DÉJAME SER TU FANTASÍA: EL VERANO DEL AMOR Y LA EXPANSIÓN DE LAS RAVES (1986-1992)
JAVIER BLÁNQUEZ
La gente comenzó a ir a clubes, pero al poco tiempo llegaron las raves. En tan solo dos o tres meses pasamos del aburrimiento a ver cómo millones de personas se volvían locas con esta música. Recuerdo estar pinchando en el Hacienda, a la una de la madrugada, y ver cómo todo el mundo consultaba flyers, llamaba por teléfono y se informaba de fiestas. Cuando decidías ir a una en las montañas, te encontrabas atrapado en un enorme atasco en la autopista; tardabas hora y media en llegar. Era algo nuevo, y todo cambió: llegó el éxtasis, aparecieron nuevos promotores y hubo la explosión de los DJs, todo en pocas semanas. La droga cambió a la gente y desapareció la violencia en el fútbol: en los campos, en vez de pelearse y acuchillarse, los hooligans se abrazaban; jugaban con plátanos y martillos hinchables.
LAURENT GARNIEB
—Entonces... ¿qué es lo que te hace esta mierda exactamente?
—Incrementa la cantidad del neurotransmisor serotonina al inhibir las defensas del cerebro.
—Oh... no me entiendes. Lo que quiero saber es cómo te afecta.
—Te eleva. Estimula tus sentidos, especialmente el tacto. Desarrolla un sentimiento de conexión, apertura, honestidad. Pero si quieres tener éxito con esta droga, debes estar bien informado.
De la película Groove (Greg Harrison, 2000)
Chicago, Detroit y Nueva York creaban en sus laboratorios secretos la nueva dance music, pero como bien indican Bill Brewster y Frank Broughton en su obra Last Night a DJ Saved My Life, fue Gran Bretaña la que le dio un hogar donde ser comprendida y estimada. Sobre todo en materia de house: germen de lo que poco después se bautizaría como «Verano del Amor», el acid sirvió de banda sonora para la eclosión de la cultura rave, una combinación ideal de droga —en singular: la llegada del éxtasis a Inglaterra, donde se le conocería también, y sencillamente, como E, vía Nueva York importó otra manera de entender recreativamente la música y el componente social del baile—, ritmos electrónicos lisérgicos, revuelta juvenil y aventura. Especialmente relevantes son estos dos factores a efectos sociales: el hecho de una masa juvenil necesitada de nuevas sensaciones, lanzada a un carrusel de júbilo colectivo, espoleada por la necesidad de hedonismo, está en la base del fenómeno rave como fotografía de la mayor revuelta —musical, sí; pero también ideológica y estética— desde el triunfo del punk en el setenta y siete.
Las raves, fiestas ilegales que congregaban en puntos remotos y en grandes espacios —almacenes abandonados, hangares o, generalmente, a cielo abierto— a una multitud dispuesta a bailar hasta el amanecer, dieron su razón de ser a una música (una ciencia del sonido) que pregonaba ser consumida en sociedad. Espoleada por el impacto mental y corporal del éxtasis —droga de efectos energéticos y empáticos, esto es, que ayuda a la desinhibición y a las relaciones personales, a generar amor y amistad artificial—, la escena rave inglesa transformó la manera de pensar, sentir, escuchar y crear de millones de seres, y significó a su vez el kilómetro cero en la futura expansión, primero europea y más tarde mundial, de una nueva música de baile que contaba con la electrónica como método.
La mitología creada alrededor de este fenómeno tiende a magnificar en exceso no su trascendencia, aspecto este que no puede ponerse en duda, sino su novedad, olvidando que quince años atrás, en el norte de Inglaterra, la escena northern soul vivió sus mejores días. Antecedente directo del comportamiento rave por su confluencia de música (rarezas del soul americano de la edad de oro de la Motown, principalmente los llamados stompers, veloces descargas de orquestación y beat cuatro por cuatro), baile frenético animado por el consumo compulsivo de anfetaminas y tráfico humano que implicaba varias horas de viaje hacia esos lugares donde, única y exclusivamente, podían oírse semejantes incunables del genuino pop negro. Movimiento principalmente de clase obrera (salir de noche a bailar y olvidarse de las miserias del día a día es la base del ethos, más escapista que hedonista, de ambas subculturas), el northern soul estableció un circuito de locales que han pasado a la historia del clubbing: el Mecca de Blackpool (propiedad del legendario DJ Ian Levine), el Twisted Wheel de Manchester o el famoso Casino de Wigan. Pero, pese a todo, aquellos años no dejaron de significar un fenómeno local, apasionado y a pequeña escala que de ninguna manera podía pronosticar lo que ocurrió tres lustros más tarde. Pero antes de emprender la ruta de la carretera orbital M25 hay que analizar la raíz del fenómeno en una isla del Mediterráneo. Ibiza, claro.
Quien en los años setenta ansiaba libertad, un paraíso en la tierra y escapatoria a la persecución fascista del régimen del general Franco, podía acabar recalando en Ibiza. España, sumida en el final de una dictadura que casi duraba cuarenta años, también tenía su válvula de escape para una población que acostumbraba a ser gay o afín al ideal de paz universal. «Ibiza siempre ha sido un refugio para la gente poco común», explica José Padilk, llegado a la isla desde Barcelona en 1973 y futuro DJ en Café del Mar. «Gente intelectual, especialmente. Solemos acordarnos de los hippies, pero en los años cincuenta ya estaban los beatniks. En Ibiza siempre ha habido marcha.» Tierra a la vez cosmopolita, este rincón de las islas Baleares era el hogar de una nutrida comunidad plurinacional que acabó otorgándole carácter y vida: desde la apertura de Pacha, la discoteca por excelencia, la isla siempre ha vivido movimiento nocturno, conexión con Nueva York («un tal César que pinchaba en Pacha iba allí a comprar material, fue el que trajo la música disco a Ibiza. Pacha estuvo en vanguardia, aunque en los ochenta Ku era lo más, por sonido, espectáculo, glam, el colorido de los travestís... Se pinchaba de todo, rock y electrónica. Escuché a The Art of Noise allí por primera vez», recuerda Padilla) y atractivo turístico. La popularidad del Interraíl y el abaratamiento de los vuelos chárter entre Inglaterra e Ibiza, que tenía aeropuerto internacional desde 1967, propició que la isla fuera destino para las vacaciones de muchos británicos de salario modesto, y su amplio surtido de locales —Lolas, Glory’s, Ku y el after Amnesia— ayudó a crear un público para el que los conceptos «clubbing» e incluso «house» ya no resultaban del todo nuevos.
En 1976, huyendo de la dictadura militar en Argentina, llegó a Ibiza Alfredo Fiorito, un antiguo promotor de rock que, con el paso de los años, acabó poniendo discos en Amnesia, una discoteca que no encontró su lugar hasta que adoptó el papel de afterhours. En la temporada estival de 1984 Amnesia comenzó a abrir a las cinco de la madrugada y a recoger a la masa que salía de Ku, unas mil personas que pasaron a ser más al año siguiente y que pudieron disfrutar de una manera de pinchar en la que se mezclaba de todo, desde psicodelia de los setenta a vinilos de funk, éxitos del synth-pop y los primeros maxis de house que con dificultades llegaban a Europa. La comunidad inglesa que cada verano poblaba las calas y los clubes bautizó esa manera de mezclar como balearic beats, aunque salta a la vista que, más que una opción estética, aquella macedonia de sonidos era fruto de la escasez. En palabras de José Padilla, «lo de los balearic beats es una chorrada, porque ni siquiera se inventó aquello en Baleares; yo ya pinchaba de esa manera mucho antes, en Lloret de Mar. Se ponía un poco de todo porque había que llenar ocho horas con música y los discos que teníamos tampoco eran tantos, así que seleccionabas de aquí y de allá». A pesar de todo, aquello ayudó a vaciar de cerumen muchos oídos y a romper fronteras, algo que, con la llegada del éxtasis y el acid house, abrió una nueva manera de percibir la música y las relaciones sociales.
«Yo no recomiendo el uso de drogas —aconseja Padilla—, pero sí debo decir que si hay una droga positiva, esa es el éxtasis. El éxtasis de antes, que no el de ahora, que es caca. El MDMA auténtico libera la mente, ayuda a la comunicación. Yo he visto a mucha gente cerrada cambiar de golpe debido al éxtasis.» Sintetizado por primera vez en 1912 por la compañía Merck, en Alemania, el MDMA (abreviatura de metilenodioximetanfetamina, nombre científico de lo que conocemos como éxtasis) se aplicó únicamente para fines militares, hasta que en 1965 el químico Alexander Shulgin, investigador de las propiedades psicoactivas de ciertas sustancias, volviera a sintetizar MDMA a partir de la mescalina y promoviera su uso en pleno auge —estamos en San Francisco— de la psicodelia. Shulgin defendía el consumo en pareja como medio para el descubrimiento interior, pero nunca llegó a saber del potencial de la droga tomada en colectividad. Explicado en palabras sencillas, el éxtasis afecta a las relaciones entre las personas, ayuda a la comunicación, a desinhibirse, a dejar atrás los miedos y la timidez y a desarrollar un sentimiento de empatia, afinidad, amor, amistad.
El MDMA puro tiene una parte de estimulante, de características similares a las de la anfetamina, pero también, y he ahí lo que importa, de empatógeno —es decir, ayuda a experimentar los sentimientos de los demás como propios, a generar un sentimiento de colectividad—. El éxtasis libera neurotransmisores cerebrales como la serotonina o la dopamina, precisamente los que inducen sensación de placer. Una persona que consume éxtasis, al cabo de una hora se siente en armonía con el mundo, experimenta euforia y felicidad. Si la gente que hay alrededor también ha tomado, el sentimiento es colectivo y se multiplica. Si suena música —repetitiva, electrónica—, esta se percibe de manera intensificada. Y aunque el éxtasis tiene su reverso negativo (pérdida de los niveles de serotonina a medio plazo, que afectan a la felicidad del individuo; sudores, aceleración del ritmo cardíaco, deshidratación), en su primer estadio los pros ganan a los contras: no en vano, era la droga del amor.
El éxtasis no se extendió por Ibiza a nivel masivo hasta mediados de los ochenta. Con anterioridad había sido una droga recreativa para la élite americana y británica; algunos héroes del post-punk inglés —Boy George, Marc Almond— recuerdan haber ingerido su primera pastilla en selectos clubes de Nueva York, y en Ibiza eran hippies, estrellas del pop e intelectuales quienes tenían acceso privilegiado. Con la llegada del primer house de Chicago, sin embargo, también se popularizó el éxtasis y, con él, un público que pudo vivir en sus propias carnes la confluencia de placer artificial y discos lisérgicos. Aunque a efectos históricos, la fecha clave es septiembre de 1987, cuando al por entonces poco publicitado DJ de rare groove Paul Oakenfold se le invitó a pasar una semana en Ibiza con motivo de su vigesimosexto aniversario.
«No era la primera vez que Oakenfold venía a Ibiza —revela Padilla—. Yo ya lo tenía visto de antes; solía venir con Trevor Fung y Nicky Holloway a un bar en el que yo pinchaba, Project, a pegar la oreja, a aprender de los DJs españoles.» Sin embargo, lo nuevo fue el éxtasis. En aquel viaje tomaron parte, además de Oakenfold, sus amigos Nicky Holloway y Johnny Walker, también un DJ de soul. Holloway, por su parte, invitó a otro DJ, Danny Rampling, que intentaba abrirse camino y que unas semanas antes había vuelto de Nueva York. Aquella semana, generosa en clubbing, sol, aire libre y amaneceres en Amnesia con la música especial que seleccionaba DJ Alfredo («un buen DJ —reconoce Padilla—; supo encontrar su lugar justo, con la gente adecuada, la droga precisa y el entorno ideal. Aunque era también un selector egoísta, que tapaba las galletas de los discos y que, en la cima de su estrellato, no dejaba pinchar a nadie antes o después de él»), fue la que les abrió a cientos de nuevas posibilidades. Por supuesto, también desempeñó su papel decisivo el experimentar por primera vez con éxtasis. «Un papel menor —justifica Danny Rampling— Solo fue una herramienta para sentir mejor todo aquello. El éxtasis fue secundario, porque lo importante fue toda la música que sonó aquella semana. Ver pinchar a Alfredo era algo diferente; en Estados Unidos no había visto nada parecido.» A la vuelta de las vacaciones, de regreso en Londres, el objetivo de los cuatro fue trasladar el espíritu de Ibiza a su aburrido día a día. Según Rampling, «el primer paso en la evolución actual de la cultura dance».
«Es muy inglés eso de decir “todo comenzó en Londres” o “la escena empezó en Manchester” —explica Laurent Garnier, residente entre 1987 y 1988 en The Hacienda—. ¿Qué importa? La auténtica realidad es que no empezó en ninguna parte, o, mejor dicho, empezó en ambas ciudades a la vez, aunque en sendos lugares fuera una escena diferente. Lo que se pinchaba sí que era similar, porque prácticamente todo venía de Chicago; no había aún suficientes discos autóctonos.» La mitología explica que el decorado house en Inglaterra se organizó después de que aquellos cuatro pisaran Londres tras el regreso de sus vacaciones. La realidad, sin embargo, indica que desde hacía un año ya era habitual pinchar house en según qué cabinas, y no solo en la capital. Mike Pickering, desde The Hacienda en Manchester, Mark Moore en Londres (Pyramid) y Graeme Park en Nottingham se mostraban atentos rastreadores de vinilo, y junto al sonido común de la época (rarezas de funk y disco de los setenta: la escena rare groove impulsada por Norman Jay vivía sus minutos de gloria) no era extraño que se colara un corte de Marshall JefFerson o The It. «Move Your Body (The House Music Anthem)», incluso llegó a estar en lo más alto de las listas de éxitos.
«Había una fiesta llamada Delirium que en 1987 ya nos trajo house de Chicago, en la que participaron Frankie Knuckles, Liz Torres y Kim Mazelle, lo que indica que el house ya era bastante popular —recuerda Terry Farley, clubber de a pie en aquellos días, y más tarde uno de los principales DJs de la escena acid— Había un par de sitios gay, como Pyramid, en los que básicamente solo sonaba house. Y también se consumía éxtasis, pero en las fiestas soul. Lo que no había era una mezcla entre house y éxtasis, que es lo que Danny y los demás trajeron de Ibiza. Demostraron que los dos elementos combinados provocaban un efecto diferente, mejor. Sinceramente, el acid no habría funcionado nunca en Londres sin drogas, nunca.» Danny Rampling, a la vuelta de Ibiza, se propuso prolongar aquellas vivencias paradisíacas. También lo intentó Paul Oakenfold: su fiesta Project, en la que debía pinchar Alfredo, especialmente venido desde Ibiza, nunca se celebró porque la policía lo impidió —«Paul la promocionó como una “fiesta éxtasis”; todo aquel que fuera era obsequiado con una pastilla que debía tragarse con los demás a la voz de tres: ¡uno, dos y tres! Pero no pudo ser», se lamenta Farley—; así que el comienzo de la llamada ecstasy culture pasó ineludiblemente por el segundo intento de Oakenfold (The Future) y, en especial, por Shoom.
Shoom comenzó un sábado de noviembre del ochenta y siete en un sótano que durante el día hacía las veces de gimnasio, el Fitness Centre. Rampling había vuelto de sus vacaciones sensiblemente afectado, transformado por la música. «Estaba atravesando un período de transición espiritual —cuenta—. Poco antes casi perdía la vida en un accidente de coche, en Estados Unidos, y mi nueva actitud existencia! se reflejó en aquel club. Vivir es maravilloso, y quería que la música y úfeeling lo transmitiera.» Shoom, pues, fue su vehículo para volcar el concepto de clubbing aprehendido en Ibiza, ese nuevo ideario prestado de los hippies de amor universal, y un eficaz remedio contra el tedio: Margaret Thatcher había renovado su mandato como prime minister, el paro azotaba a las clases modestas, pocas semanas atrás la bolsa vivía su «lunes negro» y la ambición principal del inglés medio era la de trabajar y ganar cuanto más mejor. Malos tiempos para los ideales: Shoom abogaba por la felicidad y, como resumen de su propósito, adoptó un viejo icono de los setenta en el flyer que anunciaba la tercera fiesta, la de enero: una circunferencia amarilla con ojos y sonrisa de oreja a oreja. Había nacido un símbolo moderno: el smiley «Representaba a la perfección lo que perseguíamos: “paz, amor y positividad”, aunque después se convertiría en un gadget comercial. Salías a la calle y veías gente que lo llevaba en la ropa y gente que lo vendía; pocos meses más tarde el smiley estaba por todas partes. Aquello demostró que la escena había crecido.» Hacia el verano del ochenta y ocho, la congregación pequeña y exclusiva que Rampling había intentado preservar ya era de dominio público. Shoom no era el único club, y sus trescientos visitantes por mes —hay quien habla de doscientos cincuenta, otros de cuatrocientos: una cascara de nuez, en todo caso— eran desbordados por los miles de jóvenes que, solo en Londres, buscaban una fiesta en la que sonara eso que empezaba a llamarse acid.
Pero los comienzos no fueron fáciles. A la primera noche acudieron solo ciento cincuenta personas, la mitad de ellas seguidoras de un joven DJ proveniente del funk y reciclado al house que respondía al nombre de Cari Cox. Un mes después, cambiaba la gente y el sound system, prestado de Joey Jay, hermano del popular Norman Jay; se consolidaba el mensaje —Jenni, entonces novia de Danny Rampling, se encargaba de la selección de puerta, marcaba las pautas de comportamiento y animaba a esos shoomers que pasaban la prueba a sonreír y ser felices— y se afinaba la selección musical, cien por cien balearic y basada en mucho house y poco prejuicio. «La técnica de los DJs al principio era horrenda —rememora Terry Farley, habitual de Shoom desde su primera sesión—. Pero no era ese un factor importante, porque la energía era increíble. Lo más importante era la relación del DJ con la gente. Todos éramos amigos, así que el DJ pinchaba con sus amigos y bailaba con sus amigos. El material era muy Chicago, muy jacking: Marshall JefFerson, Joe Smooth, The Nightwriters, muchos 12 pulgadas de DJ International. ..» En enero Shoom tenía problemas para contener una afluencia de público que desbordaba el recinto, recibía la visita de estrellas del pop (miembros de Frankie Goes to Hollywood y Patsy Kensit, a la sazón cantante de Eighth Wonder) y concentraba a una élite privilegiada que guardaba su club y su música como un tesoro, alejada de la masa «ignorante» y de la prensa que todo lo tergiversa.
Jenni Rampling impidió siempre que pudo la entrada de periodistas en Shoom («toda promoción podía ser perjudicial, porque podía escapársenos de nuestro control. No queríamos desarrollarnos demasiado rápido, y sí prolongar aquel momento lo máximo posible», se justifica su marido), pero ello no evitó que en mayo la revista i-D se infiltrara y publicase un artículo que encendió la curiosidad. La escena ya tenía su portavoz of icial, Boy’s Own, un fanzine fundado por Terry Farley y sus amigos Cymon Eckle, Steven Mayes y Andrew Weatherall (quien recuerda Shoom como «una congregación de hooligans hasta arriba de pastillas») que versaba sobre fútbol —todos ellos eran fanáticos del Chelsea—, política de izquierdas y música de baile, pero hasta aquel momento poco había trascendido de lo que allí sucedía, de los rostros sonrientes y del binomio éxtasis-house, del DJ como eje de la noche y de la música de baile como catalizadora de experiencias únicas. Como a todo buen sueño, empero, tuvo que llegarle el fin. El secreto no podía ser guardado durante más tiempo.
El 11 de abril de 1988, Ian St. Paul alquiló una de las noches del club Heaven para su propia fiesta acid, heredera de Project y The Future: Paul Oakenfold ocupó la cabina. Aunque la respuesta fue tibia en un primer momento (comprensible al tratarse de un lunes y de un recinto para dos mil almas), a los dos meses Spectrum —así se bautizó— funcionaba a toda máquina y las deudas de St. Paul —quince mil libras en flyers, promoción, arrendamiento y sueldos— se evaporaron como nada. Con la entrada del verano, Spectrum era el lugar donde había que estar. Shoom se había trasladado de recinto y perdía fuelle, y el nuevo local inaugurado por Nicky Holloway, Trip, se despreciaba en determinados sectores por cobijar a quienes fueron tildados de acia teds, chavales advenedizos cuyo único pecado fue descubrir el acid más tarde que el resto. «Trip era un club para tres mil personas y totalmente comercial; se abrió solo para hacer dinero —sostiene Danny Rampling— Que detrás estuviera mi amigo no me impide decir la verdad: Nicky tenía una visión diferente de la escena, nada idealista. Él era un hombre de negocios y vio la oportunidad de sacar tajada. Spectrum era otra cosa, a su manera compartía un espíritu underground. No estaba contaminado por el público de las raves.» Spectrum pudo haber sido un club para la élite: entre sus paredes se dejaban caer estrellas del pop (de Prince a U2, de Pet Shop Boys a Bros), así como nombres importantes del mundillo dance. Allí, además, se fraguó el grito de guerra del momento: Gary Haisman, ex socio de Ian St. Paul, fue el primero en exclamar, en un chispazo de apogeo, acieed! Pero el futuro de la escena figuraba en otras manos. Al aparecer Tony Colston-Hayter, un nuevo Verano del Amor estaba al caer.
El tránsito no había sido traumático. Según Laurent Garnier, testigo directo de la expansión inglesa del house, «a la gente ni siquiera le molestó que la raíz de la música fueran los clubes y el público negro y gay En Francia fue más complicado, había más prejuicio, pero en Inglaterra no pasó nada. Los ingleses son buenos en lo de darse a la fiesta: a los cuatro días ya estaban todos saltando como locos». El público del soul tampoco demostró demasiada reticencia («al principio nos llamaban pajilleros y se reían de nuestros vaqueros y nuestras zapatillas de deporte —dice Terry Farley—, pero casi todos acabaron apuntándose»), y en pocos meses ya existía una parroquia que luchaba por su derecho a la fiesta. Tony Colston-Hayter había sido asiduo de Shoom hasta que la masificación dictó que debía ser él uno de los pobres diablos que tenían que quedarse con las ganas de entrar. La frustración de ser ninguneado —y las ideas claras: Colston vio muy pronto que el house podía ser fuente de pingües beneficios— está en el origen de su decisión histórica: organizar una fiesta en la que nadie fuera excluido.
El verano estaba resultando de lo más animado: nuevos promotores surgían por doquier y las fiestas se reproducían como hongos; la élite que vegetaba en Shoom o The Future veía cómo sus santuarios de ritmo y química comenzaban a poblarse de gente a la que nunca antes habían visto. El peregrinaje se extendió a nuevos lugares. Hedonism se instituyó como la primera warehouse party gratuita, congregada en un almacén de Apeltorn Lañe, y en pleno mayo llegó a su apogeo RIP (Revolution in Progress), una competencia directa de Shoom —les separaba solo una esquina—, que apostó por hibridar acid y diversas derivaciones del reggae. Cuando a las tres de la madrugada todos los clubes cerraban, siempre había un after en el que acabar la noche. Y aunque la policía ponía las cosas crudas («la Pay Party Unit, una división de la policía de Londres, se encargaba de localizar las fiestas y pararlas —cuenta Farley—. Era un negocio arriesgado, porque incluso nos llegaban a quitar el dinero, y además había gángsters que controlaban el acceso a los clubes y la venta de drogas. El Verano del Amor tuvo un lado siniestro»), el entusiasmo podía con las dificultades. Una de las anécdotas más populares del estío del ochenta y ocho relata cómo un grupo de clubbers recién salidos de Trip, al ser sorprendidos por un coche de policía con la sirena en marcha, se dieron al baile y al grito unánime de «can youfeel it?», exactamente igual que en el hit «Can U Party» de Royal House (Todd Terry), que casualmente incluía ruidos de alarmas. El acid se extendía como la espuma, y el éxtasis, importado ya en grandes cantidades, había transformado a la rubicunda juventud inglesa (el fenómeno empezaba a hacerse notar en todos los rincones del país) en una colección de caras sonrientes. El primer Verano del Amor estaba en su máximo apogeo: Ibiza fue aquel año una locura, la música, contaminada por los flecos de todos y cada uno de los estilos anteriores, renovada a través de Chicago y Detroit, se lanzaba hacia una espiral de autodevoración y renovación. El DJ era la estrella; el DJ, por su forma insólita de pinchar todo aquello, se consolidaba como artista. El terreno estaba abonado para que la revolución interior (de corto alcance, solo para privilegiados) se extendiera a todo el mundo. Las raves estaban a punto.
Colston-Hayter, descrito por sus coetáneos como una inteligencia superdotada (aunque experto en tecnología, también desarrolló un método mental para contar naipes en el blackjack, con el que desplumó casinos en todo el mundo; fue tachado de persona non grata hasta en Las Vegas), era adepto, como cualquier hijo de vecino, a las salidas nocturnas. Con vista de lince notó que la escena crecía y exigía demanda, y durante el verano intentó organizar sus propios eventos. No era fácil: la Pay Party consiguió parar todos sus intentos, y cuando tuvo la idea de transportar su fiesta (Apocalypse Now) a las afueras, nadie parecía saber encontrar el lugar. La escena warehouse, sin embargo, ya estaba guiando los pasos futuros: Tintin Chambers, un joven promotor que había aprendido a leer el entorno en Spectrum, consiguió convocar a varios miles de clubbers en Hypnosis, una fiesta móvil que marcó el momento de mayor popularidad acid de todo el verano.
«Ir a aquellos clubes se había convertido en lo más importante del mundo —le explicaba Colston-Hayter a Sheryl Garratt en su libro Adventures in Wonderland—. Hacer aquellos clubes de otra forma, sacarlos fuera de Londres y abrir la puerta a quien fuera se convirtió en mi vida y en todo en lo que creía, completamente. Solo seguimos ese viaje loco, fantástico, de “cuanto más mejor, todos bienvenidos”. Shoom y Boy’s Own querían conservar su pequeño secreto, y nosotros quisimos dárselo a todo el mundo.» No había más remedio que organizar las fiestas de otro modo. Hasta entonces, la prensa apenas se había hecho eco de lo que ocurría. A partir de mayo, sin embargo, en las noticias del Sun o el Mirror se leían referencias a un submundo de drogas y música house, el escandaloso precio de las pastillas —alrededor de doce fibras— y la espiral de vicio en que se había sumergido la juventud británica, para estupor y pánico de padres y autoridades y jolgorio de millones de adolescentes que, desde aquel momento, sabían que el objetivo prioritario en la vida era encontrar una de esas fiestas. Sin embargo, la joven Janet Mayes pasó a la historia al ser la primera víctima por sobredosis de éxtasis (más tarde se produjeron más casos de similar tristeza, entre ellos los de Claire Leighton, fallecida a los dieciséis años en The Hacienda tras una reacción anómala al MDMA), Trip había cerrado por presiones de la ley y Spectrum tuvo que reabrir con el nombre de Land of Oz. Actuar al margen de la ley era la mejor opción, y Tony Colston-Hayter se jugó el todo por el todo (sus deudas ascendían a siete mil libras) al alquilar para el 27 de octubre un centro ecuestre en las afueras de Londres. Nadie sabía que allí iba a celebrarse Sunrise, la primera rave de la historia.
El modus operandi había cambiado: no bastaba con anunciar vía Ayer un enclave y una hora para la fiesta, sino un punto de encuentro desde el que conducir con sigilo a los ravers hacia la celebración real. Una rave, por definición, siempre sucede en un lugar apartado de acceso oneroso, que exige el seguimiento de pistas e indicaciones para dar con su localización en el mapa. Aquella noche, ochocientas personas se sometieron a las alturas. En el segundo intento fueron tres mil, aunque la cosa ya estaba empezando a ponerse cruda al descubrir la Pay Party cuan sencillo era el mecanismo de convocatoria. De hecho, la segunda Sunrise fue intervenida —aunque no detenida— por la policía: con tanta gente dispuesta a alzarse en motín si la música enmudecía, dejar que continuara la fiesta se presumió como lo prudente, pero para los siguientes intentos se impuso mayor profilaxis por parte de los organizadores de raves: la policía se infiltraba entre el gentío (con los agentes camuflados mediante camisetas estampadas de smileys), desmantelaba los puntos de reunión y lanzaba sus propias pistas (falsas) con tal de que los ravers nunca dieran con el lugar exacto. Transportar a miles de personas de un lugar a otro de Londres no era tarea sencilla, pero aun así, Colston-Hayter dio con la fórmula magistral que cambiaría el rumbo de esta historia. Ya no era problema citar clandestinamente a la multitud sin que las fuerzas del orden tuvieran tiempo de reaccionar. Su método fue el medio de comunicación más moderno de la época: el teléfono móvil.
Aunque todavía era un objeto asociado a la cultura yuppie y raro de ver entre el ciudadano común, Colston supo encontrar en él un modo de conectar con sus ravers, alejado del radio de influencia de la policía, capaz de permitir la dosificación de pistas, dar instrucciones de guía y revelar el lugar de la cita con la posibilidad de apurar hasta el último segundo. Cuando la Pay Party conseguía descubrir el recorrido exacto, normalmente ya se encontraban en cualquier zona del extrarradio con cinco mil personas bailando y una infraestructura tan ciclópea que hacía imposible su desmantelamiento. Utilizando el servicio 0898 de Vodafone, Colston-Hayter disponía de cien líneas que permitían grabar sendos mensajes de voz renovables, un mecanismo que indicaba el dónde y el cuándo y que, a la vez, era alquilado a otros promotores con los mismos escrúpulos de un usurero. Llegado este momento, ya nadie podía parar una rave, y toda el área de la autopista M25 —una vía de circunvalación de Londres inaugurada un año atrás, en cuyo radio de acción podían encontrarse zonas al aire libre apartadas del mundanal ruido y todo tipo de naves abandonadas— se pobló de fiestas ilegales (Biology Energy, Back to the Future, Sundance, Joy, One Nation o Humanity entre las más célebres) que, ahora sí, superaban tranquilamente las cinco mil personas convocadas o, en un récord histórico del segundo Verano del Amor de 1989, las veinticinco mil del 12 de agosto en Longwick.
Por todo ello, hay quien lo considera un héroe nacional (o el hombre que puso el país de las maravillas al alcance de todos) o incluso un traidor al espíritu original aprehendido en Ibiza, un advenedizo cuyo único mérito fue destrozar la ilusión de unos pocos a cambio de dinero. Según Terry Farley, uno de los más fervientes protectores del clubbing a baja escala, aquello fue el comienzo del fin. «Tony es un tío simpático, pero creo que se metió en esto por la razón equivocada. Él y su gente montaron fiestas únicamente por la pasta. La gente de Shoom éramos antiraves, creíamos en nuestra escena como algo demasiado precioso como para ser puesta a la venta. Y de repente pasamos de una situación en la que toda la gente del club conocía al DJ a otra en la que cinco mil personas se hacinaban en una rave. A mí me encanta ver pinchar a Danny Tenaglia, pero nunca se me ocurriría ir a verlo en Homelands, llenándome los zapatos de barro y después de haber pagado treinta libras en la puerta. No creo que aquello fuera lo correcto.» El dúo Shut Up and Dance lo resumiría con un epígrafe letal, título de uno de sus temas más celebrados: «£20 to Get In».
Cuando el fenómeno se extendió hacia el oeste de Londres, se adoptó el vocablo «rave» para definirlo, una palabra que la comunidad negra había usado para referirse a sus propias fiestas en almacenes. Pero este cambio tan espectacular no solo se había asentado en apenas dos años: además de venir, vio y venció. Millones de personas se lanzaban sin manías a noches de júbilo espoleadas por música elíptica e hipnótica. Durante la época se habló de «estar viviendo un sueño», y sin prisa pero sin pausa aquel sueño inició su periplo hacia todos los rincones del mundo. La revolución social ya era un triunfo; la musical, por supuesto, también.
Uno de los principales dilemas de la humanidad, aún no resuelto, inquiere si fue primero el huevo o la gallina. El nacimiento del house en Inglaterra plantea un dilema similar, y es que siendo el DJ el usuario de los temas y el público quien los suda, cuesta discernir si la fiesta existía por la música o si la música era una necesidad de la fiesta. «El house y el techno nacen en Chicago y Detroit como la reacción de una comunidad que sabe el sufrimiento que significa ser negro en Estados Unidos —relata Laurent Garnier— Era música rebelde, pero en Inglaterra no pasaba lo mismo, tampoco era una mala época. Más bien todo lo contrario: la gente celebraba la fiesta y había quien hacía música, pero desde una perspectiva diferente a la de los americanos, para sentirse parte de algo. No había un argumento político detrás.» Y aunque mucho antes de la explosión acid podían rastrearse conatos de creación con el house como motivo pero con una franca voluntad artística (especialmente en el caso de M/A/R/R/S), bien es cierto que los nuevos productores y DJs locales se dejaron contagiar del entusiasmo colectivo, se sumaron a una celebración que también era suya, en la que quien más quien menos ofrecía algo de su parte.
La escasez de discos homogéneos e intercambiables fue la que hizo posible el singular fenómeno balearic, que en el fondo no dejaba de ser una alocada mixtura, obligada más que vocacional, de new wave, hip hop, synth-pop y los primeros maxis de impon llegados de Nueva York, Detroit y Chicago. Pero a su vez aquello fue un cursillo acelerado de cultura pop que abrió orejas y expandió mentes. Mucha mitología deposita en el éxtasis todo el mérito. La razón indica que, por muy poderoso que fuera el MDMA en aquellos días, la música era un estímulo tanto o más grande: una sesión de Andrew Weatherall o Paul Oakenfold en la Ibiza del ochenta y ocho era garantía absoluta de sensaciones inéditas, de sorpresas en ristra. El choque entre la creatividad europea —más pop, más calculada— y la americana —organizada alrededor de techno, house y, sobre todo, hip hop, que ya era fuerte al otro lado del océano— empezaba a crear híbridos, y en momentos de todo vale y ebullición creativa lo imposible podía suceder.
Lo imposible se tituló «Pump Up the Volume», un disco insólito que, a finales del ochenta y siete, cuando aún no se había oído hablar de Shoom, alcanzó el número uno de las listas de ventas en Inglaterra. Construido alrededor de fragmentos sonoros extraídos de los más diversos vinilos (beats de la escena postdisco, esquemas rítmicos del electro, un calculado toque hip hop y una genuina intención vanguardista), el primer (y único) maxi de M/A/R/R/S, colectivo liderado por Martyn Young que reunía esfuerzos de miembros de grupos como Colourbox o AR Kane, inauguró el primer subgénero musical nacido bajo el paraguas de la incipiente cultura de club: el cut’n’paste o sampledelia. «Pump Up the Volume», todo un ejercicio de recorta-y-pega, reunía en un mismo esquema un Frankenstein sonoro —ensamblado artesanalmente con la ayuda de un sampler primitivo y cintas manipuladas— que tenía mucho de hip hop, otro tanto de funk marciano, extractos vocales, ritmos en zigzag y la excitación de la novedad. A partir de las lúcidas lecciones de Grandmaster Flash («Pump Up the Volume» y sus secuelas se etiquetaron como piezas imposibles de hacer para un artista al uso, aunque no para un DJ: de ahí la descripción de «DJ records») y con el salto al vacío del acid como decorado, M/A/R/R/S cazaron el zeitgeist de unos días convulsos. «Los que estábamos en M/A/R/R/S apenas teníamos conocimientos de sampler, aunque algunos sí que sabían lo que significaba ser DJ —explica el propio Martyn Young—. Al principio usábamos samples para recrear un instrumento concreto, pero mucho del material que utilizamos salía de extraños discos de techno, y también de cintas que nosotros grabábamos... de hecho casi todo se formó a partir de loops de cinta, porque sonaban más orgánicas.»
El pasado de Young, al frente de Colourbox, tampoco tenía mucha conexión con la tradición de la música de baile («más bien una mezcla de todo lo que estaba en el aire, punk, reggae, minimalismo... quería que hubiera un diálogo, así que también había rock y elementos de baile que ayudaban a repetir frases y establecer ganchos»), y sí más con la vanguardia popular que, por su cuenta, también urdían The Art of Noise («había mucha conexión, mucha... aunque ellos usaban un Fairlight y nosotros no. Trevor Horn tenía más máquinas, usaba más equipo; nuestro trabajo era más duro»). Quizá por esta leve desvinculación, el sentido de la sampledelia (en palabras sencillas, sería la creación de música a partir de la yuxtaposición de elementos sonoros tomados de otros discos) en el contexto post-baleárico lo asumieron mucho mejor dos nombres decisivos: S’Express y Bomb the Bass. S’Express sí que era un proyecto de DJ: en la sombra se ocultaba Mark Moore, uno de los primeros introductores del house en Gran Bretaña a través de sus sesiones en Pyramid, y su pionero «Theme from S’Express» equiparaba la propia artesanía del cut’n’paste a la ética («enjoy this trip», dice una voz a los pocos segundos) y las necesidades de la pista de baile, con riffs de acid, beat marcial y una línea de riesgo que conectaba el Detroit de Sly Stone e Iggy Pop con el de Derrick May. Bomb the Bass, por su parte, contaba a los controles con el prodigioso ingeniero Tim Simenon, un cerebro cuya lucidez le permitió condensar en la magnánima «Beat Dis» un riff electrónico inspirado en el «Radioactivity» de Kraftwerk, una bassline extra-funky, beats de hip hop, programaciones techno y fragmentos vocales robados de películas, la televisión y discos de rap. En conjunto, un armazón complejo que, pese a la dispersión, nunca perdía el sentido: hip hop artesanal tal como lo pensaron sus pioneros, que seguía vivo gracias a los nuevos horizontes descubiertos por el house.
«Creo que todo aquello ocurrió porque se tenía la sensación de que los rappers y los cantantes ingleses no tenían suficiente calidad, así que usando samples se eliminaba este problema —intuye Jonathon More, componente de Coldcut junto a Matt Black—. Era fácil hacer música, la tecnología era barata; pero grabar en directo era complicado: necesitabas un buen micro, un buen estudio, un soporte en el que registrar el sonido y sincronizar. La ética del hip hop, la de encontrar breakbeats y mezclar sonidos al azar, fue la solución: no solo te permitía tener un tema funky, sino también impartir una lección cultural mediante tu trabajo, algo así como decir mira qué cool que soy y qué elementos más oscuros incorporo.» Desde el ochenta y siete, Coldcut participaban de la locura del sampling, adoptando como modelo al dúo neoyorquino Double Dee & Steinski («el plan maestro era suyo; nos influyó a nosotros y a muchos más»), los primeros productores que, desde la comodidad del estudio de grabación, creyeron en el hip hop como disciplina de arte y ensayo. Su «Lesson One», un puzzle de beats y sonidos de diverso pelaje, está en la base de los remixes, canallas y barrocos, urdidos para Eric B & Rakim («Paid in Full») o Lisa Stansfield («People Hold On»), así como de la columna vertebral de memorables singles tales como «Beats & Pieces», «Say Kids What Time Is It» o «Doctorin’ The House».
El hip hop ya gozaba de popularidad en las islas, lo que no quitaba que el house se impusiera en aceptación con el paso de los días. Ben Thompson, en su recomendable libro Ways of Hearing, explica cómo en la gira mundial de Def Jam que trajo a Gran Bretaña a Public Enemy (en la cima de su carrera tras la edición de It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back), Eric B & Rakim y LL Cool J, el público de Nottingham reaccionó mejor a los discos acid que Graeme Park escogía entre los conciertos que a las actuaciones en sí. Puede entenderse como una falta de respeto para con el viejo Chuck D, pero a la vez era síntoma inequívoco de que la percepción musical estaba cambiando: los DJs pinchaban abiertamente temas de Bam Bam, Fast Eddie, Adonis, Derrick May o Inner City («Good Life» y «Big Fun» eran dos aciertos seguros en cualquier rave), la radio pirata comenzaba a funcionar («mi primer tema es del ochenta y siete —recuerda uno de los primeros housemasters británicos, Baby Ford—, y en aquella época aún no había ido a ningún club: lo aprendí todo escuchando la radio») y, de esta manera, los productores ya se atrevían con el más puro estilo Chicago: «Cariño», un ejercicio deep house de Mike Pickering bajo su alias T-Coy, no solo escaló puestos en el top ten sino que se estableció como clásico. Inglaterra legitimaba géneros que en su patria se topaban con muros de ignorancia.
Fue en Manchester, al amparo del The Hacienda, donde los primeros hitos del acid británico empezaron a cobrar forma. Con tradición synth-pop (New Order) a sus espaldas y DJs como Pickering (que más tarde fundó el grupo M People, referencia populista del house-pop de los noventa), era normal que la capital del norte de Inglaterra creara una escena propia, alimentada por sus propios artistas. 808 State, el primer grupo dance del país (formado por Graham Massey, Gerald Simpson y Martin Prince), borró de un plumazo cualquier supuesto complejo de inferioridad con Chicago: Newbuild, una bacanal de líneas acidas, cajas de ritmo con el punto de mira en la abstracción de Detroit y un poderoso influjo hipnótico, fue el primer intento serio de erigir un álbum completo sin recurrir a ninguna otra ética más que la del house. Una misión cumplida y perfeccionada (hoy, piezas como «Flow Coma» o «Narcossa» todavía conservan el estatus de clasicos crujientes e indiscutibles, igual que el single posterior «Let Yourself Go»), aunque no reconocida hasta un año después, en el ochenta y nueve, cuando «Pacific State» (a caballo entre el acid y el emergente ambient house, una combinación balearic de beats lentos y piar de aves) fue el himno del verano y arrasó en Ibiza.
Balearic, precisamente, fue un término del que se abusó en exceso, primero por desorientación y más tarde por exigencias del márketing. En el principio balearic podía aplicarse desde cualquier atisbo de música inspirada por un verano en Ibiza, desde los primeros éxitos del acid inglés, ya fueran los de D-Mob («We Cali It Acieed») o E-Zee Posse («Everything Starts with an E») o el gigantesco crossover hacia el pop que logró Adamski con «Killer», un hit inmenso en la voz de Seal y un videoclip, entre Kraftwerk y David Cronenberg, que daba a entender, por toda su imaginería apocalíptica y sci-fi, que las cosas estaban cambiando. Andrew Weatherall, por su parte, empezó con Pete Heller y Terry Farley un proyecto fugaz (sus respectivas carreras, como productores y DJ, les ocuparon el tiempo suficiente como para que la cosa no continuara más allá de 1990) que, llamado Bocea Juniors, facturó una pieza canónica, «Raise (63 Steps to Heaven)»: riffs de piano, trompetas funk, acid rebotado en rock y un punto new wave. De hecho, música de baile y rock se contaminaban ya recíprocamente, y el muy singular fenómeno Madchester —grupos de pop en Manchester aplicando loops electrónicos, efectos, beats de house y baile en escena— empezaba a demostrar también que no había vuelta atrás ni siquiera para la clásica formación de voz-guitarra-bajo-batería. Cuando el propio Weatherall se encargó de la producción del totémico Screamadelica (Primal Scream), el cambio ya era un hecho.
En la escena rave, sin embargo, la música estaba adoptando un cariz mucho más diferenciado. Tras el segundo Verano del Amor, las raves dejaron de ser congregaciones prácticamente urbanas (la M25 londinense y los diversos extrarradios del país seguían estando aún demasiado cerca del brazo fuerte de la ley y poco lejos de la aventura que la experiencia exigía) para convertirse en multitudinarias concentraciones de individuos sin miedo a los kilómetros en puntos imprecisos del mapa. Siete mil ravers podían una noche abandonar sus casas, recorrer casi doscientos kilómetros en dirección a un punto en la campiña y, una vez allí, celebrar con éxtasis una colección de himnos diseñada para tocar el cielo, armada en secuencias épicas, voces celebratorias, ritmos densos y proclamas positivas. «What Time Is Love», una de las primeras incursiones de The KLF, fue, junto con el resto de sus clásicos («3 AM Eternal» y «Last Train to Tracen tal», segunda y tercera partes de su trilogía de stadium house, y «Church of the KLF», todos incluidos en el fundamental álbum The White Room, del noventa y uno), la salsa de semejantes catarsis colectivas en su período de apogeo, el de 1989-1990.
The KLF (el acrónimo responde a las iniciales de Kopyright Liberation Front) era la alianza de Jimmy Cauty y Bill Drummond, ex punks que, tras su experiencia como The Timelords y The JAMs y sus híbridos entre rock, hip hop y sampledelia en los límites de la legalidad, habían abrazado el fenómeno rave con una actitud irónica pero a la vez creíble: jugando con la masa, la industria y el concepto de efusión multitudinaria, supieron manejar los resortes para construir hits instantáneos. The Manual, su propio libro, que indicaba cómo fabricar un número uno (y forrarse), fue su credo, y sus temas, de los pocos que todavía se conservan vigentes de aquellos días en los que todo empezó a adoptar un cariz populista. «The KLF eran muy buenos —asiente Baby Ford—, pero su concepto era en exceso pop, su objetivo siempre fueron los charts. “What Time Is Love” es aún un tema increíble, aunque ellos no dejaron de ser producto de su tiempo. Pese a todo, siguen siendo inspiradores.» Tan punks eran que, tras The White Room, en la cumbre de su fama, prácticamente cesaron en sus actividades.
Fue entonces cuando la industria discográfica empezó a desarrollarse, no solo en el incipiente aumento de los discos sin información, los famosos white labels, sino también por la creación de sellos cuya actividad se consagraba al house y sus variantes. Nació Júnior Boy’s Own (por obra de Terry Farley; «al principio hacíamos versiones de los clásicos», confiesa), se desarrolló London Records (compañía que copó un buen número de las mejores licencias de hits americanos, del «French Kiss» de Lil’ Louis al «Let The Music Use You» de The Nightwriters y que, además, tuvo el acierto de fichar a un dúo que apuntaba maneras gracias a su exitoso primer single «Chime»; Orbital) y se llevó el premio gordo Rhythm King. «Los de Rhythm King tuvieron mucha suerte —recuerda Baby Ford—. Tenían el apoyo de Mute, eran casi su división dance, y contaban con los mejores artistas. Allí grabaron Bomb the Bass, S’Express, y ahí edité yo mi primer LP, el mejor, Ford Tracks. Supieron llegar a un público amplio, pero con el tiempo devinieron en comerciales, y los artistas empezaron a irse. Cuando me largué, muchos más siguieron mi camino.» En todo caso, y pese a los titubeos de la escena, siempre quedará el clasico por excelencia. Tras colaborar en lo mejor de 808 State, Gerald Simpson emprendió carrera en solitario, se bautizó como A Guy Called Gerald y dio forma a un canto de sirena —samples de voz exóticos, misteriosos y la bassline acid más sutil en años— que se llamó «Voodoo Ray». «Simpson era el hombre —subraya Ford—. Con “Voodoo Ray” tocó el cielo. El resto de la escena rave estaba perdiendo seriedad mientras él sublimaba la experimentación profunda y accesible.» El house era, pues, otro nuevo punk. La confluencia de rave (movilización joven) y música fuera de los canales al uso renovó una base social inconformista y puso sobre el tablero el concepto «hazlo tú mismo». Estaba todo dispuesto para que, tras la diversión, la creación tomara el relevo. Estaba a punto de nacer el bleep’n’bass.
Oh, ¿es así como dirían que viviríamos el futuro? / Si solo son 20.000 personas de pie en el campo. / No termino de entender qué es este sentimiento / pero está bien porque todos nosotros estamos surtidos de éxtasis y anfetas.
PULP,
«Sorted For E’s & Wizz»
El movimiento rave tiene la curiosa cualidad de saber conectar la más candente modernidad (la tecnología casera, la Roland 303, los láseres y las luces estroboscópicas, los miles de vatios de potencia) con sentimientos comunales que se remontan casi al neolítico: concepto de tribu, el componente ritual del baile, el estado de trance que las evoluciones hipnóticas generan, la conexión con la naturaleza salvaje, la liberación de cuerpo y mente. Los éxtasis maximizan la empatia, refuerzan la percepción del sonido, hay quien dice que ayudan al conocimiento interior. Al DJ se le llama chamán, hasta se le adora con devoción religiosa. En cualquier caso, este marco se presentaba propicio para que los antiguos adeptos al ethos hippie (paz, amor, armonía) pudieran interpretar a su manera qué era y qué significaba una rave. Y habiendo en Inglaterra una tradición de este cariz considerable (el movimiento hippie en los setenta había sido fuerte, articulado alrededor de concentraciones en los monolitos prehistóricos de Stonehenge y festivales libres en los que solían tocar bandas como Gong o Hawkwind), el paso lógico en los ochenta era que el hippismo veterano abrazara la cultura del ocio como un medio para ahondar en su comunidad cósmica.
Fraser Clark era un antiguo hippie asiduo a Shoom que había visto en el estallido del acid house un «renacimiento espiritual». Él fue el primero en hablar de trance, baile chamánico y apertura de puertas cerebrales, y a finales de los ochenta acuñó el concepto «zippie» («hippies con ordenadores», en palabras de Mixmaster Morris). En todo caso, y aunque su percepción de las raves tenía un qué de niediatización partidista, las teorías de Clark se hicieron con un buen hueco en el paisaje mental de la época, y una cifra nada desdeñable de raves, en las antípodas del ideal baleario de Danny Rampling, aceptaron otro sonido (más hipnótico que jacking), otra actitud (fuera del sistema antes que antisistema), una estética diferente (más desaliñada que casual) y una intención con visos espirituales. También cambiaron las raves en la forma de presentar la música: más allá del mero desfile de deejays, empezaron a aparecer las bandas que tocaban en directo, con mención para Orbital y, sobre todo, The Shamen, un antiguo grupo de rock transmutado en acid que abrazó sin problemas el ideal zippie e incluso llegó a facturar algunos de los himnos más rutilantes de aquellos años, desde «Move Any Mountain» a «L.S.I.», título de intenciones lisérgicas que, empero, respondía a las muy zippies consigas de «/ove, sex & intelligence».
Los zippies defendían el consumo de drogas como vía de conocimiento interior, y precisamente se implantaron en un momento en que el clubbing ya no se concebía únicamente por ingestión de un éxtasis por noche, sino dos o más, según las ansias de excitación del sujeto (el amor pasaría a un segundo plano, apenas significativo en el marco de una fiesta). Y su simultaneidad con otras sustancias (marihuana, speed, LSD, cocaína, alcohol) también empezaba a ser moneda común: la música cambió, se movió hacia tempos más rápidos y hacia gestos sonoros que jugaban con la excitación psicodélica, y el público degeneró. Sin embargo, y pese a la intervención cada vez más virulenta de la policía, las raves no se detuvieron: los gangs que controlaban el tráfico de estimulantes ganaban en poder mafioso, las fiestas Sunrise de Tony Colston-Hayter cesaron en 1990 y en julio de ese año hasta 836 ravers fueron detenidos en Leeds. El gobierno amplió los horarios de apertura de los clubes y cedió licencias para fiestas al aire libre. Pero aquello no eran raves como Dios ordenaba. Había llegado el momento de las fiestas gratuitas.
Hasta aquel día, para llegar a una rave era necesario adquirir un billete, pagar entrada. Sin embargo, cuando las raves asaltaron el circuito de festivales de verano, especialmente en el populoso Glastonbury, un elemento extraño entró enjuego: los new age travellers, más conocidos como crusties, seres nómadas poco amigos del jabón, las cosas de pago y, no obstante, adeptos a la droga, la filosofía hippie y a la cultura new age, que predica una nueva espiritualidad nada basada en el materialismo y sí en la vida libre, el cosmos y las buenas vibraciones. Los crusties abrazaron las raves, y por su vida errante sabían de buenos sitios, bien comunicados y apartados, en los que organizar minifestivales que podían durar varios días. Fue un mecanismo de simbiosis el que alió a ravers y crusties. Los primeros, con la policía en los talones, necesitaban de nuevos enclaves, y los segundos, carentes de infraestructura, necesitaban de los promotores de raves tanto la tecnología como la música y las drogas.
El cénit de esta alianza lo simbolizaron las fiestas promovidas por Spiral Tribe, una comuna crustie que se había independizado en todos los aspectos (planchaban sus propios 12 pulgadas, montaban la infraestructura y financiaban sus raves gratuitas mediante la venta directa de drogas de todo tipo desde la puerta trasera de furgonetas) y que llegó a convocar a millares en concentraciones anárquicas, maratonianas, insalubres, mántricas, incluso con mercadillo ambulante y circo. El 12 de mayo de 1992, Spiral Tribe culminó su obra maestra: una rave en Castlemorton, a pocos kilómetros de la frontera con Gales, que se extendió durante cinco días y animó al gobierno inglés a cortar de raíz el problema. Tras el informe de destrozos por parte de los lugareños y, según relata Simon Reynolds en su libro Energy Flash, crusties defecando en los jardines y vendiendo LSD a los niños, comenzó la mayor amenaza legal contra las raves: la Criminal Justice and Public Order Act, más conocida como Criminal Justice Bill.
Pese a las protestas, manifestaciones y resistencias —incluso musicales: no hay más que comprar el Anti EP de Autechre o ver la carpeta interior del Musicfor ajilted Generation de The Prodigy, en el que se ve el dibujo de unos ravers a punto de cortar el puente colgante que les separa de la policía—, la Criminal Justice Bill se aprobó en 1994 para prohibir las concentraciones de más de cien personas con un fondo musical «caracterizado por la emisión de una sucesión de beats repetitivos» (sic). Las raves libres habían prácticamente muerto en Inglaterra, pero no la música que implícitamente se observaba como objetivo a aniquilar. Tampoco el clubbing: estaban los festivales, las fiestas con licencia al aire libre y los superclubes con capacidad para miles: sin duda una época había llegado a su fin. El sueño debía prolongarse por otros medios.
Todo lo que sube, baja, y baja, y baja. Todo el mundo parece enfermo al final de la noche, todos han perdido el habla, evitan cualquier tipo de contacto. Ese amigo del alma con el que has estado hablando toda la noche sobre la historia de la creación o la cuarta parte de Star Wars es ahora un extraño al que no puedes ni mirar a los ojos. Lo único que sientes es paranoia. Todo se está volviendo lo peor. Los hijos del éxtasis ya nunca más estarán seguros. Antes se sentían unidos como un solo ser, pero ahora son pacientes mentales individuales que desean salir de esta atmósfera envenenada en busca de una cama cálida y un psiquiatra amigo. La realidad está aquí: ¿dónde estoy? ¿Qué he hecho?
¿Valió la pena?
De la película Human Traffic
(Justin Kerrigan, 1999)
Escribían The KLF en las páginas de The Manual que, si se quería triunfar en el circo del pop, era obligación componer temas siempre por debajo de los 135 bpms. «La gran mayoría de la gente que va a clubes no serán capaces de bailarlo y parecer cool a la vez», decían. Pero la música de las raves, ajena por norma a las leyes de las listas de éxitos, empezó a moverse en la dirección contraria, a incrementar la velocidad hasta 150 bpms, a convertirse en una experiencia de choque: breaks hiperactivos, voces aceleradas, cambios de ritmo fulgurantes y altos niveles de testosterona. El típico himno rave, feliz, eufórico, mutó en un tipo de piezas ordenadas alrededor de samples caóticos y mensajes por amor al defase, velocidad al límite y riffs de piano caricaturesco. Hacia 1990, lo que había sido sueño devino en algo próximo a la pesadilla: había nacido el hardcore.
Simon Reynolds, también en Energy Flash, fundamenta el paso al hardcore (en sus propias palabras, ‘ardkore) en un cambio drástico en los hábitos del consumo de éxtasis. Los ravers optaron por incrementar la dosis incluso hasta seis u ocho pildoras por noche, muchos para poder reproducir esa sensación de la primera vez que ya nunca volvería (elevadora, mágica), otros por imprudencia y también porque la calidad de los susodichos había disminuido —los controles en las aduanas impedían la importación de buenos éxtasis, o directamente se comercializaban pastillas adulteradas o rebajadas a A/LDA, un éxtasis inferior que actúa como anfetamina sin el componente empático del MDMA—. Y lo que comporta es una multitud que exige música más rápida, más dura. El caso inverso (esto es, varió el modo de drogarse al cambiar la música) no es argumentable, porque, como apunta Danny Rampling, «no había un lado oscuro de la escena, sino de la gente; irás por la calle y siempre verás chavales que sabes que nunca serán pacíficos. El hardcore fue reflejo de la personalidad de la gente, una gente que siempre será dura y peligrosa, una parte de la sociedad que nunca cambiará. El éxtasis pudo haberles hecho amigables durante un tiempo, pero cuando se pasaron los efectos, siguieron desarrollando su lado oscuro».
El hardcore no dejaba de ser una mezcla extraña: new beat belga, lo más duro del Detroit techno, breakbeats acelerados, riffs industriales como los del «Energy Flash» de Joey Beltram y melodías casi de dibujos animados. En lo social, lo que el hardcore trajo a las raves fueron pistolas, criminalidad y cerebros fundidos por el abuso de drogas, aunque también color, bocinas, máscaras de gas, vestuario chillón y ánimos de fiesta. Y fue también en lo musical donde se fraguó un momento singular y revolucionario en la historia de la música popular, un instante de concentración, implosión —interior: el germen del jungle está en el hardcore— y explosión —influencia en todos los terrenos electrónicos populares, del house al techno pasando por lo que se conoce como electrónica postrave, de carácter más experimental— que tiene en nombres como Altern-8, Smart Es («Sesame’s Treet», un himno en torno a samples de Barrio Sésamo y un breakbeat tonto, combinaba humor y audacia), SL2 («DJ’s Take Control») o Baby D («Let Me Be Your Fantasy», todo un homenaje al éxtasis, es la bisagra entre el rave de subidón y el hardcore de pesadilla) embajadores de un movimiento casi anónimo —con la excepción de The Prodigy y su «Charly», el tema que llevó el fenómeno rave a la cumbre de las listas de éxitos— y lanzado sin freno a la experimentación popular. Si hoy en día algo se echa en falta es esa capacidad para generar intensidad y diversión, el sentimiento de que algo nuevo puede llegar a suceder. Y es que del corpus rave salió el grueso de la dance music en los noventa, del gabba al trance, del progressive house al jungle, una descendencia ramificada en cientos de estilos, generosa; un caso casi único en la historia, apenas solo equiparable al estallido post-punk, que lo ha marcado absolutamente todo. Una revolución anónima que ha dictado el mundo musical en el que vivimos ahora.