Aunque parezca mentira, otro libro más de Lope de Vega acaba de caerle en las manos y Cervantes no lo va a soltar en un buen rato, un tanto atónito ante las furias de Lope. Van ya un montón porque Lope solo no será una literatura pero sí es una industria literaria, y especialmente celoso de los abusos que la piratería editorial comete con su obra. Es tan monumental su enfado como la brillantez de sus versos contra la caterva de «cenofantos mamacutos» que son «fiera plaga, / enjambre de poetas» satíricos y pegajosos como «pulgas / chinches, ratones atrevidos / y vanos semisapos barrigones», todas «archipedánticas personas» de «verso sexipedal» y «prosa truhanesca», cada uno con su sonetada contra Lope. Está tan furioso como interminable es la lista de todas sus comedias hasta la fecha. Cervantes ahora repasa con el dedo la impresionante lista que ha puesto Lope en el prólogo de El peregrino en su patria.
Allí aparece también otro genialoide muy joven todavía, Quevedo, que ha escrito un poema para el libro mientras se cruza ferocidades con Góngora, que está ahora también en Valladolid. Su soneto deplora las envidias que suscita Lope, martirizado pero nada silencioso, y no sé si sabe Cervantes que a Quevedo le ha dado también por probar suerte en esta plaga de relatos de pícaros que empieza a padecer el país y ha terminado a toda velocidad el suyo sobre el Buscón, mientras estudia en Valladolid, cuando ha sido ya bachiller por Alcalá años atrás y se ha ordenado de menores. Ha nacido de una familia injertada en la corte desde hace años y aliada directa del duque de Lerma. No son muchos, pero a la muerte de su padre hace ya algunos años heredó al menos veinte libros (Cervantes debió heredar alguno más de los tres que tenía su padre en 1552) y a él se le destina a algún cargo importante aunque le tiran más la historia, la filosofía y las letras humanas que acabará de aprender en la facultad de Teología de Valladolid desde 1602.
A sus 22 años, Quevedo habrá echado siquiera un vistazo al libro que le invita a prologar Lope y habrá leído de pe a pa al menos el prólogo, aparte de carcajearse del desprejuiciado juicio de un Lope que endosa a Micaela de Luján —amante durante más de diez años, madre de al menos cuatro de sus hijos y analfabeta— uno de los poemas que escribe en elogio de sí mismo, convencida ella y, sobre todo, convencido él, de que «Lope con divinos versos, / llegó también hasta la fama». Ha escrito El peregrino entre el final de La Arcadia, de 1598, y el fin de año de 1603, mientras nace su segundo hijo con Micaela de Luján. Este verano de 1604 al menos está en Toledo (con dos mujeres a la vez: Juana Guardo sigue allí con otros hijos propios y de Lope), cuando acaba de aparecer en Sevilla el libro que cuenta cosas suyas tan descarnadamente que Cervantes ha debido de arrugar la nariz con poca simpatía e inequívoca admiración por el modelo de libro y el libro como tal, El peregrino en su patria, aunque siga siendo asombroso su pedantón y airado prólogo. Lo lee con tanta atención como lee y escucha todo lo que sale de Lope porque es imbatible en muchos terrenos, en el verso y en la comedia, y ahora también de nuevo en la prosa.
LA CÓLERA DE LOPE
Lo que es seguro también es que a Lope se le ha ido la mano del autobombo con platillos y timbales. En menos de diez líneas decora el prólogo con citas de Séneca, tres de Aristóteles (y luego otra de la Metafísica, una más de Cicerón y aun otra de Aristóteles), y enseguida cita a Platón en la República. Todo para reprobar que se juzguen las obras «por envidia, o por malicia, o por ignorancia», cuando casi todos hablan de oídas y juzgan «lo que no entienden», cosa que sin duda comparte Cervantes, pero quizá no necesita semejante acopio de autoridades eruditísimas, en pleno brote de erudipausia desesperada y un punto ridícula de Lope, como sin duda se lo parece a Cervantes. O a Lope le falta un éxito que no ha llegado aún o Lope no tiene bastante con el éxito que nadie le discute y del que tan celoso está, requemado y rencoroso por esos «tantos que los juzgan», sus versos, cuando apenas hay ni tres autores que los hagan buenos. Y cuando se deciden a elogiar algo es precisamente «el natural del dueño, no el arte», criterio que de nuevo comparte Cervantes. Sus problemas, sin embargo, no son los de Lope porque a él apenas le habrá pasado (aunque Cervantes alguna vez diga que sí le pasa, pero lo dice solo por pundonor y por fanfarronear sin malicia) eso tan común en Lope de ver impresas y atribuidas comedias a su nombre que no son suyas para aprovechar su salvaje tirón comercial.
Por eso recomienda Lope a quienes leen sus «escritos con afición», al menos «en Italia, Francia y las Indias, donde no se atrevió a pasar la envidia», que se fijen en la lista que ahora recorre con el dedo Cervantes porque esas son todas sus obras de verdad, y verán entonces «si se adquiere la opinión con el ocio» o no, porque solo «al honesto trabajo sigue la fama». Y como prueba avasalladora ahora el dedo de Cervantes queda aplastado bajo los títulos seguidos y copiados a dos columnas de nada menos que las más de doscientas comedias —«ducientas y treinta»— que ha escrito, por orden de compañía y director al que se las ha ido vendiendo en más de quince años, sin omitir las páginas que suman entre todas, exactamente «cinco mil y ciento y sesenta hojas de versos que a no las haber visto públicamente todos, no me atreviera a escribirlo» (cuando reedite la novela Lope en unos pocos años, naturalmente aumentará la lista con otras doscientas y pico comedias más). Y fuera quedan los títulos de los que no se acuerda y fuera queda desde luego el «infinito número de versos a diferentes propósitos» que ha escrito de paso y a la carrera. Todo eso está al alcance de doctos y virtuosos pero desde luego no «de los pavones», aunque se llamen Luis de Góngora. No lo dice, claro está, pero a Lope le sentó rematadamente mal la burla, honesta y discreta pero salaz, de Góngora cuando a Lope de Vega y Carpio se le subió el nombre a la cabeza y llevó el escudo de Bernardo del Carpio, precisamente Bernardo del Carpio, a la portada de La Arcadia, su primera novela de 1598, mientras Cervantes fantaseaba o ponía manos a la obra en una comedia jocosísima y disparatada, La casa de los celos, con Bernardo del Carpio de coprotagonista.
No ha liberado Lope todavía toda la ira concentrada contra tanto bocazas. La obra misma que está prologando va ya sobrecargada de resentimiento y de autobiografía, empezando porque el protagonista es amigo del autor, de Lope, y se llama nada menos que Pánfilo de Luján, es decir, con el apellido de su actual amante aunque el segundo capítulo de la historia cuenta su antigua historia con Elena Osorio. El libro como tal, sin embargo, termina como muy católicamente debe terminar, con bodas generales urbi et orbi tras los «innumerables trabajos que pasaron» todos, incluido un premio de consolación para el desolado Leandro en forma de «Elisa, bellísima doncella, que apenas cumplía entonces catorce años». Fueron resonantes las bodas porque «las ocho primeras noches hubo ocho comedias» e incluye Lope el programa de festejos y uno a uno nombra a los directores que le han comprado ya las comedias, que son reales, incluidos por lo tanto Gaspar de Porres y otros más. Pero no las obras mismas porque «saldrán impresas en otra parte por no hacer aquí mayor volumen» (serán seguramente las doce comedias que van bajo el título de Parte primera de las comedias de Lope en este mismo interminable 1604).
Pero en el mismo Peregrino ha incluido innumerables piezas teatrales, autos sacramentales y poemas, todos de carácter religioso, porque la obra es abrumadoramente dócil y obediente a Trento, en particular cuando emprende el peregrino camino hacia Montserrat y allí se embelesa ante «el famoso templo puesto en la falda de la espesísima montaña y a quien una inmensa peña cubre y amenaza total ruina». Es el lugar de la epifanía y la ratificación de la fe, mientras conversa el peregrino con dos «mancebos con sus bordones y esclavinas cuyos blancos rostros, rubios y largos cabellos mostraban ser flamencos o alemanes»: es que huyen de su «mísera e infelicísima tierra tan infestada de errores que el demonio y sus ministros han sembrado en ella, que para salir del peligro» que corría la salvación de su alma, han elegido «la católica España por asilo», ansiosos por visitar sus santos lugares, y admiradores confesos de la «bondad y fortaleza de vuestros príncipes y esta Santa y venerable Inquisición», gracias a la cual «vivís quietos, humildes y pacíficos al yugo de la romana Iglesia» y por fortuna también con el «freno santísimo de España» contra «los errores de Lutero».
Diría que las sintonías en tantas cosas entre Lope y Cervantes se han estropeado hace mucho rato, incluso imagino a Cervantes un tanto sonrojado ante semejante despliegue de ególatra lopismo en ese prólogo, en la lista kilométrica y en buena parte del libro entero. De Lope, lo lee todo sin duda, pero cuadra muy mal con la sensibilidad de Cervantes esta apología de la Contrarreforma aunque hubiésemos oído a Cervantes efusiones parecidas en su juventud marcial y valentona, inexperta y militar, pero nunca esta apología enfática y propagandística, esta conformidad sobreactuada y cínica a los dictados del Trento más expresamente contrarreformista.
CON LA MANO EN LA MEJILLA
Más o menos estupefacto ante los alardes de Lope, Cervantes sigue pensativo y no solo porque no acierta aún con la forma del prólogo (porque la forma es desde hace años el problema del fondo) para acabar del todo el Quijote, sin que sepa muy bien cómo, ni el prólogo ni los poemas preliminares. Nadie sabe si mandó entera la novela, junto con esos textos, al Consejo de Castilla para pasar los trámites, pero la extensión del prólogo y los rumbosos versos aconsejaban ofrecerlos de entrada para evitar problemas de última hora (y disponer de tiempo después, en caso de tener que enmendar algo). Lo está escribiendo antes de julio de 1604, sin que le haya salido tampoco un prólogo normal porque ni lo es él ni lo es la historia. Si lo parece, si el prólogo va en serio y se toma en serio a sí mismo, el libro se desautorizaría dando pistas falsas porque la historia que sigue es una historia cómica e inteligente cuajada de bromas y de parodias para todos. El prólogo no puede levantarse a la solemnidad de un discurso, de un ensayo, de una teoría sobre libros o de una defensa de nada: ha de seguir siendo una charla, como toda la novela que ha escrito, que trate de resolver el trance con naturalidad para que el lector no entre de golpe en la historia, pero sin que sienta que Cervantes le sermonea como hacen todos (y algunos ex abundantia cordis). Y mientras le da vueltas empieza a escribir con una de ellas, confiado en que para encarrilarlo sirva la conversación con el amigo al que le inquieta verle turbado e impaciente, mientras Francisco de Robles comienza literalmente a perder la paciencia porque el tiempo se echa encima.
Es verdad que Cervantes está metido en el embrollo más incómodo desde que empezó a escribir una historia que ha ido fluyendo sola casi todo el tiempo. Seguramente porque tiene que escribir él ahora, en directo y sin máscara, y eso le gusta tan poco como poco le gustan los textos en los que otros hablan de sí mismos porque casi siempre lo hacen mal, envarados y de golpe atragantados. Escribir el prólogo lo ha sacado de la ficción y lo ha metido en la realidad, y se trata justamente de conseguir encontrar el pasadizo que lo devuelva a la ficción, y es lo que va a hacer: tramar otro relato breve, un microrrelato sobre un escritor que ha de escribir un prólogo y no sabe bien cómo salvar el paso. Es verdad que suena estrambótico pero quizá es lo que pide un libro que será estrambótico y raro para quienes decidan entrar en él y reírse de las miserias de un señor mayor y sorprenderse pensando mientras sonríen a conciencia, y también riéndose sin mala conciencia y sin pensar en nada.
Este «desocupado lector» que lo abre es el mismo del que acaba de hablar al final de su libro, dispuesto a disfrutar, como «en las repúblicas bien concertadas», de la ficción y la literatura como otros disfrutan de los «juegos de ajedrez, de pelota y de trucos para entretener». Como lo suyo es desocupado y ocioso, irónicamente ocioso, su prólogo no pide nada, no demanda nada, no exalta nada y apenas roza la última capa del suelo antes del subsuelo. Ni es padre de la historia ni puede ir muy allá su libro, dado el escaso ingenio del que está dotado y que apenas se le ocurre qué decir sobre él o su libro que sea positivo, aunque sueña desde luego con que sea «el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse». Pero criado como ha sido desde los tiempos en que estuvo en la «trena» en Sevilla, que es como alguna vez llama a la cárcel Cervantes, y a la vista de las taras habituales de los padres, que siempre ven magníficas virtudes en sus hijos que nadie más ve, desconfía de sí mismo y por eso nada pide, contra lo que es costumbre.
Este va a ser un antiprólogo concebido irónica y desdramatizadamente para decir todo lo contrario de lo que suelen decir los prólogos. Incluso va a dejar de ser prólogo para contar otra historia más, la última que escribe para este libro, sobre un encuentro que levante algo al libro del mero subsuelo en que lo ha emplazado y logre al menos decorarlo con algún aldabonazo retórico, con alguna finalidad ejemplar que rescate a la historia de ser lo que es y sin pensar en defenderse ni a sí mismo ni a su libro mientras lo hace. Cervantes escribe un desplante sin jactancia y con la gracia de una ironía que parece directamente enlazada con el final del libro, como si no hubiese perdido el ritmo burlón con el que lo acabó hace nada y todavía le dura escribiendo el prólogo. De hecho, ni quiere escribirlo, ni quiere tampoco adornar su libro con la levantada sonetada habitual, aunque esa ocurrencia sea una excentricidad que puede sublevar a Lope, porque no deja de ser una ofensa discretísima a sus afanes soberbios y vanidosos, de Lope y de los otros. Más de uno lo va a leer como una pura provocación aunque no haya flanco por donde atacarlo porque todo va sonriendo con malicia y sin maldad.
Y por supuesto y como siempre, retoma la voz limpia de quien entre bromas habla de veras perplejo en el instante de tener que presentarse al descubierto, tan viejo y tan tarde, con un libro sin respaldos nobles de nadie, con una historia rara de ganas y un personaje tan radicalmente heterodoxo, sin el consuelo de autoridades ni erudiciones ni sentencias ni filosofías de ningún tipo. Es evidentísimo que no podrá ser como debe ser este libro ya acabado ni su prólogo tampoco, porque «ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él». Como cualquiera, incluido Lope, podría coger el Ravisio Textor y trufar de citazos y autores libro y prólogo pero prefiere seguir cerca del suelo y renunciar ya del todo a escribir el prólogo y a pedir los poemas, que encontraría sin dificultad. Incluso renuncia a publicar el libro mismo. Es impresentable, mientras sigue presentándolo escribiendo un prólogo que no quiere escribir para dejar a don Quijote definitivamente «sepultado en sus archivos de la Mancha» (que se inventó hace como quien dice unas horas), hasta que alguien sepa de veras hacer bien el trabajo que Cervantes no sabe hacer y lo «adorne de tantas cosas como le faltan porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras». De natural se sabe «poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos». Ahí se va a quedar la historia, sin publicar a falta solo de un digno prólogo y unos decorosos elogios en verso porque verdaderamente es fácil equivocarse hablando de uno mismo como lo es aceptar poemas de otros trufados de exageraciones, mentiras y tópicos requetesabidos.
Parodia mansamente y sin temor a nada la vulgarísima costumbre de aparentar lo que no se es con altiveces impostadas, que es lo que de veras deja en el aire este prólogo, mientras un amigo dispara «cargas de risa» y Cervantes copia diligentemente las citas que llegan a su cabeza, sin levantarse a buscarlas, de Horacio, de Ovidio, de Aristóteles, de Quintiliano, bien o mal atribuidas, apócrifas o no. De paso, estará bien poner la lista completa de la bibliografía usada porque aunque «a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad» que tenía «de aprovecharos dellos, no importa nada», y algún incauto creerá que sí los ha usado para escribirla. Y si no se lo creen, al menos dará «de improviso autoridad al libro». Aunque bien mirado, no necesita nada de eso porque es todo tan sencillo como una «invectiva contra los libros de caballerías», asegura con la misma cantilena irónica del resto del prólogo y, por tanto y a la vez, diciendo la verdad. Para eso no hacen falta muchas autoridades postizas y basta con que «a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo», dejando lo más clara posible «vuestra intención» y dando a entender «vuestros conceptos sin intricarlos ni escurecerlos».
Esta historia se va a quedar como estaba, sin petulancias pegadas, sin pretensiones encumbradas, sin halagos falsos ni fatuidades eruditas, sino así, «tan sincera y tan sin revueltas» como termina la historia del caballero del que hablarán unos poemas ahora mismo y del que se acuerdan «todos los habitadores del distrito del campo de Montiel». Aunque todo sucedió «de muchos años a esta parte» y nadie se ha olvidado de él, sí olvidaron a Sancho, a pesar de tener todas las gracias juntas y alguna más, y así sea verdad que la literatura mejora el humor de todos, no expulsa a nadie, no envilece al noble ni perjudica al feliz ni ofende al más sabio. Con un poco de suerte habrá quedado el mejor y más original prólogo imaginable porque es un antiprólogo como el libro es la contracara de un libro de caballerías y don Quijote es la contracara de un caballero, y todo es aquí lo que es y su contrario a la vez, con una tan feliz y relajada conquista de la ironía que saltan las lágrimas aunque parezca mentira.
¿No es absurdo o demasiado arriesgado, pues, andar pidiendo versos encomiásticos por Valladolid (o por Toledo) para un libro disparatado y extraño, un libro que da risa desde las primeras líneas, con un protagonista estrafalario y cincuenta páginas después un escudero pedestre? ¿Con un prólogo que no es prólogo y que dedica un par de líneas a la finalidad moralizante del libro, en lugar de haberse armado como hizo Mateo Alemán con tres prólogos imperturbablemente sermoneantes, aunque nada casase demasiado bien después con la intensidad vital del resto del libro? Es verdad que la academia literaria en Toledo que patrocina el conde de Fuensalida está cerca, y con Antonio de Herrera precisamente ahí, como también José de Valdivielso con Lope reinando. Y es verdad que pudo recibir Cervantes una detrás de otra las negativas a escribirle los versos que pedía, como propone Abraham Madroñal.
Pero me parece que Cervantes ni pide esos poemas ni compromete a nadie para escribirlos, sobre todo tras dispararse el chispazo del final de la escritura del libro, cuando piensa que del mismo modo que el libro acaba con versos sarcásticos y burlescos atribuidos a unos señores académicos de Argamasilla, el libro puede comenzar también con versos parecidos escritos por otros tantos personajes de ficción. No haría falta simular que Micaela de Luján sabe leer y escribir para meter un elogio desorbitado de uno mismo, como hizo Lope hace unos meses, y hasta es coherente que un libro que acaba con burlas académicas no pida demasiadas solemnidades para empezar. Mejor escribírselas por su cuenta y como van, sin rastro de rencor o de despecho por la negativa de los otros, si la hubo, que no lo creo, y sin apelar tampoco a grandes razones heroicas, sino porque sí y para que la broma empiece desde el principio. Hasta la altivez del pundonor en Cervantes es irónica y por eso existe aún otra posibilidad tampoco descabellada: que tras la negativa de los poetas de la academia de Fuensalida a escribirle los poemas encomiásticos, a Cervantes se le disparen de una tacada dos tandas de poemas burlescos, los de la academia de Argamasilla del final de la novela y los que van en los preliminares al principio del libro.
Y bien pudiera ser así porque el poema que la maga Urganda del Amadís escribe a don Quijote es un nido de coloquialismos, chistes de actualidad, burlón y alocado, aunque por ahí salga también el duque de Béjar a cuyo arrimo se pone Cervantes como «nuevo Alejandro Magno» y como don Quijote se puso al arrimo de Orlando furioso como auténtico motor seminal de esta historia, incluida otra befa posible contra Lope y su afición al escudo de Bernardo del Carpio. Bien pudiera haber ahí unos cuantos versos seguidos que van escritos y pensados contra alguien con nombre y apellidos. Afea sin reservas la afición del tal al chisme, a meterse en vidas ajenas y a tirar piedras en tejado ajeno cuando se tiene el propio frágil y de vidrio, y así «el que saca a luz papeles / para entretener doncellas / escribe a tontas y a locas». El resto de los poemas van de dama de libro a dama de libro, de escudero a escudero, de caballero a caballero hasta rematar con un soneto en forma de diálogo entre dos bestias más de libro, Rocinante y Babieca, uno tan hambriento que llega a la abstracción metafísica y el otro tan señor que deplora el malhablar de Rocinante sobre sus señores, más impaciente que nadie por el hambre que pasa junto a un amo y un escudero que «son tan rocines como Rocinante». Y ya sin más que pasar la página y sin haber salido del subsuelo raso, el lector va de cabeza a empezar «En un lugar de la Mancha» la historia primero del señor y luego también del escudero, sin que haya dejado de sonreír Cervantes empezando por reírse de sí mismo primero y de sus criaturas después.
Que Cervantes se divirtió con unos y otros poemas es segurísimo, y que se divirtió también con la potentísima recreación de la tribulación de un autor ante su prólogo, también. No hay rastro de petulancia ni al principio ni al final, posiblemente escamado del ridículo que otros han hecho con sus últimos libros, y en particular Lope de Vega, en El peregrino en su patria, y por eso va a ser inevitable que Lope se sienta ridiculizado en ese prólogo, habiéndolo visto o habiéndoselo contado, y se dé perfecta cuenta de que Cervantes se está burlando de él y sus erudiciones fatuas en el prólogo más natural y conversado que nadie haya leído nunca.
EL QUIJOTE A TODA BRIDA
Puede haber pensado en otros, pero al conocido editor y librero del rey en Madrid, Francisco de Robles, lo conoce hace años, e incluso en algún papel de su hermana Magdalena aparece un Francisco de Robles que pudiera ser el mismo. Su padre, Blas de Robles, se había encargado veinte años atrás de editar La Galatea, y el hijo había de saber sin duda que Cervantes se afanaba en acabar un larguísimo mamotreto. Es a él a quien Cervantes le vende los derechos del libro de modo que sea ya cosa suya gestionar los permisos oficiales y encargar antes la copia en limpio del manuscrito para que la puedan leer sin dificultades los censores y escoger después al impresor que vaya a hacerse cargo físicamente de sacar el tomazo.
A ningún escritor, excepto a maníacos como Fernando de Herrera, se le ocurre invadir el taller del impresor. No solo nadie puntúa sus textos, sino que ni siquiera ponen signos ortográficos, que Cervantes conoce mal y apenas usa en sus autógrafos (no usa ni siquiera mayúsculas, excepto para algún nombre, pero no para escribir cerbantes). Tampoco se atrevería a hacerlo en caso de querer porque sabía de sobras que los impresores y maestros impresores tienen sus propias normas y manías irremediables. Son ellos quienes disponen la forma física y visual del texto, incluido el título, y harán lo que quieran en la portada y en el cuerpo del texto porque ese es su oficio y son ellos los profesionales que añaden en gran medida, aunque menos en la prosa, la puntuación y la ortografía misma. Son quienes corrigen y adaptan grafías, enmiendan aquí y allí, suplen espacios vacíos, completan líneas de páginas o alteran los textos para que encajen como tienen que encajar en las formas para la imprenta, incluida la continuidad sin interrupciones de los párrafos que ni Cervantes ni nadie separaba entonces, como no fuese para señalar el inicio de un nuevo capítulo o una parte. Ese es oficio de los correctores de las imprentas, y lo conocían mucho mejor que los escritores, aunque eso sirviese también para echar encima de los impresos los vicios y normas de cada corrector, tanto si eran del autor como si no.
Cervantes sí va a revisar el original o copia en limpio que ha encargado Robles, aunque para empezar a emborronarla de inmediato con nuevas enmiendas. Quizá es en esta copia en limpio donde ha hecho los traslados de texto que le inquietaban. Y es seguro que introdujo señales aquí, folios sueltos allí, indicaciones que se traspapelan, consignas que se interpretan mal, leyendas garabateadas demasiado rápido y decisiones caprichosas del propio escribiente profesional. Las neurosis de entonces son las de ahora y el afán de pulcritud y perfección está tan irregularmente repartido como sigue hoy. A veces es verdad, como escribe Calderón de la Barca, que el escritor se hace «fiscal de sí mismo» y «un pliego rasga, otro quema» y, todavía descontento, «esto borra, aquello enmienda» hasta que «da el borrador al traslado». Ese original es el que va a la imprenta ya cuando «en limpio sacó / una hermosura tan bella» que con mucha, mucha suerte acaba en «impresión sin errata y un traslado sin enmienda».
Cervantes firma a mediados de julio de 1604 el expediente para empezar los trámites de publicación que Robles presenta al Consejo, con el original ya enmendado y listo, y donde explican lo mismo que siempre se explica, que el autor hizo su libro con «mucho estudio» y mucho trabajo con el fin de que sea «de lectura apacible, curiosa y de grande ingenio». Quizá esto último sea lo más verdad porque procede del título que ahora lleva el libro que trata de El ingenioso hidalgo de la Mancha, y que es como a última hora lo ha titulado Cervantes. El 20 de julio Ramírez de Arellano da el visto bueno para tramitar el expediente del original, mientras Robles remata la impresión de un Romancero general y se compromete a editar también el infolio interminable de las Obras de Ludovico Blosio.
El precio que ha acordado con Robles no es un dispendio enloquecido pero el libro promete algún negocio, a poco que las cosas funcionen bien y, sobre todo, a poco que la competencia no sea excesiva, aunque la hay. Los libros son caros entonces, tanto en pliegos sin encuadernar como encuadernados, y lo mínimo que costaría, calculan Cervantes y su editor, sería en torno a ocho reales, a lo sumo nueve, es decir, unos tres maravedíes y medio por pliego (y van a salir más de ochenta pliegos), lo cual puede equivaler al salario de una semana de un jornalero (y medio real es lo que viene a costar la entrada barata a la comedia). El desembolso inicial de Robles es considerable porque no habrá bajado de nueve o diez mil reales (la mitad de los cuales se van en la compra del papel).
La cantidad que cobra Cervantes ha sido solo levemente superior a la que recibió por La Galatea, cuando estaba a las puertas de toda buena fortuna: unos mil cuatrocientos reales (al joven Agustín de Rojas, Robles le pagó el año anterior unos trescientos menos por un libro bastante más corto). Es su segundo libro después de un montón de años, pero es el segundo libro de un hombre que ha sido comisario de abastos y recaudador de impuestos atrasados, con oficio real, por tanto, y no un joven novato ni un ganapán ni un muerto de hambre. Había de ver Robles, además, que el mismo Viaje entretenido de Agustín de Rojas menciona expresamente a Cervantes como dramaturgo, aunque lo emplace poco menos que en la prehistoria del presente, como autor de otro tiempo, al hilo de una amenísima crónica sobre el teatro y las compañías y las ciudades de su tiempo.
Desocupado o no, Cervantes espera la respuesta del Consejo con la tentación de tocar aquí o allí el manuscrito que se ha quedado, a la espera de que devuelvan la copia original ya aprobada. Los trámites son peligrosamente lentos y dejan ese tiempo muerto precioso para repensar y revisar, para oír a los amigos comentar esto y aquello e incluso para no desatender las posibles insidias que empiecen a circular en una ciudad copada por la corte y escribientes y poetas de toda ralea. Cervantes es recién llegado pero no es nuevo del todo ni le faltan amigos, por lo que sabemos de las visitas que recibe. Y de un modo u otro posiblemente le habrá llegado, verbalmente al menos, alguna de las reacciones más ásperas de los primeros lectores, o de quienes han tenido acceso a ese manuscrito, por vía de Robles, por vía de amigos, por vía de las varias manos por las que pasa el original en el Consejo de Castilla, que no son menos de cuatro y nadie presume que aquello fuese precisamente un búnker secreto.
Y es posible que alguno haya ido con el cuento a Lope sobre lo que dice o parece decir de él Cervantes en varios lugares del Quijote, al principio y al final del libro. Al menos Lope está ya a 4 de agosto al tanto de que ese libro no lleva poemas de elogio de nadie ni parece llevar tampoco el menor respeto a la formalidad de presentar un libro, como tantas ha respetado él con su Peregrino. Seguramente sabe Cervantes que en Toledo ese agosto Lope no se baja de su papel estelar en el entorno social y literario del conde de Fuensalida mientras hace compañía a su mujer Juana de Guardo, que «está para parir», cuenta Lope, y por eso retrasa su vuelta a Madrid, hasta «ver en lo que para» ese verano. Al mismo tiempo su amante Micaela de Luján, también en Toledo (viven las dos muy cerca), se hace cargo de la tutoría de sus hijos mayores y Lope actúa como avalador (aunque su solvencia la atestigua Mateo Alemán, por cierto). Toledo está «caro pero famoso» y nada irá mejor si de veras se cumplen los rumores y la corte se va de Valladolid y recala en Toledo.
Entonces será Lope quien se irá a Valladolid porque está hasta el colodrillo de los enredos que traen la ciudad, la corte y los oficios de la corte, cuando todavía no vive bajo la protección del duque de Sesa. Y «si Dios me guarda el seso, no más corte, coches, caballos, alguaciles, músicos, rameras, hombres, hidalguías, poder absoluto y sin p[uto] disoluto, sin otras sabandijas que cría ese océano de perdidos, lotos de pretendientes y escuela de desvanecidos», en el tono más jocoso y entretenido de Lope hablando a un amigo. Y que vive con la cruz del matrimonio encima es más que seguro —si lo oyese, Cervantes volvería a torcer el gesto sin ninguna duda— y por eso escribe esta carta al amigo aconsejando «que lo mire bien», eso de casarse, que «duerma sobre ello antes que sobre ella, porque es una cárcel de la libertad y una abreviatura de la vida, y quien se casa por cuatro mil, dará dentro de pocas horas cuarenta mil por no se haber casado», como le pasa a él, ahora mismo atrapado en el parto de su esposa legal Juana de Guardo cuando su esposa ilegal, Micaela de Luján, acaba de tener otro hijo suyo y sobrelleva pacientemente el embarazo de otra criatura más (también de Lope) para nacer en 1605.
El verano está siendo auténticamente tórrido, y a saber si el tono y la irritabilidad jocosa de esta carta de Lope dicta también la irritabilidad general contra todo y contra todos. En particular, contra los muchos poetas «que están en ciernes para el año que viene», aunque «ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote», precisamente porque sabe que no lleva poemas encomiásticos, o son tan estrafalarios que no son poemas encomiásticos. Como ya tiene a Cervantes metido en la cabeza, no se le va a este Lope el mal humor porque está donde no quiere estar y dice lo que no quiere decir. O lo que dice es abiertamente mentira, como su presunto disgusto por la sátira, según él, porque es «para mí tan odiosa» como «mis librillos a Almendárez y mis comedias a Cervantes», así que también sabe de las reservas de Cervantes hacia su teatro, haya leído o no las críticas directas que van al final del Quijote contra él, como sabe las nuevas reservas imprevistas de Julián de Almendárez. Lope había escrito un poema para su vida de san Juan de Sahagún, Patrón salmantino, en 1602 pero habrán partido peras ya. Lope insiste retador a su amigo que no escribe para la fama y a quienes creen la bobada de que escribe «por opinión» y por fama, «desengáñeles Vm., y dígales que por dinero». Eso es exactamente lo que le reprocha Cervantes al final del Quijote, su valor de mercancía como comediante comercial.
Haya borrasca o no, la licencia de impresión para el Quijote no va tan rápido como una que se saltó todos los plazos porque era un libro para prevenir la peste. Otros expedientes llevaron la parsimonia del suyo, cavilando si aprobar o no un manual para pescar con red y otro para fabricar hornos de cocción más eficientes. Sale firmada, en todo caso, en Valladolid por Antonio de Herrera a 11 de septiembre (la localizó hace muy pocos años Fernando Bouza, y hoy ya se edita con el Quijote) con la condescendiente desgana de quien está encargado de tratar cosa tan fútil y de poco fuste como la literatura ociosa. Sin el menor esmero autoriza que se imprima el libro «porque será de gusto y entretenimiento al pueblo, a lo cual en regla de buen gobierno se debe de tener atención». Pero desde luego no ve Herrera razón de peso mayor para autorizarlo más allá del ocio pedestre, tanto si influye en su juicio como si no su amistad con Lope de Vega. No sabemos qué le pudo parecer a Cervantes, aunque saberlo lo supo. Como mínimo, su Quijote está por encima de unos sainetes que condena otro empleado de censura, Ramírez de Arellano, por parecerle «obra del todo fútil» y «en gran parte inmodesta e indecente, y no solamente inútil, sino antes dañosa y totalmente indigna».
A tantos males no parecía llegar el libro de Cervantes, aunque el entremés lo tiene metido entre ceja y ceja como juguete literario que le divierte ver y escribir. Seguramente los compone a ratos perdidos, sin pretensiones ya de estrenarlos ni de llevarlos a escena porque necesitan una comedia donde ir encajados, y está claro que las suyas han dejado de interesar. Quizá por eso en sus novelas breves (y libros largos) tantos lugares tienen ese aire de brevedad cómica y desaforada, como si hubiesen nacido pensados para el teatro corto y burlesco. Pero algo de verdad hay en ese menosprecio tácito que destiñe el permiso para imprimir su libro, porque Cervantes no cuenta para nadie desde hace mucho tiempo, enterrado entre cobros y comisariados, contratado para hacer teatro que no estrena, y seguramente ya derrotado íntimamente por la prodigiosa facilidad de Lope, dispuesto pronto a no depender de la opinión ajena ni siquiera de lo que dicen los preceptores y los sabios, ni los modelos antiguos ni los recientes.
Robles y él saben que hay más libros en marcha en estas fechas de finales de 1604, y algunos tienen todos los números para ser fenómenos editoriales, sobre todo uno porque se le espera hace tiempo. El apabullante éxito de la primera parte del Guzmán de Alfarache en 1599 puede repetirse sin dificultad con la segunda e inminente, igual de extensa y temible rival. Todavía otro más mezcla lo picante y lo popular y basta con el título, La pícara Justina, para adivinar que se leerá, como si hubiese una conspiración universal para que el pícaro y la golfería, el ingenio callejero, la supervivencia ratera ante un mundo que se desmorona a ojos vista hubiesen de ser los héroes del presente. A cambio y por suerte, está también por aparecer otro libro del mismo Mateo Alemán sobre San Antonio de Padua, aunque lo de veras inquietante para Francisco de Robles es que la segunda parte del Guzmán está ya aprobada para ser impresa en Lisboa desde septiembre. Él sigue esperando que llegue el privilegio del rey para empezar por fin a imprimir su apuesta de entretenimiento para la temporada. No será en absoluto su libro estrella, desde luego, pero puede competir en ese modesto terreno del ocio y la vacación del trabajo con Mateo Alemán (el éxito que sabe seguro es el otro mamotreto que imprime a la vez, las Obras de Ludovico Blosio).
No podía tardar mucho ya y sale por fin de palacio el 26 de septiembre el privilegio para vender el libro en Castilla para los próximos diez años, y con él llegará también el original visado en censura, «que va rubricado cada plana, y firmado al fin de él» por Juan Gallo de Andrada, y muy posiblemente con las indicaciones precisas para enmendar aquí y allí el texto, como efectivamente hace Cervantes para ahorrarse problemas después. En el trozo en el que los sacerdotes amenazan de excomunión a don Quijote, le sugieren que toque el texto para citar en latín la norma precisa que lo excomulga. Y barrunto que algo semejante sucede cuando Cervantes escribe unas líneas postizas en boca del cura. No le disgusta la forma de El curioso impertinente pero sí que semejante caso de desconfianza y adulterio inducido se dé en un matrimonio verdadero (y eso lo habrá añadido ahora Cervantes). Es preferible no apurar la suerte desobedeciendo esas indicaciones ni alterar en exceso el original ya rubricado porque la edición puede ser secuestrada por la censura eclesiástica, si alguien detecta cambios cuando el texto ya impreso vuelva al censor o incluso cuando ya tirada la edición se ponga a la venta en la librería.
Lo que empieza a correr auténtica prisa es redactar la dedicatoria, que vuelve a ser asunto comprometido y francamente incómodo dada la naturaleza del libro y dado su carácter general, con su prólogo que no es prólogo y con poemas de los que mejor es no hablar porque son una turbamulta de chistes. Años atrás, Cervantes se había tomado muy en serio la dedicatoria a Ascanio Colonna de La Galatea, con detalles autobiográficos que alababan al nuevo jefe de la casa Colonna tras la muerte de su padre. Las conjeturas se disparan ahora pero el único enlace algo verosímil entre Cervantes y el destinatario de la obra, el duque de Béjar, es que las casas donde vive en Valladolid las regenta un hombre de confianza en los negocios de Béjar, Juan de las Navas, y por ahí pudo llegar algún tipo de vínculo o de búsqueda de apoyo de Cervantes con un noble próximo a su casero. También es nuevo duque, y joven, 26 años, y también encabeza el ducado por la muerte reciente de su padre, como sucedió con Ascanio Colonna. Del duque de Béjar no se olvidan para dedicarle sus obras ni Lope de Vega, que es amigo suyo, ni algunos otros amigos del propio Cervantes, ni Cristóbal de Mesa. Y aunque la sabia Urganda bromee con el duque de Béjar en uno de los poemas preliminares con la última sílaba amputada (o de cabo roto), nada haría imposible que estuviese en el ajo del invento porque cualquiera sabe desde el primer momento que la novela va de risa y de bromas.
De su dedicatoria, sin embargo, no sabemos nada, o solo sabemos que la que apareció publicada no la escribió Cervantes. Igual se traspapeló junto con la aprobación civil y eclesiástica (que tampoco incluye el primer pliego) y tuvo Francisco de Robles que improvisarla sobre la marcha. Pero nada hace imaginar a Cervantes, si se hubiese extraviado, incapaz de escribirla de nuevo en un cuarto de hora y si se llegó a escribir de veras alguna vez. O no está en Valladolid o Robles da por hecho que no le importaría a Cervantes la chapuza que está confeccionando mientras parchea retales tomados de la dedicatoria que puso Fernando de Herrera al marqués de Ayamonte, veinticinco años atrás, para ofrecerle las Anotaciones a Garcilaso. Y Robles ha pegado incluso algunas líneas que proceden del prólogo de Francisco de Medina a la misma obra.
Lo supiese o no Cervantes, o lo aprobase en directo, mantuvo la misma dedicatoria en las sucesivas reediciones y reimpresiones. Es verdad que si las irregularidades chocantes empezaban por la autoría de los poemas preliminares atribuidos a personajes literarios, no parece que hubiese de ser verdaderamente grave parir un engendro tan impropio como dedicatoria al duque de Béjar. Yo creo que a Cervantes el asunto le preocupa poco desde el principio porque precisamente el libro era para «desocupados lectores» y no para gente seria y de altísimas ocupaciones, sin poemas escritos por nadie y con un prólogo que explica el sinsentido de pedirlos. Menos interés ha de tener si por ahí se decía ya al menos desde agosto, fuese verdad o no, que Cervantes no había conseguido un miserable soneto de nadie, ni de Góngora, ni de Quevedo ni de Barahona de Soto. De hecho, incluso Lope había eliminado de las sucesivas reimpresiones desde 1602 el poema que le pidió a Cervantes en elogio de La hermosura de Angélica (incluida la edición de 1605 que saca Juan de la Cuesta).
Lo uno y lo otro pudieron acabar enredando a Lope en un repente de ira y le hizo llegar o hizo mandar o mandó él su soneto insultante contra Cervantes, yo creo que ahora. Cuesta «un real de porte» que paga su sobrina Constanza, pero ha hecho bien la señora (Constanza tiene ya 40 años), porque «muchas veces me había oído decir —cuenta Cervantes unos años después— que en tres cosas» estaba bien gastado el dinero: «en dar limosna, en pagar al buen médico y en el porte de las cartas», tanto si eran de amigos como si de enemigos. Las primeras «avisan» y «las de los enemigos» ofrecen «algún indicio de su pensamiento», aunque ese pensamiento sea tan desgraciado como el soneto que trae la carta (Lope estaba entonces en Toledo), «malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote». Y si se trata del que Lope escribió contra él, tiene razón Cervantes porque es una pura canallada hecha de la ira y la furia habitual del Lope herido y soliviantado cuando alguien se mete con él, con su fama y con su obra. Y de él se ha burlado desde luego Cervantes en el prólogo, quizá en algunos de los poemas y sin duda al final del libro, como poco. Pero llamarle «puerco en pie», «potrilla» y cornudo mezclado con nuestro caraculo («ni sé si eres, Cervantes, co- ni cu-»), parece un tanto desmedido, incluida la orden del cielo de que «mancases en Corfú» solo «para que no escribieras», y menos «un Don Quijote baladí» que «de culo en culo por el mundo va» y «al final en muladares parará».
El libro empieza a tirarse en la imprenta en Madrid desde el 27 de septiembre, inmediatamente después de recibir el privilegio, y todo va, más que a toda prisa, «a toda brida», cree Francisco Rico, y sin respiro para los componedores, fuera de oír misa, quizá apenas media misa. Conjeturan Rico y otros que la tirada hubo de ser alta, de unos mil quinientos y seguramente algunos ejemplares más, aun cuando los riesgos siguen siendo elevados. Hay veces en que el operario actúa a ciegas porque no sabe leer, o al menos firmar no sabe, como es el caso del hermano de Francisco de Robles, que se encarga de algunos libros. El ejemplar ya tirado ha pasado por su última revisión en el Consejo a finales de noviembre, impreso en su inmensa mayor parte en la imprenta que regenta Juan de la Cuesta en Madrid, pero en realidad es de su suegra, viuda de su fundador, Pedro Madrigal.
Se ha ido a las seiscientas cincuenta páginas, y algunos de los ejemplares se mandan corriendo a Valladolid para incorporarles la Tasa el 20 de diciembre, tirar el último pliego y así disponer de ejemplares para que al menos unos pocos, conjetura verosímilmente Rico, leyeran en la corte el Quijote antes de fin de año de 1604. Sin duda uno de los primeros en recibir su ejemplar habría de ser el duque de Béjar y sin duda también se quedaría en la inopia del embuste que lleva la carta dedicatoria, aunque sí comprobaría que su escudo de armas no va en el emblema de la portada. O no lo dio para libro tan poco serio o es una más de las múltiples irregularidades que se amontonan en esta primera edición que no lleva ni censura civil ni eclesiástica y cuya dedicatoria es apócrifa. Y hasta cabe suponer que en el momento de tirar ese último pliego, Cervantes acepta la propuesta de Robles para quitar al libro el título que llevaba hasta ahora, El ingenioso hidalgo de la Mancha, y poner el más comercial y verdadero que lleva hoy, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
SORPRESAS INDESEABLES
Lo verdaderamente inesperado de este diciembre es que el desvarío mayor no está dentro del libro sino fuera. Empieza por la disparatada cantidad de erratas del volumen que Cervantes hojea en las navidades de 1604, progresivamente inquieto y enseguida francamente alarmado al darse cuenta de que tanta prisa y tanto cambio han llevado a una verdadera chapuza, una desdicha de libro al que le asaltan las erratas como a los perros las pulgas, increíblemente están desde la página de la portada hasta la última línea del libro. Y sea o no sea puntilloso, que me parece que no lo es, el descuido de la impresión puede acabar con su paciencia y quizá incluso con el libro.
Es verdad que está gustando y que empiezan a escucharse romances que parecen inspirados en él o que lo aluden directamente, incluso un soneto burlón recoge por su nombre «a don Quijote, a Sancho y a su jumento». Lope mismo lo cita en alguna comedia sin disimulo (y sin ninguna simpatía). La gente incluso habla por las calles de los personajes, y no solo de don Quijote sino también de Sancho y su zorrería mutante. Lo peor es que algunos graciosos hablan también de una pifia que quizá sabe ya Cervantes o quizá no, y esta sí le incordia de veras porque la culpa es seguramente suya, al menos en parte, aunque años después prefiera escurrir el bulto.
Algunos se han dado cuenta de que hubo y dejó de haber y volvió a aparecer el rucio de Sancho sin que se cuente en la historia ni la causa de su desaparición ni la de su reaparición: simplemente aparece y desaparece sin aviso, quizá porque se cayeron las páginas donde lo contaba en algún tramo del largo paso del manuscrito hasta la imprenta. A toda prisa, otra vez en enero de 1605, Cervantes redacta de nuevo esas dos páginas, o las localiza y recupera de su manuscrito, y busca aceleradamente el lugar más convincente para incluir cada una de ellas, la del robo y la de la restitución (el culpable ha sido el estudiante liberado de la cuerda de presos y autor de su propia vida, Ginés de Pasamonte). Pero no hay tiempo para releer con calma la novela ni Robles está para muchas parsimonias dado que el éxito pide tirar cuanto antes la nueva edición. Y digo edición porque Cervantes consigue convencer al editor para que no reimprima tal como está, a página y renglón, la calamidad de libro y se corrijan en el taller al menos las erratas más flagrantes.
Cuando aparezcan los ejemplares nuevos, a finales de marzo de 1605, los más obsesivos enseguida verán el esfuerzo por enmendar errores pero verán también los rastros de la precipitación de Cervantes. Debió actuar como siempre: yo creo que escribe a toda velocidad, revisa los manuscritos con parsimonia y mucho cuidado, pero ejecuta de nuevo a toda velocidad las correcciones y enmiendas. No ha escogido un sitio muy meditado para contar el robo ni la recuperación. Persisten incongruencias insolubles en la lectura, aunque solo para psicópatas de la ecdótica y el análisis de texto, y desde luego no para el lector con la salud estable. La gracia en cambio está en el episodio brevísimo que ha tramado para contar el robo porque está empapado de literatura, e imita sin disimulo un robo semejante tomado de un pasaje, otra vez más, del Orlando furioso, y de ahí llega también, como quiere el pacientísimo profesor Rico, el robo de la espada de don Quijote (y a Marfisa se la roba también Brunello en la obra de Ariosto).
La misma mañana o tarde habrá matizado al menos dos bromas abusivas del libro. Alguien ha tenido que ver que el cura no puede disfrazarse de mujer, a punto de localizar a don Quijote en Sierra Morena. Cervantes decide entonces intercambiar los disfraces entre el barbero y el cura para que vaya solo con barba roja de cola de buey, y no vestido de mujer, y así «profanar menos su dignidad» (y además porque estaba prohibido sacar a actores disfrazados de curas, al menos en los escenarios). La otra enmienda viene por el mismo flanco. Se ha dado cuenta de que don Quijote no puede imitar a Amadís fabricándose de urgencia un rosario con «una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando» para rezar con él «un millón de avemarías». Cervantes prefiere ahora adecentar el rosario y fabricarlo con algo tan inofensivo como «las agallas grandes de un alcornoque», como si tanto el disfraz del cura como ese rosario indecoroso transgredieran el decoro católico que Cervantes se asigna a sí mismo, y no necesariamente, o no a la fuerza, la censura eclesiástica.
Tampoco ahora advierte Cervantes, o nadie le advierte, de la disparidad entre lo que anuncian varios epígrafes de los capítulos y lo que de veras cuenta. Esas incongruencias arrancan desde los traslados de textos que hizo a última hora, y sigue por tanto intacto el epígrafe del capítulo que anuncia la escena de los cueros de vino cuando el lector ya ha leído el episodio en el capítulo anterior, interrumpiendo la historia del curioso impertinente para aumentar el suspense. Seguramente se le ha pasado el error porque nadie leía los epígrafes, como no los leemos hoy, excepto si alguien anda buscando un capítulo concreto para reanudar la lectura entre los pliegos sueltos. Eso sigue todo igual en esta nueva edición que controla Cervantes mismo, empezada enseguida, en enero, porque a finales de marzo de este 1605 ya existe la segunda, tirada también a marchas forzadas. Incluso una parte de los pliegos Robles los encarga a la Imprenta Real mientras el resto se tira en la de Juan de la Cuesta para ganar el precioso tiempo que permita explotar el éxito evidentísimo del libro.
Van ahora unos mil ochocientos ejemplares, pensando sin duda en explotar el mercado americano antes de que sean otros quienes lo hagan pirateando el libro. Lo acaban de hacer no uno sino dos editores en Portugal, que es donde ha aparecido ya la segunda parte del Guzmán de Alfarache. También el Quijote se podrá leer en edición de bolsillo, en octavo, que es como lo ha editado uno de los piratas portugueses, por mucho que Cervantes haya vendido ya a Robles el lunes siguiente al domingo de Pascua, el 11 de abril, los derechos del Quijote en Portugal, Aragón, Valencia y Cataluña (aunque solo parece haber gestionado de verdad licencia y privilegio para Valencia y Cataluña, tan temprano como en febrero de 1605). Lo que es seguro es que un día después, el 12 de abril, autoriza a Robles a actuar contra los editores piratas de su Quijote en Lisboa.
En España sigue corriendo impreso de mano en mano y hasta llega ya a meterse en un libro que sale publicado en este mismo abril de 1605, aunque vuelve a ser un libro de picardías demasiado rastreras que malmete contra él y su manchego don Quijote. La pícara Justina se cree ella misma más famosa que él, que la Celestina o que el Lazarillo, aunque ni es verdad que ella y ni siquiera don Quijote sean más famosos y populares que el Guzmán, que sigue siendo el superventas absoluto, ahora y en los años sucesivos, de la literatura de entretenimiento.
Pero Cervantes ha salido del silencio crónico y del anonimato público. Figura en otro lugar de golpe, entre las obras que se venden y se exportan, y está entre las que piden lectores y libreros, como uno de los pocos que tienen la venta asegurada, como el Romancero general, o la Arcadia, de Lope. Desde luego, lo que llena las librerías y copa el mercado tiene que ver muy poco con ninguno de ellos y son en realidad las seis o siete toneladas de literatura doctrinal que consume a destajo esta sociedad, los Catecismos, Contemptus mundi, Conceptos espirituales (al menos, Alonso de Ledesma es amigo de Cervantes), las Lámparas encendidas, los Fieles desengaños y los Lugares espirituales. En esa inmejorable y bendita compañía van Alemán y Lope y Cervantes. Ya desde marzo de este mismo 1605 un librero de Alcalá, Juan de Sarriá, se ha llevado hacia Sevilla con su hijo (y a lomos de un burro) lo menos setenta ejemplares del Quijote con destino a Lima. Allí cuestan el triple que en España, veinticuatro reales, y entre otros libros más va el que más entretiene al propio don Quijote, es decir, el jeroglífico e incomprensible Feliciano de Silva.
Por las mismas fechas embarcan a las Indias y a México sesenta y tantos ejemplares de cinco obras de Lope y no menos de quinientos quijotes también sin encuadernar, atados con un cordel o apenas protegidos con un delgado pergamino que sujete los pliegos sin que se descabalen, que es como Lope acaba de mandar sus Rimas a su nuevo señor, el duque de Sesa. Pero son más los ejemplares que llegan a las Indias porque entre los viajeros que desembarcan en Veracruz (y a quienes se inspecciona el equipaje en busca de tráfico ilegal de cualquier cosa y, en particular, de literatura de entretenimiento) se localizan camuflados entre maletas y camas varios quijotes más. El capitán del buque, Gaspar de Maya, lleva su ejemplar, otros dos viajeros llevan el suyo y uno de ellos carga con toda lógica también un Guzmán de Alfarache. Cuando ya se hayan agotado los ejemplares en la tienda de Robles, en 1607, el propio Mateo Alemán desembarca en América con una amante que hace de falsa hija (porque a su mujer no la lleva) y viaja doblemente entretenido con la lectura del Quijote.
No sé si Alemán lo leyó así o no, a la misma edad de Cervantes, los dos ancianos y en la recta final de sus vidas. Pero Cervantes ha fundido ahí tres edades, a la vez el niño que vive la fantasía del héroe, mientras golpea y saja y desguaza enemigos con un precario palo o el puño vacío; al joven que proyecta la fantasía y prefija su forma ilusa y óptima de lucha y autoafirmación —«yo sé quién soy»—, mientras la madurez biográfica y biológica convalece de los sueños fantaseados sin amargura y sin cebar la frustración del fracaso. Al final de su vida no desdeña arrepentido ni el afán de la aventura militar, ni la intensidad del juego imaginativo e imprevisible porque lo capitaliza integrado en un libro fundamentalmente feliz. No hay acritud nunca en don Quijote, asido a la determinación alegre y voluntariosa pese a las malandanzas que le traen los malditos encantadores. Tampoco la hay en un Cervantes escarmentado sin rencor que dañe la voluble marea de cordialidad expectante y curiosa, más alegre que averiada, más jovial y burlona que amargada y esclerótica.
La chispa del humor y el instinto de aventura han hecho mutar su obra literaria haciéndola escapar de todo y de todos tanto en los cuentos como en las comedias como, sobre todo, en el Quijote. Ninguna de ellas se adapta ya a molde alguno porque quizá el instinto libérrimo del autodidacta que hay al fondo de Cervantes encuentra en la ironía la brújula que señala un norte que es un sur a la vez, como en el Quijote alienta feliz la aventura injertada en la ruta polvorienta y como la inteligencia confluye con el desvarío, como los cuentos impulsan la fantasía ideal y la cercanía realista. A Cervantes se le ocurrió el Quijote porque el primer Quijote fue él, cautivo de las virtudes católicas y la nobleza de los ideales imperiales, dopado con la pureza de las armas ennoblecidas con las letras, hoy ambas definitivamente ironizadas.
Su libro destila por todos los poros un buen humor que no nace solo de la ironía de estilo y la broma divertida, sino de otra fuente más turbadora porque es una atmósfera: la alegría que desprende ese libro y la melancolía que a la vez contiene brotan de una luminosa desintoxicación de ideales excluyentes, de la pacífica duplicidad que anida en las cosas, de la cordialidad asombrada de quien prefigura un mundo sin verdades absolutas ni certezas imbatibles porque serán ilusión de verdad o fantasía falsificadora. Ni el descreimiento escéptico (de tejas abajo) convierte a Cervantes a la secta del cinismo o del relativismo ni nada semejante, ni le abruma o desconsuela la pluralidad de una realidad noble e innoble a la vez. El destilado de esa madurez cuaja en un libro genial e insumiso a esa dualidad porque late dentro e invisiblemente una indeterminación crónica entre lo uno y lo otro. El olor de Maritornes haría «vomitar a otro que no fuera arriero», y es puta y es malandrina, pero paga con su dinero el vino que restituye al descompuesto Sancho. A la vez una cosa y la contraria, sin condena y sin castigo: héroe y orate, risible y ejemplar, loco y cuerdo. El señor Quijana sigue vivo en el turbado don Quijote.