Las cosas en su vida parecen haber cambiado de golpe sin que haya cambiado nada muy de veras. El inglés Francis Drake piratea cada vez con más atrevimiento y más cerca de las costas españolas, en Flandes los reveses tienen pinta de ser irreversibles y de seguir sangrientamente, Cervantes disfruta de las camas, las arcas y las arquetas de la casa de Esquivias, sin renunciar en Toledo o en Madrid a los corrales de comedias, ni a escribir y escuchar los romances de moda, en corrillos, ventas y casas, con amigos próximos todavía a Ascanio Colonna, y ahí seguirá Cervantes, al menos si nada se tuerce.
Además, en la casa de Esquivias, espaciosa, con patio y huerta, no parece haber graves tensiones ni por la diferencia de edad con su mujer (el doble), ni por la confianza que inspira Cervantes a su suegra. Algo habrá aliviado el nuevo yerno, además, el enconamiento en que viven las dos familias del pueblo, los Salazar de Catalina y los Quijada, ricos hidalgos con escudo de armas y dueños de la mitad del pueblo. Unos y otros habían llegado incluso a las manos diez años atrás, cuando un Salazar soltó un bofetón a un Quijada llamándolo judío, aunque en realidad solo estaba casado con una judía. Pero también era teniente de alcalde y metió al Salazar en la cárcel a la vista de todo el pueblo, mientras lo llamaba «bellaco desvergonzado» (además de acuchillarle la cara tiempo después). El odio eterno entre las familias, ampliamente emparentadas entre sí, duró para toda la vida, como una y otra vez reaparecía la historia de un antepasado Quijada, Alonso Quijada, que murió setenta años atrás con la cabeza ida de tanto leer libros de caballerías y creyéndose incluso un nuevo caballero andante, al menos según decían en casa.
Otros negocios han sido más seguros y por fin la suegra decide relevar a su hermano, Juan de Palacios y cura de Esquivias, como administrador de sus bienes, y lo hace en el mismo acto y día en que Cervantes confirma formalmente la aceptación de la dote acordada cuando se casaron en diciembre de 1584, dos años atrás, y aporta la suya (unos habituales cien ducados). Se compromete también Cervantes a proteger y conservar esas propiedades y bienes, y en caso de muerte (u otra causa de separación cualquiera) lo restituirá todo en el acto. Tras estas seguridades, la suegra le encarga la gestión del patrimonio desde este agosto de 1586, incluidos los majuelos y las casas que ella tiene en Esquivias, en Toledo, «y otras partes». Y por primera vez vemos a Miguel de Cervantes firmar un papel con su segundo apellido, Saavedra, aunque con una rúbrica entre tímida y casi desmayada.
En medio están llegando noticias poco esperanzadoras de cara al futuro. Parece que por fin Ascanio Colonna, después de casi diez años en España, se decide a regresar a Italia. Se lo ha dejado entrever a Luis Gálvez, mientras le propone acompañarle en el viaje de vuelta como secretario personal, y en diciembre de 1586 esperan ya en Barcelona las naves que los llevarán a Génova. Se lleva Ascanio Colonna también a Pedro Fernández de Navarrete, otro amigo más de la Salamanca de hace años, pero se quedarán aquí otros tantos amigos del mismo círculo, Juan Rufo, Luis de Vargas o Juan Bautista de Vivar. Ese viaje no tiene solo el valor de un cambio de destino profesional; parece llevarse consigo parte de las esperanzas y expectativas de varios de ellos, como si algo estuviese acabando o entrasen entre todos en una nueva fase de sus vidas, con Ascanio Colonna ya a las puertas de ser nombrado cardenal en Roma, a los 27 años, y como si los demás hubiesen de empezar a planificar a toda marcha nuevas vidas sin reservas de seguridad ni garantías de nada.
Tampoco las tiene Cervantes, desde luego, pero no le acabo de imaginar en el papel de Juan Rufo (que tiene su edad) o de Vivar (que es mucho más joven) para actuar como actúan ellos o escribiendo como escriben ellos en sus cartas de auxilio y socorro. Rufo busca como sea que la Cámara de Castilla le dé el «título de cronista o algún entretenimiento moderado con casa de aposento». En realidad, estaría bien cualquier otra cosa que se les ocurra y que a él lo libere «de las incomodidades en que se halla, causa de que pierda el tiempo, que es su mayor aflicción». Pero tendrá que volver a Córdoba a recuperar el oficio de tintorero que tenía su padre (y a perder abusivamente dinero jugando a las cartas: los últimos cincuenta ducados de los quinientos que recibió como auxilio de Felipe II asegura habérselos pulido jugando). Tampoco a Juan Bautista de Vivar le salen las cuentas, y pide auxilio a Ascanio Colonna para que mire por él y redacte cartas «para el de Chinchón, y el de Melgar, y el de Asculi, y del Lemos y Mateo Vázquez», cuando tiene a la «mujer preñada en cinco meses, sin ayuda ninguna de sus padres, porque él está preso por unas fianzas y yo con muy poca salud y menor refrigerio». Y es que «esto no tendrá fin», cree Vivar en marzo de 1587, hasta que no sea el cardenal en persona quien escriba una carta al rey y otra «carta muy encarecida a Mateo Vázquez». Sin apuros vive Luis de Vargas pero le espera una crisis religiosa que lo llevará a meterse soldado al año siguiente, como teme que tendrá que hacer Luis Gálvez tras haber metido la pata por gracioso, ya en Roma y al servicio de Colonna: «maldito sea el día en que tan inconsideradamente yo envié aquella burla a España», le escribe al cardenal, cuando anda de veras apurado, «con un solo cuello de camisa y dos espuelas izquierdas» sobre un «rocín matado».
Bien pudiera haber escrito a Cervantes desde Roma noticias parecidas a las que ha mandado por carta a Diego de Silva, hijo de la princesa de Eboli, contándole la impresión del bullicio inmundo que es Roma, «todo estragado y malo de suyo», con las «cárceles llenas de españoles» por la muy comprensible enemistad italiana contra ellos (porque ocupan más de la mitad de Italia), además de campear por la ciudad unas doce mil «putanas, casadas y por casar». Y si la sodomía se practica en Roma sin el menor recato, como en una nueva Argel cristiana, Gálvez al menos mantiene sus compromisos patrióticos y acaba de escribir nada menos que tres sonetos para una de las traducciones de Os Lusíadas, además de estar seguro de que su versión en coplas castellanas de la recentísima Gerusalemme liberata de Torquato Tasso (que tan bien ha sabido aprovechar ya Cervantes en La conquista de Jerusalén) «sale cual jamás salió traducción en el mundo». Un desgraciado accidente hacia 1590 acaba con su vida, y en el mismo accidente comienza la ruina de otro amigo más de Cervantes. A Antonio Veneziani el desplome de la pasarela que mató a varias personas en Sicilia le dio óptima materia para la vena satírica en un poema que lo lleva a la cárcel de Palermo y muere poco después, en 1593.
O no ha quedado rastro o Cervantes no redactó nunca cartas de auxilio y socorro con el tono descarnado de las de Gálvez, de Montalvo, de Juan Rufo, de Juan Bautista de Vivar, ni tampoco hay testimonios ni restos náufragos de borradores de poemas y cartas amorosas para el cardenal Ascanio (o el pastoril Arcano) para seducir a su Lisarda en Madrid (o doña Luisa), mientras Juan Bautista de Vivar presta su propia correspondencia para mezclar en ella las cartas de vuelta de doña Lisarda desde España al cardenal Arcano en Roma.
Quizá a estas alturas de 1587, la posibilidad de una colocación cerca de la corte o en casa de un señor importante es solo pesadilla o es solo pasado: las reservas con la vida de la corte y los hábitos de la corte están registrados (aunque sea un tema tópico de la época) en La Galatea. Cervantes no abandona el asunto y quizá como último recurso, quizá como asidero a algo que pueda ser útil, escribe un nuevo soneto precisamente para un libro sobre Filosofía cortesana moralizada. Es obra de Alonso de Barros y va dedicada al ya mandamás Mateo Vázquez (o mandamás junto al otro importante secretario real que es Juan de Idiáquez). Por ser Vázquez «un centro de los negocios de esta monarquía, lo entenderá mejor que otros». Barros está seguro de que sabrá sacar el mejor partido posible de su manual de supervivencia en la selva cortesana, construido como instrucciones del juego de la oca, de casilla en casilla, con dos condiciones indispensables para culminar las pretensiones de cada cual, como las llama Barros. Con los desórdenes de la fortuna se cuenta siempre, pero más allá de ella, lo indispensable es conocerse bien a uno mismo y no desdeñar la adulación como parte de la propia disciplina de trabajo. Cervantes ha leído poco a poco el libro porque su soneto (el otro es de otro habitual, Liñán de Riaza) copia casi a la letra la lengua del libro para recomendárselo al «que navega por el golfo insano / del mar de pretensiones» y en él «verá al punto» el hilo «del cortesano laberinto» para salir bien librado y no naufragar, como sospecho que está a punto de pasarle a él. A estas alturas me temo que Cervantes (que acaba de cumplir cuarenta años) está ya un tanto escamado, por mucho que el libro de Barros cuente un «juego alegre» en «dulce y claro estilo», y quizá consciente de que se ha equivocado de bando, o que los bandos se confunden y entremezclan sin remedio y sin fortuna.
Pero el contacto con Alonso de Barros no es accesorio ni poca cosa porque es otro hombre nacido en la corte, aposentador real desde hace muchos años (precisamente el cargo al que aspiraba inocentemente Juan Bautista de Vivar), y también su hermano hace números como contable (o contador) para la Hacienda real. Ambos están claramente alineados cerca de Mateo Vázquez, que es enemigo jurado de lo que queda del poder de la princesa de Éboli y de Antonio Pérez (todavía preso en Madrid) y los hijos de la de Eboli, tan amigos y confidentes de Ascanio Colonna. Pero ya no está en España y no se ha llevado a Cervantes con él a Italia, y quizá también ya da todo bastante igual porque las cosas están moviéndose por debajo y sigilosamente, a las puertas de una empresa que puede dar un giro importante a la vida de todos. Puede que Alonso de Barros esté o puede que no esté bien informado de los secretos de la corte, pero como experto que es en la filosofía cortesana es bien probable que sepa algo de la tentadora serpiente que culebrea en el despacho de Felipe II desde el año anterior o, en realidad, desde hace ya varios años.
EL SUEÑO DE LA VICTORIA
Aunque el asunto tiene aire de secreto total, ni lo fue ni podía serlo porque al menos desde 1583 existe un plan escrito para acabar con la «mujer hereje que tanto mal ha causado en aquel reino», y el reino aquel es evidentemente Inglaterra. La idea y la fórmula es del marqués de Santa Cruz en plena euforia, tras ocupar la isla Tercera de las Azores, en agosto de 1583, y cuando sueña con emprender una nueva campaña militar, más ambiciosa, definitiva, necesaria, y de forma tan inmediata que detalla al rey incluso los presupuestos ya calculados. Álvaro de Bazán piensa en más de quinientas naves (el doble que Lepanto) y en todo lo necesario para el avituallamiento de las naves, incluidas seiscientas toneladas de «bizcocho» que deberán suministrar los virreyes de Sicilia y Nápoles «en buenas naos artilladas y bien aparejadas», además de la necesidad imperiosa de «comprar mucho trigo a esta cosecha», es decir, al final del verano de 1583.
Ese plan que entonces fue desechado discretamente por Felipe II va a ser reactivado, también por supuesto en secreto, desde enero de 1586, porque Santa Cruz no renuncia a echar a la hereje, ni Drake deja de interceptar naves de las Indias y saquear las costas españolas, ni el inglés deja de alborotar en Flandes. Por eso el marqués se permite ya hablar «con tanta libertad como aquí lo hago» para pedir no «una guerra defensiva», sino de conquista, y conquistar por fin Inglaterra. La novedad esta vez es que Felipe II contesta a los quince días, ese mismo enero de 1586. Igual que hace seis años parecía que la armada se preparaba contra los turcos pero iba contra Portugal, hoy siguen sin estar en la cabeza de nadie los cristianos de Argel, y la armada nueva finge ahora proteger las costas hispano-portuguesas de los corsarios ingleses. Pero en la práctica va destinada a la conquista de Inglaterra «con sumo secreto» y un descomunal presupuesto de casi cuatro millones de ducados. La operación está en marcha.
De momento, sin embargo, a Cervantes sabemos que los números y las cuentas se le dan bien. Se ha hecho cargo de papeles y encargos de su suegra, también de alguna importante gestión económica relacionada con Diego de Hondaro y Juana Gaitán, mientras escribe sus historias para el teatro y otras historias prefiere concebirlas como relatos breves contados a menudo a la italiana, al estilo de Mateo Bandello y sus populares relatos de entretenimiento y picardía. Alguno le reprochará a Cervantes después esa confusión de géneros, como si sus comedias fuesen en realidad novelas breves y sus novelas breves pudiesen ser comedias para el teatro, quizá porque es verdad que todos hablan en la narración y en el teatro hablan sin remedio. A Toledo viaja con frecuencia para gestionar pagos y alquileres de las casas que tiene allí la familia de Catalina y es ciudad plagada de casas con los blasones de la rama rica de la familia en la que Cervantes acaba de entrar, los Salazar y Quijada. Allí ha ido más de una vez a cobrar los alquileres que la suegra tiene en algunas casas, ha tenido que ir también a pagar una deuda menor del padre de su mujer, fallecido pocos meses antes de conocerla. Y también porque es tanto o más atractiva que Madrid, que solo tiene la corte. Toledo es más populosa y más ciudad, más bulliciosa y activa, y hasta por ahí anda desde abril de 1586 el Greco con sus 45 años, pintando la capilla de Santo Tomé con el entierro del conde de Orgaz (bajo condiciones tan precisas como pintar «un cielo abierto de gloria» encima de la escena), y existe una conocida taberna, del Sevillano, que Cervantes conoce porque la saca en una de sus novelas pero, sobre todo, porque es lo más lógico y natural.
Menos lo es, sin embargo, lo que ha decidido hacer en este viaje de hoy a Toledo, a finales de abril de 1587, porque ha ido solo y en parte al menos lo va a dedicar a gestionar el documento que otorga plenos poderes a su mujer para gestionar cuanto hiciese falta en su ausencia, incluidas cartas de pagos, «como si yo las diese y otorgase» estando presente. Ante la presencia de un sobrino de su mujer como testigo, Gaspar de Guzmán (él mismo escribano de los temibles guardias de la Hermandad Vieja de Toledo), lo firma Cervantes el día 28 con el esmero que no pone el escribano y una letra pequeña, apretada, de grafía aniñada y sin soltura, por mucho que lleve (o precisamente por llevar) de nuevo el segundo apellido con una rúbrica raquítica y sin brío. Casi diría que es una firma falsificada o imitada por alguien, aunque el documento sí hable por él sin duda, y aunque el nombre de ella siga bailando casi como siempre. Aquí la llama al revés de como la había nombrado hace nada más que seis meses y es ahora Catalina de Salazar y Palacios cuando ayer fue Catalina de Palacios y Salazar.
Es la misma en todo caso, pero Cervantes o se va ya a otro sitio o no piensa volver a Esquivias con su mujer, sin que sepamos si hay una separación disimulada o pactada, si lleva mucho tiempo o poco en Toledo cuando firma ese documento sin su mujer, «que estáis ausente», ni si ha residido él en las casas que tiene la familia en Toledo y que él ha ido a cobrar. Lo que cuesta menos de explicar es su presencia en la ciudad en esos días de finales de abril: la comitiva que conduce las reliquias de santa Leocadia desde un pueblecito de Flandes hasta su destino en la catedral de Toledo ha hecho noche en Esquivias el viernes 24 porque las esperan el sábado en Toledo. El domingo 26 por la mañana la familia real, con Felipe II a la cabeza, asiste a misa y traslada en persona los restos de la santa y mártir hasta la catedral.
En Toledo han tirado la casa por la ventana porque es la patrona de la ciudad y nadie pierde la ocasión de celebrarlo. Incluso al premio de poesía que convocaron seis meses atrás se han presentado tantos poetas como se presentan hoy a los premios de poesía, nada menos que cuarenta y tantos: quince salen premiados con saleros de plata que valen ciento doce reales u ochenta, según. Lo importante de veras es menos lírico, y es que están en Toledo el rey y su familia, hospedados, como alguna otra vez, en el palacio que heredó hace unos diez años Luis de Vargas. Podía no estar en esta memorable ocasión pero resulta improbable, dados los sucesivos aplazamientos y ajustes de agenda que exigió la visita real. Y es también chocante que el privilegio para publicar una obra más del incansable Pedro de Padilla vaya firmado por el rey ese mismo sábado 25. Y tanto Cervantes como su amigo Liñán de Riaza escriben sus sonetos al libro del ya fraile Padilla sobre las Grandezas y excelencias de la Virgen señora nuestra. El de Cervantes es desmayadísimo y lo remata casi a ras de suelo recurriendo como tantísimas veces a la misma rutina sobre el poeta que causa «admiración al griego, al tusco espanto», es decir, de punta a punta.
Pero nada tiene de rutinario en cambio lo que sucede este abril de 1587, porque está definitivamente en marcha la nueva armada que prepara el rey, y de ahí puede salir algo útil. Los planes han de avanzar a toda marcha pero todo va demasiado lento, y algunas actividades inglesas parecen incluso sabotajes. De hecho, desde que la reina Isabel de Inglaterra decapitó a la católica María Estuardo, tres meses atrás en este mismo 1587, el alboroto y la irritación católica han aumentado y posiblemente el «sumo secreto» se habrá desvanecido, o ampliado sustancialmente, como ha sido creciente la impunidad que gasta Drake. Ya no solo captura naves de las Indias o apoya a los rebeldes en Flandes, sino que ataca sin complejos ciudades y puertos. A finales de este abril de 1587, casi treinta de sus naves sin bandera se han plantado ante Cádiz para bombardear, saquear y quemar naves y almacenes entre el 29 y el 30, sin que llegue a tiempo el auxilio de gentes de Sevilla o Jerez de la Frontera. El castigo económico de esa incursión es grave porque Drake se lleva consigo casi veinte naves españolas y sigue su ruta corsaria por el Algarve y hasta Cascais, ya en Portugal. Hubieron de enterarse todos con retraso de varios días, ya muy pasadas las fechas de exaltación católica por las reliquias de santa Leocadia en Toledo, y Cervantes firmaba entonces, con su sobrino Gaspar de Guzmán delante, la carta de poderes para que Catalina de Palacios pudiese hacer y deshacer mientras él no estuviese en casa.
EL NUEVO COMISARIO
No hay razón alguna, o yo no la encuentro, para imaginar a Cervantes reticente o inconforme con la nueva empresa católica contra la protestante y prepotente Inglaterra y sus bárbaros piratas. De hecho, solo encuentro razones para imaginarlo bien dispuesto y disciplinado, cumplidor, obstinado y a la vez exigente con las infinitas demoras, las falsas excusas, los retrasos injustificados y hasta las amenazas violentas que habrá de ir recibiendo en cada pueblo que recorra en los próximos meses, desde el verano de 1587. Porque en algún momento entre abril y septiembre, Cervantes ha obtenido el cargo de «comisario del rey» para recabar, almacenar, moler y transportar el trigo que necesita la armada para llenar sus barcos con los inmundos bizcochos que comerá la flota de guerra que ha de zarpar el próximo enero de 1588.
Hay prisa real, por tanto, aunque no todos parecen tenerla porque el Proveedor General designado por el rey para esa misión urgente ha delegado a su vez en un representante en Sevilla para empezar los trabajos. Es Diego de Valdivia, juez o alcalde del crimen de la Audiencia de Sevilla, que actúa desde este septiembre como jefe superior inmediato de Cervantes y a quien ha visitado recién llegado a Sevilla aunque no sabemos cuándo llega a la ciudad (pero sí que Felipe II recibe informes sobre ese Valdivia calificándolo de medianía «en todo»). Cervantes ha debido emprender el viaje bastante antes de septiembre porque el trayecto desde Toledo es largo (cuando no existe la ruta por Despeñaperros sino el camino de la Plata, o camino real de la Mancha), con numerosas ventas intermedias, algunas tan conocidas y populares que tienen sus propias recreaciones literarias. Puede durar en total algo más de diez días a razón de ocho o nueve leguas por día, y la legua son unos seis kilómetros en carruaje o en caballo de postas. Solo hasta Córdoba, que era etapa obligada, hay cincuenta leguas, y unas veintipico hasta Sevilla, según la ruta escogida, aunque todos evitaban la más corta porque es también la que pasa por Sierra Morena y sus bandoleros.
Todos creemos que Cervantes ha ido a alojarse a una posada de postín y señorial —donde se alojan los duques y duquesas, de Alba, de Osuna, etc.—, con al menos dos pisos y situada frente a las escaleras de la catedral, en la calle de Bayona entonces. Y con derecho de admisión reservado para rechazar a los apestosos arrieros, porque, según explica Cervantes años después, la fonda de Tomás Gutíerrez «no es mesón sino casa de posadas como las hay en Madrid, honradas y principales, donde posan príncipes y duques y condes y caballeros y jueces y otras personas principales». Allí no hace falta protegerse el estómago con la comida preparada por el cocinero de cada señor que se hospedase, como era usual, ni acarrear la propia cama. Menos ha de extrañar aún que Tomás Gutiérrez, a quien conoce Cervantes al menos desde un par de semanas antes de casarse en 1584, haya ido dejando el teatro para concentrarse en «gobernar su casa». Por «ser honrado como lo es», dice Cervantes, «se acompaña con la mucha gente principal y le dan a su lado mesa y silla donde quiera que esté». Digo que lo creemos todos porque Tomás Gutiérrez aparece una y otra vez en transacciones, préstamos y cuentas saldadas entre los dos, aunque solo de una se deduce con claridad que tenga que ver con el alojamiento que regenta en Sevilla, una ciudad que ha crecido y ha cambiado a marchas forzadas. O con la marcha forzada de una creciente opulencia que la ha modernizado en los últimos veinte años como ninguna otra ciudad española, de arriba abajo, o casi, con sus buenos cien mil habitantes de todas las razas y trazas, otra vez muy por encima de Madrid, solo parecida a Lisboa, y por donde pasa en régimen de monopolio el tráfico comercial de las Indias. Desde hace unos pocos años es ya por fin caudaloso gracias a una especie de sistema de acuerdos de España con la banca genovesa beneficioso para ambas partes hasta final de siglo.
Cuando llega Cervantes, pongamos hacia finales de agosto de 1587, se están acabando de construir una aduana que parece un templo con su imponente bóveda y la mismísima puerta de Triana, además de haber desecado la pestilente laguna que había donde hay ahora la alameda de Hércules. Y aunque levantan otro convento, lleva diez años en marcha el que fundó Teresa de Jesús en 1576, se construye una nueva universidad y hasta le suben entonces un piso a la Giralda. Sevilla es el nuevo poder del centro de operaciones comerciales y mercantiles más importante del sur de Europa. También la misma opulencia la ha degradado (la opulencia degrada indefectiblemente) al ser foco de atracción de todo tipo de buscavidas, ganapanes, desesperados y fugitivos, incluidos quienes aspiran a cumplir desde allí el difícil viaje a las Indias, Mateo Alemán espera al menos desde 1582 salir de Sevilla y viajar a las Indias, sin éxito, aunque convencido de que está a punto de zarpar. Cervantes y él son exactamente de la misma edad, los dos nacidos en los mismos días de septiembre de 1547 y en los dos la escritura se aplaza a la edad madura porque primero tienen que ganarse la vida, Alemán como contador público también desde hace varios años, además de haber estudiado en Alcalá de Henares unos pocos meses de 1566 y de haber vuelto a Alcalá a intentar rematar sus estudios de medicina, sin conseguirlo del todo, cuando Cervantes andaba entre Madrid, Alcalá y Ascanio Colonna.
Con el juez Diego de Valdivia habrá de negociar Cervantes en Sevilla una y otra vez el reparto de los municipios y villas más complicadas o más resistentes o más simplemente pobres. Con él negocia los complicados pagos a los auxiliares y sus propios gastos de alojamiento y manutención (dado que él cobrará una vez terminada la saca de trigo y aceite, y en realidad cobrará a medida que vaya habiendo dinero). La primera comisión que encargan a Cervantes lo lleva a la ciudad de Écija, que no es pobre sino todo lo contrario: es ciudad importante entonces, a quince leguas de Sevilla y al menos tres días de viaje a caballo, por supuesto amurallada, con foso, con fuente de cuatro surtidores y enormes ninfas decorativas (y con el rollo de piedra a la entrada como suplicio común de la época). Va a pasar un tiempo aquí Cervantes, y tendrá que volver una y otra vez, mientras se da cuenta de algunas cosas que no sabe y que explican el poco caso que hacen a las solemnidades firmadas que trae el nuevo comisario Cervantes. La ley de la tierra parece inmune a las atribuciones del comisario para «ordenar prisiones, embargos, secuestros de bienes, aprehensión de bagajes, carros y carretas y lo demás anejo a ello y dependiente» para lograr el objetivo real: recabar trigo y aceite para las galeras de la armada.
Al menos ha coincidido en Écija con un amigo que acaba su mandato como corregidor (que es nuestro alcalde), al cabo de una semana y media, Cristóbal Mosquera de Figueroa. Tiene la misma edad que Cervantes y es nada menos que antiguo auditor general de las galeras, algo así como el responsable de los juicios rápidos a pie de guerra, y quien impartió justicia y mandó ajusticiar a quien hiciese falta tras la toma de las Azores en 1583, junto al marqués de Santa Cruz. Cervantes lo elogió sin esmerarse en La Galatea y tanto si hubiese visto como si no la octava ya publicada en el libro, Mosquera de Figueroa está escribiendo por encargo del mismo marqués, Álvaro de Bazán, la crónica vivida de aquella conquista. En ella menciona expresamente a Rodrigo de Cervantes como uno de los dos o tres primeros soldados que se echaron al agua pese a la resaca del oleaje, con la nave embarrancada en la arena. Andando sobre ella como «si subieran por el aire» llegaron los soldados a tierra «mojados, corriendo agua salada por las ropas y las armas»: por eso después el marqués «aventajó» a Rodrigo, sin duda contentísimo también por los tres días de saqueo que les concede Felipe II y sin que sepamos si participó en las reyertas de los soldados «en materias de las presas que hubiesen en el saco». Es el mismo Mosquera de Figueroa quien cuenta todo esto en su Comentario en breve compendio de disciplina militar y quien ordena levantar el cadalso en la plaza de la ciudad, Angra do Heroísmo, y dicta allí un montón de sentencias de muerte contra portugueses, aliados franceses y traidores españoles (con sus respectivas sentencias a galeras y otras penas menores).
Cervantes no regatea entusiasmo guerrero en un poema que dirige a Álvaro de Bazán, que ha sido mando de Lepanto, no manco, y muere unos meses después del encuentro entre Cervantes y Mosquera de Figueroa. Al marqués se dirige Cervantes para elogiar a uno y a otro por la «justa prevención del cielo» que ha hecho que «a un tiempo ejercitases tú la espada / y él su prudente y verdadera pluma». Contra quien sea, incluida la envidia, «tu fama, en sus escritos dilatada, / ni olvido o tiempo o muerte la consuma», con un verso final que resonará más de una vez en la obra de Cervantes.
Antes o después, de camino a un sitio o a otro, se hace previsible imaginar a Cervantes acudiendo a ver a gente que hace tiempo que no ve, y que ahora está mucho más cerca que en Madrid, en Toledo o en Esquivias. Su tía Catalina es ya subpriora en 1587, del convento de Jesús Crucificado en Córdoba, donde ha de haber familia más o menos lejana de Cervantes, y su tío Andrés sigue como en los últimos mil años como alcalde de Cabra, con un hijo, Rodrigo, decidido a hacerse soldado para la misma campaña contra Inglaterra que ha dado trabajo a Cervantes. Se ha comprado incluso ese vestido vistoso y coloreado, como de papagayo y por eso lo llamaban así, que tanto les gustaba llevar, o al menos llevaban todos. Es verdad que algunas de las noticias que corren pueden alimentar la fantasía morbosa del más romo novelista, porque a la hija de la segunda mujer de Andrés de Cervantes, Elvira Rodríguez, le ha asestado su marido unas cuantas puñaladas y muy malherida ha acudido al alcalde de Cabra para testar porque «perdonó a Rodrigo Alonso Cobo, su esposo, las puñaladas que le había dado en la calle de Priego, junto al convento de Nuestra Señora de Concepción, ayer tarde a puesta de sol, viniendo de la plaza de ver la procesión de la octava del Señor», aunque a esas alturas el animal ha huido ya (aunque a los pocos meses está en casa de nuevo).
Y más lejos, en Esquivias, a su suegra no le han asestado puñalada alguna, pero está mayor, y aunque no está grave decide hacer testamento el 17 de noviembre de 1587. Deja como heredera a su hija, aunque es ella misma quien explica que su madre le prohíbe «la enajenación y venta de» los bienes que hereda (pese a la amplia confianza que mostró hacia Cervantes un año atrás, antes de irse) y esto «por dos respetos, y el uno para que no se pudiere valer de ellos el dicho mi marido, y el otro, en caso que no tuviese yo hijos» (que no va a tener). No sabemos si ha viajado en algún intermedio o no a Esquivias o a Madrid, aunque en algún momento ha sabido que estaba ya a punto de publicarse un tratado muy técnico y especializado sobre, literalmente, «enfermedades de los riñones, vejiga y carnosidades de la verga y urina». Es obra sin duda de mérito de un viejo amigo de la familia, Francisco Díaz, que fue testigo del bautizo de su hermano Rodrigo, y ahora dedica esta obra al médico personal de Felipe II. De él había hablado ya Cervantes en su canto tumultuoso de Calíope y ahora vuelve a hacerlo en un soneto que se imprime al final del tomo, en una hoja sin numerar, entre el índice de nombres y las erratas. Lope de Vega pone al frente del tomo también su propio soneto, aunque no parece tomarse tan en serio al autor como se lo toma la buena fe de Cervantes, esforzándose por hallar las analogías entre las venas urinarias «de salud llenas, / contento y risa del enfermo lloro», y las venas líricas que por una vez coincidirán con el saber del médico que logra, de «una deshecha piedra, / mil mármoles, mil bronces» que cantará la fama.
Los embargos del trigo del año pasado están todavía por cobrar y sin tiempo casi de poner los pies en Écija, el cabildo de la ciudad denuncia su desamparo ante la escasez que padece y las malas cosechas del año, que además son verdad, porque no fueron buenas en varios años sucesivos ni en Écija ni en Andalucía. Ha crecido la pauperización del medio rural, sobrecargado de tributos estatales, señoriales y eclesiásticos. España no es en conjunto un país pobre, aunque esté llena de pobres, y Cervantes propone al pueblo un reparto equitativo de la saca, excluido lo que sea «para comer y sembrar», requiere la presencia misma de Valdivia, pero el éxito es relativo porque la requisa a la Iglesia le cuesta a Cervantes una excomunión del obispo de Sevilla. No era medida excepcional entonces y funcionaba como recurso intimidatorio para proteger los intereses de la Iglesia. Ni siquiera se encarga él mismo de quitarse de encima el problema y delega en un subordinado el 24 de febrero de 1588 para que en el obispado de Sevilla «me manden absolver remotamente» de «la censura y excomunión que contra mí está puesta» por «haber yo tomado y embargado el trigo de las fábricas de la dicha ciudad».
De momento, el papel le cuesta un real, mientras en Écija sigue almacenándose el trigo a la espera de que llegue el dinero para pagarlo (y a riesgo de que se pudra almacenado). Teóricamente, según las instrucciones que recibe, debería ir a «diferentes moliendas y otras partes para hacerlo moler y labrar bizcocho» y para ello, en Écija, «tomará y embargará los bagajes, carros y carretas que fuere necesario de cualesquier partes y lugares que sean, pagándoles lo que justamente hubiere de haber por su trabajo y acarreo», además de «compeler y apremiar a los molineros» para que en este tiempo «no puedan moler otro alguno de personas particulares», todo para «provisión de los galeones del Rey Nuestro Señor y de las demás naos de armada que por su mandado se van aprestando y juntando este presente año para cosas de su real servicio». Tiene Cervantes la obligación de «avisarme —dice el Proveedor General Antonio de Guevara, ya incorporado al trabajo— muy a menudo del trigo que fuere recibiendo y moliendo, y cómo acude en harina cada fanega de él y la cantidad que cada día moliere y del despacho y aviamiento de la dicha harina y de todo lo demás que se ofreciere tocante a lo suso dicho», incluida, por cierto, la contratación de aquellas «personas y trabajadores» que pudiese necesitar, aparte del ayudante que ya lleva Cervantes entonces, Miguel de Santa María.
Pero en julio de 1588 Écija se siente con el agua al cuello y pide no dar nada más hasta que no paguen las sacas anteriores porque «la necesidad de los vecinos es de manera que la tienen muy grande de ser socorridos con su dinero». Y es que a menudo cuesta Dios y ayuda la saca de trigo o de aceite o de ambas, y Cervantes ha de acabar metiendo en la cárcel a varios de los vecinos rebeldes, mientras en Castro del Río no tiene más remedio que meter «preso a un hombre que dicen ser sacristán de la villa», según explica Cervantes. Le cuesta una segunda excomunión, dictada desde Córdoba, cuando todavía está vigente la primera de Sevilla. Para solventar el caso mandó también a otro encargado, su primo Rodrigo de Cervantes, que reaparece varias veces como ayudante porque ha rectificado el primer impulso de hacerse soldado y sigue en Cabra con su padre.
Si Cervantes cumple la comisión que lleva, «está claro que todo perecerá» en Écija. La pelea no cesa, y aunque «no se sacara ningún pan este año, la esterilidad y necesidad de él es de manera que no tiene la ciudad con qué sustentarse ni hacer la sementera». Es tanta la urgencia que el corregidor que ha relevado hace unos meses al amigo de Cervantes en Écija ordena que «despachen al mensajero a la mayor furia que se pudiere» con el fin de impedir el desafuero. Cervantes «apretaba» tanto que lo mandan a renegociar con Antonio de Guevara para que «suspendiese la saca del pan de esta ciudad» o, al menos, «la moderase, de manera que no se hiciese vejación ni molestia a los vecinos», incluida la liberación «en cuanto fue posible, como está dicho, a los labradores pobres». Pero algo vuelve a fallar porque según el concejo de Écija, a Cervantes, «pareciéndole que era poca cantidad lo que se había repartido, no quiso pasar por ello».
Cervantes ha cumplido todos estos meses entre 1587 y 1588 sus funciones: le saca a una «viuda de Espinel» sus buenas arrobas de aceite, como otras pocas a «Valderrama hijo». Mejor le ha ido a tres leguas de Écija, en el Pago de los Madroñales, donde gobierna «doña Juana Manrique» y, entre el escribano que apenas aporta treinta y una arrobas y el doctor Madrid que pone otras setenta y ocho, no llegan ni a un cuarto de lo que pone «el doctor Gonzalo Hernández, médico». Y así una infinidad más de confiscaciones que acaban yendo a parar al responsable de custodiarlas en Sevilla, y todo ello calculado incluyendo el alojamiento que ha tenido que sufragar a finales de marzo de 1589 de sus ayudantes Miguel de Santa María, Simón de Salazar (que cobra la mitad) y él mismo, en unas casas en Écija de Francisco de Villacreces desde diciembre de 1588 (ciento cincuenta reales por dos meses y medio entre de 1588 y 1589), contadas también las «echaduras», o trigo estropeado, contado el detalle de cada trasporte a «los molinos desde diversos cortijos a razón de ocho maravedíes por fanega y legua», contado el acarreo de las fanegas «desde las casas de donde se sacó a los almacenes», después desde «la cilla a los almacenes», con otros gastos menudos como la «medición», el «zarandeo» y la deuda de doscientos cuarenta reales de plata a un arriero por el acarreo de doscientas veintisiete arrobas de aceite, junto al de tantos otros con fanegas destinadas a «las aceñas y vuelta a llevarlas a los almacenes convertidas en harina», más el coste de la molienda misma con el salario de sus ayudantes, que es responsabilidad suya, y vigilar «el pesado del trigo», más el alquiler de los almacenes y otros dispendios que se han ido «en palas, esteras, ondas y aceite» para las lámparas y los testigos de los «ensayos» del peso, a razón de ocho reales por ensayo, pagar al «escribano o notario» Torralba «por ocho días en que se ocupó de embargar trigo en los cortijos» y también a los auxiliares de romana y de acarreo, y a ganapanes y arrieros.
Nada ha sido fácil porque varias veces ha de hacerse cargo de «un cerrajero que fue conmigo —explica Cervantes— a los cortijos del campo y descerrajó algunos aposentos donde había trigo». Tuvo que alquilar hasta «cuatro candados para los almacenes», además de otra romana, y como es natural, tinta y papel para tanta cuenta, con el coste de los escribanos y las infinitas «cartas de pago» que extiende mientras despacha los correos a Sevilla, que hay que pagar también, aunque no es él quien asienta físicamente los números en los registros y las cuentas pero sí quien les da su conformidad sin advertir a menudo los desajustes y errores y alcances, además de «otras cosas muchas más que no asenté», tanto antes como después de las funestas noticias que llegan sobre el destino de tanta gestión, todos inmersos en la más memorable batalla que vieron los tiempos.
EL VICIOSO LUTERANO
Por fortuna tanta saca viene protegida por la «vara alta de justicia» que lleva Cervantes, apremiado a hacer «todo ello a toda prisa sin perder hora de tiempo», cuando Felipe II ha apremiado ya también a su yerno, el marqués de Medina Sidonia, para echarse al mar cuanto antes, en febrero de 1588, y llevar al éxito a la «grande» y «felicísima» armada. Parte por fin en junio hacia Inglaterra tras múltiples retrasos y ya fuera de las fechas óptimas. A finales de julio las naves están pasando por La Coruña y Finisterre, y solo para entonces, al parecer, obtiene algo de liquidez Cervantes para pagar parte de las sacas y cobrar un tercio de su salario. Falta mucho todavía para remunerar por completo los embargos, a la altura del 8 de septiembre de 1588, cuando los rumores y los mensajes empiezan a ser inquietantes; algunos han oído ya hasta la orden desesperada de Medina Sidonia como jefe de la armada para que «se remediasen como pudiesen» las naves perdidas en el océano. La información es insegura y difusa y la más segura y precisa no se va a tener de veras hasta que vayan llegando a Santander y otros puertos algunas de las galeras de la armada desde finales de agosto, y quizá llegue también pronto el sarcasmo inglés sobre una presunta Armada Invencible. A principios de septiembre, una relación impresa en Sevilla habla todavía de la «felicísima armada», a pesar de la cantidad de navíos que se han ido a pique ya, en torno a treinta, desbaratados por naves inglesas que se lanzan incendiadas contra las católicas, y por las tormentas que han obligado a retirarse a las dos flotas con graves daños y pérdidas para ambas. Al menos parece que han caído las que comanda Drake, incluida su propia nave.
Pero las noticias llegan con lentitud exasperante mientras ceban todos los malos augurios. Es lo que le pasa a Cervantes, para quien no pasa el tiempo a suficiente velocidad y escribe ahora una canción de espera e impaciencia de noticias, o al menos con la celosa esperanza de disipar «el confuso rumor de nuevas malas» para que «esta preñez» de hoy muestre cuanto antes «un fin alegre» de la empresa. Todavía habla solo de «ajenas menguas», en particular del «pirata mayor de Occidente», para que vea al fin «inclinada la frente / y puesto al cuello altivo y indomable» el yugo católico. No ha visto esa nueva batalla naval ni habrá sabido nada de ella en realidad, de forma directa o segura, pero sin duda sí ha estado en otras que llenan las nueve estancias de la canción y llenan el mar «de hombres desmañados» y el aire de «cuerpos impelidos / de las fogosas máquinas de guerra», cuando «las aguas su color cambiaron / y la sangre de pechos atrevidos / humedecieron la contraria tierra». Unos navíos huyen y a todos «se aparecen las sombras de la muerte», aquí «mil cuerpos sobreaguados, y en montones / confusos otros nadan», cuando ya ven «rotas antenas, jarcias rotas, / quillas sentidas, tablas desclavadas» en medio «de los gemidos excesivos / de aquellos semivivos / que ardiendo al agua fría se arrojaban» para morir en el fuego.
La canción de Cervantes todavía va dictada por la fantasía o el sueño de la victoria, «seguro el triunfo y gloria / y que ya España canta la victoria». El cielo cambiará «por nuevas de alegría / el nombre de canción en profecía», cuando «en espaciosas / concertadas hileras» marcha «nuestro cristiano ejército invencible» y «cruzadas banderas victoriosas / al aire con donaire tremolando» (en verso que da otro temblor) avanzan y el tambor «engendra y cría / en el cobarde pecho valentía» o apaga o trueca «el temor natural». El pasado de la batalla y la memoria del soldado alimentan esta canción de ansia y quizá el ejemplo de los capitanes «de la gloriosa / estirpe de sus clases ascendientes», quince años atrás y en otra batalla naval, sirva para que aspiren «a conducir la más dudosa hazaña», la más «insegura o incierta», para que todo vaya a un mismo fin: «¡mirad, que es vuestra madre España!». Y mientras luchan y navegan ellos, ella «llora vuestra ausencia larga, / contrita, humilde, tierna, mansa y justa, / los ojos bajos, / húmidos y tristes, / cubierto el cuerpo de una tosca sarga» hasta «ver en la injusta / cerviz inglesa puesto el suave yugo» y así vencido «el vicioso luterano».
A las noticias borrosas les siguen las naves que regresan derrotadas y las peores noticias se confirman día a día, desde el norte y pronto desde toda la península, con la vuelta de una flota que ha quedado disminuida, dañada y derrotada. Incluso Felipe II da orden el 13 de octubre a los obispos de suspender las rogativas para proteger a la armada «del temporal recio y deshecho» que la desbarató tan malamente que «se pudiera esperar con razón tener peor suceso». Van llegando las naves, se las espera, no se sabe por dónde van pero llegan y con ellas náufragos rescatados. Quizá tiene razón el papa Pío V, aliado de Felipe II, cuando desiste de seguir financiando la operación, convencido de que el rey «consume tanto tiempo en consultar sus empresas que, cuando llega la hora de ejecutarlas, se ha pasado el tiempo».
Cervantes, sin embargo, no duda de su armada porque no ha sido derrotada por la fuerza «de la contraria diestra» sino «por la borrasca incontrastable / del viento, mar, y el cielo que consiente / que se alce un poco la enemiga frente». Pero solo un poco, un amago de resistencia, un esfuerzo inútil condenado pronto a la nada, puro espejismo y mero contratiempo fugaz para quienes «vuelven confusos, no rendidos», y acatan el destino de una vuelta «desordenada» porque «no se excusa lo que el cielo ordena». Pero nada más, y es solo un revés a la espera de «la vuelta / del toro para dar mortal revuelta / a la gente con cuerpos desalmada» y entonces, y ya por fin, recomponer armas y bagajes, esfuerzos y energías para volver a hacerse a la mar y vengar la mala fortuna. A veces el cielo se despista, pero «no es amigo / de dejar las maldades sin castigo» y, como el león con la cola pisada que se revuelve y se sacude, y solo en la venganza piensa de sí mismo y de los demás, así reaccionará el católico, «único es su valor, su fuerza inmensa, / claro su entendimiento», decidido de nuevo al «justo y vengativo intento».
Es el canto aprensivo contra las noticias reales y contra la impotencia ante una realidad que no es la que ha de ser; es la canción ahogada en fantasiosa esperanza de victoria para exigir revancha, o la revancha que satisfaga las expectativas de quienes han estado soñando y actuando en favor del Imperio, de la fe y de Felipe II desde cualquier puesto o lugar, incluida la requisa de trigo y aceite para la flota. Por eso invoca en una segunda canción inmediata a Felipe, «segundo en nombre y hombre sin segundo». A la vista de los «puertos salteados / en las remotas Indias apartadas» y las naves en casa «abrasadas» por los «piratas fieros» —es el recuerdo del saqueo de Cádiz y de la piratería de Drake de abril de 1587—, ha de hacer el rey «que se intente aun lo imposible». Igual que él patea pueblos y pelea arrobas y fanegas, fanegas y arrobas para alimentar a la armada, Felipe tiene derecho a más: «Pide, toma, señor, que todo aquello / que tus vasallos tienen se te ofrece / con liberal y valerosa mano». Y no es retórica ni gratuita semejante entrega, ni va un chiste disimulado (porque solo tiene una mano práctica). Interioriza Cervantes los sentimientos de desamparo y vive en la conciencia de quienes regresan derrotados pero no vencidos. Y hoy, lanzados por «un deseo / justo y honroso», de nuevo «os imagino ahora y veo / entre el viento y el mar que contrastastes». No duda de la «común opinión de gente sabia» que promete revancha segura y venganza justa porque «cuanto más ofende / el malo al bueno, tanto más aumenta / el temor del alcance de la cuenta», en metáfora que deja huella directa del oficio y el compromiso de quien se pasa la vida entre números y requisas, temiendo alcances e impagados, sumando, restando y cuadrando balances.
Pero no quedará todo así. Nadie debe olvidar, y el pirata menos que nadie, que la razón está del lado bueno y «el que debe, paga». Y «al sumar de la cuenta, en el remate / se hará un alcance que la alcance y mate». A mí también me parece espantosa la metáfora de contable profesional pero a él le debió de parecer adecuadísima, y hasta un guiño a los amigos y auxiliares que van con él, con el mismo espanto y desconcierto de quienes llevan tantas leguas recorridas para un resultado tan desazonante y depresivo como ver las invencibles naves vencidas y retiradas. Y a pesar de volver a las andadas una vez más (para que el cielo acuda en ayuda del justo celo), nada valioso se ha conseguido nunca sin esfuerzo, cree todavía este Cervantes inauditamente inocente, descolocado, desconcertado, viejo reservista estropeado hoy en tareas auxiliares, retirado de la primera línea pero hombre de fe en las armas y en el cielo que cree todavía que «en la justa ocasión» y «en la porfía / encierra la victoria su alegría». Debió culminar todo de otro modo, debió compensar «los bríos y los brazos españoles», de «vuestro bravo, varonil semblante», debió acabar todo bien y dar así sentido a tantos muertos anónimos y alguno ilustre. Pero hoy nada ha sido como debiera ser y queda solo el aliento débil de un sueño que irá pudriéndose con el tiempo.
DUDAS
Es más que probable que Cervantes empiece a pensar en cambiar de aires, o al menos a intentarlo. Posiblemente está ya al tanto de los rumores (fundados) en torno a su jefe Guevara y el equipo que asigna, gestiona y custodia las comisiones, las sacas y los pagos. Empieza a pensar seriamente en un cambio de destino tras cerrar una primera tanda de cuentas con Écija, hacia junio de 1589, y con más certeza tras rendir cuentas de nuevo de todas sus comisiones en febrero de 1590. Además, a las pésimas noticias simbólicas y sentimentales de la armada se le habían unido pésimas noticias empíricas y contables. En las mismas fechas que escribía esas dos canciones, entre septiembre y noviembre de 1588, se reactivaron las denuncias de Écija y en particular de Luis de Puertocarrero. Reabrió la causa contra él por ese exceso de celo recaudador que el cielo ha dado a este Cervantes contrariado que, pese a todo, no ha perdido el sentido del humor ni tampoco la paciencia. Le acusan de haber sacado del pueblo más trigo del acordado, que es la manera de insinuar el delito común de traficar con excedentes que vendería por su cuenta y para su propio beneficio. Cervantes parece muy seguro de sí mismo y hasta ironiza sin disimulo cuando piensa en «ahorrar al dicho regidor [Puertocarrero] el trabajo» de la investigación, entre otras cosas, porque «se va haciendo en menoscabo del crédito de mi persona y de la fidelidad con que he usado y uso mi oficio». Y propone que sean los vecinos, uno a uno, quienes declaren las cantidades embargadas para probar que no ha rebasado ni de lejos el reparto de cargas y «para que, con menos escándalo, se cumpla el servicio del rey nuestro señor y los vecinos no se quejen de los ministros que conmigo asisten a la dicha saca».
Por fortuna, hacia junio de 1589, Cervantes parece estar cerrando cuentas, rematando asuntos y haciendo limpieza general, ya terminada su tercera comisión. El mismo día 26 despacha un montón de gestiones particulares y domésticas —aunque ante cuatro notarios diferentes—. Para empezar, el responsable de la posada de la calle de Bayona, Tomás Gutiérrez, lo libera de «las cuentas que con vos he tenido y de la posada que os he dado», a través del compromiso de un tal Alonso de Lerma de pagar los dos mil ciento sesenta reales que debe Cervantes (porque a su vez se los debe a él). Parece convertirse también entonces en «fiador y principal pagador» de una mujer, Jerónima de Alarcón, para que ella pueda seguir viviendo hasta diciembre de ese 1589 en las mismas casas en que reside ahora, al precio de cinco ducados al mes, que se supone que paga Cervantes, residente en el mismo barrio o colación de la Magdalena. Pero el mismo día 26 todavía deja lista una gestión más, que es el préstamo de urgencia que Cervantes entrega a «su ayudante y compañero en la molienda» Miguel de Santa María para «socorrerlo» con mil seiscientos reales de plata que le adelanta de un sueldo que Cervantes no ha cobrado en su totalidad, ni de lejos. Y sea por una causa o por otra, ese mismo día entrega también al mismo ayudante un poder para gestionar todo lo relacionado con «las cuentas de la molienda de trigo» de Écija, quizá porque vuelve a casa o al menos sale de Sevilla para una temporada.
Pero para poco tiempo, porque desde principios de 1590 está ya embarcado en nuevas requisas, aunque siga buscando fórmulas que las agilicen, como ha intentado ya en Écija y vuelve a intentar en febrero de 1590 en Carmona, aportando algo de imaginación y otro poco de justicia compasiva, y quizá incluso atraído doblemente por la leyenda del príncipe negro, converso al cristianismo que allí vive desde la derrota de Alcazarquivir, donde pierde a su padre y a su tío, y sin duda la confianza en estar en el lado bueno de la historia tras aquella masacre, Maluch Muley. Después de que la ciudad reclame que saque el aceite de «otros lugares» y no se lleve «el poco que hay en ella», les propone que sean ellos quienes decidan cómo asignar el reparto «para servicio de la armada de su majestad», que ahora está en La Coruña reparándose. Para «evitar las quejas que se suelen recrecer de sacar más cantidad al pobre que al rico», y «por no tener noticia de quién» pueda tener más reservas, les pide ayuda aunque solo se acojan a la propuesta nueve vecinos. Además, la oferta no nace del nuevo Proveedor General, Pedro de Isunza, sino de su propia iniciativa porque los recelos del pueblo se comprenden: ha habido que sustituir a toda prisa al investigado y sospechoso Antonio de Guevara con su equipo entero e Isunza se ha llevado la sede del servicio al Puerto de Santa María para alejarlo de la tóxica Sevilla.
UNA FIRMA EN MARCHA
Por eso la oferta al cabildo de Carmona va contenida en una carta a iniciativa propia, autógrafa, escrita con caligrafía rápida, sin florituras y ceñida, rematada con una rúbrica que carga las tintas de nuevo en lo que Cervantes tiene ahora por su auténtico apellido, Saavedra. Es el lugar donde recae la relevancia gráfica y ampulosa de la rúbrica, como si ese Migueldecerbantes que escribe así, de corrido, con b y casi todo junto y sin mayúscula en cerbantes, fuese nada más que el prefijo de su nombre, que parece empezar en la ese de un Saavedra que escribe siempre en la línea siguiente, con la ese suelta y en una mayúscula destacada. Ese Saavedra es el apellido que ha prestado ya a varios de sus personajes, casi siempre los buenos y nobles cristianos que remedian males (pese a las apariencias), como en el drama El gallardo español, aunque a los ojos de los ciegos y obtusos parezcan traidores o renegados (y al que lo insinúa, Cervantes lo acribilla al final de la obra). El gallardo español es un tal Fernando de Saavedra que se disfraza de musulmán («el otro yo», como dice él) para resolver un lance de honor y que al final confiesa arrepentido «el mal que hice» impulsado por el «honrado pensamiento» de correr ciego a contestar un desafío, aunque eso implica desobedecer la prohibición del gobernador de Orán, Alonso de Córdoba, porque prevalece su sentido del honor antes que la obediencia militar.
Esta obra ha hablado del derecho a la desobediencia y al engaño por causa de honor íntimo y con fin legítimo, emplazado todo en la defensa de Orán que no vivió Cervantes pero leyó en la Descripción general de África, de Luis del Mármol. Y este Cervantes que coquetea con su experiencia real como el caballero Fernando de Saavedra es nada menos que «Atalante de su España» y es tan «espanto» y «asombro de toda la Berbería» que de él se enamoran las moras hasta «de oídas»; incluso una de ellas se pregunta bajo qué estrella habrá nacido tal cristiano para que «aun de quien no es conocido / los deseos atropella», mientras otra deja las cosas en su justo punto porque no es la hermosura de Saavedra el secreto sino «la fama de su cordura y valor», porque la otra, la hermosura, «es prenda que la quita / el tiempo breve y ligero».
Pero no sabremos de veras nunca su historia real porque es historia demasiado larga y enredada como para contarla entera. Asoma ahora el Cervantes confidencial que promete y aplaza una vez más su relato real, como sucede en la historia del capitán cautivo Pérez de Viedma para decir lo mismo, que «no es este lugar / para alargarme en el cuento / de mi extraña y rara historia, / que dejo para otro tiempo» que no va a llegar pero tampoco descarta. Quizá tiene noticas ya de lo que hacen tantos soldados con peripecias complicadas como la suya y puede que sepa que algunos las cuentan en autobiografías más o menos verídicas, o que se dicen tales, como ha ido contando ya por escrito sus peripecias uno que se llama Jerónimo de Pasamonte. No sería ningún disparate que Cervantes estuviese al tanto de un manuscrito cuya primera parte su autor ha hecho ya circular en Madrid en torno a mediados de los años noventa, y los dos se han conocido con poca simpatía mutua (estuvieron ambos en Lepanto y en Navarino, y tienen edad parecida).
La trama heroica no es una historia de amor sino sobre todo una historia de honor porque exalta la virtud interior frente a la conducta aparente de su protagonista Saavedra, como si necesitase Cervantes restituir el orden moral y verídico de las cosas reales a través de la ficción, aunque sea una obra un tanto abrupta y premiosa, con suturas muy visibles. Pero ese atropellamiento es el canal para contar, con datos fidedignos y personajes reales, las cosas que pasan en esas ciudades remotas y sus luchas de frontera, como las ha visto él: «esto de pedir para las ánimas del purgatorio es cuento verdadero, que yo lo vi», como defiende una acotación. Está presentando al personaje más ambiguo y potente de la obra, un Buitrago bufonesco, glotón y bocazas, vestido «entre pícaro y salvaje». Su atrevimiento golfo lleva a Cervantes a sacarlo al final de la obra para cerrarla con un bromazo salvaje. Amenaza ahí con renegar si la comida no es buena porque el miedo «cesa todo en no comiendo» y suelta la lengua contra el que le azuza para que reniegue con insultos llanos y rectos —«hijo de puta», «hi de poltrón»—. Pero ya el capitán Guzmán despide la obra porque «llega el tiempo / de dar fin a esta comedia, / cuyo principal intento / ha sido mezclar verdades / con fabulosos intentos», incluidas acciones que están dejando de ser insólitas, como sacar a escena a un personaje a «caballo, con lanza y adarga» o escudo y efectos especiales vistosos.
Cervantes sabe que está probando un modo nuevo de hacer comedias de moros y cristianos, cuando todavía esas comedias no son la moda que serán, o está empezando en el mismo momento incierto de composición en torno a estos años. Además, no todos pueden hacerlo habiendo pisado aquellas tierras de verdad, como ha hecho él en su embajada a Orán de diez años atrás, y desde luego como ha hecho él en Argel. De ahí que no haya nada extravagante en que Cervantes esté inventándose tramas de ficción sentimental ensartadas con tramas de cronista de lo que ha visto y vivido. Y puede ser, como tanto le gusta recordar, uno de los primeros que lo ha hecho, y eso repetirá años después. Si el joven prodigio Luis de Góngora había hecho ya algo parecido en dos romances estupendos de 1585 y 1587, emplazados en Orán sin haberlo pisado, con más razón Cervantes llevaría a las tablas la acción ficticia y sentimental de la aventura de caballeros en la frontera lejana de África.
INTENTOS BALDÍOS
Apenas una semana después de recibir, en mayo de 1590, una parte del abultado salario que le deben, llega al Consejo de Indias su segundo intento para buscar alguna salida segura hacia América, tras la tentativa frustrada de 1582. Quizá porque da por terminada esa etapa, quizá porque ha de buscar remedio a otro problema práctico que asoma cada vez más gravemente ahora. A estas alturas, ha quedado en suspenso el reparto y la asignación de las nuevas comisiones con las que se gana la vida porque se investiga la veracidad de las acusaciones contra Antonio de Guevara y su equipo por malversación de fondos y fraude generalizado. Cervantes seguramente tiene ya prisa de veras. El expediente que ahora llega al Consejo de Indias el 21 de mayo de 1590 (aunque no se gestiona hasta una semana más tarde) contiene una petición formal de empleo. Es tan formal que debió encargar a un amanuense que copiase la carta porque va encabezada con un cerbantes, con una ese final alargadísima que nunca usa, y menos todavía un Sahavedra que desfigura su apellido con la hache intercalada. En todo caso, resuena en su texto y por segunda vez una petición de auxilio, aunque aséptica y hasta neutra. Cervantes siente la evidencia del desajuste entre el oficio que desempeña y sus méritos reales, aunque en ningún lugar en esa solicitud mencione ser autor de libro de verso y prosa alguno ni tampoco menciona el tiempo que dedica al teatro ni las obras que ha estrenado y que sigue escribiendo.
Pero sí acompaña a su petición de un cargo en las Indias la documentación más completa posible sobre sus méritos militares arrancando desde tiempo inmemorial, cuando vivían los héroes que ya han muerto, Juan de Austria, el duque de Sesa, y hasta Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Lo que pide Cervantes con cuarentaypocos es lo que piden todos, obtener del presidente del Consejo de Indias el favor o la gracia de «uno de los oficios» disponibles tras exponer su expediente militar, sin alabanzas sobreactuadas y casi a toda prisa, dando por hecho que su experiencia militar no es nada excepcional sino común a tantos y tantos militares, cautivos, excautivos o simplemente soldados de profesión como su propio hermano. Rodrigo, además, ha seguido peleando en los últimos diez años, en las Azores y en Flandes, mientras Cervantes se buscaba el sustento por Andalucía. Aunque la carta no lleva fecha, sí la lleva la respuesta que a 6 de junio despachan los miembros del Consejo con las iniciales rubricadas a toda prisa como asunto de trámite. La respuesta es tan clara como rutinaria al aconsejar que «busque por acá en que se le haga merced» en lugar de aspirar a un viaje que muchos desean y pocos obtienen, y mucho menos sin otros méritos que los estrictamente profesionales de soldado antes y comisario de abastos ahora, sin aportar nada sustancioso que ayude, facilite, propicie, inste y hasta obligue a conceder el oficio.
Desestiman la petición, y posiblemente Cervantes sentiría que desestiman los argumentos de un expediente que es ya abultado y no tan del todo vulgar. Ha adjuntado la carta de Sesa de julio de 1578 (donde calcaba el contenido de la que se quedó en Argel), las declaraciones ya antiguas de los doce testigos de los años de Argel y finalmente la petición formal de Cervantes, aunque a ratos vayan sus méritos de la mano de los de su hermano, todavía soldado en 1590. De ahí que utilice una equívoca primera persona del plural para explicar su historia mezclada con la de Rodrigo, «en las jornadas de mar y tierra que se han ofrecido de veintidós años a esta parte», lo cual es en realidad el doble del tiempo que Miguel ha dedicado a las armas y al cautiverio. Sí es verdad que, «particularmente en la batalla naval», fue herido y perdió la mano, y «al año siguiente fue a Navarino y después a la de Túnez y la Goleta», y «viniendo a esta corte», con las cartas que sabemos —cuenta Cervantes—, fue cautivo «él y un hermano suyo que también ha servido a V. M. en las mismas jornadas, y fueron llevados a Argel donde gastaron el patrimonio que tenían en rescatarse y toda la hacienda de sus padres y las dotes de sus hermanas doncellas» —dice fantasiosamente—, «las cuales quedaron pobres por rescatar a sus hermanos, y después de libertados fueron a servir a V. M. en el reino de Portugal y a las Terceras con el marqués de Santa Cruz», lo cual es otra manera equívoca de decir que él, en efecto, acudió a Lisboa en busca de trabajo y su hermano fue uno de los soldados que tomaron la isla Tercera en la fase final de la conquista de las Azores. Y «ahora, al presente, están sirviendo y sirven» uno en Flandes como alférez, se entiende que Rodrigo, y «Miguel de Cervantes fue el que trajo las cartas y avisos del alcaide de Mostagán y fue a Orán por orden de S. M.», de lo cual hace ya casi diez años. Después ha servido en Sevilla «en negocios de la armada por orden de Antonio de Guevara». Y en todo este tiempo, hasta este mayo de 1590, «no se le ha hecho merced ninguna». Lo cual quiere decir que el empleo que tiene de comisario de abastos no es una merced sino un vulgar oficio. Lo que pide es un cargo relevante, y no una mera ocupación fatigosa, conflictiva y al cabo auxiliar.
Apenas lleva tres años desempeñando su trabajo por pueblos y ciudades, pero no es lo que esperaba obtener a su vuelta hace diez años, ni lo que las heridas, los méritos y los respetos de don Juan de Austria y el duque de Sesa creían que merecía. Los dos están muertos desde hace ya diez años, está muerto incluso el marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazán, y en un año más no va a quedar ni Alejandro Farnesio, ni siquiera ya tampoco su posible auxilio Antonio de Eraso. Y por supuesto en las letras faltan tantos ya como en las armas, porque hace mucho que algunos de los amigos que anduvieron intercambiando versos y florituras años atrás no están ya tampoco. Casi no quedan testigos de su pasado pastoril ni de su vida de soldado y cautivo y rescatado: murió Laínez en 1584 y apenas cuatro años después han muerto también Francisco de Figueroa y Antonio de Toledo, tras su paso fugaz por el convento. Empiezan a morirse incluso hombres cercanos y todos más jóvenes que él, porque muy a principios de la década de los noventa han muerto o mueren Luis Gálvez de Montalvo, Luis de Vargas, Juan Bautista de Vivar, y hasta Antonio Pérez y también su archienemigo Mateo Vázquez.
Del turco y el moro tampoco se acuerda ya nadie desde hace mucho tiempo. Por muy verdad que sea que hay cuatro oficios en las Indias que están vacantes, y por mucho que se estime Cervantes en «hombre hábil y suficiente y benemérito», dispuesto a «acabar su vida como lo han hecho sus antepasados», al servicio del rey, no va a ser para él ninguno de los puestos vacantes, todos ellos relacionados con las cuentas y la administración de Hacienda, tanto la «Contaduría del Nuevo Reino de Granada» (que es aproximativamente nuestra Colombia) como la gobernación «de la provincia de Soconusco de Guatemala». Ni siquiera valdrá como contable o «contador de las galeras» de Cartagena de Indias ni vale tampoco para ser lo que casi cualquiera es, un miserable «corregidor de la ciudad de la Paz», y eso que con «cualquiera de estos oficios» Cervantes «recibirá muy gran bien y merced».
Visto el resultado frustrante, un par de meses después, y quizá como medida de precaución ante otra posible salida profesional que ignoramos, el 14 de julio de 1590 Cervantes extiende un poder a su hermana Magdalena y a su mujer Catalina («de Salazar y Palacios»), ambas «vecinas de la villa de Madrid», y por tanto no de Esquivias, para que hagan el uso que convenga de él. Quince días más tarde le reclaman que amplíe esos poderes también a quienes ellas dispusiesen como sus sustitutos y «cuando les pareciere». Es un documento habitual para quienes esperan zarpar hacia las Indias, como quizá confía en hacer todavía Cervantes este verano de 1590, aunque sea sin oficio, y en el que cuenta con algo de dinero, o está a la espera de tenerlo mientras llegan los atrasos, al menos a la vista del dispendio que se permite en la subasta de una biblioteca particular. Acude a ella acompañado, por cierto, de Agustín de Cetina, que es el encargado de pagar a los empleados del servicio de abastos, y adquiere por dieciocho reales «cuatro libritos dorados, de letra francesa», y por otros treinta más, que son realmente muchos, una Historia de santo Domingo, sin duda encuadernada y que usará como mínimo para documentar una comedia.
La Galatea se había vendido en los últimos cinco años a un precio irrisorio al lado de estos otros, cuatro reales y pico, cuando con un par de reales más se compran unos cinco litros de leche o tres docenas de huevos. El sueldo de un albañil no pasaría de los dos o tres reales al día y el de un pastor trashumante, que no es el peor, no llegaría a los trescientos anuales. El suyo como comisario no es opulento pero desde luego tampoco tiene nada de miserable, a pesar de que cobre con múltiples retrasos entre diez y doce reales por día trabajado, y a pesar de que los riesgos del empleo sean altos y los percances continuos, con vecinos, con regidores, con corregidores o con jueces que examinarán inventarios, certificados y entradas y salidas hasta buscarle con los años algún problema grave y tocarle de cerca el gravísimo problema de otros.
No llegó el empleo de Indias, lo sabe desde el principio del verano de 1590, cuando todavía le queda por rematar la parte más oscura y peligrosa de su trabajo y en la que los errores se cuelan, las enmiendas no se recuerdan, las cuentas se retoman hasta que cuadren y siempre hay un alcance o desfase cuando debe ponerse a hacer el balance final que le toca hacer en este agosto sevillano de 1590. En eso consiste la «declaración jurada del aceite que se sacó de Marchena y Écija» en 1588, y lo mismo «del trigo que saqué y fue a mi cargo» en 1587, 1588 y 1589 y «de las moliendas» y de los «gastos de la dicha molienda» (y aparte va «la cebada que saqué para socorro de estos arrieros»). Y, en efecto, y como era de prever, los expertos han detectado pequeños errores en los cómputos de arrobas y fanegas e incongruencias mínimas en las sumas y los sumandos. Pero esa es solo la primera parte, porque como se lee en el documento alguien avisa, «Ojo», porque «después de haber presentado esa relación», que llegó en diciembre de 1590, vuelve a «presentar otra de todas las comisiones que había tenido y él lo hizo, y conforme a ello se feneció la cuenta». Con ella, por tanto, resuelve a 20 de octubre de 1591 su relación con las comisiones encargadas por el Proveedor General Antonio de Guevara, jura «a Dios en forma que en ella no hay fraude contra la Hacienda» y firma con otra ostentosa rúbrica colgada del Saavedra.
Con problemas nuevos de dinero, pero todo ha seguido igual en 1591, cuando en primavera pide un adelanto a Agustín de Cetina a cuenta del sueldo que le deben, que son en torno a unos tres mil reales. Pero pide dos mil y pico maravedíes menos de los que debería pedir, quizá destinados al soborno que facilite el adelanto, por cierto cuando a Guevara y a sus colaboradores los han metido ya en la cárcel en el Puerto de Santa María. Desde ahí se le asignan a Cervantes nuevas comisiones, y también ahí se designan nuevos ayudantes que tampoco dan abasto para tanto territorio y acaban haciendo el golfo como uno «que embargaba bestias de carga y las soltaba por dineros que le daban», según cuenta el proveedor de entonces, Isunza. Pero es el mismo Isunza quien exige no mezclar a unos y a otros y no confundir a esos golfos con quienes se han hecho cargo de ese servicio hace tiempo y sin reparos, como Diego de Ruy Sáenz, Bartolomé de Arredondo, Gaspar de Salamanca Maldonado o Miguel de Cervantes Saavedra, porque «a ninguno de estos hallará embarazado el corregidor de Córdoba en cosa que sea hurto o cohecho», cuando ha empezado ya la investigación contra la cúpula anterior.
Con el nuevo Proveedor General, Pedro de Isunza, las comisiones se encadenan desde finales de abril de 1591, y vuelta a empezar. Al menos el año 1592 transcurre también entre fanegas y arrobas por Jaén, Úbeda o Baeza, donde pone Cervantes en práctica el método que no le dio demasiado buen resultado en Carmona, pero que quizá tranquiliza la conciencia de este comisario de abastos que sabe ya positivamente que los rumores sobre la venalidad de sus jefes son ciertos. No consta que llegase Cervantes a forzar las puertas de los silos, como sí hizo algún ayudante en Teba, Málaga, en febrero de 1592, pero pronto descubriría que estaba implicado en la red de fraude a la Hacienda que ha caído ya, tras recorrer hasta mayo Linares o Villanueva de Andújar, o Villacarrillo o Villanueva del Arzobispo.
Las rutas siguen multiplicándose por numerosos pueblos, como Aguilar o como Montilla, donde pacta con los vecinos directamente y rehúye al concejo dadas antiguas experiencias complicadas ahí, aparte de que la comidilla del pueblo tiene que ver con dos brujas, las Camachas y el mesón de la Comadre en la misma calle de los mesones que usará Cervantes como escenario y episodio central de una de sus novelas, el Coloquio de los perros. Ambas murieron hace tiempo pero están vivas en los romances y en la tradición oral del pueblo, que las recuerda y evoca a menudo porque se les atribuye el hechizo capaz de convertir en caballo a un caballero, y quizá hubo de residir allí Cervantes, en Montilla. Peor parado sale de Castro del Río porque sobre septiembre llega la condena del juez para que devuelva trescientas fanegas, o en su defecto los reales que cuestan (catorce reales la fanega), además de una multa extra de seis mil maravedíes. Lo más probable es que Cervantes haya pasado varios días en la cárcel y tras apelar al juez lo suelten a mediados de septiembre, como se deduce de un documento hoy perdido. Dan ganas de fantasear desatadamente sobre lo que debió pensar y escribir entonces, qué entremés de jueces o qué comedia debió ir fraguando mientras entraba y salía de los juzgados con diligencias interminables sobre las sacas y los excesos. Lo acusaban de practicar lo que practican abusivamente y regularmente muchos de los encargados de estas comisiones, es decir, de requisar primero y revender después la rapiña para su propio provecho.
CONTAR Y CONTAR
La vida de Cervantes ha sido y seguirá siendo un contar y contar sin descanso, contar arrobas y fanegas, contar vecinos y deudas, contar maravedíes y contar sacos, contar trolas y contar con otros aunque nada debería hacer pensar que se ha quedado sin tiempo para contar historias por escrito, escucharlas a otros, pensarlas mientras cabalga de un sitio a otro y duerme una y otra vez en ventas, casas ajenas, posadas y lugares improvisados, enterándose de las mil y una maneras que esas gentes tienen de sobrevivir, de pasar el rato, de engañarlo y entretenerlo y hasta de matarlo. Tampoco la ausencia de datos debe hacer pensar que Cervantes ha abandonado el teatro o la literatura porque a sus cuarenta y tantos años apenas las ha vivido como profesión: fueron sobre todo instrumento y medio de acceder a la secretaría de algún gran señor, y eso hoy ya no existe o se ha volatilizado. La literatura no es una profesión, aunque sí lo sea la escritura para el teatro como industria masiva del ocio y con la consideración social de una industria masiva del ocio. En realidad, es ahora, en plena faena de comisario de abastos, cuando puede ensimismarse y concebir la escritura como otra cosa, como ocupación sin otra finalidad más que la literatura misma, escribir prosa o verso o la prosa dialogada de las historias que fabula e imagina, sobre todo cuando de nuevo las salidas profesionales sigan bloqueadas.
Desde luego es mala pata, pero el enredo de Castro del Río, entre agosto y septiembre de 1592, ha sucedido cuando acaba de recibir un encargo, después de mucho tiempo, para escribir teatro. Es el primer contrato que suscribe, o nos consta que suscribe, después de trotar en los últimos cinco años por Andalucía. Cualquier día de estos, además, tendrá el gusto de encontrarse impreso, aunque anónimo como siempre, en la Flor de varios romances nuevos con al menos uno de los suyos, que es el de los celos, editado este año 1592 en Sevilla, y sin duda ya plenamente empapado de las novedades de la vida nueva, del trato con arrieros y ganapanes, ventas y pícaros, concejos y regidores hartos de prestar servicios para armadas hundidas y de sacas que no cobran, pegado a la vida desaforada de su ciudad de los últimos años y con amigos muy difuminados pero que están ahí, como el escultor nacido en Alcalá pero instalado en Sevilla desde antiguo, Juan Martínez Montañés, y a la vez tan próximo al teatro como lo está Tomás Gutiérrez, que nunca ha abandonado del todo el contacto con las tablas y los decorados y recibe aun algún encargo para atrezzo en Sevilla por estos años. Cervantes sigue cada día más atrapado por la riqueza imprevista de una lengua en marcha y cambiante, desasida de rigores formalistas, despojada del menor decoro porque va por su cuenta la lengua de la calle, como en los tugurios donde se juega en Sevilla. En la calle Sierpes, que es la misma calle donde está la cárcel real, se amontonan puerta con puerta las casas de juego de Sevilla, y en particular la más conocida, de Pierres Papin, a quien llama Cervantes en una obra «señor de las baronías de Utrique», porque es un mundo plenamente familiar a un escritor con el oído pegado a la calle, a las tabernas, a los modismos y fórmulas coloquiales, a los giros de cada jerga y cada gremio, incluida la más refinada delincuencia, los tahúres, los porteadores y sus trastadas y otros pobladores del núcleo moderno de una Sevilla turbia y delincuente.
Nada menos que seis son las comedias que ha contratado a 5 de septiembre de 1592, en plena refriega de Castro del Río, con el empresario toledano Rodrigo Osorio por trescientos ducados en total, que es cantidad muy alta y nada común para nadie, ni siquiera para Lope de Vega (aunque cobre alguna vez esa cantidad). Es posible que el cargo de comisario de abastos tenga algo que ver con esos emolumentos, quizá también la posible amistad con un contador importante como Cristóbal de Barros, el hermano del jurista y autor de las filosofías cortesanas moralizadas y los proverbios morales, cuando ya presumiblemente ha escrito varios cuentos (que son nuestras novelas cortas), entre ellos la historia del cautivo Ruy Pérez de Viedma, quizá piensa también el Rinconete y Cortadillo o El celoso extremeño. Parece que deja por entonces el barrio de la Magdalena de Sevilla y regresa a la fonda de Tomás Gutiérrez, y por mucho que haya vivido entre cuentas y rutas, estas sí de veras rústicas y pedestres, no ha vivido fuera del mundo o sumido solo en el laberinto de fanegas y arrobas. Ese empresario teatral, como hizo Porres hace ya años, ha vuelto a confiar en él o Cervantes ha confiado suficientemente en sí mismo como para comprometer seis obras de una tacada «en los tiempos que pudiere» y «de los casos y nombres que a mí me paresciere», dice el contrato de Cervantes, «para que las podáis representar, y os las daré escritas con la claridad que convenga, una a una, como las fuere componiendo, con declaración que dentro de veinte días primeros siguientes», a contar desde el día «que os entregare cada comedia, habéis de ser obligado» de ponerla en la escena.
Pero hay más, porque si la obra pareciese «una de las mejores comedias que se han representado en España, seáis obligado de me dar y pagar por cada una de las dichas comedias cincuenta ducados» y hacerlos efectivos «el día que la representardes o dentro de ocho días». Si incumpliese Osorio, «se ha de entender que estáis contento y satisfecho dellas, y me habéis de pagar por cada una dellas los dichos cincuenta ducados, de cualquier suerte que sea, aunque no las hayáis representado». Y si por aquellas imprevistas rachas de escritura feliz, «os entregare dos comedias juntas, para cada una dellas habéis de tener de término para representarla los dichos veinte días, y se han de contar sucesivos unos en pos de otros, y yo tengo de ser creído con solo mi juramento y declaración en cuanto haberos entregado las dichas comedias», con la posibilidad de «poderos ejecutar por el dicho precio de cada una dellas» aunque no las represente. A cambio, Cervantes se calza definitivamente los zancos y asegura que «si habiendo representado cada comedia pareciere que no es una de las mejores que se han representado en España», le absuelve de la obligación «de me pagar por tal comedia cosa alguna, porque así soy con vos de acuerdo y concierto».
¿Escribió, no escribió? Alguna debió salir de tanta comedia fabulosamente insuperable, pero ni lo sabemos ni podemos más que conjeturar cuál pueda ser de las que imprimió muchos años después. Es verdad que el momento se hacía complicado porque recién soltado de Castro del Río, su jefe superior, el Proveedor General Isunza, le pide auxilio por escrito y en persona con alarma que hoy nos parece justa. Cervantes ha de acompañarlo a Madrid a finales de noviembre de 1592, apenas dos meses después de firmar este contrato, para comparecer en su defensa el día 1 de diciembre en la corte. El problema grave ahora está en el tejado de Isunza, a quien acosan desde el verano para que pague de su propio dinero el trigo de las tercias de Teba, en Málaga, y hasta el rey ha dictado que le embarguen los bienes. Y tanto Isunza como Cervantes se van a Madrid para tratar de remediar el asalto y que libere el rey a Isunza del embargo y disipar así las sospechas que pesan sobre su superior (y seguramente sobre Cervantes), dado que la cúpula anterior del servicio vive en estos meses un juicio colectivo por abusos de poder.
Quizá Cervantes actúa como subordinado o quizá de grado y confiado, pero declara de forma contundente en favor de Isunza ante el Real Consejo de la Guerra. Niega la acusación que pesa sobre el alto cargo según la cual «el trigo acopiado para el real servicio se vendió para particulares aprovechamientos» y expresamente desmiente haber revendido nada ni él ni Isunza. Tampoco es justo, añade Cervantes, que de Isunza «se diga cosa semejante, ni que aquel sea injustamente molestado» y menos lo es que «por una simple petición del delator, sin otra información alguna, sea creído, y más contra tan fiel criado» como ha sido Isunza, y firma Cervantes en carta autógrafa (y con el Saavedra entintado de energía y con la rúbrica colgada del final). Y ya de vuelta de Madrid, sin embargo, las cosas siguen muy enredadas porque siguen reclamándole a él certificaciones y pruebas de sus sacas, pagos, cargas y cargos. La impaciencia es grande porque en Écija, el 15 de diciembre de ese año, 1592, consta que vuelven a dejarlo libre de la cárcel «bajo fianzas», como si lo hubiesen encerrado y lo soltasen cuando aclara, para que «constara a los señores contadores que estaban tomando cuentas a Cervantes», que «se había presentado en el Real Consejo de la Guerra» en defensa de Isunza.
Gana el pleito pero se muere Isunza en cosa de seis meses. Cervantes se ha librado otra vez pero el juicio contra Guevara está acabándose como todos sospechan que va a acabar para él y para sus ayudantes. Esta vez todo ha ido tan en serio que podían haber ahorcado a Cervantes de veras y no fingidamente o por amenaza de un cordel puesto al cuello, porque a los encausados en el juicio empiezan a ahorcarlos desde el 22 de diciembre. Habían fingido continuadamente el envío de provisiones a África y sus presidios, falsificando la documentación de los fletes mientras se quedaban con esas partidas presuntamente arruinadas por un naufragio, una borrasca o un asalto corsario. Aunque es verdad también que según los testamentos que redactan horas antes de sus muertes, todos consignan cantidades considerables de ducados que el rey les debía. A Guevara no lo ahorcan porque ha muerto tres meses antes de la sentencia.
El relevo en los cargos llega a Isunza también. Le sustituye un hombre de la etapa de Guevara que se ha salvado, Miguel de Oviedo, como Cervantes ha seguido en los primeros meses de 1593 en ruta por Andalucía, esta vez Morón de la Frontera o la villa de Osuna en la que anduvo su abuelo (y quizá ande por ahí ahora el amigo que en Argel se acordaba de Juan de Cervantes, Luis de Pedrosa), o Puebla de Cazalla. El cobro de estos servicios de marzo y abril de 1593 se lo encarga Cervantes, según papeles recién exhumados, a Magdalena Enríquez, seguramente dedicada a la industria del bizcocho para galeras (y posiblemente, imagino, emparentada con otro colaborador habitual de Cervantes en estas tareas, Luis Enríquez, que este mismo año 1593 asume varias comisiones).
De inmediato cae otro encargo, ahora para embargar cuanto pueda en doce leguas a la redonda de Sevilla ese verano, a la vez que Cervantes se busca un procurador para llevar los asuntos que tuviere pendientes antes y después, sin que se resienta, o no de momento, el trato fluido y frecuente con el posadero y comediante Tomás Gutiérrez. Ha acudido con buen sentido a Cervantes para que le auxilie en un caso irritante: la Cofradía del Santísimo Sacramento de Sevilla se ha permitido rechazar su solicitud de ingreso, posiblemente porque lleva sangre judía. Cervantes se lo toma en serio y defiende a su amigo y probable socio en transacciones y quisicosas —compras de ropa en las que están los dos, préstamos, aplazamientos de pagos—. Aparece Cervantes no como mero testigo del buen hacer del posadero sino investido de una rara solvencia profesional en un autorretrato que es todo lo contrario del currículum militar de dos años atrás, cuando pedía un puesto en Indias y no mencionaba su vocación teatral ni literaria. Ahora es todo lo contrario, y expone su parecer como experto conocedor de ese mundo para demostrar que Tomás Gutiérrez tiene méritos sobrados para entrar en esa cofradía sevillana.
También es verdad que ese junio de 1593 Cervantes fabula varias cosas. Se llama vecino de Madrid, también natural de Córdoba y «estante en Sevilla», lo cual es casi rizar el rizo, pero seguramente sirve para multiplicar su fiabilidad como testigo de la limpieza de sangre de Tomás Gutiérrez, que es cordobés. De no ser hombre de sangre purísima, Cervantes «lo supiera y no pudiera ser menos por ser hijo y nieto de personas que han sido familiares del Santo Oficio de Córdoba», como lo ha sido al menos su abuelo Juan de Cervantes. Aunque a saber si la referencia a Córdoba tiene algún otro fundamento más veraz, porque allí reside desde 1580 un pariente suyo, de los muchos Cervantes que hay en Córdoba, que es Gonzalo de Cervantes Saavedra. Le conoce sin duda Miguel porque lo elogió por boca de Calíope en La Galatea, está casado en 1581 y es también padre, como Miguel, de una hija fuera del matrimonio a la que llama Isabel de Cervantes. De ella se hizo cargo un hermano de Gonzalo de Cervantes, y algo le gustaría escribir también a este pariente cordobés porque en 1590 quiso imprimir un tomo de Varios discursos que nunca publicó, y el único poema que se conoce va muy a ras de suelo para prologar cosa de tanta sustancia como El perfecto regidor de Juan de Aguayo y Castilla.
Lo urgente ahora es testificar en favor de Tomás Gutiérrez para resarcirlo de la humillante exclusión de la Cofradía. Y ahí comparece Cervantes como experto en algunas materias, «persona estudiosa que ha compuesto autos [sacramentales] y comedias muchas veces» —dice de sí mismo— y conoce bien los cambios que ha vivido el teatro en los últimos años, quizá cada día algo más disperso y heterodoxo. En su origen, «en los tiempos antiguos», no se tuvo «por infames a los representantes», aunque sí es verdad que los había. Pero no eran comediantes y actores como los actuales sino «mimos y pantomimos, que era un género de gente juglar que en las comedias servía de hacer gestos y actos risueños y graciosos para hacer reír a la gente». Y son ellos quienes pueden cargar con razón con la mala fama porque «estos eran los que eran tenidos en poco», sin que esa opinión afectase a «los que representaban cosas graves y honestas». Y eso es exactamente lo que ha hecho a lo largo de su vida «el dicho Tomás Gutiérrez», y cuando «ha representado públicamente ha sido siempre figuras graves y de ingenio, guardando todo honesto decoro», de manera que «no debe ser tenido en menos sino estimado en más». Fuese bien o mal la defensa, tiene razón Astrana Marín en escamarse de que Tomás Gutiérrez desaparezca de los papeles relacionados con Cervantes desde ahora.
Y sin que sepamos tampoco si acudió o no al entierro de su madre, Leonor de Cortinas ha muerto sin dejar testamento el 19 de octubre de 1593 en la calle de Leganitos, en Madrid, donde vivía en un alquiler medio, ni mucho ni poco, de cincuenta ducados al año. Pero sí sabemos que sigue de nuevo otro inagotable y mareante itinerario que hasta febrero de 1594 lleva a Cervantes de Coria hasta el Puerto de Santa María o Paterna para obtener desde las cien fanegas de La Palma del Condado a las miserables diez de Manzanilla, todas con sus recibos y asientos y percances menores o mayores, hasta que entrega la liquidación de sus cuentas en Sevilla sin contratiempos. Seguramente está volviendo a Madrid desde junio de 1594 ya que nada hay que hacer con el sueño de «pasarse a las Indias» como lo que son, «refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados [o sea, estafadores], salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores a quien llaman ciertos los peritos en el arte [o sea, tramposos], añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos», según dice en el cuento El celoso extremeño. Puede que el pariente de quien toma su segundo apellido, Gonzalo de Cervantes Saavedra, fuese alguna de todas esas cosas pero, en todo caso, sí ha logrado zarpar en 1594 a esas malditas Indias, aunque nunca llegue a pisarlas porque su nave naufraga a un paso de la Habana.
IMPAGADOS
Cervantes sabe lo que va a hacer a Madrid porque ha sido destituido ya Miguel de Oviedo, y con él cesados todos los comisarios anteriores, y todos quiere decir incluido Cervantes. En los últimos años se ha ganado la confianza de un hombre ahora próximo a Felipe II, Agustín de Cetina, que es contador del rey y ha sido pagador frecuente en Sevilla y relacionado con Cervantes: los hemos visto comprar juntos libros de segunda mano a precios de escándalo. Ha tratado con él en operaciones anteriores y es seguramente Cetina quien le recomienda para un nuevo empleo, todavía un poco más humillante que el carnaval de embargos y sacas en que lleva sumido los últimos siete años. Desde agosto de 1594, Cervantes será el cobrador del frac de la época, encargado de recabar en el reino de Granada los impuestos atrasados, las tercias y alcabalas (existe desde siempre la alcabala, que es impuesto importante, pero ha aumentado su recaudación por las urgencias financieras de Felipe II y grava la compraventa de cualquier mercancía por debajo de un teórico diez por ciento, que sigue siendo mucho).
Ese nuevo empleo tiene una responsabilidad mayor y Cervantes necesita acreditar una solvencia económica no del todo segura porque no es capaz de ir más allá de los cuatro mil ducados. Lo avala un financiero habitual de operaciones parecidas, Francisco Sánchez Gasco. Pero también es insuficiente y ha debido completar como fianza, apurándolo ya todo, tanto sus bienes personales como los de su mujer Catalina. Obtiene por fin la confirmación en su nuevo cargo de cobrador de impagados el 13 de agosto de mano de un prestigioso economista, Pedro Luis de Torregrosa, que ha respaldado la primera obra que en España explica en qué consiste la contabilidad por partida doble (y, dos años después, le encarga el rey que introduzca en las cuentas reales ese sistema más eficiente: calcular con el debe y el haber a la vista).
Por delante Cervantes tiene dos millones y medio de maravedíes que en Granada se adeudan a la Hacienda pública y deberá cobrar por encargo de Agustín de Cetina. Y tiene también tres cucharas de plata nuevas: las acaba de ganar en el concurso que festeja en el convento de Santo Domingo, de Zaragoza, la canonización de san Jacinto. Sus insulsas coplas reales glosan una redondilla en honor del santo. Con ellas ha obtenido el primer premio de uno de los siete convocados, sin que vaya a ganarse el cielo con ellas, aunque la «luz jacintina», dice ahí Cervantes, «tiene el cielo y tierra llenos», y servirá de medicina para mitigar la ira, «que en su juicio profundo / ve que ha menester el mundo», al menos según dice la tradición desde Plinio.
La mayor parte de las deudas del año anterior, un tercio del total de los dos millones y medio de maravedíes, las acumula el Tesoro de la Casa de la Moneda de Granada, junto a otra interminable ristra de pueblos y pueblecitos con deudas e impagados, desde Abuela de Granada hasta Loja, Guadix, Almuñécar, Motril, Salobreña o ya Vélez-Málaga. A todos ellos va a tener que viajar en los dos meses finales del verano de 1594, con un sueldo que mejora el de comisario de provisiones (pero sin dietas, es decir, sin gastos de alojamiento y viaje, que ahora corren de su cuenta) y la obligación de enviar la recaudación al tesorero del rey Pedro María de Tovar. Desde septiembre emprende la ruta por esos pueblos sin demasiados problemas, excepto en la parte del león. El tesorero de Granada dice que no hay deuda o que ya se pagó cuando tocaba (bueno, y lo mismo dicen también Almuñécar, Salobreña y algún otro), lo cual pone en flagrante riesgo su sueldo de doce reales diarios porque sale del prorrateo de todos los cobros en razón de los días que dedique. Pero hasta el 8 de octubre no cuenta al rey los problemas que encuentra, y solo entonces pide autorización para revisar libros de cuentas y un plazo más amplio de tiempo, porque va con retraso y aún le queda ir hasta Ronda y luego Vélez-Málaga. Sin respuesta del rey todavía, tan tarde como el 17 de noviembre, en que vuelve a insistir, el funcionario de Málaga le asegura no tener con qué pagar su deuda pero le firma una letra por la mitad del importe que podrá cobrar a finales de noviembre, el 25, en Sevilla.
Le cuenta Cervantes al rey las dificultades para ese cobro pero no dice expresamente que posee esa letra para cobrar la mitad del importe, y aquí va a empezar el laberinto de una ruina, por negligencia, por olvido o por mala fe. No hay modo de sacar el agua clara en el enredo que empieza ahora y que perseguirá a Cervantes más allá de 1608 (aunque no sabemos la conclusión porque volaron los papeles del archivo que los custodiaba). Pero esa omisión seguirá ahí, por mucho que el rey conteste, ahora sí, quince días después, para apremiar a Cervantes a cobrar lo que adeudan todos, recordándole el origen de su propio salario y el deber de acometer «todas las ejecuciones, prisiones, ventas y remates de bienes que convengan». Tuviese el pundonor de hacer bien las cosas o no lo tuviese, ha sido sin duda un incordio grande el regateo descarado que ha hecho Diego Mates en Ronda, donde Cervantes logra cobrarlo casi todo, pero el tal Diego Mates prueba, con la razón de su parte, que debe veinticinco mil maravedíes menos de los que le exige Cervantes.
Pero al menos ha cobrado ya la letra de Málaga, unos cuatro mil reales, y retoma el mismo camino anterior para cobrar lo que deben, ahora con la nueva instrucción del rey en sus manos desde diciembre. Teóricamente, ya solo queda la otra mitad de Vélez, que son otros cuatro mil reales (algo menos de ciento cuarenta mil maravedíes), porque el corregidor, por su cuenta, ha logrado cobrar la deuda del Tesoro de Granada. El problema saltará tres años después, cuando la inspección de Hacienda descubra y reclame a Cervantes un desfase de casi ochenta mil maravedíes (aunque debían de ser casi noventa mil). Quizá en pleno ataque de terror añadió casi diez mil maravedíes, intentando rebajar la diferencia aportando su propio sueldo, aunque siguen faltando ochenta mil maravedíes de Vélez-Málaga. Pero no había documento que probase que había cobrado solo la mitad porque no lo contó en su carta al rey de 17 de noviembre. Solo dijo que «por estar la tierra apretada y los receptores no poder cobrar de los arrendadores, me he contentado de tomar cédulas del dinero para Sevilla que me lo darán dentro de ocho días», sin aclarar que la cédula cubría solo la mitad y no el total. Si no se aclara el asunto, Cervantes puede quedar a deber a la Hacienda el equivalente a su salario durante dos años.
Pero ese espanto todavía tardará un tiempo en llegar, cuando algún inspector detecte que las cuentas no cuadran. De momento, o no pasa nada, o Cervantes finge que no pasa nada, y actúa con la natural diligencia de cualquier recaudador que ha de transportar a Madrid lo recaudado en mano y en metálico. Ha de hacerlo sobre la primavera de 1596 y el bulto o el fardo o la caja pesaría en torno a veinticinco kilos, calcula Alfredo Alvar, en monedas de mal llevar que sumarían en torno a doscientos cincuenta mil maravedíes (o unos siete mil cuatrocientos reales). Lo normal era contratar los servicios de un banquero, como hace él con Simón Freire de Lima, y lo óptimo era acertar bien para no esperar un desfalco o una bancarrota, literalmente, pero va a ser eso exactamente lo que le va a pasar a Cervantes para empezar a digerir un nuevo espanto, después de tantos sustos.
O, mejor dicho, dos espantos: uno es el personal que le espera y es aún incierto, pero otro real y durísimo. Lo ha vivido la ciudad de Cádiz este julio de 1596 con el saqueo indiscriminado de las tropas inglesas durante tres semanas. Habrá visto salir a las tropas desde Sevilla en auxilio de los gaditanos, pero quizá les falta temple o a él le falta ya convicción y hasta fe en mandos y capitanes, demasiado incapaces y probadamente débiles, entre otras cosas porque al mando de las tropas ha ido el mismo duque de Medinaceli que desarboló una costosísima armada. Tampoco algunos de sus capitanes parecen el mejor capital para semejante empresa. Tras tantos sustos como lleva Cervantes, sabe bien que las tropas que están mandando en auxilio de los gaditanos al «vulgo, y no el inglés, espanta». Más parecen miembros de las cofradías de Semana Santa y sus compañías de comediantes que lo que «los soldados llaman compañías», tan cargados van de «plumas» que ni consiguen ni conseguirán nada: «en menos de catorce o quince días, / volaron» ya grandes y pequeños, «pigmeos y Golías» y en Cádiz no quedan ingleses que combatir ni que espantar porque llegan tardísimo. Todas las amenazas proferidas por el bramido del becerro —porque Becerra se llama el capitán satirizado— sirvieron para poco porque «al cabo, en Cádiz», e «ido ya el conde» de Essex que acaba de saquearla, las tropas de Becerra se toman «con mesura harta» y sin riesgo alguno la entrada triunfal con el «gran duque de Medina» delante, en un Cádiz asolado. Todo parece una parodia de auxilio militar, y hasta Becerra lleva mal nombre sin querer, o de él abusa Cervantes usándolo como base de un bromazo grueso. El sarcasmo contra el triunfo de las plumas y las vistosidades se adueña del poema entero, sin paliativos ni reservas, sin redimir en nada a las tropas absurdamente entrenadas y vestidas para acudir en defensa de una ciudad arrasada y desocupada después.
Cervantes ha dejado atrás algunas cosas entre peleas con los concejos, estrategias de regidores ricos, denuncias infundadas y quizá con algo más sencillo y directo: la pura cotidianeidad agostada y agobiante de la mayoría de una sociedad rural apremiada a entregar sus reservas y, a la vez, consternada ante el fracaso y la inutilidad de sus sacrificios. Los impagados parecen ya no ser solo las deudas de los municipios sino las mismas esperanzas e ilusiones puestas en un conjunto de ideales, de aspiraciones, de convicciones, que una y otra vez entran en bancarrota o al menos en crisis de confianza y credibilidad.
El desengaño empieza a trocarse en sarcasmo sin atenuantes y los problemas de cada día amenazan con hacer lo mismo. Otro engaño, u otra falsa apariencia, vuelve a adueñarse de todo. Sobre todo cuando ha llegado ya a Madrid para entregar la recaudación cobrada en los últimos meses que ha de trasladar, desde Sevilla, Simón Freire de Lima. Pero el banquero no aparece por Madrid ni da señales de vida, en realidad da largas por carta y ahí empieza la espiral del pánico porque el tal Freire le reenvía a un colega también en Madrid que naturalmente se desentiende de ese dinero o ese giro que le endosa Freire. Dice desconocer la deuda, y enseguida el mismo Freire deja de contestar las cartas de Cervantes, que decide regresar a Sevilla para comprobar en persona la situación del banquero y «en el ínterin que pasó esto, había quebrado y faltado el dicho Simón Freire de Lima, y alzádose» con sesenta mil ducados. Se ha fugado con la caja y una auténtica fortuna ha desaparecido, y con ella la recaudación de Cervantes y, por supuesto, su sueldo.
Pero también su libertad está ahora en riesgo real e inmediato. El responsable del dinero, aunque el desfalco sea del ladrón bancario, es él, y por eso se apresura a escribir al rey para probar documentalmente que esa cantidad procedía del cobro de las deudas a Hacienda. Tras una bancarrota, el primero que cobraba de lo embargado al banquero, o de lo que quedase tras la quiebra, era el rey. Y el rey accede a su petición y ordena al juez de Sevilla Bernardo de Olmedilla que cobre de los bienes que puedan embargarse de Freire (si no hay «embargos por deudas más antiguas» que la de Cervantes) el total de lo que falta y lo mande por cuenta y riesgo de Cervantes a Pedro María de Tovar hacia principios de agosto de 1595. Pero debió quedar muy poco del saqueador porque es el mismo Cervantes quien manda más de un año después desde Sevilla a su hermana Magdalena y a un viejo conocido, Fernando de Lodeña, casi el total de la deuda, cerca de seis mil reales, sin que haya modo de saber de dónde saca el dinero que les envía, aunque sí queda el caso cerrado en noviembre de 1596 a través del juez de la Audiencia de Sevilla, Bernardo de Olmedilla, y de forma oficial en enero de 1597.
Pero como si fuera una espiral de despropósitos es en enero de 1597 cuando en Hacienda echan de menos los justificantes de la mitad de la deuda de Vélez-Málaga. Como Cervantes no está en Madrid, citan a su mujer, Catalina, y también a su fiador, Francisco Sánchez Gasco. Y es el fiador poco fiable quien reclama al rey que Cervantes venga de Sevilla a dar explicaciones a la corte porque «él tiene en su poder los papeles» para dar cuenta de los dineros que reclama Hacienda, es decir, la totalidad de los dos millones y medio de maravedíes que debía recaudar. El rey accede el 6 de septiembre de 1597 y ordena al juez de la Audiencia de Sevilla, Gaspar de Vallejo, que obtenga garantías de que Cervantes «dentro de veinte días se presentará en esta corte a dar dicha cuenta y pagará el alcance que se le diere», la millonada que acabo de mencionar. Y si no diese esas garantías, «le prenderéis y enviaréis preso y a buen recaudo a la cárcel real de esta mi corte a su costa», es decir, yo entiendo a la cárcel real en Madrid. Desde luego, no había modo de recabar fianza para esa enorme cantidad, así que el juez Gaspar de Vallejo, en lugar de llevarlo a Madrid, lo retiene en Sevilla, como autorizaba a hacer implícitamente el rey, y Cervantes ingresa a principios de octubre de 1597 en la inmensa cárcel nueva de Sevilla, terminada hace unos veinte años, a la entrada de la calle Sierpes, cuando tiene cumplidos los cincuenta años pero no tiene nada parecido a la cantidad que le reclaman.
El disparate es grande porque no le reclaman una parte de la cuenta sino la cuenta completa de los dos millones y medio que, como dice él, está «imposibilitado de poder dar», y eso es lo que explica primero de buenas maneras y ya en la cárcel, a 1 de diciembre de 1597 (y firma con rúbrica pero sin el segundo apellido), y después, fuera de la cárcel, con el tono sublevado y sentencioso de quien no solo no debe sino que le deben a él gran parte del salario que sigue sin cobrar, «en mucha cantidad de maravedíes de sus salarios, que no se le han pagado» y reclama al rey que «se los mande pagar». Lo más urgente es disipar el error en que ha incurrido la Audiencia de Sevilla al calcular su fianza sobre una deuda o un alcance que no existe por esa cantidad, aunque sí por una mucho menor. Por eso el rey reconoce en diciembre de 1597 que Cervantes «me suplicó que pues la cantidad que él debía era muy poca, mandase dar mi carta para que dando la dicha fianza en cantidad de lo que esto fuese, le soltárades de la cárcel y prisión donde estaba, para que pudiese venir a esta mi corte y fenescer la dicha cuenta o que sobre ello proveyese como la mi merced fuese». En Hacienda alguien se ha dado cuenta del error y en efecto el rey confirma que «tan solamente tiene por satisfacer y dar cuenta» de la deuda de casi ochenta mil maravedíes que quedaron sin justificar hace tres años en Málaga. Y ordena que si Cervantes da fianzas de que puede pagar, lo suelte el juez para que acuda a Madrid en el término de treinta días, antes de fin de año.
No sabemos qué sucede después, ni si sale de inmediato o no de la cárcel, ya en diciembre. Sí es seguro que tres meses más tarde, a 31 de marzo de 1598, lo han soltado porque por entonces empieza a recabar la documentación para aclarar las sacas de los años 1591 y 1592 (bajo el mando de la cúpula ahorcada) y da explicaciones precisas y detalladas. Esos papeles «no los tiene consigo sino en Málaga, donde entendió que había de dar sus cuentas», aunque una parte de ellas las tienen otros colaboradores y se dispone a ir a buscarlas si hace falta, o a pedir por ellas porque «está pronto así a presentar su relación jurada y dar sus cuentas». Ahora Cervantes parece actuar de otro modo, o con una razón agravada y agraviada. Va a ir a Málaga y va a empeñarse en sacar de donde sea esos papeles porque no es él quien está en deuda con Hacienda sino Hacienda con él. Y como «dejó sus papeles en Málaga», si los inspectores se los piden, «dice, enviará por» ellos, «pues sin ellos no puede hacer relación jurada». Pero lo que quiere explicar y «sabe es que antes alcanza en salarios que ser alcanzado en nada», entre otras cosas, dice Cervantes, porque «ya se sabe cuán puntualmente d[a] sus cuentas».
No hay modo de averiguar si supo entonces que la madre de la niña Isabel, Ana de Villafranca o Ana de Rojas, acababa de fallecer en Madrid, en mayo de 1598, ya viuda de su marido desde hacía años, en el domicilio de la calle de San Luis donde viven desde 1586. Eso deja a las dos niñas, Isabel y Ana, en el puro desamparo y seguramente explica que la familia de Rojas se haga cargo de ambas, al menos de momento.
Y así termina esta historia, con un episodio de cárcel de entre tres y cinco meses a caballo de 1597 y 1598, motivado por un error judicial en el cálculo de una deuda que no existe por la cantidad enorme que le reclaman sino por la ausencia de un justificante o la ausencia de un cobro (la mitad de la deuda de Vélez-Málaga), y seguramente también con una parte de mala pata. Un mes después está ya en Málaga, ha recuperado papeles y entrega, a finales de abril de 1598, la relación de cuentas que le siguen pidiendo sobre las sacas de cinco años atrás. Firma la última hoja dos veces: la segunda sirve para validar de su mano las múltiples enmiendas menudas, de cuentas, fechas y cantidades, que hormiguean en el documento.