de don Juan, junto a León», según él y según muchos otros, todavía viva años después de publicarse la novela del portugués. Cervantes está dirimiendo en su libro cosas semejantes y también un desengaño amoroso que ha metido con calzador hacia el final de la obra, en una especie de interpolación que rompe la secuencia de temas y relatos que iban llevando dulcemente hacia el final de la pastoral poética, con la única intriga de si a Galatea la va a dejar en paz su padre, y si sus amigos la liberan o no del pastor rico y lusitano.

 

 

UN MUERTO EN EL VERANO DE 1584

 

Cervantes está donde tiene que estar, mezclado con los nombres más conocidos y mejor colocados de su tiempo, con este libro ya aprobado y a punto de aparecer, y pulula como uno más en la corte literaria de un verdadero señor, Ascanio Colonna. Está con ellos y entre ellos, también cuando el azar o las conspiraciones o las venganzas de golpe se ponen de parte de todos, en el verano de 1584. El 1 de agosto muere repentinamente el padre de Ascanio Colonna, alojado en casa del duque de Medinaceli, que ha sido uno de los más críticos enemigos de la política militar represiva del duque de Alba en Flandes años atrás. Marco Antonio Colonna viajaba hacia Madrid para recibir instrucciones de Felipe II, sin que se conozcan hoy ni las razones exactas del viaje (terminado su segundo mandato como virrey de Sicilia) ni tampoco las causas de la muerte. Pero Marco Antonio Colonna andaba entonces en líos con la mujer de otro noble, quizá temperamental, y su figura estaba muy directamente conectada con otra enemiga de Alba, la princesa de Eboli, la misma que escribe a Felipe II, razonablemente despechada, sobre la «desvergüenza de ese perro moro que Vuestra Merced tiene en su secretaría», y el perro moro por esta vez no es ni corsario ni turco sino Mateo Vázquez.

Esa muerte lo cambia todo para Ascanio Colonna desde agosto de 1584 porque había muerto también su hermano mayor, Fabrizio, en la campaña de Portugal en noviembre de 1580. Y eso significa que sin haber previsto semejante precipitación, queda el joven Ascanio, de 24 años, como heredero titular de la casa Colonna, aunque siguiese durante muchos años sin cargo relevante en la corte ni fuera de la corte. Y cambia para él pero cambia todo también para aquellos que han estado en su entorno el último par de años al menos, y ya son muchos los que hemos recontado, y entre ellos Luis Gálvez, que este mismo agosto de 1584 escribe «una elegía al triste suceso que ahora lloramos», como le cuenta al propio Ascanio, y el suceso es la muerte de su padre Marco Antonio.

Cervantes dispone desde hace unos meses de las aprobaciones legales ya tramitadas para publicar su libro de pastores. Al escribiente del Consejo Lucas Dantisco le pareció en febrero de 1584 un «libro provechoso, de muy casto estilo, buen romance y galana invención» y apenas días después ratificó la aprobación en nombre del rey Antonio de Eraso, que había intentado ayudarle en 1582 a encontrar algún empleo. También ha decidido ya Cervantes qué hacer con esa autorización legal porque el 14 de junio de 1584 acuerda con el «mercader de libros» Blas de Robles en Madrid la venta del privilegio de la obra y se lo entrega para que por fin lleve el original revisado y aprobado a la imprenta de Juan Gracián, en Alcalá. Cervantes lo ha titulado Los seis libros de La Galatea y han acordado también este junio el importe de la venta, que no es poco —mil trescientos treinta y seis reales— aunque no se los paga de una vez. Blas de Robles reconoce que «en realidad de verdad, no obstante lo contenido en la dicha escriptura, yo le resto debiendo doscientos y cinquenta reales» que le pagará a finales de ese mismo septiembre, «llanamente en reales de contado».

También a Cervantes han llegado sin duda las noticias sobre la nueva posición de Ascanio y seguramente ve ahí al azar de cara. Decide entonces, si no lo había hecho ya, dedicar La Galatea a ese joven señor al que conocen todos los amigos, que acaba de situarse como cabeza de una familia de peso y de quien supo hace quince años, cuando estuvo en Roma al servicio de otro joven noble italiano, Giulio Acquaviva, y le hablaba entonces, «como en profecía», de Ascanio Colonna cuando Ascanio no podía ser más que un niño de nueve o diez años.

Eso es lo que recuerda Cervantes en su dedicatoria, escrita este agosto o septiembre de 1584. Recuerda él también al padre y «haber seguido algunos años las vencedoras banderas de aquel sol de la milicia que ayer nos quitó el cielo delante de los ojos, pero no de la memoria de aquellos que procuran tenerla de cosas dignas de ella, que fue el Excelentísimo padre de V. S. Ilustrísima». La decisión de ponerse, por tanto, bajo la memoria del padre de Colonna y «los famosos hechos del tronco y ramos de la real casa de Colonna», como «yo me pongo ahora», dice Cervantes, es firme, convencida y nada precipitada. Y si además sirve para «hacer escudo a los murmuradores que ninguna cosa perdonan», mejor todavía, ya que quizá la muerte del padre sigue alimentando todo tipo de sospechas o teorías conspiratorias. Nada de lo cual, sin embargo, ha rebajado el valor que asigna a Ascanio Colonna y que es, de hecho, lo que «me ha quitado el miedo que, con razón, debiera tener», al atreverse de una vez a dedicarle «estas primicias de mi corto ingenio». Y lo hace a sabiendas de que, como sabía también Lope, la presencia de Ascanio en España, tanto en Alcalá como en Salamanca, prueba largamente que ha sido «norte por donde se encaminen los que alguna virtuosa ciencia profesan, especialmente los que en la de la poesía se ejercitan».

 

 

LA NIÑA ISABEL

 

Es verdad que la muerte de Marco Antonio Colonna pudo ser solo el empujón final y que la decisión anduviese ya en su ánimo antes de que Ascanio se convirtiese en el cabeza de la familia. Pero no habrá costado nada empujar también a otros tres amigos a escribir los sonetos encomiásticos que el libro debe de llevar. Los tres se han esmerado, pero Cervantes ha ido sobre seguro porque de los tres puede fiarse: a uno porque lo ha visto pelear con él en Lepanto, Gabriel López Maldonado, y a los otros dos porque están cerca de la corte literaria que pulula en torno a Ascanio Colonna. De ellos ha de hablar Cervantes una y otra vez bien, ahora y después, y al menos dos son protagonistas disfrazados de la obra y bien informados de su pasado. Lo está Luis Gálvez de Montalvo, que ha visto representada Los tratos de Argel y es el más explícito al contar que «la tierra estuvo / casi viuda sin» Cervantes mientras anduvo fuera de la cristiandad, y hoy es feliz ya de nuevo porque «cobra España las perdidas musas» que han auxiliado a Cervantes a escribir La Galatea. Poco más o menos eso mismo es lo que cree o dice creer también Luis de Vargas ante los reflejos de «los dioses celestiales» y sus «dones inmortales» que ve en la obra de su amigo, desde Jove y Diana hasta Mercurio, Marte o Venus. Y aunque no le ha pedido poema alguno a Vicente Espinel, ha escrito por su cuenta y como amigo seguro una octava que recuerda también Los tratos de Cervantes, y evoca el hado adverso que lo arrojó «al mar sin propio amparo / entre la mora desleal caterva / y no impidió que su ingenio raro» diese muestras «de divina lumbre».

No parece que Cervantes se haga cargo de la niña que nace en abril de 1584, que sigue con su madre y el esposo tratante, tabernero y asturiano. Ha sido bautizada en presencia de la madre, Ana de Villafranca o Ana Franca, y del marido, Alonso Rodríguez, aunque un error en la partida parroquial lo llama Juan Rodríguez. Todavía Ana de Villafranca tendrá una niña más, Ana, un par de años después, cuando la familia parece prosperar y se muda la pareja con las dos niñas, Isabel y Ana, a otras casas en Madrid también. Muy cerca de las mismas fechas de su nacimiento en abril, Cervantes ha vuelto a tratar con Juana Gaitán, joven esposa de Pedro Laínez desde hace cuatro años y con familia en un pueblecito de Toledo, Esquivias, a seis leguas y dos o tres horas a caballo de Madrid. Juana acaba de enviudar de Laínez pero quizá no ha quedado del todo viuda porque solo dos meses después está ya casada con Diego de Hondaro, joven otra vez de 20 años que ha estado cerca de la vida de la pareja y ha sido testigo incluso del testamento de Laínez. Lo que parece seguro es que Juana no incumple el deseo de su marido de editar tras su muerte el Cancionero «con la cubierta negra» que Laínez ha ido primorosamente recopilando, según el inventario de los bienes que hereda Juana, además de contar con «un escritorio de Alemania» y también «otro libro de verso y prosa de Engaños y desengaños de amor», desde luego, de lo más oportuno al caso.

Después del verano, Cervantes puede que sepa o puede que no sepa que Juana ha dejado de ser viuda y se ha casado con el joven de Esquivias. Pero es seguro que se ha puesto de acuerdo con ella para acudir a Esquivias en septiembre y formalizar como testigo la designación de un procurador que se haga cargo de las gestiones ante el Consejo de su Majestad para publicar el Cancionero de Laínez. Cervantes lo conoce bien hace muchos años; ha citado poemas suyos como los han citado otros en sus obras, y está a punto de publicar La Galatea. Ahora queda solo dar a los poemas de su amigo el empaque que nunca llegarán a tener porque el Cancionero seguirá inédito, pero su historia se arrastra como buen propósito durante los próximos quince años.

En Esquivias Juana Gaitán tiene familia y aparece y reaparece su apellido. El lugar ha ido perdiendo población en los últimos años y hoy no llega a los trescientos habitantes, con su centenar de jornaleros y otras tantas familias con más recursos, aunque apenas una treintena larga de hidalgos. En algunos las pretensiones de alto linaje se ven en los escudos de armas de las fachadas y fantasiosos hechos memorables como caballeros, algunos además con dineros. Menos fantasiosa parece la calidad de los vinos que hacen, sobre todo el blanco, del que se acuerda varias veces Cervantes (aunque a ratos suena a ironía privada), y ahí vive no en mala situación Juana Gaitán con Diego de Hondaro. Tampoco es enteramente mala la posición que disfruta otra familia del mismo lugar, los Salazar Vozmediano. La mujer que Cervantes acaba de conocer en Esquivias pertenece a la rama menos potentada de la casa y tiene, por supuesto, 20 años, o casi. Ha quedado huérfana de padre a principios de año, en febrero de 1584, y se llama Catalina.

Ni ella sabe bien qué es lo que ha heredado porque tampoco ha sabido contar su padre en el testamento con demasiada claridad las deudas que tiene o deja de tener, aunque regenta unas casas o, al menos, unos aposentos en unas casas de Toledo, entre el Tajo y el convento de los Jerónimos. Sí sabemos que la muchacha tiene dos hermanos menores y se llaman uno Francisco de Palacios y el otro Fernando de Salazar. Ella en realidad se hace llamar de unas trescientas o cuatrocientas maneras distintas en los papeles, Catalina de Vozmediano, Catalina de Palacios, Catalina de Salazar y Palacios y varias otras combinaciones más. Tiene de veras 19 años y Cervantes el doble cuando se casan el 12 de diciembre de 1584, en Esquivias, poco después de que Cervantes llegase allí para tramitar en septiembre la publicación del Cancionero de Laínez y apenas otros siete meses después de nacer la niña Isabel.

Y puede que desde entonces y en los próximos dos o tres años Cervantes viva en Esquivias rodeado de las cosas que formalmente incluye la dote de ella. Lo que acaba teniendo a mano y en casa son unos cuantos majuelos o parcelas de cultivo, también «un huerto cercado, con su puerta y cerradura, que dicen el Huerto de los Perales, con los árboles que tiene, que alinda con el arroyo que viene de la fuente y la callejuela que sale a la iglesia». La casa en que viven está en la calle que conduce directamente a la iglesia, de mucho paso y muy céntrica, donde oficia de clérigo el tío de Catalina, Juan de Palacios, que es el mismo que los ha casado. Y entre los múltiples enseres que habrá ahí, con sus cofres, cofrecillos y arcas y arquetas, todos con sus cerraduras y sus llaves, dos escaleras, una grande y una pequeña, hay también «Dos niños Jesús, con sus ropitas y camisitas», dos tablas con imágenes de la Virgen, otra con el mismo niño Jesús y otra con san Francisco de Asís, tinajas, tinajitas y tinajones, y una cuna que la pareja no va a usar, o al menos no para mecer a un niño propio.

 

 

EL REY, LA FE Y EL TEATRO

 

Han pasado bastantes cosas por en medio, incluidas algunas engorrosas gestiones económicas que Cervantes ha asumido por encargo de Juana Gaitán y su reciente marido, Diego de Hondaro. Pero se nos escapa el sentido de estas operaciones que llevan a Cervantes de un sitio para otro en muy pocos días, gestionando cantidades importantes de dinero a cuenta de otros. Se ha de poner en ruta quince días antes de su propia boda, para estar en Sevilla el lunes 2 de diciembre. En compañía de dos hombres de teatro, Tomás Gutiérrez y Gabriel de Angulo, acepta una importante cantidad de dinero, nada menos que doscientos mil maravedíes, que equivalen a algo más de quinientos ducados, que parecen corresponder a la gestión que hace Cervantes por cuenta de Hondaro con el compromiso de trasladar o hacerse cargo del dinero primero en Sevilla y después en Madrid. Y a 5 de diciembre de 1584, una semana antes de casarse, Cervantes recibe un pagaré por ciento ochenta y siete mil maravedíes que otorgan Diego de Alburquerque y Miguel Ángel Lambias, y veinte días después, y ya casado, recibe en Madrid diecisiete mil maravedíes, cuatro días después otros seis mil y pico, y finalmente, el penúltimo día del año, mientras se declara vecino de Madrid, teóricamente sin serlo ya, recibe lo que faltaba para cubrir la letra que llevaba de Sevilla hasta los ciento ochenta y siete mil maravedíes.

Parece no ser otra cosa que el gestor de cuentas ajenas, pero al menos parece también que por fin su libro va a salir de la imprenta, tras emitir Várez de Castro (con algún grueso error) la fe de erratas, y tras este ir y venir a Sevilla con la boda en medio. Quizá para entonces, en este 28 de febrero de 1585, Blas de Robles ha decidido como dueño del privilegio desde junio del año pasado que debía cambiarse el título para asimilarlo a la mayoría de libros de pastores y libros de caballerías y titularlo con el anuncio de su continuación, Primera parte de La Galatea, dividida en seis libros. Cervantes tenía otra cosa en la cabeza porque lo había titulado Las seis partes de La Galatea, pero puede que no tuviese ocasión de intervenir o puede que le diese igual el cambio de título. Lo que dice en el prólogo es que en caso de que su obra no acabe de satisfacer los gustos de todos, o apenas responda «a su deseo», no tiene inconveniente en ofrecer otras obras «para adelante, de más gusto y de mayor artificio». Yo sospecho que además de apelar a la rutina de amabilidades de los prólogos está pensando también en quitarse de encima la obligación, casi monopolística por entonces, de seguir tratando de pastores y pastorcitas. O ha descartado ya lo que al final de La Galatea —acabada hace año y medio— pudiera parecer una continuación inminente. Apenas reaparece en su obra un solo pastorcito o pastorcita como no sea para someterlos a un tratamiento de choque inequívocamente burlón y paródico, aunque siga prometiendo una continuación hasta el final de su vida, pero a saber qué iba a ser esa continuación en manos de ese señor.

Además, no deja de resultar muy llamativo que el poema que Cervantes escribe ahora para el Cancionero de un buen amigo, Gabriel López Maldonado, parezca un quiebro o hasta una palinodia sorprendente de su propio estilo y maneras. Cervantes va en buena compañía porque escriben también para ese Cancionero los de siempre, Padilla y Luis de Vargas y Pedro Liñán de Riaza y Vicente Espinel. Pero es Cervantes quien dedica dos poemas al elogio del libro y de Maldonado porque la complicidad es vieja, a pesar del horrendo juego de palabras sobre lo «bien donado que sale al mundo» este Maldonado, con tantas ciencias y discreción que «me afirmo en la razón / de decir que es bien donado». Pero es otro el poema más desconcertante, porque según Cervantes su amigo trata cosas de amor con otros modos y otros aires, «sin flores, sin praderías / y sin los faunos silvanos, / sin ninfas, sin dioses vanos, / sin yerbas, sin aguas frías / y sin apacibles llanos», como si estuviese asumiendo una autocrítica a su propia Galatea o como mínimo el principio de una distancia ante esos lenguajes y en favor de una ruta menos profusa en aparato bucólico. Resuena bien fuerte esta vez el eco del Cervantes que elogiaba, tantos años atrás, la claridad de la lengua y el verso, el estilo limpio y llano, en una literatura volcada en «agradables conceptos, / profundos, altos, discretos, / con verdad llana y distinta».

En todo caso, al mismo tiempo que llega, en marzo de 1585, la tasa de tres maravedíes por pliego para poner a la venta La Galatea, llega también la oportunidad de seguir sacando cosas del escritorio y ensayar su inventiva literaria lejos de la prosa y los versos bucólicos. Encuentra Cervantes en Madrid a un empresario de teatro importante que le encarga y paga un par de títulos. Una de las obras ha de estar lista en el plazo de quince días, La confusa, y otra habrá de llegar a manos de Gaspar de Porres un par de meses más tarde, para la Pascua florida de ese año, pero con ocho días de adelanto para que la compañía tenga tiempo de estudiarla. El título nos regresa de nuevo a la actualidad del pasado, El trato de Constantinopla y la muerte de Selim, pero solo tenemos el título de una y otra obra. Como es natural, a nadie se le ocurrió entonces imprimir ninguna de las dos porque no son texto para leer sino para ver, recitar y representar aquí y allá, si hay suerte, por un plazo siempre breve, pero desde luego sin la menor previsión de gastar dinero en una operación tan cara como imprimir un libro.

A Cervantes le queda para mucho tiempo el orgullo de la buena fortuna comercial, según él, de La confusa. De momento, Gaspar de Porres le da cuarenta ducados: veinte los recibe ahora, el 5 de marzo de 1585, y veinte a la entrega de las obras. Si fallase Cervantes y no entregase a tiempo, habría de indemnizar a Porres con cincuenta ducados, además de obligarse a no recolocar ninguna de las dos obras en los próximos dos años (y si lo hiciese habría de devolver los cuarenta ducados). Hace apenas cuatro o cinco años que existe el famoso y popular corral de la Cruz —con Alonso Getino de Guzmán como colaborador en su reciente remodelación— y allí representa en estos años sus obras el empresario y director de la compañía Gaspar de Porres (o autor, que es como los llaman entonces), así que igual se estrenaron allí. El recuerdo que conservó Cervantes de la primera es entusiasta y entregado y a ella vuelve tan tarde como a sus sesenta y tantos años, orgulloso porque además de no ser «nada fea, / pareció en los teatros admirable, / si esto a su fama es justo se le crea». Y aunque está exagerando alegremente, de acuerdo con el tono festivo e irónico del lugar en el que escribe eso, Cervantes fue un hombre feliz de teatro.

Por fin La Galatea está ya a la venta en la librería de Robles, en Madrid, tras un tiempo inusualmente largo de edición. Pueden ser muchas las causas de ese retraso, pero la primera y normal es la económica, la falta de agilidad del destinatario para aportar el coste de la impresión. En este inicio del verano de 1585 su padre Rodrigo apenas habrá tenido tiempo de tener en las manos el libro porque el 8 de junio, resignadamente «echado en la cama de la enfermedad que Dios nuestro señor fue servido de me dar», está ya muy débil y a punto de morir. Tampoco es el mejor momento para comprobar los detalles de la portada del libro de su hijo. Cervantes ha pedido estampar como emblema en la portadilla el escudo de armas de la familia Colonna con la columna Trajana en el centro y una fantasiosa corona (fantasiosa porque ningún Colonna ha sido rey), aunque se quieren emparentados con los orígenes de Roma y con la más excelsa tradición; de ahí el lema de Tito Livio que en latín dice Frangi facilius quam flecti y Cervantes habrá traducido a su padre con algo parecido a «Quebrarse antes que doblarse», pero desde luego en el peor momento para Rodrigo.

Se muere sin merma de confianza hacia su batalladora mujer Leonor de Cortinas. Todo lo deja «a su albedrío y voluntad», incluido el lugar donde enterrarlo y las misas que haya que celebrar, aunque un minuto después se arrepiente, o le arrepiente el fraile que le asiste espiritualmente, y puntualiza que «quiero que me entierren en el monasterio de Nuestra Señora de la Merced desta villa». Fueron mercedarios quienes rescataron a Rodrigo y están presentes como testigos del testamento dos de sus frailes, además de dos «empedradores, estantes en esta corte». Y con las licencias de Argel y las deudas contraídas y las viudedades fingidas, es natural que diga Rodrigo que no recuerda ni la dote que aportó ella ni sepa muy bien en qué estado se encuentran sus finanzas, de manera que dicta que sea ella quien lo decida todo, aunque asegura no dejar deuda alguna. Pone como albaceas, por cierto, tanto a su mujer como a su consuegra desde hace seis meses, y deja a Miguel heredero universal con el resto de los hermanos, incluido todavía el hermano pequeño Juan y excluida Luisa (porque es monja y no puede heredar). Y una semana después de firmar por su mano el testamento, muere el 13 de junio Rodrigo de Cervantes con 76 años.

La tentación de la tragedia que pudo incubar Miguel en Valencia años atrás, recién llegado a tierras cristianas, y desde luego más tarde en Madrid, ha encontrado una vía de salida nueva en la historia y sus episodios trascendentes. Cervantes encuentra dos temas pintiparados para explotar su vena literaria más solemne y elevada. A través de la tragedia, ratifica el compromiso con el Imperio y con la cristiandad, aunque pueda a la vez recelar de este o aquel abuso. Puede incluso que deplore masacres como las que conmocionaron a todos a finales de 1576 (con el saqueo integral de Amberes, pero él estaba en Argel) o, sobre todo, como las que cuentan las noticias que llegan en este verano de 1585 también de Amberes. Alejandro Farnesio ha recuperado el control de Flandes en el último año tras el edicto que en 1581 había depuesto a Felipe II. La destrucción de Numancia que está escribiendo Cervantes ahora no tiene nada que ver en ese asunto, pero es la historia de otro sitio o asedio exterminador y más o menos histórico. Es sobre todo la crónica fundacional del Imperio actual de Felipe II: en la aniquilación de los numantinos a manos romanas reside el origen heroico y mártir del dominio global de la España de hoy, como explican dos personajes de la obra desde el principio, para que nadie se espante ni crea que va a asistir a una tragedia depresiva y catastrofista.

Al revés, habrá consuelo futuro para esa derrota legendaria y remota, según el personaje que habla por boca de España misma —vestida como «doncella coronada con unas torres y trae un castillo en la mano»: Castilla— y también según el muchacho que hace de Duero «vestido de río», dice la acotación. Habrá consuelo porque la autodestrucción de una Numancia que es España misma, cercada por el histórico Escipión Emiliano, será ejemplo y estímulo para hazañas futuras y, entre ellas, la venganza contra los romanos a través del saco de Roma en 1527. Tras los ritos nigrománticos e inútiles (porque como siempre en Cervantes eso son «ilusiones» y cosas con «poca ciencia»), serán las mujeres quienes propongan su propia autodestrucción «antes que vernos de enemigos deshonradas», y deciden sacrificar a sus habitantes, quemar el pueblo y a sus bienes en una gran hoguera e incluso «descuartizar luego a la hora / esos tristes romanos que están presos» (aunque en este caso para mitigar el hambre atroz que pasan con esa comida «extraña, cruel, necesitada»). Cervantes busca contrapesar el tono a menudo grave y declamatorio de la tragedia con escenas breves y diálogos muy coloquiales, íntimos y vivos, sobre la desesperación del hambre o el dolor amoroso de la pareja de amantes que ha aplazado su boda por el sitio de los romanos o la captura tras sus filas de «algún poco de bizcocho ensangrentado» en «una cestilla blanca», mientras mueren de inanición unos y otros, niños y mayores.

Cervantes escribe como un imperialista confeso aunque sea a la vez la tragedia de un escritor atento a la dimensión privada de las decisiones. Por eso a Cipión lo hace reflexivo y prudente, cauto e industrioso, pero no quedará ni un miserable cautivo que entregar a Roma como testigo de su victoria: «por quitar el triunfo a los romanos, / ellos mismos se matan con sus manos» y por eso el sarcasmo es cierto, pues «quitado te han el triunfo de las manos». Cipión deplora la carnicería porque no se siente ni se tiene por vencedor arrogante e injusto con el vencido. Confiado en la astuta estrategia del cerco, negó la clemencia que pedían los negociadores numantinos y, ya contra las cuerdas al final de la obra, ofrece una clemencia inútil al único que queda, Viriato. Pero es demasiado tarde, «pues no hay en quién usarla», excepto el propio Viriato, y no va a aceptarla y nadie va a poder tasar el valor del pecho de Cipión «para vencer y perdonar nacido». Por eso al tirarse de la torre Viriato, Cipión sabe que «con esta caída levantaste / tu fama y mis victorias derribaste» para mayor gloria de España. Todo habrá sido, como la fama «pregonera» explica al final, la prueba segura del «valor que en los siglos venideros / tendrán los hijos de la fuerte España, / hijos de tales padres herederos»: están delante todos ellos, escuchando la tragedia, sean cortesanos o plebeyos.

La tragedia íntima de Cipión será vencer sin victoria a una Numancia abrasada porque en el martirio colectivo está la semilla del futuro. Con ella busca Cervantes la sacudida emocional que infunda en los ánimos el orgullo de proceder de aquella estirpe remota y contagie de su ejemplo al presente para fortalecer la fe en sí mismos. Por fin hoy, de aquella desdichada y desunida España, «esclava de naciones extranjeras» y de sus «discordias» interiores, llega un futuro que es la actualidad en que «serán a una corona reducidos» los «reinos hasta entonces divididos» e incluso se unirá a ella «el jirón lusitano», como acaba de suceder en 1580.

Y es por aquí por donde ha querido verse alguna forma de crítica a los desmanes salvajes que en Flandes han hecho los españoles con larguísimos y brutales asedios que acaban con arrasamientos, como el que Farnesio acaba de acometer sobre Amberes en agosto de 1585. Cipión sospecha que el silencio en Numancia no presagia nada bueno porque el valor de los numantinos le «forzó con razón» a «triunfar dellos con industria y maña, / pues era con la fuerza imposible». Pero su autodestrucción va a convertir «en humo y en viento» las «ciertas esperanzas de victoria», como si de veras pudiese Cervantes estar filtrando este mensaje y denunciar el absurdo de masacres que no benefician a nadie, como no beneficia a España la difusión de las noticias de las salvajadas de sus tropas, mal avitualladas, mal pagadas y mal acondicionadas (y por eso tantas veces dedicadas a la rapiña y al pillaje).

Cervantes está acompasando de nuevo su teatro con la actualidad literaria más experimental al escoger un tema que era común al romancero pero que nadie había puesto en teatro todavía. Además, ha decidido hacerlo bajo la forma de la alta tragedia, como algunos otros están ensayando ahora, como Rey de Artieda o Cristóbal de Virués o, en particular, Juan de la Cueva, que ha representado varias en Madrid y Sevilla entre 1579 y 1581. Y aunque puede no haber asistido Cervantes a las representaciones, las habrá visto en el tomo que publica con catorce Comedias y tragedias en 1583. Pero en cualquier caso se ha documentado a fondo en otras obras cultas, porque ha acudido flagrantemente al menos a la Corónica General de España que Ambrosio de Morales ha publicado en 1574, como ha encontrado la leyenda de Numancia entre las más populares divulgadas por el romancero, también el de Joan de Timoneda con la recreación del personaje de Viriato.

Pero el teatro no es un cuento puesto en diálogo sino un escenario y unas tablas y unos disfraces. Es otra cosa, es teatro de verdad, con escenografía y montaje y efectos especiales, incluidas algunas innovaciones que tanto él como otros empiezan a ensayar. Entre ellas está la necesidad de reducir los cinco actos de las obras a cuatro o incluso a tres, como acabará imponiéndose y como hará Lope casi desde el primer momento, aunque es verdad que actores y directores y empresarios solían hacer lo que les convenía, adaptaban y cortaban textos o fundían escenas y hasta actos, y de ahí que haya versiones conservadas de obras que tienen tres o cuatro actos (como sucede con La conquista de Jerusalén por Godofre de Bullón). Otros también ensayan la incorporación a escena de lo que Cervantes llama figuras, es decir, personajes que son alegorías como esa España coronada de torres que antes hablaba en La Numancia y que a menudo usa para fijar y marcar la ruta del sentido fuerte de las obras. El rito nigromántico precristiano tampoco sería lo mismo sin el ruido que ha de hacerse «debajo del tablado con un barril lleno de piedras y dispárese un cohete volador», como pide Cervantes, y tampoco tendría la misma vivacidad la escena de La conquista de Jerusalén en la que dos personajes aparecen con «dos cestas llenas de pelotas de pez y resina» y «una o dos escobas en la mano untadas todas con pez» porque su propósito, como dice uno de ellos, es que les «pegues / por todas partes el fuego» contra el armamento enemigo. Y como eso era mucho para mostrarlo en escena, Cervantes sugiere que salgan de las tablas y quemen dentro «algún ramo seco que haga llama por un rato». Por eso también, por vistosidad y pedagogía, las figuras del Hambre tendrán que salir a escena «con un desnudo de muerte y encima una ropa de bocací amarillo, y una máscara amarilla o descolorida», mientras la Enfermedad irá «arrimada a una muleta y rodeada de paños la cabeza».

El héroe sigue, pues, en pie en el horizonte literario de Cervantes, exaltado católico y heredero de las hazañas de otros caballeros que merecen su propio cuento y drama. Cervantes acaba de leer otra novedad aparatosa e italiana, quizá solo una parte o la totalidad del poema que empieza a difundirse desde 1576 pero íntegramente solo desde 1581. Desde entonces está en boca de todos, todos lo leen y lo imitan, como han imitado y seguido las huellas del Orlando furioso de Ariosto o de la Arcadia de Sannazaro. Ahora la rabiosa novedad es la Gerusalemme liberata de Torquato Tasso y los quince mil interminables versos de su poema épico. Hasta tres traducciones va a haber en marcha de inmediato, una de ellas, por cierto, de Luis Gálvez de Montalvo. Haya leído los quince mil versos o no, lo ha hecho en italiano pero escoge solo una parte como base argumental de su drama La conquista de Jerusalén para combinar íntimamente emoción, ideología, literatura y propaganda, con la misma elevación de la poesía épica y heroica pero ahora un poco más todavía porque toca casi a la historia sagrada. Toma de Tasso el enredo sentimental pero también algunas de las escenas más vistosas de la obra, como el espectacular ataque incendiario a la maquinaria de guerra enemiga y el duelo entre dos protagonistas, cristiano cruzado y combativa mora, que ignoran ser quiénes son. Lo que tampoco sabemos es quién pudo hacer el papel femenino porque desde junio de 1586 se prohíbe en la corte que las mujeres actúen sobre las tablas (de ahí que Cervantes, para La Numancia, aclare que las figuras alegóricas pueden «hacerlas hombres, pues llevan máscaras»).

Lo que es seguro es que se estrena La conquista de Jerusalén en la primavera de 1586 porque uno de los actores que está estudiándola dejó en algún lugar la anotación de que «empezó a ensayar» el papel el «sábado de la Trinidad» de ese año, «sin saberse muy bien» su texto, y se pondrá en escena «el día del Corpus primero venidero», como era usual, y cuando ya Cervantes vive a medio camino entre Toledo, Esquivias y Madrid porque no están lejos. Hace bien en tomárselo en serio este actor porque no hay broma alguna en este drama que no es tragedia porque acaba bien y los cruzados cristianos conquistan Jerusalén. Pero trata de altos caballeros y nobles propósitos, abundan los muertos y la estrofa corresponde muy a menudo al estilo elevado de la octava y los tercetos, destinados a un público cortesano y culto a quien nada hay que contar en torno al asunto de la obra. Se trata más bien de disfrutar emotivamente de un episodio del pasado más alto de la cristiandad, la primera cruzada que lidera entre otros Godofredo de Bouillon por orden del papa Urbano II, enviada a Jerusalén para conquistarla, en 1099, a los infieles musulmanes porque «el sepulcro santísimo de Cristo», con «pies sacrílegos le hollaba / el pueblo infame en mil errores visto».

Y eso cuenta el drama, «honrosas / y cristianas empresas» con personajes históricos como el mismo Godofredo, como Tancredo o como Pedro el Ermitaño para evocar en la España caliente de 1586 el origen de todo, el primer momento del combate contra «la bárbara sangre descreída», aunque esta vez haya que invocar la cristiana sangre de Francia e Italia, y no la española. Al final regresa al escenario la figura de la mismísima Jerusalén, y ya liberada por los cristianos siente en torno, revoloteando sin parar, al Contento, que es un «mancebo honesto y muy bien aderezado, con alas en los pies y en los brazos y en la cabeza» y que «nunca ha de estar sosegado en un lugar», dice Cervantes en la acotación. Por en medio, el lector ha asistido a alegatos ideológicos de pura propaganda en torno a la urgencia y la inminencia del asedio, el dolor de los cristianos dentro de la ciudad, el campamento a las afueras, las negociaciones frustradas, la firmeza cristiana, los previsibles equívocos y disfraces, los amores súbitos y el martirio de dos fieles atados a una columna (sin poder darse las manos y ni siquiera un beso de despedida).

Todo está sometido a la heroica conquista del Santo Sepulcro de Jesús porque es obra de propaganda ideológica sin la menor reserva y con plena convicción, incluido el repudio a la milagrería falsificadora y devaluadora del verdadero milagro que es la fe, como tantas veces en Cervantes, e incluye también otro personaje femenino potente y autónomo, belicoso y finalmente pura heroína, aunque la anécdota concreta de la historia de Clorinda no viene de Tasso sino que ambos, Cervantes y Tasso, la toman de las ya bien leídas aventuras Etiópicas de Heliodoro.

Usa y abusa de nuevo de las figuras alegóricas, tan explícitas como la mismísima Jerusalén, que antes del revuelo del Contento sale a escena al principio «en hábito de vieja anciana, con unas cadenas arrastrando de los pies», mientras la Esperanza le anuncia el fin de su sufrimiento con la llegada de los cruzados y de Godofredo como «cabeza y guía» de ejemplar y santa austeridad. Cuando quieran nombrarlo rey de Jerusalén, ya tomada, Godofredo acepta el honor pero rechaza la corona que todos le ofrecen y piensa que «de rey podré el decoro / guardar sin esta pompa que desprecio», sin «púrpura ni oro», porque en la humildad «pongo / mi riqueza mayor y mi tesoro» y así, «descalzo y sin corona, / entrar en la ciudad santa dispongo», y se descalzan todos con él camino al Santo Sepulcro.

En ninguna de las tres obras que conservamos de esta etapa —Los tratos, La Numancia y La conquista de Jerusalén— hay rastros de la volatinería imaginativa de la comedia de entretenimiento, de capa y espada y puros equívocos sentimentales porque, aunque los haya, están sumidos en otro ideal más elevado y menos juguetón. No sabemos el recuerdo que le quedó a Cervantes de estas obras pero sí sabemos que de algunas de ellas se acordó muy bien hasta el final de su vida, y entre ellas están esas tres, pero también otras que nadie editó ni a Cervantes se le ocurrió hacerlo porque ya estaban estrenadas. Y entre «otras muchas de que no me acuerdo», el Cervantes anciano menciona La gran Turquesca, que habrá de ser de tema morisco, o La batalla naval, que habría de tratar de Lepanto, o El bosque amoroso o La bizarra Arsinda, de las que no hay noticia alguna pero tomarían su materia de los ciclos carolingios y artúricos habituales en el teatro y el romancero del tiempo.

Y aunque todas ellas, de «no ser mías, me parecieran dignas de alabanza», la mejor es otra que tampoco tenemos, La confusa, que había de ser, según cuenta Cervantes muchos años después, de las «de capa y espada» y «bien puede tener lugar señalado por buena entre las mejores» de ese tipo. Y debió ser sin duda de las que justifican su amor al teatro como profesión y oficio, cuando el poeta disfruta «con grandísimo gusto» viendo salir a «mucha gente de la comedia, todos contentos» y agradecidos al escritor. Es verdad que otras veces el desengaño es insoportable, cuando «no hay quien alce los ojos a mirar al poeta», ni siquiera «los alzan los que la recitaron, avergonzados y corridos» del desastre porque nadie sabe exactamente cómo funciona esto del teatro. En el fondo, «las comedias tienen días, como algunas mujeres hermosas», así que «esto de acertarlas bien, va tanto en la ventura como en el ingenio». No hay modo de prever qué funcionará ante el público, qué le conmoverá o qué espera del poeta. «Comedia he visto —asegura este Cervantes ya anciano— apedreada en Madrid que la han laureado en Toledo», y no por esa «desgracia» hay que dejar de componerlas porque bien podría «ser que, cuando menos lo piense, acierte con alguna que le dé créditos y dineros».

Dineros no sabemos que fueran muchos pero crédito sí tuvo alguno, porque La confusa al menos se siguió reponiendo incluso años después de su muerte, y otros más se acordaron de él, y entre ellos Lope, que imita descaradamente Los tratos de Argel en una obra suya, Los cautivos de Argel, pero también la evoca Agustín de Rojas en las crónicas y rutas de su Viaje entretenido, y remonta a casi la Antigüedad el papel de Cervantes como pionero seguidor de la novedad de Juan de la Cueva al meter «figuras graves, / como son reyes y reinas» en las obras, sin renunciar a ese juguete dramático que llamaron entremés. Van «entre los pasos de veras / mezclados otros de risa», y porque «iban entremedias / de la farsa, los llamaron / entremés de comedias». Pero es verdad que a Cervantes lo sitúa el autor en un pasado prescrito, de cuando «usaban / cantar romances y letras» con sus ya desfasadas «cuatro jornadas, / tres entremeses en ellas, / y al fin con un bailecito / iba la gente contenta». En otros tiempos posteriores, «las cosas ya iban mejor», dice Agustín de Rojas, con vestuarios más ricos, tres jornadas y «comedias de apariencias, / de santos y de tramoyas», incluidas las «farsas de guerras» con caballos en el escenario y una «grandeza / nunca vista hasta este tiempo», que es el «tiempo dorado» que culmina los años de renovación de la comedia, en pleno triunfo del arte nuevo de hacer comedias de Lope. Otros tiempos.

 

 

MÁS BURLAS QUE VERAS

 

Pero ahora, en estos años de plenitud y afirmación de Cervantes, entre 1583 y 1586, las cosas están sin duda muy bien encarriladas y a varias bandas, con una novela de moda protegida por un buen señor, con varias obras de teatro estrenadas por encargo, más otras en el telar, y de estilos distintos, además de una cercanía al mundo del teatro incluso física, aunque esa intimidad acabe trayendo más de uno y de dos problemas de alguna entidad. Conoce personalmente a Gaspar de Porres pero conoce también a otro importante empresario con compañía propia, Jerónimo Velázquez, casado con la actriz Inés Osorio. Y ha sido ella quien ha acudido a tres amigos en agosto de 1585 para que actúen como testigos de una transacción sobre unas casas que tienen ella y su marido en la calle de Lavapiés. Y dado que no sabe escribir pide a uno de ellos, Miguel de Cervantes, que firme por ella, aunque bien podía haber pedido el favor a Lope de Vega, de haber estado entonces en la corte. Lope acaba de entrar como autor fijo de la compañía de Velázquez, y también ha empezado a frecuentar inmoderadamente aquella casa de Lavapiés porque a Lope le gusta la hija de la pareja, Elena Osorio. Con ella tiene un largo y complicado enredo que dura varios años, y él seguirá vendiendo su obra a Velázquez hasta que la ruptura con ella, quizá forzada por la familia, encolerice a Lope y lo lleve a los brazos, por decirlo así, de Gaspar de Porres, el otro importante empresario de entonces, además de contar toda la historia sin mucho disimulo en una estupenda novela que empieza ahora pero solo retoma mucho más tarde, La Dorotea.

Con ellos está en tratos también Cervantes en estos años y han de encontrarse con frecuencia unos y otros, él con libro nuevo y contrato de teatro nuevo, en los círculos literarios viejos y alguno de los nuevos, como la Academia Imitatoria que acaba de fundarse en Madrid pero que dura un año apenas. A todos entretiene y divierte esta moda del romancero literario y de autor, y no tradicional o popular (aunque a menudo tome sus temas), reactivado y remodelado con frescura, a veces morisco, a veces pastoril y muchas veces de burla y maledicencia. Y a todos les gusta hacerlos y escucharlos y difundirlos como parte de la actividad natural del escritor, a Lope, a Góngora por supuesto, sin duda también a Juan Bautista de Vivar —que los dedica con sorna cómplice a Ascanio Colonna— o a Luis de Vargas y al mismo Cervantes. Todos salen citados y levemente burlados en las páginas de La Dorotea, además de los habituales Rufo, Riaza, Ercilla, Padilla, todos. Son tantos que no solo incluye Lope a «este Lope que comienza ahora», sino que parece «que en sola una calle de Madrid» haya más de los «que ahora decís que escriben en toda España» (y aun «hay tantos que quitan el sol, y todos piensan que son famosos»), y entre los pocos que cita este Lope por sus títulos está Cervantes y La Galatea. No todos se pueden permitir lo mismo que el rico de familia, Luis de Vargas, con las comedias, según Lope, «que por su entretenimiento gusta de hacerlas», porque Lope, en cambio, las hace para ganarse la vida, como el propio Cervantes, mientras no logre ser ni secretario ni escribiente de nadie.

Por esos años tiene Cervantes ganada la fama de romancista satírico al nivel de cualquier otro, Lope incluido. Cuando Cervantes ya no está en Madrid, la corte está muy exaltada ante las salvajadas que Lope ha hecho circular recién llegado de Toledo en diciembre de 1587, y el mismo 29 varios alguaciles lo detienen en el corral de la Cruz y se lo llevan «preso. ¿Por qué? Por lo del romance», según el testigo del juicio que seguirá, Amaro Benítez, y precisamente sobre Elena Osorio y sobre su madre Inés: «las infamaba de putas y otras cosas feas». En realidad, la infamada es la familia completa del empresario Velázquez, incluidos su hermano abogado Damián y su hermana Ana. Si Inés ha hecho de madame de su hija Elena, Ana Velázquez puede retirar a la familia entera porque «ganaba por todos» y le atribuye «minuta de muchos galanes que decía la habían servido», y ella aseguraba que nadie la «cocaría con cualquier dinero que no se echaría con él», entre otras cosas porque es —según el romance que toca ya en la jácara— «puta después de nacida, / puta antes y después».

Todos han visto los romances de mano en mano, incluso el propio Lope confiesa haberlos visto en casa de un amigo, porque esa sátira, «que está hecha en versos macarrónicos», la «habían echado por las aberturas de las puertas» de casa del licenciado Moya. Pero jura y perjura que no es suyo porque «aunque es verdad que entiende latín —según declara Lope mientras le interrogan— y le sabe hablar, nunca ha hecho versos latinos ni macarrónicos», cosa positivamente falsa como saben todos sus amigos y hasta sus vecinos, que le han oído una y mil veces jactarse de hacerlos. En este caso llevaba seis meses anunciando, como han oído en el corral del Príncipe o en el «juego de los trucos en la casa de Ruiz, en calle de las Dos Hermanas», que iba a por la familia entera. Y es de tiempo atrás que «ha dicho mucho mal de aquella casa» en Lavapiés, queriendo «hacer lo posible por perjudicar» a los Velázquez para «quitarle los compañeros» y poetas que trabajan para la compañía y «procurando que se vayan con otros comediantes», como hará él, que se va entonces con Gaspar de Porres.

Lope no se arredra y hay que condenarlo dos veces a un mismo destierro sucesivamente ampliado hasta los diez años, «a cumplir en el plazo de 15 días» y si lo incumpliese la pena sería «de servirlos en galeras al remo y sin sueldo». Y por supuesto la condena incluye no pasar «por la calle donde viven las dichas mujeres», sobre todo después de querer enredar el proceso con un falso romance que no le encuentran en la cárcel real donde sigue encerrado hasta febrero de 1588, a pesar de haber ido de 10 a 11 de la noche del día 5 los alguaciles a buscarlo a la celda, cuando estaba ya «acostado y desnudo en la cama» y lo sacaban a él al «patio de la cárcel» con camisa y capa, pero con un frío de meseta cruda. De la cárcel por fin se lo lleva hacia Valencia Gaspar de Porres, con quien pacta la entrega de dos obras al mes desde los lugares por donde pare, que serán muchos. No hay duda, como dice uno, de que «parecía verdaderamente el lenguaje y discurso de Lope de Vega», porque lleva el testigo muchos versos oídos de Lope. Y aunque en las dos primeras caras del pliego con los dos romances, en castellano y en latín macarrónico, se disimula la letra, desde la tercera carilla «se echa muy bien de ver ser propia de mano» de Lope esa sátira, una más de las muchas que hace tanto en latín como en romance.

Pero el argumento definitivo lo pone Luis de Vargas con el punto de jactancia cínica que da la buena familia y que asegura el crédito de Cervantes como romancista burlón. Es Luis de Vargas quien no tiene reparo en afirmar que esas sátiras solo pueden ser de «cuatro o cinco», incluido él, que no ha sido; Vivar, que no está; Liñán de Riaza, que tampoco, y si Cervantes está ya entonces, a finales de 1587, en Sevilla, solo puede ser de Lope, como todos saben que es. La buena memoria de Cervantes no se extingue con la vejez y cuando se acuerde de algunos de sus romances más celebrados, como el de los celos, «que es aquel que estimo, / entre otros que los tengo por malditos», no puede evitar que el recuerdo atraiga junto a los buenos también los envenenados y malditos, por la vena satírica e hiriente que Cervantes aborrece de mayor pero exprime a fondo en esta ya madura juventud, y todos conocen y reconocen, tan lejos de los artificios pastoriles y las endechas lamentosas.

Pero la frontera del humor y la burla irónica queda lejos de la sátira, sin nombre o sin sujeto explícito, como han hecho las que él ha leído en manuscritos de Diego Hurtado de Mendoza o de Francisco de Figueroa, horacianas y bienhumoradas, inofensivas pero divertidas, como ha leído los usos del humor en Bandello y en Boccaccio y algunos otros. Lo creerá toda su vida, cuando recomiende la sátira sin saña, que «murmures un poco de luz y no de sangre», que «señales y no hieras, ni des mate a ninguno en cosa señalada» porque «no es buena murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno». Pero de joven me temo que ha incurrido en algunas de ellas, maliciosas y fáciles de escribir, resultonas y siempre exhibicionistas del talento para el vituperio y la vejación, que es el talento más fácil que existe. No ha pasado por sus manos solo la literatura nueva y de vanguardia europea, sino la española, aunque a este Cervantes le encajan hoy menos de lo que le encajarán dos obras maestras absolutas de la Europa de su tiempo, ambas empapadas de un humor casi antitético, como La Celestina primero, muy a finales del siglo XV, y el Lazarillo después, a mediados del XVI.

En esta primera madurez, ambas obras colisionan con la idea de nobleza inmaculada y altura literaria que reclama Cervantes a la literatura seria, tiran por tierra los edificios artificiales y delicados de la bucólica, de la aventura sentimental casta y santa, y ni siquiera contienen inflamación patriótica alguna sino más bien lo contrario: son casi la perversión misma de la literatura como imitación de lo mejor y lo más noble. Para este Cervantes de hoy, que aprende lento y se va quitando poco a poco jirones de sus hábitos de soldado contra el turco y el infiel, son en exceso rupturistas para las formalidades que gasta la corte y para la poesía que a Cervantes le gusta cuando escribe en serio, y no solo para entretener las horas entre amigos. Y en serio ha descrito su ideal de la literatura sin mancha, la que defiende en La Galatea la musa que comparece ante los pastores para aleccionar a todos y aleccionar a los lectores y oyentes sobre la calidad de la literatura española del presente, moderna y del día, con su lista de cien autores vivos que no son solo poetas líricos, sino humanistas y hombres de letras, además de soldados, juristas o médicos. Por eso esa lista ha incluido el elogio público que nadie ha hecho todavía por escrito de fray Luis de León, a quien sin contemplaciones Cervantes asegura que «reverencio, adoro y sigo» (cuando la Inquisición acaba de procesarlo por segunda vez, tras cinco años de cárcel en Valladolid) y en quien «cifro y recojo todo cuanto / he mostrado y he de mostraros».

Los años no han hecho todavía de Cervantes el escritor que ve dos cosas a la vez y en ambas aprecia o rescata sus dosis de verdad y de belleza. Para eso necesita aún desarbolar la arboladura de las teorías y desestabilizar la estabilidad de las ideas recibidas, empezar a fiarse del instinto en libertad para librarse de la prístina claridad de sus presupuestos, difuminar los contornos, rebajar las aristas y dejarse arrebatar sin miedo por la sospecha intuitiva de que a menudo incluso lo más simple se hace complejo, el mejor afán de lo justo se hace daño irrevocable y la razón sustanciosa se hace insustancial sin remedio.

La conquista de la ironía llega más tarde. Hoy solo existe como guiño y recurso auxiliar y secundario en este Cervantes trufado de convicciones y de normas estéticas, con el mapa del mundo dibujado e incapaz todavía de disfrutar de veras de esas dos majestuosas incursiones en la visión desencantada de la realidad humana que son La Celestina de cien años atrás y el Lazarillo, medio siglo antes. Ambas son además muy populares y leídas; en los pedidos que reciben de América los libreros suelen ir numerosos ejemplares de las dos (aunque siempre son muchas más las Dianas que se embarcan hacia las Indias). Y libros de caballerías, que vienen casi todos de ese tiempo también, pero son otra cosa, son historias alocadas y exageradísimas para disfrutar con aventuras exóticas, amores para toda la vida, casi siempre castos, y grandes hazañas que los más chicos y hasta demasiados adultos —desde Carlos V hasta Teresa de Jesús, pasando por el mismo Cervantes, por supuesto— les hacen fantasear con vidas explosivas y perfectas, dotados de superpoderes para arreglarlo todo en un santiamén, y vivir vicariamente una vida imposible y semifantástica, o solo de papel. A Laínez incluso se le ocurría regalarle a la Filis de su Cancionero «un Amadís en toscano», pues «en el siglo nuestro / su memoria / no menos viva está que en el pasado», y más aún la «alta fama que ha dejado de leal amador» y «firme enamorado».

Muchos, muchos de los lectores las toman a pies juntillas como historias verdaderas porque así lo dicen sus autores una y otra vez, siempre aduciendo un manuscrito descubierto y secreto, un archivo o un papel que avala indubitablemente la veracidad de lo que cuenta. Esas historias no tienen nada de perturbadoras aunque tampoco enseñen propiamente nada demasiado bueno —llenas de imposibles, de desvaríos y fantasías sin orden ni concierto—. Son inofensivas y mero ocio, y a menudo mero vicio, aunque a veces estén tan bien hechas como el Amadís de Gaula o el Tirant lo Blanc, y menos las infinitas sagas, subsagas y series que continúan las historias rocambolescas y felices de caballeros de otro tiempo y para otro tiempo. Ya no existen caballeros como esos en la España de finales del XVI: desaparecieron hace lo menos un siglo y pico.

Son las otras obras, las más lúcidas y depresivas, las que de veras le resultan perturbadoras, desórdenes insumisos y no lecciones útiles y prácticas del saber: en el primer caso, La Celestina, porque el acento trágico y desolado inunda un mundo egoísta y sin orden providencial ni sagrado, y en el segundo, el Lazarillo, porque la ficción de una autobiografía veraz, que es por supuesto falsa o apócrifa, hace de ese librito la novela más sabia y más rara de su tiempo, fingiendo real lo que es ficticio y haciendo creer que cada episodio de la vida de Lázaro es genuinamente verídico sin serlo, mientras hilvana anécdotas y cuentecillos que vienen de la tradición escrita y oral para trazar una peripecia convincentemente única y verídica, pero inventada. Hay en ambas, y por razones distintas, un desorden, o una subversión del orden, que a Cervantes todavía le perturba y ante cuya evidencia fulgurante y, a la vez, desconcertante, reaccionará a su modo, años después, cuando invente un personaje que es otro puro desorden ambulante, un disparate que combate con armas que no combaten nada, pero con muchas letras para explicarse. Entonces ya sabrá también Cervantes que las razones para combatir la nueva realidad mundana y humilde y degradada y sin héroes ni horizontes míticos o legendarios pueden ser tan engañosas como las armas que usa don Quijote para derrotar a una realidad impertérrita: irónica sin remedio ni lamento ni elegía depresiva. Pero hoy el héroe sigue siendo héroe y no todavía lo que será, héroe y orate a la vez.