Hace mucho rato que Cervantes se ha dado cuenta de que la historia larga del caballero mira a dos sitios a la vez, y sin embargo ve muy bien, ve mejor que nunca, como si todo el tiempo el lector quedase captado por la sensatez luminosa y expresiva del buen pensar de don Quijote y, a la vez, no olvidase nunca que tanto él como Sancho no salen de un plano ridículo y trastornado, bien sea por las caballerías, bien sea por la codicia mezclada de piedad solidaria con el caballero. Son risibles y crédulas víctimas absurdas de las burlas de los demás y son a la vez personajes con sentido común a ratos tan impecable como insólito. La ironía de fondo desactiva cualquier forma de discurso apodíctico o categórico porque está cuestionado desde dentro, en el ancho campo del juego de la ficción que ha armado Cervantes en el primer Quijote y ha invertido en el segundo.
A Cervantes ha vuelto a crecerle en el escritorio un tipo de bicho, de bestia o de cuerpo escrito que no existía antes y que es como ninguno y como nada ha sido hasta ahora. No es una novela en nuestro sentido porque las novelas en nuestro sentido no existen (o acaba de inventarla él); las novelas, entonces, o son novelas breves y cuentos, o son libros de aventuras formidables y exóticas o de caballeros valerosos. Y este libro en que anda ahora Cervantes tampoco es un libro de caballerías exactamente. Lo protagoniza un caballero tronado y fuera de época pero logra hacernos creer que su historia ficticia es tan real y verdadera como un reportaje a pie de calle. No es tampoco una novela de aventuras y naufragios y amores triunfales porque nadie triunfa, nadie naufraga y las aventuras son cosa de patio vecinal o de guiñol bufonesco.
Ni él ni nadie sabe exactamente la cosa que está haciendo porque es un combinado de todas ellas y algunas más, como si mimetizase en ella Cervantes todos los géneros y modos posibles de la literatura de su tiempo, tamizados por un tono conversacional y una naturalidad sin rasgo de afectación que no sea intencionada y paródica, a ratos también reflexiva y asertiva, todo a la vez, en secuencias ligadas muchas veces por el capricho de la casualidad inmotivada. La ficción moderna, la novela, vivirá sin él en las variaciones inagotables de la suya, como si el invento llevase dentro un atrevimiento y hasta una insania tan original y tan desafiante a lo que la literatura es en su tiempo que intimida y encoge. De hecho, ese libro necesitó que el mundo cambiase y lo concibiésemos de otro modo para que alguien —Lawrence Sterne en Tristram Shandy, Henry Fielding en Joseph Andrews, Denis Diderot en Jacques le fataliste et son maître — detectase lo que había en él de caja negra y ruta secreta al sentido moderno de la existencia, sin leyes absolutas, sin verdades graníticas, sin dogmas infalibles.
La conquista de la ironía como verdad sincrónica y dual es tan prematura como inexplicable para su tiempo, gracias a una novela que no sabe explicar ni puede imitar nadie sin la cabeza de Cervantes, desbocada y sin límites ni formales ni de ningún otro tipo, sin verdades únicas y estables de por vida (de tejas abajo), no adicta a un punto de vista sino adivinando en la vida y en las vidas de todos ese punto ciego del que habla con razón Javier Cercas. Pero el único que se dio cuenta entonces de esta dimensión fue quien la había compuesto. Cervantes es el primero y el único durante los ciento cincuenta años siguientes que sabe que ha hecho un libro que dentro lleva una visión de la existencia criada en un modo diferente de narrar. Respeta la naturaleza simultánea de la contradicción sin resolverla y sin forzar tampoco la paradoja constitutiva de que las cosas sean una cosa y otra a la vez, como loco y cuerdo es don Quijote, como tosco y listo es Sancho. Tampoco esa duplicidad anula la consistencia del bien ni del mal, ni Cervantes renuncia a sugerir o insinuar un juicio recto y seguro sobre las cosas, pero lo emplaza en el reino de la ironía donde los valores y las apreciaciones de la realidad viven empapados de una sustancial anfibología.
Nada es de una vez porque todo late en el interior de un vivero donde nada es suficientemente verdad ni nada es suficientemente mentira, ni tampoco depende todo de la banalidad de esta o aquella perspectiva sino de la naturaleza dual de la experiencia. No es premeditado nada de todo esto sino segregado por el largo escarmiento de un iluso educado en una ley de verdades nítidas y principios estables y reeducado en la conquista irónica del conocimiento de lo real. Es la experiencia vital de Cervantes y su procesador íntimo quien ha dado de sí esa rebelión contra el mundo blanquinegro en el que vivió, adelantándose a nuestra propia gama moderna de tonalidades en novelas, ensayos e historias que han explicado la realidad como es, como empezó a hacer Cervantes. Por eso no hay tensión ansiosa alguna en estos dos libros sobre un mismo Quijote sino la apacible o airada charla en peregrinación comarcal de dos personajes que, como nosotros, son y no son a la vez lo que somos, sin esencia alguna ni identidad imperturbable. La incredulidad ante los principios absolutos no ha engendrado a un relativista a ultranza o a un escéptico sin convicciones sino la convicción sobre la dimensión plural de la realidad como condición misma de la verdad.
PARA NO PERDER EL HILO
Tampoco ahora sabremos cuándo sucede, pero hubo de ser en torno a 1612. Por entonces había terminado el capítulo 43 y lo dejó interrumpido porque se metió por en medio la decisión de revisar y ordenar las Novelas ejemplares. Por eso el principio del capítulo siguiente, el 44, lleva una sutura gruesa y muy visible con la que Cervantes retoma la historia de la pareja protagonista, después de contar sus ideas sobre las novelas cortas intercaladas en el primer Quijote. Lo «que ha dejado de escribir» es el rastro del dolor que le ha causado quitarlas o no incluirlas, pero retoma el hilo con la cabeza muy lejos del momento en que terminó el capítulo anterior, mandando a comer a los personajes. Al recobrar ahora la historia, se le confunde a Cervantes el tiempo, y por eso «prosigue la historia diciendo que en acabando de comer don Quijote el día que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio escritos», como si hubiese pasado mucho tiempo entre una cosa y la otra, cuando todo sucede el mismo día. Quien ha dejado pasar muchos días entre la escritura del final del capítulo y la continuación es Cervantes, que anduvo metido en exhibir su calidad como raro inventor de las novelas ejemplares mientras ahora va a gestionar maravillosamente bien la voluntad de hablar de la realidad sin renunciar al sistema irónico de la ficción.
El acoso de la realidad sobre la novela es en sus tramos finales aplastante mientras modula Cervantes una voz que ha estado en algunas de las novelas breves pero menos en el Quijote. Con ella refleja sin aprobación ni conformidad algunas de las cosas que pasan en la calle, en su calle, en sus pueblos y en sus ciudades, como un autor realista, aunque no haya perdido el lector el vértigo de estar escuchando los criterios y las voces de un loco entreverado de cuerdo y un escudero contaminado. Sin perder el viso humorístico de todo, Cervantes encadena consejos para gobernar, normas de justicia y apreciaciones prudentes y juiciosas sobre el bien de la república tal como los entiende don Quijote y los retiene o intenta retener Sancho como falso gobernador de una falsa ínsula. Pero no hay falsedad alguna en las ordenanzas y criterios de justicia distributiva que concibe don Quijote, ni tampoco, por cierto, en los que aplica Sancho en esa semana turbia de ficticio gobernador. Esta es la ley estable y continua de la novela, hasta el final. El asalto de la realidad llega desde dentro de la viscosa y ambigua certidumbre de personajes cuestionables por definición que a la vez resultan enigmáticamente convincentes. Cervantes se mueve con esa libertad absoluta de quien ha cuajado un método que evalúa la realidad desde la suspensión incierta que produce la pareja de protagonistas.
Los conflictos del presente que selecciona Cervantes son plenamente intencionados ya, no intemporales ni sin fecha, sino estrechamente vinculados a la experiencia colectiva de su tiempo, a la coyuntura histórica y a la justicia e injusticia de las condiciones de vida de su presente. Esa forma de realismo vive bajo la campana neumática de la ficción y sobre todo bajo el prisma de una ironía sistémica que significa vivir esos conflictos junto a un analfabeto de buen sentido intuitivo y un juicioso sujeto loco. Una y otra vez sale en estos tramos finales de su literatura, de modo inmisericordemente íntimo, el miedo a la miseria de quien procura ablandar los mendrugos de pan duro «paseándolos por la boca una y muchas veces», sin «poder moverlos de su terquedad» (y es poeta de comedia el hambriento). Algún retrato cervantino de estas últimas etapas tiene dentro tanta piedad espantada como el del hidalgo pobre y el «remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de su estómago», dispuesto a coser los puntos de la media con seda de otro color, «que es una de las mayores señales de miseria que un hidalgo puede dar en el discurso de su prolija estrecheza», aunque restituya enseguida la andadura jovial porque la jovialidad no está reñida con la melancólica protesta. La pobreza y la estrechez están metidas en el corazón de Cervantes y en su experiencia, como si asistiese demasiado a menudo a la angustia de ver cómo «la pobreza atropella a la honra» y a veces hasta hace a algunos «entrar por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones» humillantes, «que es una de las mayores miserias que puede suceder a un desdichado», aunque hay más, y más dramáticas.
Pero también Cervantes encuentra otro modo de graduar la invasiva presencia de lo real sin romper la ficción. El método consiste en desplazar el protagonismo de la acción hacia dramas ajenos que incumben a Cervantes y a su voluntad de insertarlos dentro de la ficción. Sancho encuentra a Ricote para cuestionar la universalidad terrible de una ley de expulsión de moriscos, dictada desde 1610, que arrasa con todos sin discriminar nada, que puede ser justa para proteger el reino católico, pero es injusta en su incapacidad de distinguir a sujetos de carne y hueso, a víctimas justas e injustas. Los expulsados no tienen a dónde ir, no los quieren ni en España ni en la Berbería, que es «allí donde más nos ofenden y maltratan». El propio Ricote tiene más de cristiano que de moro, y su hija y su mujer son «católicas cristianas». Cervantes ha visto o ha vivido la expulsión, le hiciese o no llorar y fuese o no poco llorón, como se confiesa Sancho mientras recuerda emocionado la expulsión de la mujer, la hija y el cuñado de Ricote de su pueblo, sin que nadie se atreviese a protegerlos pese al drama, ni a esconderlos por «el miedo de ir contra el mandado del rey», en una escena imborrable que respalda la expulsión y condena a la vez la indiscriminada expulsión de 1609 y 1610.
El relato se ha hecho inextricablemente irónico porque Cervantes ha acentuado la dimensión reflexiva de su personaje, ha activado más agudamente la presencia de la realidad histórica y, sin embargo, no ha dejado de ser inconfundible el desequilibrio de don Quijote y la credulidad de Sancho. Es el lector, como ante toda encrucijada irónica, quien decide dónde y cuándo predomina una cosa o la otra porque siempre están las dos, la comicidad de los personajes y la inteligencia y la honestidad de lo que dicen. En su primer Quijote la ironía funcionaba sobre una comicidad más descarnada y más atada a la acción; en el segundo funciona igual de potente pero sin que Cervantes modere el deseo de diseminar juicios y reflexiones que están en medida superior al primero, seguramente porque nada llega al lector desde un púlpito ni desde una cátedra sino brotado del intervalo lúcido de un loco. El motor irónico del libro protege a Cervantes o le blinda contra solemnidad o gravedad alguna y es ese el sortilegio para hablar y pensar en voz alta en mayor medida que nunca.
El bombeo irónico de la novela hace de los duques y su premeditación vejatoria una mezcla inquietante, despiadada pero divertida, que Cervantes no tiene ganas de resolver porque su loco es loco aunque sea cuerdo, cuerdo. Se complace Cervantes riéndose como nos reímos nosotros de los dos botarates y a la vez es Cervantes quien puntualiza reprobatoriamente que si «no quedaron arrepentidos los duques de la burla hecha a Sancho», tampoco lo están de la que preparan para derrotar a don Quijote (aunque sin «vencerle sin matarle ni herirle»). Pero no salva Cervantes a la pareja ociosa de duques y señores desocupadísimos y con todo el tiempo libre para no hacer nada de provecho, pensando que «no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos». Pero lo hace Cervantes después de gastar un montón de páginas cómicas sobre sus endiablados personajes.
ABRUMADORAS SOSPECHAS
Incluso algo más que sospechas parecen concentrarse en pocas semanas y meses de mediados de 1614, noticias todas desazonantes. Cervantes parece descubrir de golpe el precio del éxito del primer Quijote fuera del sistema, y ya también el éxito culto y noble de las Novelas ejemplares dentro del sistema, mientras llueven las insidias y los versos satíricos, mientras los jóvenes hacen méritos en el entorno de Lope para ridiculizar al cornudo Cervantes. Es más que probable que algún intento de estrenar una comedia nueva, o vieja y remendada, haya vuelto a salir mal. Siguen sin parecerle tan antiguas y desdeñables, ni encuentra en ellas cosa impropia de sí mismo, aunque es bien verdad que el humor a ratos tira para la pura fanfarria verbal y otras veces parecen un tanto premiosas, rígidas de construcción o mal suturadas. Solo faltaría además que hubiese algo de verdad en los rumores que le han llegado hacia mayo de 1614. Dicen que está ya en consultas en Tarragona el original de un libro absurdamente titulado Segundo Tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Desde luego, suyo no es porque tiene muy avanzada la continuación, pero ni la ha acabado ni tiene demasiada prisa por acabarla, mientras disfruta de la bonísima fortuna, comparable a la del Quijote, que de golpe le han regalado las Novelas ejemplares con el reconocimiento inequívoco de muchos jóvenes sobre su magisterio (y pirateadas ya esta primavera de 1614 al menos tres veces).
Pero es verdad que muchos otros jóvenes no están con él, viejo desdentado, sin la dentadura postiza que sí lleva alguno de sus personajes, con esos seis dientes sueltos y desparejados que le van quedando en la boca (y cuando sabe hace mucho que vivir «sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante»), quizá prostático como algún otro de sus personajes, de espaldas cargadas sin duda, probablemente burlón y hablador, severo a la vez que alegre y zumbón. Dicen, además, que ese Segundo Tomo va firmado con un seudónimo, el «licenciado» Alonso Fernández de Avellaneda, quien se dice «natural de la villa de Tordesillas». Aunque nadie sabe de quién se trata, es evidentísimo que aspira a aprovechar un éxito ajeno en beneficio propio. Sin duda, pulula por alguna cofradía, taberna, tertulia o corral de comedias próximo a Lope de Vega porque en el prólogo se le ensalza de forma tan descarada que ese prólogo hasta podría ser del propio Lope, o al menos llevar alguna maldad inspirada por él. No hay seguridad alguna, ni sabemos si lo es ni sabemos tampoco si Cervantes ha tenido el original en la mano en esta primavera de 1614, con sus propias criaturas manoseadas por otro, pero sí sabemos que en Tarragona se gestionan los papeles para publicarlo desde principios de abril de 1614 y que el libro ha pasado sin duda por varias manos. Y alguna puede haberlo dejado en las de Cervantes o haberle hecho algún traslado o copia parcial para que se haga cargo de la insidia del autor, de los desdenes que le dedica, de la transparencia con que le ataca por envidioso y por su falta de consideración hacia los jóvenes. Aunque ese prólogo empieza por la idiotez más grande y más inquietante del mundo, desde la primera línea, acusándole de que su historia del Quijote «casi es comedia».
Se mete luego con prosa enredada contra su prólogo de 1604 por «cacareado y agresor de sus lectores». Ha debido de seguir leyendo a Cervantes con tanta obstinación este Avellaneda como para censurarle también a cuenta de las Novelas ejemplares. Esta vez porque tampoco en el prólogo fue suficientemente humilde ni, por lo visto, eran «ejemplares» las novelas sino «satíricas», y al menos «no poco ingeniosas». Pero ya desde ahí el embozado pasa al ataque personal, lo llama «soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos» y con «más lengua que manos» (porque él mismo confiesa tener solo una), y hasta se jacta de la «ganancia que le quito de su segunda parte». Pero se jacta sin «ofender», como sí hizo Cervantes en el Quijote, y no solo «a mí», al Avellaneda, dice, sino también «y, particularmente, a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar». Y es verdad que Lope es parte del tinglado de la Inquisición hace años, en ese cargo que llaman «familiar» y es una mezcla de auxiliar y de chivato para perseguir herejes y herejías.
La ira reconcentrada que le está subiendo a la cabeza a Cervantes no le impide detectar la obviedad de que este Avellaneda habla como si le soplase las palabras Lope de Vega, y como el Lope ridiculizado en el prólogo al primer Quijote. Y ya puede adivinar Cervantes que va a reaparecer la gracia que tanta gracia le hace a Lope. Y, en efecto, ya está ahí, unas líneas después, porque Cervantes «es ya de viejo como el castillo de San Cervantes, y, por los años, tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan»; por eso está «tan falto de amigos» que nadie le escribe «sonetos campanudos», además de ser incapaz de hallar noble alguno «en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca», porque tampoco hay noble que le escriba soneto preliminar a sus libros (aunque no es verdad: el marqués de Alcañices lo ha escrito para las Novelas ejemplares). Eso es todo lo contrario que le pasa a Lope, que le escriben los nobles cuanto les pida, y hasta sabe cosas Avellaneda que pueden empezar a inquietar de veras a Cervantes. Ese autor felón y cobarde está al tanto de que acaba de abandonar la Hermandad de los Esclavos del Santísimo Sacramento y ahora «se ha acogido a la iglesia y sagrado» (porque es verdad que ha ingresado en la Orden Tercera desde julio de 1613, y Lope ha dado como sacerdote su primera misa en mayo de 1614, «trampeando cada día lo mejor que podía el modo de confesarme», como cuenta a Sesa).
El enterado autor está cerca de Cervantes o tiene que haber oído más cosas de él, aparte de leerlo. En realidad, debe de estar hasta el gorro del santo Quijote porque, como dice en el Quijote apócrifo, y «como es verdad y no lo puedo negar, por doquiera que he pasado no se trata ni se habla de otra cosa en las plazas, templos, calles, hornos, tabernas y caballerizas». Y vuelve Avellaneda a lanzarse en el prólogo contra sus «comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas, no nos canse», invitándole sin remilgos a que deje ya de escribirlas porque basta con haber escrito La Galatea. Y deje además de envidiar a Lope con bromazos y reprobaciones de la supuesta jocosidad, demasiado viscosa y demasiado anárquica, de la comedia nueva. Avellaneda carga en el resto del prólogo contra el Cervantes envidioso, remontándose a santo Tomás —como había hecho fray Juan Bautista en su aprobación sobre la eutrapelia— para definir la envidia como la «tristeza del bien y aumento ajeno». Con condescendencia sarcástica comprenden los autores del prólogo, porque ya parece que sean varios, cada uno con su propia ocurrencia satírica, que la padezca por haber criado el Quijote en la cárcel y así le salió la historia, tiznada de los hierros de la prisión y de natural «quejosa, murmuradora, impaciente y colérica».
Apenas sin querer, tiene la desgracia de encontrar Cervantes, un poco más allá, los versos que repiten el mismo chiste consabido y asocian al Quijote con el castillo de San Cervantes. Era una conocida ruina cercana a Toledo, pero aquí sirve para tratar a Cervantes de cornudo, como su propio nombre indica, y como el mismo Lope había hecho ya, omnipresente y siempre desperdiciando su talento en bobadas, aunque sean bobadas ofensivas. Pero Lope ha incurrido otra vez en el mismo juego chapucero, y acaba de situar la acción de Amar sin saber a quién desde el primer verso en el «castillo de San Cervantes». Después, muy gracioso otra vez, pide a Dios que perdone al incauto de Cervantes por haber escrito el libro de Don Quijote, que fue sin duda «de los extravagantes». ¿Hay más? Hay más. Algunos han adivinado en La dama boba del mismo Lope algunas alusiones malévolas a la pobreza de Cervantes, viviendo en un miserable desván, pero es mucho más clara, y muy explícita, otra obra de Lope de este mismo 1613, San Diego de Alcalá. Allí saca una caricatura sangrienta de Cervantes, con mala saña y envenenada: ha peleado al menos «en Argel, / en la Mancha», le «han dado mil heridas / enemigos de la fe» y poco menos que vive hecho un coladero «de arcabuzazos, tullido de pies y brazos», pero tan hambriento y soberbio y arrogante como siempre.
AUTORRETRATO SANGRADO
Ni Cervantes es ya un mozo que tira de espada ni tiene nada de ingenuo. Pero tampoco tiene nada de apacible franciscano resignado al mal del mundo. Es verdad que lleva muchos años evitando la resonancia impertinente de su apellido cuando al firmar rubrica con energía en la línea siguiente el neutro Saavedra, con una visible ese mayúscula que invisibiliza el mal chiste de llamarse Migueldecerbantes. Las armas serán menos ingenuas ahora y a mí me parece que entre unas cosas y las otras, empiezan a cargarle vejaciones descaradas y empieza él a cargar munición suficiente como para poner en marcha una venganza en dos fases este verano de 1614, y en dos modos. Uno, prodigioso, que no sabe todavía cómo será, reservado a la continuación ahora detenida del Quijote. Otro, más a ras de calle y como si retomase los viejos hábitos de juventud con la vena satírica que todos le reconocieron y que va a reactivar. El Viaje del Parnaso se había quedado muerto de risa hacia el final del capítulo siete, creo que hacia el verano de 1612, quizá tras pasarlo a amigos y quizá incluso tras leerlo en esta o aquella tertulia, aunque desde abril de 1613 ya no en la del Santísimo Sacramento porque la ha abandonado. Pero lo va a terminar con contundencia y aspereza, y yo creo que no solo añadiendo en prosa la Adjunta al Parnaso, que va fechada ahora, a julio de 1614, sino añadiendo también un capítulo entero nuevo, el octavo y último, y presumiblemente los tercetos más desasosegantes de la obra de Cervantes, en el capítulo cuatro.
Cuando abrochó sin paz el tercer capítulo —«en pie quedeme / despechado, colérico y marchito»—, hacia 1612, no existía todavía, me parece, el alegato más feroz, apasionado, conmovedor e inaudito de toda su obra. Son unos cien versos que por un instante encienden la vergüenza ajena y al mismo tiempo encienden las fibras sentimentales al saber que ese descarnado alegato autorreivindicativo nace de un Cervantes tocado. Los tercetos en defensa de sí mismo, con su propio nombre y con el título explícito de sus obras y sus méritos, echan por tierra y quiebran del todo el ritmo narrativo del Viaje, chirrían en la música burlona y desapasionada del libro, rompen la gasa cómica del Viaje y activan una tecla de gravedad y pesadumbre insólita en él, como si de veras estuviese ya escribiendo dañado por una agresión o suma de agresiones.
Ha desaparecido la burlona severidad académica del prólogo de 1612 a las Novelas ejemplares. Allí se explicaba a sí mismo como siempre se explica a sí mismo, con tinta de zumba y tinta veraz. Contaba de buenas maneras quién es Cervantes, disipaba las confusiones de tantos con él y su talento, y se reafirmaba como creador radical y nuevo. Después del inmenso éxito del Quijote, buscaba el otro éxito, el éxito que ansía Lope también en la corte académica y ensotanada, de togas y birretes, de poltronas y cátedras, de escritores, señores y mecenas, ajeno a la viscosidad populosa de la calle y la taberna, incapaz de razonar por qué le gusta lo que lee, por qué le gusta lo que le gusta y cómo es lo que le gusta leer.
Yo creo que esos orgullosos y dolidos tercetos nacen de este momento biográfico y no están escritos en los meses centrales del año 1612, sino alentados por la retahíla excesiva y reciente de burlas ajenas, las de La dama boba quizá, pero sin duda las del Lope de San Diego de Alcalá contra su Quijote, sus heridas y su arrogancia. Pero podría haber más, de mano de algún jovenzano cuellierguido y resabiado, algún muchachito de los muchos que irritan y alteran al último Cervantes, bien sea a cuenta del Gabriel de Barrionuevo del entremés de los coches, bien sean otros ataques que hoy nos resulta imposible de identificar porque circularían en forma de anónimos tan fugaces como las entradas de blog incendiarias y olvidadas al día siguiente (o no), romances o coplillas destinados a envenenar con daño. Y podría estar al tanto ya para entonces de la continuación apócrifa del Quijote, obra de prólogo insultante y de autor que (dirá después Cervantes) «no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad». Lo seguro para mí es que esos tercetos del capítulo cuatro nacen al hilo y desde el tono del Cervantes que retoma el Viaje para acabarlo con el epílogo que fecha en julio de 1614, titulado Adjunta al Parnaso, enteramente dirigido contra el lugar que los demás le asignan en el sistema literario de su tiempo, abiertamente reivindicativo de sí mismo, a la vez que imita a Quevedo con una ordenanza de higiene literaria que ridiculiza a los malos escritores y poetas, y sobre todo, a los que, además de jóvenes, son también ricos y tontos.
Y como suele hacer cuando retoma manuscritos, deja huellas transparentes de estar haciéndolo al inicio del capítulo cuatro, el más largo del libro y el único que rebasa ampliamente la extensión de los demás. Los nuevos tercetos rompen por en medio el libro porque Cervantes ha dejado de bromear, batido por el ritmo convulso e incontinente del autorretrato, con los títulos de sus obras, de las comedias y los infinitos romances que ha escrito, con un yo que percute abriendo cada terceto —«Yo corté [...]», «Yo con estilo [...]», «Yo he abierto [...]», «Yo soy aquel que [...]»—, mientras completa el inventario de sus méritos e invoca su pasión por la literatura desde chico, todo impulsado por la indignación de «verme en pie como me veo», arrebatado como Juvenal e imitando a Juvenal, porque «de mí yo no sé más sino que promto / me hallé para decir» esos tercetos que han desnudado como pocas veces la indignación de Cervantes.
Pero a la vez intenta reconducir su corazón hacia la pacífica certidumbre de que el tiempo pondrá las cosas en su sitio, a unos el bien les llega «de repente, / a otros poco a poco y sin pensarlo». Incluso a veces se pierde por imprudencia la ventura que «tú mismo te has forjado», y hasta sabe que ha disfrutado de esa fortuna. Una y otra vez, «sin razón la suerte» ha ido negándole una posición más confortable o menos apurada, ese «venturoso estado» que «en el imprudente poco dura», y quizá él ha sido imprudente. Pero el final feliz que esperaba no llega aunque sea verdad, pero verdad resignada, que un día u otro llegará, y que a veces es mejor sacar el segundo premio en lugar del primero, porque el segundo es el justo y el primero el convenido. Sí puede el mérito «honrar más merecido que alcanzado», cuando apenas nada queda por hacer como no sea esperar mientras llega, sentado sobre la capa y, si es posible, «alegre y no confuso y consolado». Pero Cervantes no tiene capa donde sentarse. Su único consuelo es ya saber que «la virtud es un manto con que tapa / y cubre su indecencia la estrecheza» y su única compensación consiste en que esa pobreza queda «exenta y libre de la envidia», pero también herida y estoica: es verdad que «deseo mucho» pero es verdad también que «con poco me contento», franciscanamente dispuesto a respetar la distancia entre su valor público y su condición precaria. Nada ha bastado ni nada compensa hoy la altura de sus méritos, de guerra y de letras, de éxito y de ventas. A pesar de la popularidad y a pesar del aprecio de muchos jóvenes y de algunos, ya muy pocos, de los viejos colegas, «quedeme en pie, que no hay asiento bueno, / si el favor no le labra o la riqueza», como si a estas alturas, vejado por unos y por otros, todavía hubiese de pelear por el día a día de un anciano casi solo.
Cervantes ha cedido a la autocompasión y a la versión más resentida y asqueada de la vida de escritor sin amo y de una corte miope y calculadora, como si treinta años después del fracaso con Ascanio Colonna hubiese de seguir siendo un escritor sin corte aunque sea ya un escritor con obra. Tal como está el libro, o como está rematándolo en este julio de 1614, es una bomba de relojería y ni sabe «cómo me avendré con» unos y otros escritores, los «puestos se lamentan, los no puestos / gritan, yo tiemblo de estos y de aquellos». Todos saben que «canonizaste de la larga lista» a los poetas del día, y muchos le acusan de ser «mentiroso cronista» y haber incluido y excluido «por causas y por vías indirectas». Y se asusta, se asusta «de ver cómo estos bárbaros se inclinan / a tenerme en temor duro y prolijo»; los tiene localizados a estos muchachos sin coraje, sin vida y sin experiencia y, por supuesto, pisaverdes y alfeñicados. No pueden afilar otra cosa que «la espada mía / (digo, mi pluma)», hundiéndose en la miseria de una «vida almidonada», especialmente maldita porque es «virgen por la espada / y adúltera de lengua».
¿Quiénes son? Son los mismos de quienes habla Quevedo en privado, tras recibir un montón de dinero del duque de Osuna, y cuenta que anda tras él «media corte, y no hay hombre que no me haga mil ofrecimientos en el servicio de V. E., que aquí los más hombres se han vuelto putas que no las alcanza quien no da». Es «cosa maravillosa», sin duda, y tiempo habrá «para untar estos carros que no rechinan, que ahora están más untados que unas brujas». Algunos andarán por ahí intimidando a Cervantes, como estos otros que «con la risa falsa del conejo / y con muchas zalemas me hablaron», aunque «yo, socarrón, yo, poetón ya viejo», les devuelve «a lo tierno» los saludos mientras finge cortésmente porque «no dudes, oh lector, no dudes / sino que suele el disimulo a veces / servir de aumento a las demás virtudes», a la espera de encontrar «coyuntura / y ocasión secreta para darles / vejamen de su miedo o de su locura». Recela de ese y otros encuentros en Madrid porque «si eran de aquellos / huidos», cambiaba de acera o «pasaba sin hablarles».
Se le ponen los pelos como escarpias —o al revés, «yertos los cabellos»— de puro miedo de encontrar algún poeta con puñal escondido o que «con secreta / almarada me hiciese un abujero / que fuese al corazón por vías rectas», como este mismo «mancebito cuellierguido», poeta y «en el traje / a mil leguas por godo conocido», que se queja de no habérselo llevado con él al Viaje, «lleno de presunción y de coraje» y un mucho de atrevimiento. Asegura a Cervantes «que caducáis sin duda alguna creo» o, más que creerlo, «mejor diría / que toco esta verdad y que la veo». Será verdad que ya, cerca de los quinientos versos de este último capítulo, regresa «lleno de despecho» a su «antigua y lóbrega posada», y se arroja «agotado sobre el lecho, / que cansa cuando es larga una jornada». Pero ha pasado antes por los abrazos de los amigos, sin desamparo alguno, y ahí están Alonso de Acevedo y su traducción italiana en marcha, y la alegría de abrazar «en la calle a mediodía» a Luis Vélez de Guevara, «el bravo, / que se puede llamar quitapesares», y otro abrazo va a Pedro de Morales para darle «el pecho, el alma, el corazón, la mano» a un hombre que es «propia hechura / del gusto cortesano» pero es, sobre todo, «asilo / adonde se repara mi ventura».
A 22 de julio de 1614 Cervantes sigue caducando como cada día, como dicen por ahí, y también escribiendo como cada mañana, después de acudir a misa en el monasterio de Atocha o en Nuestra Señora de Loreto. Terminó hace dos días la carta de Sancho a su mujer en el Quijote y termina ahora otra carta de ficción con las espuelas calzadas para subirse a la canícula, que es como Apolo firma el papel que entrega en mano a Cervantes un risible petimetre llamado Pancracio de Roncesvalles. Cervantes está redactando ahora esa diabólica y dialogada Adjunta como epílogo en prosa sobre su condición de escritor de pobreza congénita e insuperable. Sus seis comedias y seis entremeses nadie los quiere ni se los piden, y no porque ignoren que los tiene sino «porque ni los autores me buscan, ni yo los voy a buscar a ellos». Saben sin duda que las tiene, pero «como tienen sus poetas paniaguados y les va bien con ellos, no buscan pan de trastrigo», plantado Cervantes ante el lector cuando termina ya el libro porque ahí, al final, es donde incluye este otro invento experimental, esta extravagancia de escritor que se desenvuelve como quiere en la literatura cómica para mecharla de confidencia amarga o de burla de la incompetencia ajena, como hace en otro «papel aparte» que cierra la Adjunta el Viaje entero. Es la paródica caricatura jocosa de unos «Privilegios, ordenanzas y advertencias» destinados a los poetas. No va a quedar mal ni con su coetáneo Vicente Espinel, uno de los amigos «más antiguos y verdaderos que yo tengo», y casi el único superviviente de los viejos tiempos, ni tampoco con el procaz, venenoso y genial Quevedo. A quien no quiere ver para nada es a quien ve saliendo del monasterio de Atocha, este Pancracio de 24 años a la moda, «todo limpio, todo aseado y todo crujiendo gorgaranes», con ruido de sedas y cordoncillos elegantes, sin saber lo que es una espada con sangre ni una batalla real, ni la vida de las armas ni la estrechez de la pobreza. Como es rico, «no se le dé nada que sea mal poeta».
Y yo diría que al hilo y de corrido escribe el prólogo al Viaje que despacha con otra ocurrencia chistosa. Excepto a los amigos, a nadie va a gustar ni poco ni mucho el libro, tanto si el lector que es poeta se encuentra «en él escrito y notado entre los buenos poetas», como «si no te hallares». Tanto unos como otros están obligados a dar las «gracias a Apolo por la merced que te hizo», que es como obligarles a darle las gracias a él, tanto si salen bien parados como si salen mal. Ni siquiera estamos muy seguros de si sale o no sale en él el seguro amigo que a mediados de septiembre de 1614 firma la aprobación, José de Valdivielso, pero sí de la gracia que ha puesto en ella al reconocer cosas «muy conformes a las que del mismo autor honran la nación y celebra el mundo».
Debe saber de primera mano Valdivieso que el Quijote circula traducido fuera de España ya y las Novelas ejemplares han consagrado definitivamente al autor. El mismo Valdivielso ha sido capellán para fieles mozárabes del arzobispo Bernardo de Sandoval en Toledo, vive en Madrid, en la calle Mesón de Paredes por entonces, y es autor de una comedia de santos sospechosamente titulada El loco cuerdo. Está perdida la obra pero a él se le ha visto a menudo junto a Juan de Jáuregui, que hizo un retrato de Cervantes que tampoco conservamos, pese a la innumerable cantidad de veces que se ha impreso como auténtico siendo falso.
Inmerso en el final del Quijote, con el caballero metido en Barcelona sin duda, o a punto de caer en la arena de la playa, escribe Cervantes la dedicatoria del Viaje en noviembre de 1614, sin olvidarse de deplorar la mala costumbre de los escritores jóvenes descaradamente ladrones. Se «usa que cada uno escriba como quisiere y hurte de quien quisiere» y sin demasiado respeto o sin atender a sus propios intereses literarios, como es raro que cuadre a nadie una «extravagancia» como su historia del loco. Por eso, «venga o no venga a pelo de su intento», ya «no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia poética». A él le queda por escribir ya solo su soneto preliminar, divertidamente resignado a pedírselo a «su pluma mía mal cortada», libre de «andar de una en otra encrucijada / mendigando alabanzas» que serán «de ruin casta» y es de las cosas más tristes que se pueden hacer, «escusada / fatiga e impertinente, yo os prometo».
A Cervantes no le «han dado algún soneto / que ilustre de este libro la portada» (porque no lo ha pedido, como no los pidió para el primer Quijote) pero en ella va la dedicatoria a un muchacho de 15 años, Rodrigo de Tapia, que es caballero del hábito de Santiago pero es sobre todo hijo de un encumbradísimo noble de la corte de Lerma, «oidor del Consejo Real y consultor del Santo Oficio de la Inquisición Suprema». Todos sabían —pero no lo dice la dedicatoria— que la «opulencia de sus casas» en Valladolid le causó «alguna reprensión» y, en el fondo, «le sirvieron más de acusación que de alojamiento», según escribe tiempo después Quevedo, preso en la Torre de Juan Abad, sintiéndose «en el fin de una vida» a los 41 años. Por la módica cantidad de cuarenta y cuatro maravedíes, apenas un poco más de lo que cuesta cualquiera de los centenares de documentos que esta sociedad registra a diario ante escribientes y notarios, uno podía llevarse de la librería de la viuda de Alonso Martín el modesto cuerpo de once pliegos del Viaje, puesto a la venta en diciembre de 1614.
BENDITO INTRUSO
Cervantes se ha arrepentido ya de haberse dejado llevar por su intermitencia habitual. Ha dejado pasar demasiados años entre la publicación del Quijote en 1604 y la continuación que se arrastra por su mesa. Se metió a revisar las Novelas ejemplares, quizá intentó como creo colocar alguna comedia propia y nueva, porque las tiene, y por fin se dejó enredar en la batalla literaria con los poetas señoritos y «güeros», como los llama Quevedo. Proyectos y rapapolvos han acabado restando el tiempo que necesitaba para lo que importa. O al menos para adelantar uno de los dos libros que tiene entre manos, porque son dos, y los dos van para largo, el muy avanzado segundo Quijote y el Persiles encarrilado.
Tuviese o no noticia del libro meses atrás, a mediados de septiembre ha caído sin duda en sus manos el de Avellaneda. La tormenta no habrá sido pequeña repasando en directo poco a poco lo que va metido en él, más convencido aun del sinsentido de copiar y robar de los demás «venga de donde venga». Hasta ahora su Quijote ha crecido como han crecido todos sus libros, a impulso de ocurrencias en libertad, improvisadas a golpes de ocio feliz, y es verdad que algunas veces en condiciones más calientes y hasta coléricas. Le ha sacado de sus casillas literalmente el atrevimiento de este golfo, aunque por suerte a Cervantes las casillas de las que le ha sacado ya no tienen forma de espada, ni de ira ni de cólera, sino de ridiculización y de parodia, de burla incisiva y vejatoria sin sangre, mansa e infiltrada pero por eso mismo más definitiva.
Es posible que desde ahora cambie cosas ya escritas o meta texto nuevo en los capítulos más tempranos. A veces al menos lo parece, como cuando don Quijote recela en el capítulo octavo que en la historia sobre él Cide Hamete «haya puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras», dedicándose a «contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia». Carece de sentido que hable de continuación Cervantes cuando don Quijote recela de la parte ya publicada a nombre de Cide Hamete, y menos sentido tiene todavía que lamente el daño que causa la «envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes». La condena como el peor de los vicios, o casi, porque de golpe Cervantes vuelve a ver dos cosas contradictorias, ese «no sé qué de deleite» que los vicios traen consigo pero a la vez la envidia «no trae sino disgustos, rencores y rabias».
Quizá haya alguna más, pero con seguridad en los quince capítulos finales Cervantes va a actuar como el guerrero que es contra la ofensa enemiga y va a seguir dejándose llevar de la escritura desatada sin perder de vista al intruso. Escribe la continuación como un contraataque acelerado con la mayor inteligencia creativa del mundo en los meses finales de 1614, sin el ansia que ha volcado ya en los versos del Viaje y en la prosa Adjunta. Su temple ahora es otro, disimula incluso el maltrato que reciben sus protagonistas en ese libro, tan vulgarizados y empobrecidos. Regresa al escritorio a toda marcha para hacerle creer al enmascarado que sabe quién es y lo malo que es, lo torpemente que ha usado las obras de los otros y la indecencia misma de continuar una historia original y afortunada que no es suya. Es imposible que Lope no estuviese al tanto y contribuyese a trufar de maldades el prólogo que Cervantes ha vuelto a leer sin querer. Hizo bien ese buen escritor que es Mateo Alemán, piensa Cervantes, en vengarse sin paliativos hace años de un imitador que publicó con el nombre de Mateo Luján de Sayavedra una falsa continuación del Guzmán de Alfarache. Alemán metió al autor en la segunda parte auténtica del libro, lo volvió tarumba y lo tiró sin contemplaciones por la borda para que se ahogase en el mar el tal Luján ladrón.
Cervantes va a ser más sutil en algún momento de este final del verano de 1614 y no mete al autor sino que enfrenta a don Quijote a ese su otro yo, deforme y degradado, a través de las impresiones de lectura de dos personajes en el capítulo 59, mientras hablan y opinan sobre lo que están leyendo. Cervantes actúa sin apremio, sin hacerse el agonías y con calma casi indostánica, y deja que hable don Quijote sin demasiadas luces. Apenas reprueba en el apócrifo, tras cogerlo en sus manos y echarle un vistazo, algunas palabras del prólogo, algunos usos dialectales y un error en el nombre de la mujer de Sancho. Pero sí oye la opinión dispar de los dos personajes que leen al apócrifo recién llegados a la venta. Uno de ellos quiere seguir matando el tiempo con la historia porque «no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena», que no es mucho decir, y ya lo había dicho Sansón al principio. El otro confiesa que «el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda», que es otra cosa, y empuja a Cervantes a un desdén casi altivo para que sea el mismo don Quijote quien lo dé «por leído», lo confirman tanto él como Sancho «por todo necio», y no van a alegrar al autor «con pensar que le había leído, pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, cuando más los ojos», que es ya un juicio categórico, concluyente e insultante.
Cervantes ha encontrado un estímulo imprevisto para alterar los planes de la novela y hacerla pivotar invisiblemente en la enemistad y la antipatía hacia el burdo imitador de sus personajes. El resultado es una vertiginosa instalación de Cervantes en la realidad fáctica o histórica de su tiempo, como si la intromisión del libro de Avellaneda hubiese propiciado en Cervantes la genialidad definitiva de situar a su personaje de ficción en plena refriega con la realidad histórica y empírica para probar que el verdadero es el suyo, porque es real, y trata con hechos y sucesos reales que todos conocen: convive felizmente con un bandolero extremadamente popular, llega a la Barcelona festiva de San Juan con descripción precisa de sus actividades y después recala en el puerto con la actividad verdadera del puerto de Barcelona. Todo es parte de la información común de cualquiera o crónica cotidiana, y ahí está un personaje de ficción, don Quijote, que ha dejado de ser ficción porque es parte de la turbamulta de la realidad sin que la aventura pierda tensión, intriga ni interés y gane pura genialidad.
Cervantes ha cavado el pasadizo que conduce desde la ficción a la actualidad política y social, como solo sucede en esta etapa final de su vida, como sucede abiertamente en el Coloquio de los perros con recursos irónicos semejantes y como de algún modo sucede en la más potente comedia de Cervantes, el Pedro de Urdemalas. En el Quijote lo hace al menos en tres puntos calientes de la sociedad de esos días: la nobleza solidaria y justa del bandolero Roque Guinart, la resistencia al acoso de las naves turcas contra las costas en Barcelona y el juicio desapacible que le merece a Cervantes la expulsión de moriscos desde 1610. El bombeo irónico del libro deja espacio al bombeo de su inconformismo contra el maltrato abusivo contra el morisco, aunque no lo haga con discursos y diatribas como tantas veces oímos en este segundo Quijote en boca del caballero, sino a través de la narración misma. La intención de la ley de expulsión de 1609 pudo ser justa, pero ni la respetan el caballero catalán Antonio Moreno, aliado de Roque Guinart, ni la respeta el virrey de Barcelona, sin «inconveniente alguno» en que se queden en España «hija tan cristiana y padre, al parecer, tan bienintencionado»: se instala ella «Ana Félix, con la mujer de don Antonio, y Ricote en casa del visorrey».
Los conflictos que ha atraído Cervantes al final de la novela siguen en la ruta interna y laberíntica que atrae la realidad a la ficción, como el juicio de los lectores discretos y botarates, como los consejos de gobernabilidad y justicia, como el rapapolvo contra los graves eclesiásticos ignorantes y atrevidos, como la coherencia moral del bandolero, la vigencia del drama del cautiverio o la injusticia de la causa general emprendida contra el morisco. Son hechos de actualidad que llegan sumergidos en la circulación sanguínea de una novela fundamentalmente irónica que ha creado a la vez el espacio para que la cuña disidente o inconforme de Cervantes deje un rastro inconfundible de sus posiciones propias. Y sin merma alguna de la eficacia del artefacto de ficción, sin romper el equilibrio interior ni reducir las escenas o las intervenciones a alegatos ni proclamas.
La realidad avasalla a don Quijote como está avasallando a Cervantes mismo. Tanto es el acoso que hasta en algún epígrafe anuncia Cervantes que las cosas que van a pasar tienen más de «lo verdadero que de lo discreto». Todo es demasiado real y conviene avisarlo antes de entrar sin más, todo está tratado como real y todo ratifica la veracidad empírica de don Quijote, ya inequívocamente auténtico. Cada uno de esos escenarios deja de ser el espacio de la ficción para ser noticia crítica de la realidad del día, como una crónica novelada de la realidad. Para que su personaje viva en el mismo plano de realidad, Roque Guinart (el histórico Perot Rocaguinarda) no desmiente la fama verídica que en la comedia de La cueva de Salamanca le había asignado Cervantes como «muy cortés y comedido, además de limosnero». A todos los trata con singular ecuanimidad como «valeroso caballero catalán» cuyas actividades tienen «más de compasivas que de rigurosas», y todos, y el primero don Quijote, se rinden «admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y extraño proceder». Y sí, es verdad que habla un loco de poco fiar pero es Cervantes quien alimenta la aprobación de un bandolero que en ese momento histórico está reenganchado ya como soldado en los tercios españoles, gracias a un acuerdo con la justicia que salva al forajido y lo integra en el orden.
Y Cervantes quiere aprobarlo expresamente en el libro: pocas veces habrá visto nadie repartir un botín «con tanta legalidad y prudencia» como la del histórico bandolero, «que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva». Por eso no dudan Cervantes ni don Quijote que el mal de este hombre tiene cura aunque solo puede «sanar poco a poco, y no de repente y por milagro», como si adelantase otra vez más Cervantes la semilla luminosa de nuestro futuro planeta ilustrado. En la mesa de Cervantes sigue don Quijote esperando a que lo acompañe Roque Guinart a la playa de Barcelona la noche misma de San Juan, para despedirse entonces ambos a la vista del mar que no ha visto nunca —«espaciosísimo y largo»— y como no se despide casi nunca de nadie don Quijote, con un abrazo, y con todas las certezas confirmadas de que él es el auténtico caballero, «no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, legal y fiel».
Desde el mar, Cervantes vio sin duda Barcelona, y esa es casi la única certidumbre posible a partir de su obra. Y aunque sí oyó el catalán, como «graciosa lengua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable», el único elemento verdaderamente indestructible para tratar de saber si estuvo o no estuvo Cervantes en Barcelona, que probablemente sí, no es físico o material. Las descripciones de Sevilla, Toledo, Aranjuez, Lisboa, Nápoles o Roma son tan veraces como vividas y ninguna hay semejante dedicada a Barcelona. Pero sí hay un retrato alucinante que saca Cervantes al hilo de una aventura del Persiles que, leído con la puntuación adecuada, deja rendido de inquietantes premoniciones al sentir a los «corteses catalanes» como «gente enojada, terrible» y, a la vez, «pacífica, suave» pero, sobre todo, «gente que con facilidad da la vida por la honra y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo».
Tira peligrosamente de Cervantes la obstinación burlesca antes que la sagrada verosimilitud narrativa, mientras acelera la escritura final de su segundo Quijote en estos finales de 1614, en capítulos cada vez más breves y premiosos. Para volver a meterse con el innombrable, está conduciendo sus naves de bruces contra la realidad y no desdeña siquiera presenciar en la imprenta de Barcelona la composición del libro (donde algunos creen que pudo imprimirse realmente el apócrifo Quijote), cuando la buena fe de don Quijote lo daba por «quemado y hecho polvos por impertinente». Pero ya decididamente, y «con muestras de algún despecho», toma el camino de la playa. Se asoma al final de su vida de caballero, derribado en «una peligrosa caída» tras el combate con Sansón disfrazado como caballero de la Blanca Luna. La lealtad quijotesca al código del honor va a perder la batalla contra el engaño del disfraz, y ya don Quijote derrotado parece hablar sin alzarse la visera desde«dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma», seguro de su imprudencia pero también fiel a su despejada cabeza, decidido a hacerse, ya que no caballero, a lo menos pastor con el nombre de Quijotiz: derrotado pero igual de loco que siempre.
Cervantes todavía ha de soltar el último latigazo genial que vuelve a trastocar todas las convenciones y pone tan patas arriba las posibilidades de la novela que abre aun otra puerta invisible pero real a la ficción. Ha reservado la crueldad más grande contra Avellaneda para infligirla no él ni don Quijote sino un personaje tomado de la misma novela de Avellaneda, Álvaro Tarfe, a quien interrogan don Quijote y Sancho hasta hacerle confesar la distancia sideral entre sus colegas de novela y los personajes de la novela de Cervantes. Y no tiene duda Álvaro Tarfe de la gracia y el ingenio de unos y la burda imitación de los otros, confesada por quien ha de conocerlos de primera mano y prefiere abrazarse amistosamente con los verdaderos en unas páginas deslumbrantes e imposibles. Quizá la historia de Avellaneda ande «de mano en mano pero no para en ninguna, porque todos la dan del pie», incluido uno de sus propios personajes. Tiene razón Sancho en que «el decir gracias no es para todos», aunque si de veras fuese esa obra «buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida, pero si fuere mala, de su parto a la sepultura no será muy largo el camino».
Tampoco esta vez deja Cervantes sin puntualizar con cuidado las cosas importantes. Sin descuido alguno, repite la anécdota que ha contado ya al principio en torno al pintor que pinta «a lo que saliere», como dicen que hacía un tal Orbaneja y como ha hecho imprudentemente el atolondrado Avellaneda. Cervantes no escribe a lo que saliere, ni toma de cualquier sitio las cosas sin pensárselas antes. Muchos incautos llevan mucho tiempo repitiendo esa bobada, sin tomarse en serio el libro, víctimas sin saberlo de su bienhumorada agilidad natural. Pero es lo contrario, porque el primer Quijote ha sido muy libre, no se parece a nada y ensaya cosas que no existían, pero todas están meditadas y repensadas, con sus grados de suspense y de intriga, con historias engarzadas al hilo de la historia en sí misma. La naturalidad del tono y la oralidad que habla en todo el libro, la zumbona ironía que lo empapa todo, ha calado en los lectores de tal modo que algunos han creído que solo es pura charla improvisada. El irresponsable que ha actuado sin saber lo que hacía o haciéndolo a lo que saliere, ha sido Avellaneda al imitar a dos personajes que en nada se parecen a los que ha pintado él, tan disímiles a los originales y «tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones».
Es tan irreal y verdadero todo que Cervantes ha reinventado el realismo fantástico entre el Coloquio de los perros y este segundo Quijote, mientras vulnera sus propias reglas de juego, las leyes y requisitos que ha reclamado tantas veces para la novela y para la comedia. Las ha subvertido ahora sin perder eficacia y sin desbaratar la atracción absorbente de un libro que hace y dice imposibles sin que nada resulte ni imposible ni siquiera inverosímil, impulsado por la urgencia de sacudir media docena de sartenazos al patán que ha convertido a sus personajes en dos pendejos pueriles, malhablados y sin gracia. Cervantes funde los plomos de lo verosímil porque acaba de hacer que la ficción sea más arrolladora que la imitación aristotélica mientras vulnera sus principios y siente que esas intromisiones de lo imposible en su libro ni lo afean ni lo rebajan; lo dotan de una inédita novedad absoluta sin daño alguno al libro porque «las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza de ella, y las verdades tanto son mejores cuanto son más verdaderas». Pero aquí no hay modo de entender cómo pueda estar a la vez Álvaro Tarfe en el libro de Avellaneda y charlar con don Quijote y Sancho mientras se tira todavía en la imprenta de Barcelona, y, por descontado, da igual: viven la realidad absoluta de la ficción, por la misma razón que Altisidora, de vuelta del infierno, sabe que allí está condenado el libro, en «los abismos», y «tan malo» que si el diablo de propósito se «pusiera a hacerlo peor, no acertara».
Le acaban «melancolías y desabrimientos» a don Quijote en esos seis días de calentura que pasa en su pueblo, cuando tiene «juicio ya libre y claro», pero no el tiempo para leer otros libros «que sean luz del alma», como Luz del alma se titulaba uno que se imprimía también en Barcelona. Sólo quisiera morir ya de modo que «diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco, que puesto que lo he sido no quería confirmar esta verdad en mi muerte» para ser el que ha sido siempre, Alonso Quijano el Bueno, y por primera vez aparece nombrado así en el libro. A nadie ha dejado nunca de darle un vuelco el corazón cuando las noticias «dan un terrible empujón a los ojos preñados» del ama, la sobrina y Sancho hasta que les «hizo reventar las lágrimas de los ojos». El lector se oye a sí mismo en la queja de Sancho, «no se muera vuestra merced, señor mío», «tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más». Ya «escarmentado en cabeza propia», abomina don Quijote de las aventuras de caballeros y de pastores y, sin broma alguna a la hora de la muerte, «siento que me voy muriendo a toda prisa», como el hombre que «fue siempre, de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían», entre las fiestas que hacen sin disimulo Sancho y la sobrina brindando por el fin del caballero y por su testamento. Tapan así «la memoria de la pena» de que se muera el caballero, sin dejar Cervantes que el color oscuro del final se contagie a la historia, sin perder el control del humor mientras la angustia atrapa a Sancho entre las burlas forzadas de no querer saber que se muere y las veras de un muerto que ya no quiere ser más loco ni tampoco seguir vivo: «perdóname, amigo».
Irreductible, Cervantes no suelta la presa tampoco ahora, y actúa como moderno defensor de su propiedad intelectual. Nadie sabrá dónde enterrarán a don Quijote para que ningún lugar se pelee por su tumba y ningún «folloncico» y «otros presuntuosos y malandrines» usurpen otra vez la empresa que «para mí estaba guardada», aunque haya intentado hacerlo «el escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada» nuevas aventuras de don Quijote. Esa no ha sido ni «es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio». Tendido y muerto del todo «mi verdadero don Quijote», por él «van ya tropezando» las otras «fingidas y disparatadas historias» de caballeros y, con Avellaneda el primero, «han de caer del todo sin duda alguna».
En plena descompresión y resarcido de una venganza diferida, jovial e irreversible, en torno a enero de 1615 recupera Cervantes su mejor humor apacible para la carta al lector que todos esperan en el prólogo. Las violencias e insultos del falso quijote han revolucionado mentideros y corrales, corrillos y tertulias, todos disfrutando anticipadamente del mandoble que Cervantes devolverá y no devuelve, pese a que «con tanta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios» del innombrable. Pero no, Cervantes vuelve a moverse con la libertad zumbona y relajada de la venganza consumada en los últimos meses de 1614, recupera las aguas mansas y cordiales de una genialidad vegetal, atmosférica y respirada, con la rumia tranquila y la condescendencia clemente que contraría lo que todos esperan. Es lo suyo, hacer lo contrario de lo esperado, desbaratar expectativas, imponer su autoría desatada de toda norma escrita y sin escribir. Imagina de nuevo con el motor de la ironía tan en marcha que vuelve a ser un prólogo que se niega a ser lo que va siendo, en otra forma más de reflexividad pasmosa, hija de la soberbia, pero no del orgullo y sus comezones ratoneras.
Como cuatro años atrás, en el prólogo a las Novelas, como treinta años atrás en la Epístola a Mateo Vázquez, la belleza secreta de sus feas heridas «resplandece en los ojos de quien las mira» cuando «saben dónde se cobraron», con la memoria siempre viva de su vida de soldado porque siempre «más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga». Si pudiera vivir un imposible, «quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa» de los muertos que «sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella». La envidia está lejos de su corazón, y su mala fortuna en el teatro de hoy no envilece su gusto ni duda de que Lope sea, contra lo que cree Avellaneda, el gran escritor que es y «del tal adoro el ingenio, admiro las obras», aunque también dice admirar Cervantes «la ocupación continua y virtuosa» con la zumba rasante al final dedicada a un sacerdote que no ha dejado sus actividades habituales.
Cervantes a estas alturas cuenta ya con el apoyo seguro tanto de Lemos como del cardenal Bernardo de Sandoval. Es algo más que una mención protocolaria: el primero lo protege «contra todos los golpes de mi corta fortuna» y «me tiene en pie» —ahora sí—, y tanto da que se impriman contra Cervantes tantas coplas como las más populares porque seguirá con él la «suma caridad» del cardenal. A ninguno de los dos los cubre «adulación mía ni otro género de aplauso», solo «por su sola bondad han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme, en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre». Cervantes es pobre, como ha dicho y repetido de mil maneras en el Viaje del Parnaso, dos años después en la Adjunta al Parnaso, y ahora de nuevo en este prólogo de principios de 1615. Pero nada de ello impide ser estimado «de los altos y nobles espíritus» sin anegarlos en mentiras aduladoras, favorecido como «hombre honrado» que ha dado «noticia de estas discretas locuras» inteligentes. Deja a don Quijote «muerto y sepultado», aunque no ha rematado todavía, pero casi, «el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de la Galatea».
Todo ha de tenerlo en las manos Robles a mediados de enero de 1615 para encargar la copia en limpio y mandarla al Consejo con los contactos muy bien hechos. Porque en el reparto de manuscritos que asigna el vicario de siempre, Gutierre de Cetina, acaba de caerle en las manos el grueso original a otro cura más, Francisco Márquez Torres —Cervantes está rodeado en este tiempo de curas, capellanes y sacerdotes—. A sus 40 años acaba de entrar al servicio directo en Madrid de Bernardo de Sandoval y ha de ser amigo del escritor o cuando menos conocido. Asume sin disimulo la defensa de Cervantes como víctima de un desafuero y actúa como primer contrafuerte de un cristiano ejemplar capaz del mejor castellano, «no adulterado con enfadosa y estudiada afectación, vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos», sin faltar en nada y con «tanta cordura» a las «leyes de la reprehensión cristiana». Márquez Torres se esfuerza por magnificar la seriedad del libro y su fin de «estirpar los vanos y mentirosos libros de caballería». Otros no saben hacerlo tan bien, ni han sabido «templar ni mezclar a propósito lo útil con lo dulce», y así han dado en lo peor, que es la incapacidad de «imitar a Diógenes en lo filósofo y docto». Acaban atrevida y equivocadamente imitándolo por «lo cínico, entregándose a maldicientes, inventando casos que no pasaron» y, en el fondo, y es lo peor, «descubren caminos para seguir» el vicio «hasta entonces ignorados». No han acertado ni con las dosis ni con la oportunidad de aplicar la medicina, como obviamente Avellaneda se ha protegido en esa misma excusa didáctica para escribir su libro sin acertar en la mezcla ni en la víctima.
A Cervantes nada de eso le atañe y lo saben casi mejor fuera de España que dentro. Cuando algunos altos caballeros de Francia, Italia, Alemania o Flandes visitan la corte, «como a milagro desean» ver al autor del Quijote. Márquez ha podido comprobarlo este mismo 25 de febrero de 1615 porque en compañía del cardenal ha escuchado junto a otros capellanes la curiosidad de los nobles visitantes por las novedades literarias. Como él mismo andaba acabando de leer el original de Cervantes, lo ha mencionado con la sorpresa de que en Francia se «hacían lenguas» de él, conocían La Galatea y alguno se la sabía de memoria, otros conocían la primera parte del Quijote y otros las Novelas de hace un par de años. Al ofrecerles la posibilidad de visitarlo en su casa, les ha adelantado que iban a encontrar a un hombre «viejo, soldado, hidalgo y pobre». Y aunque a uno de ellos le parece que España debería tenerlo «muy rico y sustentado del erario público», otro bromea diplomáticamente pensando que mejor que siga pobre, si esa «necesidad le ha de obligar a escribir». Y tanto si Márquez se ha excedido como si roza en «los límites de lisonjero elogio», mantiene el texto como está porque a «día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué cebar el pico del adulador». Cervantes es pobre y de Cervantes no va a recibir gratificación alguna el licenciado Márquez Torres.
La contraofensiva suma veinte días más tarde a otro amigo, y también censor del libro. José de Valdivielso, en marzo de 1615, tampoco redacta una aprobación de trámite sino una extensa y bien armada defensa «de la honesta recreación y el apacible divertimento» del libro. Como el mismo Cervantes en el prólogo y como el mismo Valdivielso de la eutrapelia, aconseja mezclar a «las preocupaciones y trabajos los placeres y entretenimiento». Cervantes mezcla «las veras a las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral a lo faceto» y chistoso, y cumple así a rajatabla, como ha dicho ya Márquez Torres y como necesita Cervantes que repitan todos, el fin de disimular «en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensión» para invalidar los libros de caballerías y limpiar estos reinos «de su contagiosa dolencia».
A Cervantes el poder no le ha fallado, o al menos las cotas de poder que atañen a la censura eclesiástica. Sale blindado con estas dos aprobaciones evidentemente sobreactuadas en la defensa de su pulcritud cristiana, como en bloque salieron en su defensa los prologuistas de las Novelas ejemplares hace dos años. Cervantes respira tranquilo.
LA NOVELA TOTAL
No hay dos Cervantes, uno realista y otro fantástico, uno de fe y otro descreído, uno aventurero y otro costumbrista. Hay un solo Cervantes que se bate con todo e inventa lo que nadie inventa, ensaya mezclas sin miedo y seguro de sí mismo porque dejó hace mucho tiempo de ser el pretendiente cauto y circunspecto que necesitaba un lugar en la corte de los años ochenta del siglo pasado. Lo que sí hubo fue un Cervantes anclado en las verdades estáticas del idealismo tradicional y con los años llegó otro, reeducado para una visión más esponjada y menos rígida del mundo, incluso fundamentalmente irónica como modo de designar el destilado de la experiencia vivida: la realidad no se deja reducir a principios absolutos, el sentido de lo real a veces es imposible de atrapar en una verdad prefijada y unívoca.
Aunque el Cervantes creyente y triunfal del Persiles sea el menos cervantino para nosotros, tiendo a creer que, a pesar de todo, es el más cervantino para el mismo Cervantes, como si el hallazgo prodigioso de su Quijote fuese fruto del embrujo de la obra y no del hombre histórico, o no del todo. No lo digo porque ignore Cervantes la genialidad de lo que ha hecho, que es para mí enigmático, sino porque en su lugar y en su tiempo, la obra que ha de culminar sus expectativas como escritor no puede ser un artefacto tan extravagante ni tan burlón ni tan turbadoramente sumido en las relajadas contradicciones de un libro que no sufre por vivir dentro de una contradicción crónica e insoluble. El lector sigue sin autoridad a la que acogerse, no hay tutela ni guía que resuelva la evidencia de que piensa y razona un sujeto desequilibrado y de poco fiar, dominado por una endiablada fe en su nueva existencia de caballero. Don Quijote y Sancho siguen sumergidos en la atmósfera narcótica de un mecanismo que deja en entredicho lo que se dice en ella porque está hipotecado por la inequívoca chaladura del caballero y el mimetismo interesado casi siempre de Sancho.
Este Quijote adelanta la modernidad al generar una sospecha sistemática sobre sí misma, una especie de cuestionamiento insoluble sobre la naturaleza de su protagonista, porque nada resuelve el equívoco de pensar bien desde el mal de un desequilibrado. Propicia así Cervantes antes que nadie el adiestramiento del lector en una realidad que vive en las contradicciones y renuncia a falsificarla. Ni la experiencia que tantas veces invoca Cervantes ni la inteligencia sobre la pluralidad de intereses y vivencias del mundo propician la expectativa de soluciones totales sino lo contrario: es el novelista quien puede adelantar, como lo hará la novela en los siglos posteriores, una conciencia escindida del mundo donde el bien es a la vez mal, pero sobre todo donde dos respuestas contradictorias pueden ser verdaderas al mismo tiempo.
Tan fundamental como la suspensión de las respuestas absolutas y excluyentes lo es la suspensión de desolación alguna por esa visión porque la novela es una fiesta de alegría y buen humor sin desesperanza ni angustia. Es héroe y orate don Quijote como a escala somos héroes y orates, una cosa y la otra porque la novela ha difuminado o desvanecido todo punto de apoyo definitivo. No lo hay para decidir si es inteligente o es disparatado el inventario de consejos para gobernar la ínsula; no lo hay para saber si los arbitristas son los botarates que el botarate de don Quijote dice que son; no lo hay tampoco cuando don Quijote hace la anatomía de los linajes y opina y perora sobre ellos: ¿con razón, sin razón? ¿Insensato o sensato? Nadie llega en auxilio del lector, Cervantes tampoco, aunque sea Cervantes quien está usando ese motor irónico para filtrar con él sus propios juicios y valores en pleno desvalimiento, en plena suspensión, porque todo está en manos del lector y su criterio sobre los criterios de un loco que parece tan cuerdo.
Desde la modernidad la visión del mundo perdió el anclaje de lo absoluto, pero no mientras vivió Cervantes. Por eso prefigura la conciencia moderna encarnándola en un personaje en quien la lucidez y la locura conviven inextricablemente una con la otra. La ficción empieza con el Quijote a ser esa «arma de destrucción masiva» de ideas monolíticas o presupuestos absolutos de la que habla Javier Cercas porque activa la percepción de la simultaneidad de verdades inconciliables o de verdades contradictorias y esencialmente destinadas a exponer a los hombres a la condición de una desprotección feliz y liberadora, sospechosos todos de ser en alguna medida héroes y orates, sabios y ridículos, cuerdos y locos.
Y sin embargo nada de todo esto, sino exactamente lo contrario, es lo que ocupa a Cervantes en la obra que escribe al final de su vida junto al segundo Quijote. El Pérsiles es la otra cara de esta luminosa prefiguración del mundo moderno y actúa al revés, anclado en el orden inmutable e intangible de un mundo bien hecho, donde la salvación existe, las verdades estables también y la fe y el esfuerzo redimen en una suerte de teleología que da sentido a todo y sin reservas. Cervantes regresa con el Persiles al orden de su tiempo a la vez que ha escapado a él con el Quijote, como si su misma trayectoria final cuajase un diabólico trazado irónico donde el mismo hombre entiende y desentiende lo entendido, como si la fuerza de don Quijote lanzase al futuro a Cervantes y la convicción del Persiles lo anclase a su tiempo.
El acelerón al que le obliga la publicación del apócrifo, entre septiembre y diciembre de 1614 o enero de 1615, ha interrumpido abruptamente el desarrollo del Persiles. Pero cuando de veras vuelva a él tampoco todo seguirá igual en ese libro. La escritura final del Quijote destiñe muy visiblemente en la historia peregrina y casi emplaza también a sus protagonistas, a los dos falsos hermanos y amantes castos, en el centro de la realidad ordinaria de las ventas y los caminos. Los dos últimos libros del Persiles están sujetos a otra ley, mixta del escritor del Quijote y a la vez del fiel seguidor de Heliodoro y la invención de una historia viajera, amorosa, sentimental, pero ya, ahora, también a ras de tierra y poblada de observaciones realistas. El contagio que llega al Persiles del autor del Quijote no es esencial, evidentemente, pero sí accidental: Cervantes integra en una historia feliz la ruindad común del mundo a ras de suelo y hasta con huellas rastros de costumbrismo colorista, de espacios domésticos y agitación urbana, contrariedades vulgares, charlas con chispa, conversaciones a pie de calle.
No creo que escriba sus historias de personajes mortificados y felices resignado a ley contrarreformista alguna, aunque la acate y hasta la comparta en buena medida; las escribe porque le subyugan y le emocionan, porque cumplen con las expectativas que íntimamente pone él en el escritor que ya es, vejado y burlado por los demás, maltratado por este y por aquel, y a la vez orgulloso de ser el único capaz de emparentarse con la primera luminaria del firmamento de la literatura seria, que es Heliodoro, y haber sido a la vez el autor del mejor pasatiempo sin finalidad moralizante alguna, como es el Quijote, entre unas cuantas cosas más. El objetivo decidido ya hoy, acabado el Quijote y listo para seguir con el otro manuscrito, es fundir los dos impulsos y las dos ánimas de esa literatura que puede ser casta y aventurera, guiada por un fin santificador y religioso, pero puede a la vez descongestionar de envaramiento y falsedad fantasiosa sus texturas y hacerlas próximas a sus descubrimientos recientes sobre la realidad y la literatura. Parece que algunas formas de sabiduría nacen del cruce entre subversión radical y manso conservadurismo.
El primer paso para despejar la cabeza de los más precipitados, como tantos estudiantes y lectores que solo ven en él al chistoso ambulante y ocurrente, fue preparar un libro intachable y nuevo como las Novelas ejemplares; el segundo paso incluye la diseminación en el segundo Quijote de la experiencia y el razonamiento maduro de Cervantes bajo las condiciones de la ironía y la simultaneidad de verdades inconciliables; el tercero y definitivo irá de la mano de una novela destinada a consagrarlo entre los contemporáneos con la última historia que sabe que podrá escribir sin renunciar a ser quien es y a quien quiere ser a la vez. Lo más sintético que se me ocurre es que Cervantes sabotea en el Persiles el hallazgo capital del Quijote.
Imagino que hacia la primavera de 1612, había de tener al menos completados los dos primeros Libros, pero muy lejos de tener acabada la historia completa. Ha escrito en él a la vez que en el primer Quijote y desde luego en el Viaje, aunque sin duda lo deja todo en septiembre de 1614 para acabar el segundo Quijote con la lengua fuera y la furia contenida. Desde el segundo Libro, y de forma abrupta y sorpresiva, ha aparecido en el Persiles otro narrador con otro aire, en otra clave y otra disposición: burlón y directo e inédito en esa obra, como si llegase descolgado de otra historia. Continúa la peregrinación con otro desparpajo, mientras descubrimos por sorpresa que tampoco esa historia es suya sino obra de otro autor del que nada se supo en el Libro primero, e incluso resulta ser «traducción (que lo es)». La libertad de este Cervantes se parece mucho a la libertad del autor del Quijote y toma decisiones a la vista de todos. Elimina, o dice eliminar, una digresión sobre los celos «por prolija y por cosa en muchas partes referida y ventilada» para poder regresar cuanto antes «a la verdad del caso», aunque todo es incierto porque parece que la tormenta que han vivido los personajes «turbó el juicio del autor» también y «a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios», sin saber «qué fin en él tomaría». No han cambiado los problemas de Cervantes con la arritmia narrativa de las historias y vuelve a sufrir por los malditos «episodios, que para ornato de las historias se ponen» y «no han de ser tan grandes como la misma historia». Por eso cada dos por tres alguien juzga que todo iría mejor «con menos palabras y más sucintos discursos» y otro cree lo contrario, que «todo es bueno y todo da gusto». Pero la novela crece ya lejos del viejo sueño de celofán del Persiles hacia otro Persiles más curtido y terrenal.
Pero ahora, hacia febrero de 1615 como mínimo, el tiempo corre de veras y puede volver a meterse en él con otro cambio de óptica que va a cambiar el libro del todo. Deja ya de llevar a sus personajes por las venas de la aventura marítima de tormentas y naufragios, pueblos bárbaros e islas perdidas, para emplazarlos en la cercanía itinerante del Quijote, atraerlos a la tierra y la vida de cada día, viajar «a pie enjuto, sin embarcarse otra vez» desde el Libro tercero, desde una Lisboa vista y vivida. Auristela es cada vez más descarada, más celosa e impaciente con otras mujeres y hasta chantajista y manipuladora. Desde entonces, la ruta es reconocible y turística, desde Lisboa y el monasterio de Belem, cuando Auristela suma de golpe el nuevo y peligroso voto de ir a Roma a pie, y pasan por Trujillo, Guadalupe, Toledo, Aranjuez, aunque saltándose Madrid por el latosísimo acoso «en la corte de ciertos pequeños que tenían fama de ser hijos de grandes», pero demorándose en la ciudad «mayor de Europa y la de mayores tratos», Lisboa, con las descargas de riquezas de Oriente y sus «selvas movibles de árboles que los de las naves forman» cuando aún no han zarpado del puerto.
Desde entonces, Cervantes asienta el relato indefectiblemente en una amenidad realista con ventas y parejas peleadas y reconciliadas, con un poeta satírico que es a la vez aprobación y reprobación de la sátira como fuente de verdad (y de destrucción). Disemina Cervantes opiniones y juicios contra ancianos que «con la sombra del matrimonio, disimulan sus depravados apetitos», medita de nuevo sobre comedias y comediantes, se instala en mesones y pueblos otra vez con la Santa Hermandad persiguiendo a asesinos, o protege a mujeres maltratadas, cuenta dramas con venganzas, «aunque las venganzas castigan pero no quitan la culpa», y ataca a escribanos y «sátrapas de la pluma» dispuestos, «como es costumbre», a «trasquilar» a los incautos. En las vidas de todos se cruzan los problemas comunes, los mismos de sus novelas y de sus comedias. Cervantes ha encontrado el modo de injertar en la historia casta de un amor peregrino que santificará Roma el asalto turbador de la realidad que ya ha vivido escribiendo el segundo Quijote y varias de las novelas breves: ese es de veras el invento y esa es la causa de la convicción con que Cervantes concibe y se afana en terminar Los trabajos.
Porque también el Persiles quiere ser libro de pensamiento y madurez, como en su propia forma lo es el Quijote, y ahí Cervantes disemina centenares de notas personales, observaciones, reflexiones de calado dispersas en una obra de acción y movimiento. No solo entretenida, también sabia. Necesita contar que Aristóteles tenía razón en que el hombre «es animal risible, porque solo el hombre se ríe, y no otro ningún animal». Pero «yo digo que también se puede decir que es animal llorable, animal que llora», y ninguna de las dos cosas es falsa sino necesaria porque «así como por la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso». Tampoco conviene fiarse de lo que las cosas parecen, como el naufragio del que ha salvado a sus protagonistas (despertándolos de un sueño), y «no se ha de tener a milagro, sino a misterio, que los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino cosas que acontecen raras veces». La fuerza de la imaginación hace que las cosas se representen «con tal vehemencia, que se aprehenden de la memoria de manera que quedan en ella, siendo mentiras, como si fueran verdades».
Y pese a las prisas de estas páginas finales, Cervantes alienta aquí también. Como Rocinante espiaba a las yeguas tentativo, como Zoraida descansaba la cabeza sobre el hombro del cautivo, como la pequeña doncella se miraba en el espejo de la armadura, Cervantes saca ahora de la memoria la navegación por el mar «colchado», apenas rizado en la superficie, mientras la «nave suavemente le besaba los labios y se dejaba resbalar con él con tanta ligereza que apenas parecía que le tocaba».
Se acerca Cervantes a sí mismo en los dos últimos libros del Persiles y escapa al que fue sin abandonar al antiguo ni repudiarse, fundiéndose los dos en un libro que se vulgariza y acelera perdiendo exotismo y fantasía mientras gana beligerancia e inmediatez narrativa, con el tiempo que apremia y uno u otro de los oyentes de las historias contadas lleva siempre dentro el reloj interior de cada historia. Ha de haber lugar también para la doctrina católica que necesita la aventura de los dos esposos que disimulan como hermanos. Pero ni la infla ni domina el texto en absoluto al modo lopesco de El peregrino en su patria porque es un pretexto o una formalidad casi retórica esa lealtad católica, como la condena de las caballerías en el Quijote fue soporte y justificación de una celebración de la vida inteligente y desdramatizada. En esta segunda mitad, y aunque el Quijote viva en una órbita excepcional, se acercan las dos novelas: ni el Quijote es contrapropaganda literaria contra las caballerías ni el Persiles es un alegato en favor del contrarreformismo católico. De ambas apariencias de literatura práctica se curó Cervantes hace ya muchos años.
LA INTEGRAL DE UN TEATRO INVISIBLE
Quizá como alivio, quizá como entretenimiento, no desiste de hacer algo con su teatro invisible. Es verdad que el rey reabre los teatros en este 1615, pero la medida no es para él porque ha decidido echar a andar el tomo con sus comedias y entremeses sin estrenar. Contra lo que había previsto el año anterior, incorpora dos comedias más con sus entremeses y así, de paso, no sumarán doce como las Partes que publica Lope sino dieciséis, Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados. Es de hecho el último recurso para que alguien «vea de espacio lo que pasa apriesa y se disimula, o no se entiende, cuando las representan» (aunque tampoco es su caso).
Al librero Juan de Villarroel hoy lo visita Cervantes con más frecuencia que antes porque está muy cerca de casa, en la plazuela del Ángel, y está sobre todo a medio camino entre el corral del Príncipe y el de la Cruz, y tan cerca cuando vive en la calle Huertas, en 1614, como cuando se muda sin que sepamos por qué ni exactamente cuándo, hacia 1615, a la misma calle León en que había vivido, ahora en la confluencia con Francos y en casa que alquila al confesor de las Trinitarias Descalzas, el clérigo Francisco Martínez Marcilla (o en la que vive Cervantes acogido a su misericordia, quizá ya solo con Constanza y alguna criada). Ha hablado ya muchas veces con Villarroel de sus obras, volviendo a los asuntos de siempre sobre los tumbos que ha dado el teatro, sobre el valor de su prosa pero el escaso negocio de su teatro. Y por fin Villarroel ha accedido a comprárselas y él, un tanto mustio, se ha resignado a vendérselas, harto también de tenerlas en el cofre muertas de risa. Quizá también sabe que todo saldrá bien si lo contrata a cambio de comprometer con Villarroel el Persiles en marcha (que publicará en efecto el editor meses después de morir Cervantes).
Sin que tampoco sepamos por qué, le cae en las manos un manuscrito para el que escribe un poema con una pereza que lo permea todo y sin ningunas ganas de hablar de Juan Yagüe de Salas, que es el autor. Como Cervantes vive sus últimos años de «voz cansada» rodeado de piedad religiosa franciscana, tampoco se ha resistido a otro prólogo más al libro de otro «clérigo presbítero» que se llama Miguel Toledado, dedicado a una «monja profesa» y «francisca» de un monasterio de Madrid, en la calle Almudena y en compañía de José de Valdivielso, su censor casi oficial de los últimos libros. Pero apenas es otro poema de compromiso, que es todo lo contrario que sucede con siete estancias que escribe por decisión propia, a imitación de la égloga primera de Garcilaso, para elogiar los «éxtasis» de una nueva beata, Teresa de Jesús. Concursa con ese poema al certamen convocado en Madrid para celebrar su beatificación ante un jurado donde hay un hijo del conde de Lemos, Rodrigo de Castro, otro hijo del conde de Altamira y Lope de Vega actúa de secretario y estrella del certamen, con un poema muy bien memorizado porque «no querría turbarme, para venganza de tanto poeta como me han de estar escuchando» este octubre de 1614, y quizá estuvo ahí Cervantes o prefirió seguir ensartando en la lanza a Avellaneda.
En todo caso, la música de este Cervantes es inédita, y escribe uno de sus mejores poemas, ensimismado entre la fe y la entrega a una mujer a la que ha leído y ha seguido. Canta intrigado tanto a su heterodoxia práctica, a su vocación ejecutiva e incluso al crujido de los éxtasis que «suelen / indicios ser de santidad notoria». Cree el creyente entonces «la verdad» que «nos describe tu discreta historia», esa Vida que no ha escapado a Cervantes, que ha leído, admirado y rendido sin reservas: «oye, devota y pía, los balidos que envía / el rebaño infinito que criaste, / cuando del suelo al cielo el vuelo alzaste» sin perder ni humildad ni caridad, como la misma canción cervantina, porque «tiene la humildad naturaleza / de ser el todo y parte / de alzar al cielo la mortal bajeza», en el elogio más directo, llano, sincero y consistente que Cervantes haya dedicado a religioso alguno, atrapado en Teresa de Jesús como hermana de las órdenes gobernadas por el despojamiento, la caridad y las obras antes que las honras.
Y como todo en Cervantes pasa antes o después por alguna conversación, él mismo ha caído en que apenas queda nadie que pueda contar hoy cómo era el teatro de antes, cómo se hacía y cómo se representaba. Apenas nadie tenía edad para eso hace cuarenta años, pero él ya estaba ahí. Sabe que nada es definitivo y «las comedias tienen sus sazones y tiempos, como los cantares». Quizá llegue a «salir algún tanto de mi acostumbrada modestia», pero se decide a recordar por escrito, «como el más viejo», lo que todos han olvidado, obnubilados por el nuevo y moderno aparato de la escenografía, sus virguerías impensables años atrás, los cambios totales que ha vivido la escena y vive ahora mismo. Su prólogo a las Comedias parece casi la justificación íntima de la publicación de sus Ocho comedias y ochos entremeses, como testigo superviviente de otro tiempo.
Por eso comprime en dos páginas y media la historia del teatro en España, para contar por escrito por fin lo que ha contado ya tantas veces ante los amigos sobre la sencillez del teatro de Lope de Rueda sobre unas tablas, una manta vieja y dos cordeles, sin tramoyas ni desafíos a caballo ni efectos especiales como los de hoy. Pero también la gracia de los «entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno», como los que nunca dejó de gustarle hacer a Cervantes. Entre aquellos autores prehistóricos estuvo el propio Cervantes con éxito que fue cierto, «sin ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza», «sin silbos, gritas ni barahúndas». Pero duró poco, «tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias», y mientras tanto llegó «el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega» y allí se acabó todo porque «alzose con la monarquía cómica, avasalló y puso debajo de su juridición a todos los farsantes» con tal cantidad de comedias «proprias, felices y bien razonadas» que son más de las que puedan imaginarse. Ha vivido la inaudita fortuna, «que es una de las mayores cosas que puede decirse», de haberlas estrenado todas.
Mientras lee el original de las Ocho comedias para aprobarlo, Valdivielso se acordaría de los años del primer Quijote, cuando Lope montó en cólera contra Cervantes y lo hizo también posiblemente el grupo que se veía junto al conde de Fuensalida, aunque son ya otros tiempos y Valdivielso mismo es más amigo ahora de Cervantes que antes. Cervantes no rebaja nada, ni entonces ni ahora, el valor de Lope, pero sí se resiente de una hegemonía que contrae el mercado y acobarda a empresarios incapaces de estrenar nada que no sea de Lope o lopesco, o lopico, como bromearía el propio Lope. Cervantes sabe que por mucho que hayan querido usurpar su lugar y hasta copiar y robar a Lope sus cosas, «todos juntos no llegan en lo que han escrito a la mitad de lo que él solo». Pero eso a la vez ha eclipsado a tantos otros que conviene retener sus nombres por pura justicia histórica y para que nadie se engañe sobre lo que ha dado el teatro en este tiempo, Mira de Amescua, Guillén de Castro e incluso una promesa en marcha como Gaspar de Ávila. Aquel escáner sobre letras y literatura que Cervantes activó a su vuelta en 1580 no se ha estado quieto un momento y ha seguido, como lector y espectador, atento a lo que pasaba y a valorarlo más allá de la pura fama de los mejores o más conocidos, porque ese criterio no basta ni es fiable: el instinto de crítico y fidedigno historiador literario lo tiene arraigado Cervantes desde el primer día que puso los pies en España después del infierno.
A Cervantes le quedan ya pocas formalidades que respetar, cuando ha conquistado su propio lugar con las Novelas ejemplares sin ganar el que deseaba y ansiaba restituir en la escena, esa zona iluminada por el brillo en los ojos del espectador, agradecido y conmovido al final de la obra, sin callar el secreto deseo de que sus obras «fuesen las mejores del mundo o, a lo menos, razonables». Pero quizá no lo son, y tampoco importa ya demasiado, «tú lo verás, lector mío; y, si hallares que tienen alguna cosa buena», escribe en torno a mayo de 1615 en el prólogo, valdría la pena atreverse a decirlo, al menos para no incurrir en ese silencio de los sabios eclesiásticos apartados del mundo que opinan cosas de interés pero temen pronunciarse sobre ellas. Quizá entonces recapacitaría algún director de teatro demasiado desdeñoso y podría enmendarse («pues yo no ofendo a nadie») aceptando «una comedia que estoy componiendo y la intitulo El engaño a los ojos, que, si no me engaño, le ha de dar contento». Y a saber lo que esconde el juego de palabras. El desplante lleva la ironía dentro, como siempre, y desde luego lleva también la reprobación de la ceguera del empresario de comedias, que no ve lo que tiene delante de los ojos, sin que haya aquí solícito ofrecimiento de obra alguna en marcha sino una carga envenenada contra el aludido, con el Quijote asomando ya la celada y la lanza, y la novela de su corazón andando a pleno ritmo, sincopado pero firme y feliz.
Por fin ha cobrado ya «razonablemente» las comedias vendidas a Villarroel y por fin el cofre está vacío, aunque en el arca y sobre la mesa quedan papeles a medio hacer. Quiere y no quiere acabarlos, aunque en realidad ya no va a haber mucho tiempo para decidir ni lo uno ni lo otro. Se lo acaba de decir a un hombre que se ha portado bien con él y al que le dedica las Comedias, el conde de Lemos. Pero se lo ha dicho de modo que los dos saben que no va a tener tiempo para más. El libro inminente será el Quijote, «calzadas las espuelas en su segunda parte», aunque «llegará quejoso» porque Cervantes le avisa del sabotaje que viene de Tarragona (o Barcelona), donde «le han asendereado y malparado». Todo el mundo sabe de qué habla y no hace falta más, más allá de precisar que, como los excautivos, también don Quijote «lleva información hecha de que no es él el contenido en aquella historia» del innombrable al que no nombra tampoco aquí porque ese Quijote es el de un suplantador, uno «supuesto, que quiso ser él y no acertó a serlo».
Y aunque ya no sabe demasiado bien si de veras podrán con todo «mis ancianos hombros», también anda por ahí ese libro del que no cuenta más que el título porque es difícil de explicar en dos palabras, Las semanas del jardín, y promete la continuación de La Galatea. Cada vez que la retoma se da cuenta de que lo que escribe para ella acaba encajando en otros libros y ha ido recolocando tramos en el Quijote y desde luego en el Persiles, que ha acabado acogiendo en su elástica estructura muchas historias pegadizas, breves y entretenidas. Además, tiene la sensación de que repite eso de continuar La Galatea más por pundonor y por compromiso que por ganas verdaderas de saber qué pasó con la muchacha, el pastor lusitano y las gestiones de los amigos poetas con el padre obtuso. Es un libro que suena a antiguo y pasado de moda, e incluso sonaría muy raro también ahora, cuando hace años que no aparece un buen libro de verso y prosa de pastores, y hasta él mismo se ha burlado con saña de algunos de ellos. Pero también sabe Cervantes que a Lemos le gusta La Galatea, y algo habrá de decir de ella si de veras siente el «deseo que tengo de servir» a Lemos como «a mi verdadero señor y firme y verdadero amparo».
En la librería de Villarroel ya ha visto este octubre de 1615 las Ocho comedias a la venta por doscientos sesenta y cuatro maravedíes, un poco menos del precio de venta del Quijote porque es un poco más breve, justo cuando Robles recibe en su propia librería, y al mismo tiempo, las otras dos espuelas que faltaban al Quijote para tirar el último pliego. Ahora corre prisa de nuevo escribir la dedicatoria, otra vez a Lemos, y algo más embarazosa dado que acaba de escribirle «en los días pasados» para dedicarle las Comedias. Por eso recuerda bien en este 30 de octubre que le anunció que el Quijote iba con esas espuelas que hoy ya lleva del todo «y se ha puesto en camino», en la confianza de que llegue cuanto antes a Nápoles. Y es lógico porque «es mucha la prisa que de infinitas partes me dan a que le envíe» el libro y mitigar el mal regusto, «el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote» que «se ha disfrazado» de Segunda parte y ya circula, al menos desde hace un año, y confía en que no haya llegado tan lejos como a los confines «del orbe».
En cambio, a esos confines quien sí ha llegado es el verdadero Quijote y el propio Cervantes. Y se inventa burlón (Lemos es hombre de buen humor) que el emperador de la China le reclama en una carta en «lengua chinesca» sus servicios cuanto antes para fundar una escuela de letras y hacerlo a él rector porque «quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote». Y eso es muy, muy parecido a lo que ha pasado de verdad, pero en Francia y no en la China. Cervantes acaba de saber que César Oudin publicó en París la traducción del primer Quijote en 1614. Es empleado de la corte francesa como traductor e intérprete, autor de una gramática para aprender español (y de un volumen de refranes españoles, en 1605, «traducidos en lengua francesa»), y dedica la traducción al rey Luis XIII para que le ayude a aprender castellano; y también porque el libro servirá para «entretenerle y ayudarle a matar el tiempo durante algunas horas de ocio». Esta traducción se suma a la inglesa de 1612, aunque ya desde 1608 existe en Francia una edición bilingüe de El curioso impertinente preparada por el mismo Oudin, precisamente para aprender castellano, aunque es improbabilísimo que supiese Cervantes que Shakespeare había tomado la historia de Cardenio y Marcela del Quijote de 1604 hacia estos mismos años, quizá 1612, para una obra propia.
De lo que está al tanto sin duda es de que César Oudin había tenido que emplearse a fondo para localizar hacia 1610 una Galatea, buscándola «casi por toda Castilla, y aun por otras partes». La guardaba «principalmente en mi memoria», dice Oudin, como «libro ciertamente digno (en su género) de ser acogido y leído de los estudiosos de la lengua que habla». Y dio por fin, «pasando a Portugal, y llegando a una ciudad fuera de camino, llamada Évora», con algunos ejemplares y compró uno para imprimirlo en París y usarlo para enseñar, con entusiasta prólogo, en 1611 (y hasta decide imprimir en Francia la versión española de la Historia etiópica de Heliodoro, en 1616).
Ni de broma Cervantes va a dejar el chiste de chinos porque le viene de perlas para avisar de que «no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje». Y no solo porque «estoy muy sin dineros», sino porque «sobre estar enfermo», tiene ya señor a quien servir. Y «emperador por emperador y monarca por monarca», en Nápoles «tengo al grande conde de Lemos que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced de la que yo acierte a desear». Lemos seguramente sonreirá con los chistes de este ingenioso y caviloso escritor mayor y burlón. Lo dice todo sin decirlo y nunca sin sus aristas o rebabas, o sin la gota de ironía que deje levemente en el aire la solemnidad y la gravedad de una dedicatoria a un muchacho joven, aficionado a las letras, y de parte de un hombre viejo y enfermo que no pierde el humor ni el sentido de la dignidad.
Calcula Cervantes de momento, a las puertas de noviembre de 1615, que le quedan unos cuatro meses para terminar Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y si no se confunde está seguro que «ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento», como si estuviese todavía metido en el chiste de chinos y siguiese bromeando incluso cuando habla de lo que más le importa. Y todavía alarga la broma porque no acaba de saber por qué se ha dejado llevar por la falsísima falsa modestia y rectifica a toda prisa, «me arrepiento de haber dicho el más malo porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible», coincidente con las expectativas orbitales «del orbe», en que anda este prólogo irónico y relajado de un hombre tranquilo. Y creo que sabe también Cervantes que el rey ha dado orden de relevar al virrey de Nápoles este mismo abril de 1615 y terminará el conde de Lemos sus funciones dentro de unos seis meses, o quizá algo más, así que «venga vuestra excelencia con la salud que es deseado, que ya estará Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado».
Muy pocas semanas después de las Ocho comedias saldrá por fin y con el título evidentemente forzado, pensase lo que pensase Cervantes, de Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, obra, según recalca la portada, del «autor de su primera parte», y por casi trescientos maravedíes. Según su Quijote de 1604, ahora debía de llegar la Quinta parte, no la segunda, pero no hay más remedio que salir al combate desde el primer momento y Robles o el impresor han reservado las mayúsculas más vistosas para destacar al ingenioso caballero, y no la parte que sea, segunda o quinta. Quien vende es don Quijote, no esta o aquella parte, mientras que el innombrable de marras salió con la vulgaridad de llenar la portada con unas descomunales mayúsculas tipográficas para estampar la palabra «Segundo TOMO». En el taller de Cuesta, decidieron hacer lo contrario.
PARA PERDER LOS ESTRIBOS
Lo de veras increíble, apenas unas semanas después de escribir esas líneas, es la desventura de los pliegos que hojea impresos ahora y otra vez estupefacto, con el frío súbito de este noviembre de 1615 metido en el cuerpo. Después de los desastres de imprenta que desgraciaban al primer Quijote de 1604, el segundo vuelve a llevar tantos estropicios tipográficos que casi parece que duplique la infección padecida por la primera parte, después de la desventura que les ha caído a las Comedias con errores en página sí y página también. Es una maldición bíblica o el libro sigue siendo para todos solo cosa de risa y las cosas de risa no piden el cuidado que piden las cosas serias, aunque es verdad que pudiera ser solo la «fortuna adversa», pero no me lo creo: las Novelas ejemplares no llevan semejante mochila de despropósitos y descuidos como la que llevan el primer y el segundo Quijote y las Comedias. Ambos cargan con la culpa de pertenecer a la periferia literaria de su tiempo, sin timbres aparentes que reclamen atención particular ni una corrección tan atenta como piden los libros serios, aunque sean de entretenimiento. Y no digo que alguien haya puesto a corregirlos a un analfabeto pero desde luego los dos libros pertenecen, digan lo que digan Cervantes y los curas que aprueban sus libros, a los arrabales de la cultura de su tiempo.
Pero el ansia no da tregua y vuelve Cervantes enseguida al consuelo de escribir, aunque sea ya sin tiempo —ha prometido escribir el Persiles en «cuatro meses», contados uno a uno—. Agiliza las cosas en los tramos finales de la novela, yendo rápido, a ratos amontonando cosas que pedían más tiempo, sin calma ni atención suficiente. Una y otra vez integra cuentos o anécdotas que ilustran una idea o una virtud en un Cuarto libro que va a trompicones y es mucho más corto que los demás. Pero quiere acabar sin dejarse nada fuera y sin tiempo de veras porque el tiempo se oye entre líneas corriendo, con acelerones de acción vertiginosa y otras páginas de demorado tempo de lectura, cada paso hacia el final parece suturado más rápidamente. Y es verdad que duda, porque en historias como estas los «acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle» y, como siempre ha dicho, no todas «las cosas que suceden son buenas para contadas», pero sí, siempre, «conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto» y verosimilitud que, «a despecho y a pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía».
Está hablando de la combinación de la historia general y las tramas particulares, las fábulas, y todas ellas deben ser creíbles y consistentes por sí mismas, mientras invoca a ese autor «que escribió esta historia» que nos llega traducida, según ha dicho apenas una vez (y se inventó de golpe en el Libro segundo), y sobre todo promete encadenar al hilo de los peregrinos «nuevos y extraños casos». De nuevo en otra improvisación repara en la causa fuerte por la que los personajes van a Roma, «al jubileo de este año», quizá por el mismo año de 1600 que Lope pone en el Peregrino. Una y otra vez promete excepcionales «cosas y casos» que sucederán dictadas por una verdad tan exacta que si antes de que sucediesen la imaginación «pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos» mejor.
Lo que le está pasando de verdad a Cervantes es que la realidad gravita cada vez más invasiva y comprometidamente, más agresiva también, en un relato que en teoría está para otras cosas y otras aventuras, o que no debería llevar esa sobrecarga de verdad histórica. Pero hace mucho tiempo que Cervantes ha roto esa norma y ese límite de la novela bizantina de aventura fantástica. Sin esconderse enlaza asuntos vinculados al dolor y los padecimientos reales, como un cronista consciente de la porosidad con que las paredes de la ficción de aventuras pueden filtrar el sentimiento de la realidad histórica y social. Tantas veces ha vivido como oyente los relatos de excautivos por las calles, cantados por ciegos, por compañías de comediantes o por improvisados recitantes que por fin cuenta él mismo la ambivalente sensación que le producen cuando los escucha en bocas inexpertas y mal informadas pero, a la vez, bien intencionadas y hasta voluntariosas. Contar bien esos dramas no es «una niñería que no importa tres ardites» porque hacerlo mal perjudica gravemente la credibilidad del relato, degrada el drama y sobre todo regatea la limosna que necesita el verdadero excautivo cuando vuelve a casa.
Por eso comparece Cervantes entero con la voz del anciano ofendido y cascarrabias que reprocha al joven su cuento falso sobre un excautivo, pero también comparece el conciliador y paciente Cervantes cuando invita a su casa a los muchachos para enseñarles a contar mejor las historias de Argel, y para que de aquí en «adelante no les coja ninguno en mal latín en cuanto a su fingida historia». Si la cuentan, que la cuenten bien, y de ahí que les pregunte si traen «otra historia que hacernos creer por verdadera, aunque le haya compuesto la misma mentira». El secreto no es haber estado o no en Argel, sino contar bien lo que allí sucede, contar bien la impostura que se cuenta. A sus sesenta y nueve años no solo no ha olvidado a los cautivos Cervantes, sino que redobla el compromiso con el presente, y alienta a los estudiantes cuando sabe que recaban dinero para irse a la guerra a batallar precisamente por la convicción más antigua de Cervantes, aprendida en los tiempos en que leía de muchacho a Diego Hurtado de Mendoza, porque «cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso».
Precisamente ingenio e inteligencia es lo que falta a la expulsión masiva de moriscos que está en marcha por la fuerza en toda España. Sigue inconforme y sigue sin callar Cervantes, porque nada demasiado justo va a hacer ese decreto indiscriminado. Claro que hay perros moros que auxilian el pillaje criminal en las costas de Valencia, como en este pueblo al que llegaron los peregrinos del Persiles (para refugiarse de inmediato a cal y canto en la iglesia). De un momento a otro el pueblo va a ser arrasado por dieciséis naves turcas y todos lo saben porque algunos moriscos de tierra desde siempre están compinchados con las galeras. Pero lo sabe incluso una especie de sacristán musulmán, el jadraque, que no duda en jalear la orden de expulsión siendo morisco, «y ojalá que negarlo pudiera». No puede porque lo es de verdad «pero no por esto dejo de ser cristiano, que las divinas gracias las da a quien es él servido» aunque sea verdad también que respalda Cervantes el deseo del jadraque mismo para dejar a «España tersa, limpia y desembarazada de esta mi mala casta, que tanto la asombra y menoscaba». También Ricote exaltaba la expulsión, pero Cervantes encarna en sus personajes las razones de la injusticia del decreto, y lo hace con las armas de la fición iluminando el drama íntimo de moriscos que no merecen ser expulsados, se sienten cristianos y saben, a la vez, que muchos moriscos lo merecen por saboteadores y cómplices del turco. Pero el jadraque debería vivir el mismo destino venturoso de Ricote y su hija Ana Félix en el Quijote, protegidos por un gran señor, Antonio Moreno, y hasta por el mismísimo virrey de Barcelona. Hace demasiado tiempo que Cervantes descubrió la crueldad de tratar a una raza, una clase, una profesión o un país sin atender a cada uno y caso a caso porque nadie es igual a otro ni hay dogma, premática o decreto que guíe a nada ni a nadie universalmente, al menos en asuntos terrenales.
Roma es Roma en este Persiles porque Cervantes ha vivido sus calles, sabe de la cárcel, del regateo y del bullicio de la vida de verdad y bien recordada, con el circuito de las siete iglesias, la prostitución cara y tentadora —Persiles, a prueba, confiesa temer a Hipólita «sola más que a un ejército», con su casa decorada con pinturas de Rafael de Urbino y Miguel Ángel—, el elogio combinado de un celebérrimo Torquato Tasso y su Jerusalén conquistada (y hace tantos años leído), y un desconocido casi total como Francisco López de Zárate y La invención de la Cruz. Los terribles y espantosamente folletinescos lances finales del libro no los dicta la fortuna, o sí, pero «no es otra cosa sino un firme disponer del cielo». Y tras lances en que a punto están de morir, y mientras se resuelven las tramas de centenares de personajes desde Islandia o Noruega pasando por la misma Roma, incluida la liberación de la cortesana Hipólita de su acosador, el quiebro final de Cervantes es casi vodevilesco. Sigismunda rectifica en el último segundo el desleal impulso de desposarse con Dios y, después de todos los trabajos padecidos, hacerse monja. Cervantes apura la aventura hasta el final, engaña al lector otra vez, pero nada llega donde no debe y tras besar él los pies del Pontífice, se casan Persiles y Sigismunda y hasta ven prosperar a los bisnietos «en su larga y feliz posteridad».
PENÚLTIMO AUTORRETRATO
A Cervantes no se le ha agarrotado de golpe la mano descubierta en los últimos años, cuajada de libertad desatada y de chispazos cómicos, y está también, y muy viva, en el Persiles, donde el brío y la realidad viscosa y caótica, las bromas y las chusquedades aparecen como si esos episodios pudieran estar extraídos del segundo Quijote, o quizá incluso destinados a él y luego descartados. No cuesta nada imaginar varios de ellos insertos con naturalidad ahí, pero están aquí, en un Persiles que está rompiendo hace mucho rato el molde del modelo sin reproducir en absoluto el modelo imposible del Quijote. Igual que parecía autorretratarse tan dignamente como el caballero Diego de Miranda, se retrata ahora también en el Persiles en forma de autor en busca de editor, de cuerpo entero otra vez pero mucho más burlón, como un desvergonzado y algo apurado compilador de apotegmas y refranes. Los piensa editar en una antología con el título no sabe bien si de Flor de aforismos peregrinos o quizá le conviene más al libro este otro, Historia peregrina sacada de diversos autores. Está decidido a sacar «un libro a luz cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío», chiste que es tan cervantino que no debería haber duda alguna de la realidad del invento.
Porque de algún sitio ha de llegar la ocurrencia de hacer comparecer en un mesón, cuando falta solo un día para que la expedición llegue a Roma («adonde siempre les solía acontecer maravillas»), a un español gallardo que aparece «con unas escribanías sobre el brazo izquierdo y un cartapacio en la mano», sin duda porque la mano izquierda la tiene estropeada. En castellano se presenta como «un hombre curioso» con el corazón partido por Marte a un lado y «sobre la otra mitad, Mercurio y Apolo». Y si «algunos años me he dado al ejercicio de la guerra», algunos otros, «y los más maduros, en el de las letras», y en ambos le ha ido bien, «en los de la guerra he alcanzado algún buen nombre y, por los de las letras, he sido algún tanto estimado».
Pero nada ha remediado su necesidad actual, de modo que se le ha ocurrido este libro de refranes y sentencias que tiene «un no sé qué de fantástico e inventivo», y está dispuesto a sacarlo a costa del editor, como lo que es el español, «moderno y nuevo autor de nuevos y esquisitos libros». Déjenme imaginar que Cervantes está de nuevo escribiendo entreverando la ficción con cosas verdaderas y está contando sin decirlo de qué van y qué son Las semanas del jardín que no va a ver nadie ya pero acaba de anunciarle a Lemos en la dedicatoria de las Comedias a finales de 1615. Este libro está hecho de uno de los libros de memorias que sin duda usa. En él fue recopilando tantísimas frases y refranes que servían para hacer carburar el discurso tanto de Sancho como de don Quijote durante infinidad de páginas, mientras acudía Cervantes cada dos por tres a ese ingenioso cartapacio. Lo haya empezado a negociar ya o no con Francisco de Robles o con Juan de Villarroel en la realidad, aquí salen sus dudas de gestor de un patrimonio literario menguante —con el cofre ya del todo vacío— porque tampoco acaba de saber si venderlo por una cifra importante (como las exorbitantes pretensiones del autor que encuentra don Quijote en la imprenta de Barcelona) o no hacerlo y ponerse de parte de los editores, que a veces pagan cantidades exageradas por un privilegio y «pierden en él el trabajo y la hacienda».
Lo indubitable es que su libro es prometedor. Está claro que el «de estos aforismos escritos lleva en la frente la bondad y la ganancia», aunque nadie se haya decidido todavía a pedírselo, y aunque casi nadie comparte estos días las alegrías que suele gastar Cervantes. Sus amigos lo ven ya muy mal; alguno de ellos, como Valdivielso, prefiere adelantarse y que no se muera sin saber lo que le parece su Persiles, conmovido como quien ha visto a su autor «entre los aprietos de la muerte» cantar como «cisne de su buena vejez». Valdivielso está segurísimo de que es «de cuantos nos dejó escritos», el «más ingenioso, más culto» y más entretenido, con el eco muy débil ya de la voz de Cervantes moribundo.
Se ha decidido por fin, tres años después de ingresar en la Orden Tercera, a vestir el hábito franciscano y toma los votos el sábado 2 de abril de 1616, «en su casa por estar enfermo», aunque su casa en la calle León parece ser del confesor de las Trinitarias Descalzas, clérigo y hermano de la Orden, Francisco Martínez Marcilla. Sabe Cervantes que será enterrado en las Trinitarias de la calle de Cantarranas, con el cuerpo amortajado y el sayal franciscano, el rostro descubierto y una parte de la pierna derecha también descubierta, enterrado en un ataúd de madera. Catalina dispondrá de su último libro, casi del todo listo, y habrá de encargarse de tramitar su publicación cuanto antes. O en cuanto termine, al menos, lo único que le queda por hacer, probablemente ya muy débil, aunque nadie sabe si capaz o no de cabalgar aún desde Esquivias hacia Madrid, al largo paso que lleva su caballo.
SE MUERE
Ha necesitado un gran golpe de aire para hacer oír con buena voz, sin desmayarla ni apagarla, otra conversación más, otra charla amistosa que salude al lector cuando abra el Persiles y él ya no esté, sin petulancia insolente y sin pedantería encumbrada. Achina los ojos para ver lo mejor posible al estudiante humilde y presumido que se acerca con prisa, ansioso de acudir a la corte a hacer fortuna, con el «zapato redondo» común y la valona a la moda con el ancho cuello cayéndosele hacia un lado. A todo correr trata de atrapar a los caballeros que lleva adelante, en el camino de Esquivias a Madrid, mientras pica el estudiante pardal a su burra y endereza con «sumo trabajo» la movediza valona. Va ingenuamente convencido de que llevan tanta prisa los caballeros por «alcanzar algún oficio o prebenda a la corte», y aprovechar que allí está el arzobispo Bernardo de Sandoval con el rey.
Pero la prisa viene más bien del rocín de Cervantes, que siempre ha sido pasilargo, como cuenta uno de los amigos para alegría alborotada del muchacho. Descabalga de su montura tirando el cojín sin querer, pierde al desmontar la maleta y emocionado coge de la fea mano izquierda a Cervantes en cuanto ha oído su nombre y comprueba que sí, es él, «el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre y finalmente el regocijo de las musas». Cervantes encaja tan «grande encomio de mis alabanzas» y le abraza «por el cuello» y, sin querer, le echa a «perder de todo punto la valona» movediza. Pero rebaja también tanto entusiasmo desorientado porque sí, es él, Cervantes, «pero no el regocijo de las musas», ni tampoco «ninguna de las demás baratijas que ha dicho». Lo ha oído demasiadas veces ya como para dejar pasar sin más «un error donde han caído muchos aficionados ignorantes». Mejor dejar las ceremonias y volver a las monturas «en buena conversación» sin más comedimiento, a otro paso más tranquilo y charlando de cualquier cosa. O de su propia enfermedad, aunque a voleo el estudiante sabihondo lo hace enfermo de hidropesía. Está muy seguro de la cura inmediata si come con normalidad y bebe agua con medida, y «sin otra medicina alguna» sanará. Se lo han dicho muchos ya a estas alturas a Cervantes, con buena fe pero poca perspicacia, porque da igual lo que beba o deje de beber, «mi vida se va acabando» y al paso que llevan los latidos de su propio pulso sabe que «a más tardar acabarán su carrera este domingo» de abril de 1616, o con menos suerte el sábado 22, sin tiempo ni fuerzas para agradecer la admiración del muchacho. Se dispone Cervantes a entrar en Madrid por la puerta de Toledo y el estudiante por la de Segovia, tras abrazarse otra vez, a riesgo de descabalgar de nuevo la valona del cuello. Tan feliz va el muchacho sobre su burra como Cervantes «mal dispuesto», con los chistes y las bromas en la punta de la lengua pero sin ánimo para escribir las alegrías que le pide el corazón, que «no son todos los tiempos unos», ni está hoy para dar lecciones al muchacho sacándole de sus simplezas. Solo queda confiar en el tiempo que «vendrá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta y lo que sé convenía».
Sabe que no es verdad y sabe que ya no llegará ni lo podrá hacer. Bien que se le han ocurrido un par o tres de bromas más, que van a quedarse sin salir de la pluma, no por falta de ganas o de inventiva, sino de fuerzas. A las puertas de la muerte, por lo general, «o se dicen grandes sentencias o se hacen grandes disparates». O él, o quizá incluso su hija Isabel, o quizá la sobrina Constanza, han sentido que empeora visiblemente; han movilizado a los hermanos de la Orden y habrá acudido a verlo Francisco López, que confesó a Andrea, con otros hermanos, como era costumbre. Le confiesa y le administra la extremaunción Francisco Martínez Marcilla este 18 de abril, sin ganas de morirse Cervantes pero sin desesperarse porque se muere. Aun al día siguiente, le queda la energía de algún humor para escribir otra página más, como si fuese verdad que así, escribiendo, «llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir». Y escribe al conde de Lemos que ya no va a volver a verle más porque esta vez escribe como habla don Quijote cuando se muere como caballero, con la celada calada, la pluma en la mano y desde la misma tumba. No le va a alcanzar la vida para ver a Lemos de vuelta, muy seguro Cervantes de que el conde se acordará de la continuación de la quintilla que le ha venido a la cabeza, esa que sabe todo el mundo y que es fácil evocar cuando se siente «puesto ya el pie en el estribo / con las ansias de la muerte». Ahora puede solo escribir, «pues partir no puedo», y menos aún «volver a verte», que es como sigue la quintilla que recuerdan todos de corrido, sin tiempo para nada ni esperanzas de ventura alguna que disfrutar. No sería ventura sino milagro que pudiese terminar el par de «reliquias y asomos» que le quedan en el alma todavía, Las semanas del jardín, ya antiguas y tan útiles, ni el borrador de un Bernardo, del que ya debe de estar al tanto Lemos, como está al tanto Cervantes de que «está aficionado a la Galatea». Por eso la menciona, como guiño privado a él y a sí mismo, y como guiño casi involuntario de lo que le ha divertido más que nada en esta vida, cuando queda solo decir adiós a la gracia de vivir que ya no verá y adiós a los donaires que no va a escribir, «adiós regocijados amigos, que me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida» para seguir oyendo ahí sus chismes y sus burlas, para disfrutar de los truenos de su fortuna final, cuando ya solo la fama tenga cuidado de él, sus amigos ganas de contárselo y él «mayor gana» todavía de escucharles y celebrar con ellos las bromas viejas y las nuevas, sin dejar de hablar y sin perder el hilo. Hace rato que no le veo demasiado bien pero creo que ahora también he dejado de oírle.