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COMO UNA AUTOPISTA: ENCUENTROS DE ELECTRÓNICA Y MÚSICA POPULAR (1989-2002)

 

JUAN MANUEL FREIRE

 

 

Los últimos años han significado para el pop un tiempo tan tumultuoso como brillante. El hibridismo y la fragmentación de los géneros han traído consigo una pluralidad que pone a dura prueba la capacidad del melómano para estar al tanto de su tiempo. La palabra que resume la década de los noventa y el inicio de siglo se diría, pues, desorden: el frenesí, la identidad emulsionada, el subgénero infinito. Desorden es, además, el término que emplea Marius De Vries, productor de Massive Attack, Bjórk o la omnisciente Madonna, a la hora de referirse al reciente curso del pop: «Durante los ochenta, la mayoría de las producciones seguían un orden extremo, aplicando un esquema puramente arquitectónico a la manera en que se unían todos los elementos sonoros de una canción. Con el éxito de Blue Lines, ese orden se fue diluyendo y dio paso al desorden, un desorden más o menos ordenado».

La música pop, tal y como la entendieron un Blue Lines (Massive Attack), un Screamadelica (Primal Scream) o un Debut (Bjórk), no era un patrón estándar al que pulir las aristas, sino un relato de final abierto al que sumar elementos de otras tendencias, del soul, el dub o el dance, para formar una síntesis creadora y activa. Gracias a la labor de algunos grandes productores, lenta pero profundamente, los sonidos y ritmos de la electrónica se filtraron en la música popular de nuestra época, renovaron su imagen de modo regular. La industria, por su parte, encontró una gallina de los huevos de oro en esta constante evolución-revolución, se lanzó a la oferta masiva de remezclas y compilaciones y convirtió al DJ en figura rock sin nada que envidiar a las de antaño. De hecho, con el éxito de The Chemical Brothers, Fatboy Slim o The Prodigy, nombres sin duda amigos del polideportivo, el rock cambió temporalmente de fisonomía, rompiendo lanzas a favor de estilos (techno, hip hop) y técnicas (sampling) que descendían de la tecnología.

Paralelamente, al tiempo que el «mezcla y acertarás» daba pie a excursiones sin billete de vuelta, algunas bandas miraron hacia el pasado para dar con un futuro más inocente: se llamó (se llama) retrofuturismo. El rock de vanguardia (post-rock) también miró, aunque seguramente sin quererlo, hacia los cauces del pasado, y en sus momentos menos afortunados resucitó el fantasma del rock progresivo; sus muchos otros aciertos, como la reinvención de la guitarra que promovieron Seefeel o Disco Inferno a partir de My Bloody Valentine, compensaron los acercamientos del género a errores del pasado. La asociación del post-rock al sonido ambient se podría emplear, además, como introducción para la mina de la indietrónica, esa electrónica microscópica en clave pop que está dictando la actualidad y que dictará el mañana, aunque a veces solo parezca un revival de la pionera IDM de Aphex Twin.

Sin duda desorden es buena palabra para hablar de esta época, pero también paradoja, contradicción o, por qué no, anarquía. Sirvan las siguientes líneas como guía de campo a este ciclo confuso, imponente, próspero, inacabable y desmesurado, que cambiará sin freno y sin apenas miedo en los años que vendrán. Como justamente decían Adonis: «No hay vuelta atrás».

 

 

l. LA FIEBRE DE MADCHESTER

 

Bésame donde no brille el sol.

El pasado era tuyo, pero el futuro es mío.

 

THE STONE ROSES, «She Bangs The Drums»

 

 

La culpa la tuvo el éxtasis. Después de años de pop en claroscuro Qoy División, The Smiths), de clubes elitistas donde importaba más tu aspecto que tu música favorita y de un gobierno, el de Margaret Thatcher, cuyo objetivo prioritario era el fin de la comunidad («no existe la sociedad, solo existen los individuos», sentenció la Dama de Hierro), la llegada de la nueva droga (y de su son: el acid house) supuso una bendición para la juventud de Manchester. Del magisterio del The Hacienda surgió una generación de bandas rock con amor por los procederes dance, una generación que tenía ante sí la opción de superar un pasado mediocre. Héroes del pop de todos los tiempos, Happy Mondays y The Stone Roses han quedado como las cabezas mejor amuebladas de una escena que, prolongando la corriente avant-funk de Quando Quango, fortaleció de modo espectacular y del todo trascendente el entendimiento entre las estructuras del rock y de la música de baile. Right on, right on.

 

Del dance-rock como medio de trascendencia

 

Nublada, herrumbrosa y sin espacio para el escapismo, Manchester siempre había sido un sitio fértil para el mejor pop. Pero hasta el aterrizaje del éxtasis, el color de sus grupos (The Buzzcocks, The Fall o, por supuesto, Joy División) siempre había sido un gris de mal humor, introspección y crudo existencialismo. Aprovechando lo aprendido en The Hacienda, Thunderdome o Konspiracy, algunas bandas «de guitarras» cultivaron un rock psicodélico, movido y altivo que les ahorrara autoflagelación. «A finales de los sesenta vino la psicodelia, a finales de los setenta el punk, y a finales de los ochenta, cuando parecía que ya no iba a pasar nada... ¡Bang! Llega el acid house —cuenta Gary “Mani” Mounfield, bajista de The Stone Roses—. íbamos al The Hacienda dos o tres noches a la semana, nutriéndonos de todos esos sonidos de Detroit y de Chicago, de Todd Terry, Marshall Jefferson o Larry Heard, y sufrimos un cambio de mente absoluto... Era como estar viviendo el surgimiento de una nueva era punk.»

The Stone Roses (1989), debut con reminiscencias de los Byrds, era un derroche de fuerza: participando de la euforia del éxtasis, ofertaba una colección de eficaces himnos de libertad para los jóvenes de su ciudad y, por extensión, del resto del mundo. «Si puedes transportar a tu gente hacia otra dimensión, estás haciendo bien tu trabajo. Queríamos tocar la mejor música del mundo y dar a la gente grandes momentos, la sensación de flotar por encima de la mierda.» Y el tedio terminaba en sus surcos, con canciones de corte lapidario —«I Am the Resurrection», himno indiscutible del año— y un narcisismo que oponía altanería a la depresión del pasado. Se impuso vestir cómodamente, sonreír y decirle a Maggie que se muriera. «Escupiré en la tumba de esa zorra cuando la palme —dice Mani concentrado, desposeído del buen humor que le caracteriza—. En serio, era una zorra. Declaró la guerra a la clase obrera. En realidad, lo único que podemos agradecerle es que su mandato condujo a una de las mejores eras que se recuerdan para el pop británico.»

Especialmente memorable fue el caso de Happy Mondays, que aportaron a la revolución popular una saludable y divertida dosis de picaresca gangsteril. Comandados por unfrontman algo bocazas (Shaun Ryder) y animados por un go-go aspaventoso (Bez), cuando la música blanca parecía caer irreparablemente por un tobogán de monocromatismo, en 1990 el quinteto sentó cátedra con Pilis ‘N’ Thrills and Bellyaches, su tercer y mejor disco, una visión nueva, canallesca y absolutamente norteña del rhythm’n’blues que aprovechaba al máximo la producción de Paul Oakenfold y daba al indie un sentido del ritmo que no tenía desde la fusión psicodelia-soul de Small Faces: nada de colgar al DJ, como decía en «Panic» aquel Morrissey antipático; mejor unirse a la causa del baile. «Nunca vestimos uniforme —explica Mani con entusiasmo—, ni nosotros ni Happy Mondays seguíamos esa leyenda indie que separa en guetos al pop y, qué sé yo, algún otro sonido excitante, como el reggae. Los dos grupos participábamos de estructuras pop, pero manteníamos un talante inconformista en sintonía con la filosofía abierta que rodea a la música electrónica de baile.»

 

Auge y declive de Madchester

 

El 23 de noviembre de 1989, The Stone Roses y Happy Mondays hicieron juntos su primer Top of the Pops gracias a «Fool’s Gold» y «Hallelujah», respectivamente, en lo que algunos consideran el auténtico comienzo de los noventa. «Hallelujah» era el corte principal del Madchester Rave on EP, que renombró a Manchester por razones consistentes: la ciudad agitaba el tejido musical moderno, se abría veinticuatro horas a la fiesta y era espacio abierto a la comunión de ideologías. Y es que «Madchester» supuso toda una escena, con sus propias bandas (a las ya mentadas, sumen The Charlatans, Inspiral Carpets, Northside o Paris Angels), su propia ropa (baggy, esto es, «que hace bolsas»), sus propios clubes y sus propios lemas: «Y en el séptimo día, Dios creo Manchester», «Woodstock ‘69, Manchester ‘89», «Esto no es Manchester, esto es un trip» o los de la serie «Cool As Fuck»; sentencias impresas sobre camisetas que vistieron hooligans de Manchester y Londres, Liverpool y Leeds, hermanados por la droga, la música, la necesidad de una escapada.

«Antes del éxtasis, lo mejor que podíamos hacer los sábados tarde era ir a algún partido de fútbol y matarnos los unos a los otros, aunque nunca supimos bien por qué hacíamos eso —dice Mani, y se ríe—. Con el éxtasis, dejamos de acuchillarnos. La gente comprendió que al gobierno le interesaba que estuviésemos separados, y que el fútbol nos mantuviera enfrentados.» El maxi de «World in Motion», himno del equipo de Inglaterra para el Mundial de 1990, es uno de los mejores souvenirs posibles de una época irrepetible. New Order compusieron la música, Graeme Park y Mike Pickering mezclaron la primera cara, Andrew Weatherall la segunda, y el actor Keith Allen —habitual del The Hacienda mientras filmaba en Manchester la serie Making Out— se encargó de la letra. Cuando el equipo gritaba, enfervorecido, «It’s Efor England!», unos lloraban de emoción y otros de risa.

Desde la cima solo puede verse la declinación. A finales de 1990, Shaun Ryder entraba en el primero de sus muchos intentos de rehabilitación (heroína, crack...), y The Stone Roses se encontraban en mitad de una interminable serie de batallas legales con el sello Silvertone, que derivaron en seis años de silencio y, finalmente, un regreso desapasionado: Second Corning. La crisis de Happy Mondays alcanzó el cénit en el año 1992, con la edición del mediocre Yes, Please!, en un contexto en el que los excesos de Ryder habían cobrado más importancia que la música. El testamento del grupo (o mejor dicho, el coste de su grabación en las Bahamas) dio la estocada de muerte a Factory Records y, tristemente, a toda una era de felicidad encomiable. Despierto, brillante, Ryder resucitó en 1995 como Black Grape (con un debut de irónico título: It’s Great When You’re Straight... Yeah), pero esa es otra historia.

 

La insurrección de Primal Scream

 

La influencia de Madchester dejó un rastro favorable en el pop inglés de los últimos ochenta y principios de los noventa. Fuera de la urbe, muchas bandas con inquietudes, de Jesús Jones a Pop Will Eat Itself (dos ententes unidas por un cimiento: The Bomb Squad), de EMF a The Farm, The Soup Dragons o los malogrados World of Twist (Sons of the Stage), encajaban riffs de guitarra con beats de acid house. Pero la cumbre de la expresión pop de la cultura del éxtasis llegó más tarde: se llamó Screamadelica (1991), y estaba firmada por un grupo que, hasta aquel día, había demostrado mucho más afán revivalista que capacidad para ver el futuro.

Nadie en su sano juicio lo habría previsto. Al fin y al cabo, Sonic Flower Groove (1987) y Primal Scream (1989) eran simples copias al carbón del rock de los sesenta, ejercicios de involución en cuyos surcos podía entreleerse «cualquier tiempo pasado fue mejor». Por suerte, el éxtasis causó efecto en una banda sin excitación, que convenció a un todavía novato Andrew Weatherall para rehacer juntos uno de sus temas más dignos, «Fin Losing More Than Ever I’ll Ever Have»: el resultado, increíble para una banda y un productor sin experiencia, fue el clásico «Loaded». Y en septiembre del noventa y uno se editaba Screamadelica, un disco que ha pasado a la historia como perfecto culmen de los logros de Madchester y que muchos (entre ellos, el arriba firmante) consideran más propiedad de Weatherall que de la banda de Bobby Gillespie. «Me dieron plena libertad con las canciones —confirma el productor—. Me dejaron solo y con libertad para hacer lo que quisiera. Me entregaban un tema y, al cabo de una semana, más o menos, regresaba con la versión para el disco. Y siempre les encantaba. La canción que más costó terminar fue “Shine Like Stars”, cuyas primeras mezclas no acabaron de gustarles.»

Aunque también hay rastros de Hypnotone, The Orb y Jimmy Mller en las mezclas del disco, se debe considerar Screamadelica, álbum aclaratorio de la rutina del éxtasis (de las visiones celestiales de «Loaded» al ocaso de «Fin Comin’ Down»), como la primera obra cumbre de un productor con visión. Su combinación de psicodelia y sonidos dance aprovechó canciones notables («Don’t Fight It, Feel It», «Movin’ On Up» y, sobre todo, «Higher Than the Sun») para ofertar al pop una visión abrumadora donde queda demostrado que emoción e innovación pueden ser correlativas. «Aquel disco consiguió introducir a muchos indie kids en la música de baile; cuando llegó, a la gente que detestaba el acid house empezó a gustarle esa música. Y no ha dejado de influir hasta el día de hoy.» Gospel, reggae, freejazz, country blues, disco, rockabilly, punk, soul, acid house: eclecticismo sin cortapisas. Sin esta genial obra maestra, nunca habríamos tenido a One Dove ni The Chemical Brothers, y tampoco a los más recientes Radiohead. Tan amplio fue el alcance de su estrépito.

 

 

2. EL DÍA DESPUÉS

 

Si vas a emplear la tecnología en hacer un disco, tienes que hacerlo con sentimiento. En caso contrario, el disco que terminas haciendo no merece escucharse.

 

MARIUS DE VRIES

 

 

Los acercamientos tradicionales al pop se convirtieron en anticuados: en su lugar se dio cancha a las técnicas de montaje del DJ, el diseño de sonidos, la licuación de géneros, etcétera, aunque muchos se limitaran a colocar un loop para adjudicarse la modernidad. Pero mejor centrarse en aquellos nombres que modernizaron el género de manera profunda, a base de una concienzuda agrupación de lo tradicional y lo elucubrante. Se pueden otorgar estos méritos a One Dove, Saint Etienne o la genialoide Bjórk, maestros de la unión del dance al pop de radiofórniula, pero la honestidad, la seriedad obliga a subrayar la importancia de la labor de sus productores, y a escuchar las palabras de estos visionarios en la sombra. A última hora son ellos quienes cambian las cosas, quienes son requeridos por mánagers inteligentes para reactivar carreras o propulsar a estrellas novicias.

En busca de una sinergia con el enemigo, la música estrictamente rock resolvió usualmente la síntesis del modo más expeditivo, empleando elementales trucos sonoros y poniendo un sinte donde antes hubo una eléctrica (véanse Apollo 440, Audioweb o Garbage). Fatboy Slim aparte, la fórmula de llevar sonidos tradicionales a la pista fue mejor resuelta por grupos con background en la electrónica: 808 State, The Prodigy, The Chemical Brothers. Estos últimos avanzaron un género, el del breakbeat (o big beat, cuando más fresco y estúpido), en el que guitarras y cajas de ritmos sonaban juntas con la mayor naturalidad del mundo; es el trip-hop acelerado y engordado hasta la clembuterosis, el sampler al servicio del riff pegadizo, la velocidad y la alta energía.

 

El pop después del éxtasis

 

Para el pop moderno, la colaboración con la electrónica es importante; es imprescindible. Es terrible ser un purista en tiempos en lo que todo es posible. Cuando una banda de pop se deja remezclar o producir, no solo está abriendo su mente, sino también la de sus fans. Hay que aplaudir esa actitud.

 

TEEVOR JACKSON, The Underdog, Playgroup

 

 

Durante los primeros meses de 1992, Andrew Weatherall consagró buena parte de su talento, tiempo y energías en producir los primeros temas de One Dove. El trío escocés se sentía inspirado por Beach Boys y las producciones de Phil Spector, por el mejor pop de siempre, pero quería filtrar ese clasicismo por todo lo aprendido a través de las drogas, de la bebida y la música de baile: de la cultura de clubes en todo su esplendor, vaya. Como no sabían escribir dance, decidieron dejar sus canciones de melodrama y amor supraterrenal, sublimadas por la sutil y magnética voz de Dot Allison, en manos del productor más celebrado que existía por entonces. «Fue Dot quien me convenció —explica Weatherall—. Me cantó las canciones al oído, una mañana, en un bote a orillas del lago de Rímini. Y el procedimiento fue tan cómodo, tan libre como el que usé con Primal Scream: me pasaban las bases de las canciones y yo las terminaba en mi casa, sin ninguna clase de condicionante.» Cien por cien Weatherall, Morning Dove White (1993) era la secuela lógica de Screamadelica, la banda sonora de la crisis post-rave, el sonido de la melancolía que sucede al éxtasis: una salva de pop, ambient y dub en clave feérica. Fue el mejor disco inédito de 1992: debido a problemas contractuales, tardó dieciocho meses en salir a la calle. «Cuando apareció, muchos productores ya habían copiado mi sonido, de manera que no resultó tan sorprendente. Pero One Dove se acabaron por culpa de su compañía, que nunca les apoyó.» El talento de Dot Allison, compositora versátil, intérprete sugestiva y conmovedora sin esfuerzo, ha tenido tardía secuela en Afterglow, debut de hipnóticas y sensuales canciones confeccionado al alimón con Kevin Shields (My Bloody Valentine), Richard Fearless (Death in Vegas) o el mismísimo Hal David.

El enlace con David recuerda las ambiciones de One Dove y su conexión con otro grupo llamado a establecer un puente entre el pop y la cultura de clubes. Estetas redomados, teóricos de la canción pop, Saint Etienne abrazaron la electrónica para dar a sus canciones un tono de modernidad e innovación, una fuerza inmediata de actualidad. «Siempre quisimos ser un grupo de pop moderno —dice Pete Wiggs, fundador del proyecto junto a Bob Stanley, periodista musical— Y a principios de los noventa, la música de baile era el sonido más moderno. Como The Stone Roses y Happy Mondays, queríamos desdibujar las líneas entre diferentes géneros, acercar los contornos orgánicos de la canción a la excitación que causaba la música que se escuchaba en los clubes.» Como los firmantes de Morning Dove White, Saint Etienne no tenían el más leve conocimiento en música de baile, pero el sampler de rigor y el productor Ian Catt bastaron para culminar Foxbase Alpha, que se desarrollaba según los stores de Barry y Morricone («nuestras canciones son bandas sonoras imaginarias»), el mejor sonido italo, la experimentación dub y, por supuesto, el más exquisito pop clasicista. «Al fin y al cabo —explica Ian Catt—, lo importante era que la voz de Sarah Cracknell sonara lo mejor posible, y que las canciones petaran de miedo, pero es cierto que nos interesaba explotar el sampler, emplearlo como surtidor de loops pero también de elementos ignotos, sonidos concretos, diálogos de películas.»

Este balance entre eficiencia y personalidad ha sido el principal obstáculo de Saint Etienne para conseguir su sueño de alcanzar el top ten: el suyo, como el de Stephin Merritt (The Magnetic Fields) o el Lawrence de Denim, es un pop totalmente metagenérico, más preocupado por explorar y subvertir los perfiles del género que por conseguir un impacto en el oyente. El objetivo del grupo no es el de provocar emociones, sino presentar filias, obsesiones y cultismos con la mayor imaginación y con melodías. Por encima de todo, son fans del pop moderno y se sienten obligados a seguir su curso. «A mucha gente le inquieta, le parece algo sospechoso que cambiemos de estilo con cada disco. Pero eso, simplemente, tiene que ver con lo que nos gusta en cada momento. Es así de sencillo: no queremos aburrirnos. Podríamos habernos quedado en nuestro primer sonido y no variar un ápice en ningún momento, pero preferimos probar constantemente nuevas sonoridades, nuevas formas de producción», dice Wiggs. Poco importa que Pete, Bob y Sarah hayan también trazado líneas alrededor del eurobeat (Tiger Boy), el easy listening (Good Humour) o el post-rock centroeuropeo (Sound of Water): para muchos (como sus dignos herederos Dubstar, Mono o Peach), no obstante, Saint Etienne siempre serán So Tough y su síntesis defound sounds, melodías brillantes y ambientes de aire surrealista.

Las obras de Bjórk, aunque de mayor carácter emocional, están of reciendo también un caudal de líneas multigenéricas de sonido. Debut, todavía su disco más equilibrado y completo, a la vez que el más visceral y el más complejo, cruzaba pop con ritmos de baile y sonidos del folklore de su natal Islandia, el jazz o las bandas sonoras. La emoción que muestra Marius de Vries al recordar su grabación es muy explícita: «Cuando Bjórk me llamó para participar en las sesiones, traje conmigo un montón de sonidos que nunca habían encontrado casa, por ser demasiado abstractos o demasiado raros, y ella correspondió espléndidamente a todos: coincidían con lo que tenía en su cabeza. El disco se grabó más o menos rápido, con ella, mi amigo Nellee Hooper y yo trabajando codo con codo, totalmente libres». Para la grabación del muy ambicioso Post, al núcleo de producción se sumaron Graham Massey, Tricky y Howie B., dando como resultado un disco heterogéneo y admirablemente flexible que, sin duda, supone todavía un irreemplazable testimonio musical de los noventa. Y Hyperballad —melodrama para la pista de baile— quizá lo mejor que Bjórk haya grabado nunca.

Sus siguientes discos vinieron a potenciar el lado íntimo de la artista. Y es que esta chica tímida e hipersensible, que basa su vida en los auriculares y que solo sueña con música, fue incapaz de soportar las duras presiones de la fama. «Mi inconsciente lo había pedido. He estado aguantando la respiración en Londres durante cuatro años», le contaba a Raygun sobre Homogenic, grabado en colaboración con Mark Bell (LFO). «Emocionalmente, este álbum es sobre llegar a lo más hondo y buscar el camino hacia arriba. Desde el prisma de las emociones, es el disco más oscuro que he hecho, pero también guarda mucha esperanza dentro.» Partiendo de techno fracturado, la Gudmundsdóttir propuso aquí una algo fría reelaboración de su expresiva canción de siempre. Y al igual que en Vespertine, la inspiración está en su soledad y su intimidad, su distancia de un mundo que contempla a la vez con desconsuelo y esperanza, y su confianza en la música —como Selma, su personaje en Dancer in the Dark— para obtener una vida que realmente merezca toda la pena.

 

El rock después del éxtasis

 

Todos bebemos de muchos sitios. La música electrónica ha tomado influencias del rock y las bandas de guitarras están usando samplers y tocadiscos; funciona en ambas direcciones.

 

JACK DANGERS, Meat Beat Manifestó

 

 

Recapitulando en la historia de la música de nuestros días, parece obvio que mucho rock moderno aprehendió —casi nunca bien: Primal Scream, The Jon Spencer Blues Explosión, y dejemos de contar— unas formas electrónicas enraizadas históricamente en géneros con una energía e inmediatez del todo parejas a las suyas: reggae, dub, electro y, sobre todo, hip hop. Pero no menos cierta, y más productiva, fue la aplicación del espíritu del rock a la música de baile, el llamado dance-rock: una conexión que comenzó en los días de Madchester y resucitó con fuerza gracias a The Chemical Brothers, The Prodigy o la más popular encarnación de Beck, la del álbum Odelay, que recuperaba el aliento groovy de Madchester para juguetear con las raíces del folk estadounidense.

A pesar de su progresivo descenso, la importancia de The Chemical Brothers continúa libre de escepticismo. Nadie pondrá en duda que Exit Planet Dust es una obra maestra, y que su colisión de hip hop, acid house y frases de rock abrió la puerta no solo al big beat, sino también a una auténtica revitalización popular de la música de baile. «En cierto sentido, Exit Planet Dust sirvió para que muchos vieran que un disco de baile podía tener la misma intensidad que uno de rock, la misma rabia que uno de punk o la misma capacidad melódica que uno de pop —comenta Tom Rowlands—. Creo que lo que faltaba en ese momento era un conocimiento en primera persona de lo que podía aportarles la música electrónica. Simplemente eso.» Su posterior Dig Your Own Hole se embebía todavía más de la actitud y los sonidos del rock. Surrender —el comienzo del declive— era una cansina inmersión en el acid de la vieja escuela. Y Come with Us —la definitiva doblegación de Rowlands y Ed Simons a los fáciles y ruinosos trucos que suele utilizar la peor música de baile— huele a ataraxia por todas partes.

El muy elaborado y absorbente hedonismo de Exit Planet Dust permanece hoy como lo más influyente de su carrera. Con la ayuda de grandes colecciones de discos —donde caben el garage punk y el surf rock, el ska y el northern soul— y de samplers de alta capacidad, algunos tipos peligrosos quisieron vengarse del techno progresivo uniendo la dinámica del rock a los géneros del hip hop y el acid house («nuestros dos amores principales», dice Tom Rowlands) en el popular estilo del big beat, banda sonora para la repetición de las mejores jugadas futbolísticas. Monkey Mafia trazó un hedonismo casi insuperable, Bentley Rhythm Ace animaron el cóctel con puzzles sintéticos, y Lionrock (Justin Robertson) supo deslizar sus fifias de chico mod en la mezcolanza, pero el verdadero campeón de liga fue Norman Cook (alias Fatboy Slim), ex indie-rocker con una habilidad insuperable —su segundo álbum, You’ve Come a Long Way, Baby, era un castañazo detrás de otro— para conjuntar riffs pegadizos, grooves de bajos gordísimos y ganchos vocales del todo infecciosos.

La furia del rock impulsó igualmente a The Prodigy a redefinir su techno de raigambre hardcore. La importancia en Music for the Jilted Generation del rave se intercambió por energía punk en el masivo The Fat of the Land, el disco que los convirtió en estrellas del rock. Como 808 State y Orbital, Underworld y The Chemical Brothers, aprendieron pronto a entregarse al directo —en estadio—, como si fueran un grupo rock de toda la vida. «Hay tan poco reto en ir a tocar para crios tan fuera de sí —le contaba el carismático Keith Flint a Félix Suárez, en Rockdelux, a propósito de la era rave—; en realidad, no podían escuchar nada. El gran punto de inflexión fue cuando no estábamos en nuestro mejor momento. No sé, alguien venía y decía: “Oh, sí, Prodigy, ritmos y tal, son muy duros”. Pero no nos ponían en un escenario rock. Nos depreciaban en carpas, en warehouses, con Red Hot Chili Peppers y Helmet... Pero estábamos seguros de que lo que hacíamos tenía una base sólida, con raíces, y entonces decidimos salir, y soltar agresividad, y nos dimos cuenta de que era, es, real.»

Es significativo que The Prodigy hubieran de tener canciones macizas, un frontman fotogénico y riffs de heavy metal para triunfar en Estados Unidos, un país donde la incorporación del rock al techno ha quedado en las manos —o mejor dicho, las pezuñas— de los malintencionados iconos del rock industrial (Nine Inch Nails, Ministry, Marilyn Manson). La síntesis estadounidense entre electrónica y rock tan solo brilló en la cantera Grand Royal (Luscious Jackson, Sean Lennon) y en los primeros discos del enfant terrible Beck, donde el blues del Misisipí cambió de forma e idea. La producción de Dust Brothers convirtió su Odelay en disco de absoluta referencia: suenan country y folk, la psicodelia clasica resurge de las cenizas, pero como en un sueño delirante —los productores de Paul’s Boutique (Beastie Boys) en forma absolutamente gimnástica— el realismo se desfigura. Bajo la influencia de ese rock psicodélico y algo surrealista, The Beta Band consumarían en EPs como Champion Sounds, The Patty Patty Sound y Los amigos del Beta Bandidos un tridimensional pop folk que se diría un atajo entre el krautrock y las fiebres bailables de Madchester, o algo parecido. La música nunca descansa.

 

 

3. ALGUNAS NOTAS ACERCA DEL REMIX Y SU EJERCICIO

 

Todo estaba allí, más o menos, pero convertido en algo diferente, transformado, roto, hecho nuevo. / Incluso la letra de la canción había cambiado de forma. / El bajo de mi ciudad natal, alimentado de algo indecente, de sonido disco. / Soy yo tocando, de eso estoy seguro / pero, no sé, es como sexy. / Mierda, era casi Bootsy Collins.

 

JEFF NOON, La aguja en el surco

 

 

«El concepto de remix es uno de los más importantes del siglo veinte —comenta Jeff Noon, refiriéndose a una de las ideas clave de su literatura—. Sus raíces están insertas en lo más hondo de todas las culturas, pero fue gracias al dance que empezó a manifestarse. Aunque está acabando con la visión individual del artista, el remix es positivo porque introduce una cualidad líquida en la expresión artística, una suavidad, una apertura.» Como demuestran sus entusiastas palabras, Noon es uno de los pocos escritores —el único— que ve un futuro para la literatura donde la mayoría ve al enemigo. Adora la tecnología, se inspira en las músicas electrónicas y, más significativamente, cultiva una peculiar clase de prosa, la ficción remezcla, reelaborando textos propios o ajenos en versiones nuevas, como hubiera hecho un William S. Burroughs poseído por el dub. Su volumen de relatos Pixeljuice, igual que la revisión de Psicosis que realizó Gus van Sant o el enorme Since I Left You de The Avalanches, resumen del pop a base de samples, ejemplifican la presencia del remix en la cultura de nuestro tiempo. En estos días, no existe obra intocable ni totalmente finiquitada: los artistas producen bases para enviarías más tarde a una colectividad donde otros las retuercen en su beneficio.

Vivimos en la era de la remezcla, de la transformación y también de la malversación, y esta continua e intensa práctica constituye uno de los ejes sobre los que ha girado la música popular de los últimos años, ofertando tanta excitación como sobresaturación insustancial. La remixología no ha servido solo para descubrir las posibilidades más o menos jugosas de las relaciones entre la música popular y la vanguardia, sino también para alimentar las arcas de una industria que ha encontrado en la remezcla una forma sencilla de enriquecer sus bolsillos y reflotar carreras hundidas en la más profunda de las apatías. Everything But the Girí estarían en el limbo de no haber convencido a Todd Terry de que rehiciera «Missing», su éxito ibicenco. Este es un ejemplo de remix que, básicamente, reconstruye en epatante la fuente primaria, y cuyo mérito artístico ya reside en la versión beta. El remix vital es aquel donde apenas queda huella de la fuente, y el alquimista que retoca, más afín al riesgo que al comercio, consigue transferir el tema a su percepción íntima; reconstruir su esencia.

 

La remezcla como negocio

 

La interpretación que otras personas realizan de sonidos ajenos puede ser sugestiva, remarcar la certeza, visceralniente, de estar habitando un mundo acuoso. En su forma original, aplicada al house y el disco, los remixes no solo significaban que el pop podía cruzarse con el sonido de club y viceversa, sino también que muchos DJs y productores de talento podían conseguir el reconocimiento cuando las multinacionales dominaban el espectáculo. Hoy por hoy, no obstante, supone, con demasiada regularidad una herramienta para la proyección de una canción en la radio o su uso en pistas. «El mercado dance ha estropeado el concepto de remezcla —explica Trevor Jackson, que como The Underdog remezcló a Everything But the Girl («Driving») o los mismísimos Radiohead («Climbing Up the Walls»)—. Lo que manda es el cuatro por cuatro. Yo nunca convertiría un tema de Massive Attack en un tema de progressive house... Un buen remix es un remix con ansias de crear algo nuevo.»

Muchos artistas «tradicionales» se han dejado tocar por la electrónica, un sonido que puede renovar su imagen de cara a los tiempos que corren —véase, por ejemplo, el flagrante caso de Tori Amos, trasladada del estatus de diosa introspectiva a diva petarda en cuestión de un simple doce pulgadas: remezcla de «Professional Widow» a cargo de Armand van Helden— para acaparar las miradas de esos compradores a los que la unión de guitarra, bajo y batería ya suena macilenta, figurar en el catálogo de las «nuevas tendencias» e involucrarse en el zeitgeist de los tiempos: maniobras fraudulentas en la hipocresía. Y es que la remezcla puede ser una manera fácil para los grupos de obtener una mediana credibilidad gracias al esfuerzo de otros. Valga el ejemplo de Sneaker Pimps: escuchando las remezclas que de ellos realizaron Armand van Helden, Fila Brazillia o Andrew Weatherall, se podía llegar a pensar que unos mediocres merecían nuestros euros.

 

La remezcla como arte

 

La tecnología como lápiz. El proceso como composición. La postproducción como creación. Las buenas remezclas, claro, prometen escuchar un original de otra manera, aunque los fans más estrictos de ese corte y los melómanos más cómodos reparen en la obliteración. Mejor aún: el despiece. Un gran remezclador, Adrián Sherwood, demostró en su remezcla dub del Vanishing Point de Primal Scream (Echo Dek) que una revisión podía superar a un notable material genuino, quizá porque el maestro de On-U Sound conoce más a fondo el espiritismo dub que la banda escocesa. En algunos casos esos discos de remezclas que tanto proliferaron en los noventa pueden pesar como losas: un buen ejemplo sería Muminati, colección de remixes donde The Pastéis dejaban retorcer su meloso indie-pop por las cultivadas manos de personalidades de la electrónica y el pop de vanguardia, como Bill Wells, lan Carmichael y Kid Loco, con revisiones de «The Viaduct» que dejaban en entredicho la gracia y capacidad evocadora de la primera, «auténtica», «genuina» versión. Esa misma tendencia —el replicante superando al humano— se encuentra en los Experimental Remixes de The Jon Spencer Blues Explosión, en el disco que enfrentó a The Auteurs Vs. μ-Ziq y, aunque con una connotación algo diferente (más que cópula, esto es incesto), también en Rhythms, Resolutions and Clusters, la remezcla que los mismos Tortoise hicieron de su primer disco, superándolo con creces. Y hasta en Remixed, donde Jim O’Rourke, Spring Heeljack o U.N.K.L.E. se llevan al huerto Millions Now Living Will Never Die. La copia supera al germen. Y en nuestro mundo, eso es una revolución.

El remix es una versión moderna de la colaboración: hace posible que los artistas interactúen y compongan música juntos, unidos en la distancia. A diferencia del mainstream, el artista underground no busca remixers para conseguir el éxito o la credibilidad: lo hace por amistad. No persigue la credibilidad; ya la tiene. Y en el caso de escenas más o menos localizadas (como la de Mego en Viena, o Morr Music en la siempre movida Berlín), posibilita una identidad comunitaria más fuerte, una escena más fértil y, por tanto, más viva, más atractiva. Puro gang bang creativo, a veces resultante en volúmenes insólitos que se apoyan en la remezcla y miran al purismo con prepotencia: ahí queda el Let Us Replay! de Coldcut, disco de remezclas de un disco construido por remezcladores, o Endlessnessism y Chínese Whispers, dos CDs experimentales donde un único pasaje se embellece y reconstruye sin cesar a lo largo del disco, pasando de mano en mano. Bonitas aventuras en la ciencia sónica que, hace tan solo un par de décadas, nunca nos habríamos atrevido a soñar.

 

 

4. EJERCICIOS DE RETROVISIÓN

 

Dicen que el próximo gran suceso ya está aquí, / que la revolución está cerca, / pero lo que queda claro / es que solo es una pequeña parte de la historia repitiéndose.

 

PROPELLERHEADS & MISS SHIRLEY BASSEY,

«History Repeating»

 

 

El futuro ya no es lo que era. Este siglo XXI se diría un poco chapuzas: si la ciencia realmente adelanta que es una barbaridad, ¿dónde están esos coches que planean sobre el asfalto? ¿Dónde pueden adquirirse aquellos androides que resuelven toda clase de anomalías domésticas? Nuestras vidas todavía penden del hilo de la mortalidad. De un tiempo acá, esta época desencantada y nihilista por excelencia ha necesitado una recuperación del pasado —de los tiempos en que el mundo ignoraba los peligros ecológicos del Tupperware o el mismo plástico— para inventarse un futuro a la page. El pasado se reconfigura en los márgenes del pop contemporáneo. Y no únicamente desde el lado estético (aquellas aeronaves cósmicas, androides sabios y superhéroes de los cincuenta y sesenta forman parte del magín del pop retromoderno), sino también desde el estrictamente sonoro. Pero una cosa es rescate y actualización eficaz, y otra muy distinta es el pastiche (Air, Daft Punk, Phoenix), fenómeno pródigo movido por filias cuestionables de la historia (negra) de la música popular.

 

El retrofuturismo

 

A lo largo de la década de los noventa, la nostalgia por el antiguo futuro absorbe y domina tenazmente los reinados de la cultura popular. Hay quien lo llama «technostalgia», pero la mayoría dice «retrofuturismo». Significa dar vuelta atrás a las frases y conceptos característicos del futurismo que existió en los cincuenta y los sesenta, como si nuestra época de contraindicaciones no admitiera tantas ilusiones como aquellas. Por el lado estético, abundaron los motivos de la ciencia ficción y del espacio, en busca de un escapismo con ideas realmente originales. «Nos gusta aquella ciencia ficción porque era más atrevida que la de ahora —comenta Ann Shenton, de los retrofuturistas y algo terroristas Add N To (X)—. Tenían ideas más animales, más nuevas, más osadas. Es el caso, por ejemplo, de Engendro mecánico y su argumento de violación robótica... Es asombrosa esa idea de que un robot insemine a Julie Christie mientras el marido está fuera de casa. Nuestro vídeo para “Metal Fingers in My Body” reconstruye esa idea, pero a la inversa; desde nuestra visión, preferimos que la mujer se folie al androide.»

En sus mejores casos, la recuperación de ese pasado ideal es decididamente irónica e inteligente, o está acompañada de una aportación propia del artífice. Este es el caso de Add N To (X), y también de Stereolab, Pram o los artistas del sello Tricatel. Pero ¿cómo suena el retrofuturismo? Se caracteriza por el empleo de antiguos instrumentos electrónicos, atractivos en su carácter pintoresco, que las bandas añaden al conjunto de bajo, guitarra y batería o convierten —como Add N To (X)— en su único suministro. Desde el ubicuo aparatejo del teremín, elemento inherente al sonido de Portishead, que interpretaban la melodía de «Mysterons» con la ayuda de este pirulín de ondas magnéticas, hasta antiquísimos teclados como el Moog, el Optigan y el Chamberlin, esta tecnología arcana fascina a los amantes de la excentricidad y la distorsión, entre otras cosas por la posibilidad de trastearla sin que peligre. «Usamos estos teclados porque tienen más clase y personalidad, y porque son aparatos más compactos, por lo que es fácil practicarles la cirugía. Los teclados Korg son una auténtica estafa, se estropean así por así. Y no queremos llevarnos de gira a un especialista de la marca.»

En su prolífica carrera de usurpadores de la prototecnología con fines pop, Add N To (X) tienen a Stereolab como principales compañeros y epígonos a la vez: del retintín a la tiesura hay un buen trecho. Es por su vocación de grupo de culto (nunca ha habido una banda tan pretenciosa en las listas de éxitos, que se sepa, como Stereolab o Tim Gane y Laetitia Sadier, en otras palabras) por lo que Stereolab se decantaron más por el lado críptico que por el de la pornografía (con máquinas de por medio): parolas políticas marxistas, a menudo sazonadas con surrealismo, como contenido de un continente obsesiva y férreamente dominado por el drone (una nota en una Farfisa o un órgano Vox, una minimalista frase de guitarra). «Del drone es de donde viene la mayoría de la tensión —decía Tim Gane a The Wire—. Tienes intensidad, pero debes permanecer ceñido a algo sencillo ... Me gusta tomar fórmulas aceptadas y hacerlas de nuevo extrañas por el simple proceso de extenderlas más allá de su esperada cuota de tiempo. Te conquista, y una vez te conquista, tus defensas caen y te abres a ciertas maneras de reinterpretar cosas que han sido tan utilizadas que ya no son efectivas.»

Basándose en el sentido de la repetición del krautrock (en Can y Neu!, esencialmente), Stereolab reúnen pop de chicle y vanguardia en un limbo bellamente sublimado en Emperor Tómalo Ketchup, pero dramáticamente deshilvanado en discos posteriores, donde no solo la canción brilla por su ausencia, sino que los ritmos operan en coordenadas tan insistentes como poco fascinantes, y el grupo se aferra más a la intelectualidad que al corazón. Sus momentos más afortunados, no obstante, calan en la época hasta el punto de traducirse en una estética admirada y un nuevo subgénero, el post-pop: nombres como Pram, Broadcast, Komeda o Electrelane, a la vez nostálgicos y visionarios, subvierten el pop por medio de los recursos más evocadores e hipnóticos de la vanguardia.

 

El revival easy listening

 

De la misma manera que Stereolab, Pram o Broadcast decidieron recuperar ignotas músicas experimentales para tomar el camino donde aquellas lo dejaron, los acólitos del easy listening han buceado en el pasado para refugiarse en un mimetismo de rasgos proselitistas (justo la viva encarnación de la cocktail nation), encontrando refugio en unos sesenta idealizados. A partir de la frivolidad más inane, Combustible Edison, The Wonderful World of Joy o Friends of Dean Martínez se olvidaron —injustamente— de la creatividad de su principal referente —Esquivel: científico del estéreo— para entretenerse buscando músicas de fondo entre el jazz vistoso y las múltiples ramas de la exótica: bandas sonoras de cine negro y pornográfico, sintonías de televisión, reediciones de Martin Denny, etcétera. En lugar de recuperar aquellas músicas por su componente elucubrante y, a veces, hasta visionario, las emplearon para retornar al pop clásico, esto es, con intención más revivalista que otra cosa.

De cualquier manera, a pesar de los malos tragos (de absenta), esta dudosa tendencia retroactual de sofisticación y cinefilia provee inesperadamente de buenas noticias. Con perverso sentido del humor, The Cardigans tendieron un puente sobre el tiempo entre Burt Bacharach y los demonios de Black Sabbath. Life acumula filias exóticas, pero sobre canciones («Rise and Shine») tan personalmente frágiles como las de Saint Etienne, y también igual de pegajosas. No menos adhesivos son los miembros más pop de toda la escudería Rephlex, The Gentle People, que en su excelente Soundtracksfor Living practicaron un muzak pervertido con experimentación. Y Bertrand Burgalat, uno de los más sobresalientes y menos perezosos productores de nuestra época, graduado cum laude en la escuela de Phil Spector con sus trabajos para Cinnanion, Saint Etienne o Michel Houellebecq, afronta el easy listening con sofisticación abrumadora, microscopías electrónicas y un sutil acento dance.

 

El pop al estilo Shibuya

 

Si ser retrofuturista es mirar al futuro con inocencia, como lo hacían nuestros abuelos en su juventud, entonces debo ser absolutamente retrofuturista.

 

CORNELIUS

 

 

La cultura de masas de Inglaterra y Estados Unidos es el alimento nutricional del pop fabricado en Japón, «un pastiche de mil cosas no japonesas —en palabras de Cornelius, estrella global gracias a Fantasma (1998)—. En este país no hay referentes locales a los que agarrarse. Lo que tenemos es una base folk que algunos, como Sakamoto, intentan traducir a expresiones más o menos actuales». Pero la visión que of rece Japón del pop de exploración electrónica no es simplemente revisionista de los iconos pop del primer mundo, sino que es también personal y, desde luego, impactante. El estilo Shibuya —nombre del distrito de Tokio donde el llamado club-pop tiene más compradores— abraza la simbiosis perfecta de ritmos de baile y estructuras pop, mezclando y pegando toda referencia que haya a mano, dando albergue en su (ingenua) celebración de la música a todo sonido sensual.

Enemigos tenaces del purismo, Pizzicato Five fueron la joya de la corona. La cantante-megadiva Maki Nomiya y el productor Yasuharu Konishi, que actualmente detenta el sello de club-pop Readymade, definieron la esencia de Shibuya con su música feliz y desenfadada, pero de una pluralidad sonora que quita el hipo a cualquiera: una curiosa unión de pop, soul, hip hop y retrofuturismo donde Sandie Shaw compite con bases de Beastie Boys, ritmos histéricos y arreglos suntuosos. El excelente sound designer Towa Tei —que formó parte de los populares Deee-Lite, entente de dance calidoscópico— persiguió esa misma línea ecléctica y globalizadora, una exaltación de la música y de su mitología a través tanto del respeto a los clásicos como del ansia de futuro.

Con estos espléndidos antecedentes, el sello alemán Bungalow —feudo de Le Hammond Inferno— se dedicó a buscar promesas en esta cantera inmensamente ancha y removida, que empezaba a causar un palpable interés entre el público de Europa: sus recopilatorios Sushi 3003 (1996) y Sushi 4004 (1998) presentaron definitivamente al primer mundo el sonido de Shibuya, dando pie a una fiebre (hoy declinante) por todo lo que contuviera la marca del distrito. Nombres como Fantastic Plástic Machine, Color Filter, Buffalo Daughter o los insólitos Dob sobresalieron de entre la masa para hacerse con un lugar en la jungla pop, acicalando la actualidad con música para el desahogo. «Los japoneses no pensamos la música, la sentimos —comenta Cornelius— Lo que aporta nuestro pop, tan bailable pero tan denso, es una oportunidad de abandonarse al sonido y dejar que los sentidos se disparen. Si sabes desembarazarte de los prejuicios, siempre disfrutarás de la música, y podrás tener una vida mucho más saludable. Creo que todavía hay demasiados prejuicios en el mundo.»

 

 

5. TRAVESURAS EN LOS MÁRGENES: POST-ROCK E INDIETRÓNICA

 

El post-rock, el rock después del rock, es una presencia importante en los últimos años, aunque podríamos remontarnos a The Velvet Underground para hablar de un rock que emplease elementos clásicos del género en direcciones más o menos originales. O al krautrock, por poner otro ejemplo: rock de vanguardia con más interés por las texturas y los timbres que por la frase impactante. A lo largo de las últimas décadas, el rock se ha manifestado en los márgenes bajo la idiosincrasia de formaciones tan diversas como Joy División, PiL, Faust, Cluster, Neu!, The Jesús & Mary Chain, Cocteau Twins o My Bloody Valentine, por citar unas cuantas.

Estas interpretaciones se revelaron decisivas para el rock experimental de los noventa. Pero tanto o más influyente fue la absorción de las nuevas tecnologías, de los recursos de estudio de géneros como el dub o el techno, de la magia del sampler. De la misma manera que el rock comercial se había dejado arrastrar por la excitación y el efectismo de las corrientes dance, el que trabajaba en los márgenes no pudo evitar rendirse a estas nuevas técnicas, solo que en busca de resultados más raros y emotivos, aunque no siempre necesarios; a menudo planea la sombra del rock progresivo. Sin embargo, no nos dejemos llevar por opiniones extremas: el post-rock, por su seriedad, se presta al escepticismo como pocos géneros, y porque la libertad que implica su sistema —toda— resulta desorbitada. Ahora bien, el género destaca generalmente por una apabullante emoción. Por instigación de la temática, que no de ningún criterio de calidad, se evitarán referencias a su rama americana (Slint), derivada del slowcore y la baja fidelidad y cuya instrumentación no difiere tanto de la que se presupone a la música rock estándar.

La asociación del post-rock a sus devaneos ambient sirve también para introducir la última evolución del rock alternativo, la llamada indietrónica. Su origen instrumental no es tanto el sampler cuanto el laptop, instrumento primordial de una nueva generación de indies con ánimo de hacer música sin las presiones del estudio, y el estrictamente musical está en la planeación postista de Seefeel, Slowdive y, sobre todo, My Bloody Valentine, filtrada por el primer catálogo de Warp. La indietrónica, sin ánimo de alcanzar la cota experimental del glitchcore, se presenta como una versión contemporánea del rock alternativo clásico, un movimiento retroactual —retro por su visión de la IDM, actual por los clicks y cortes digitales y según qué posturas— donde el sello Morr Music (Lali Puna, Manual, Styrofoam) ha tenido un papel poco menos que definitivo.

 

El rock después del rock

 

El del post-rock es un nombre genérico que arrastra tras de sí el peso de bastantes críticas y prejuicios. Sin embargo, el término —creado por Simon Reynolds en 1992— era una inteligente manera de explicar y definir el sonido de las bandas que por aquel entonces: a) incorporaban a su instrumentación tradicional, basada en el rock, el recurso de las nuevas tecnologías, b) jugaban con o se alejaban de las estructuras lineales, y c) explotaban el uso del estudio y exploraban, a veces de modo profundo, el sonido y los efectos (en algunos casos abandonando la canción a favor de la textura pura). Estas bandas no se nutrían solo de modalidades post-rock previas a 1992 (el célebre krautrock germano, la no wave neoyorquina, el post-punk inglés, anomalías como Cranes, Cocteau Twins o The Young Gods), sino también de la música electroacústica y la concreta, del dub y el reggae, de la sampledelia moderna.

Para sus detractores, no obstante, la única fuente del postrock no es otra que el rock progresivo. «Detesto el post-rock porque es un concepto pretencioso —dice Stuart Braithwaite (de los rugosos y catárticos Mogwai, hoy prendados por el laptop)—, porque parece querer recuperar el rock progresivo de los setenta.» No es que el post-rock se resuma así por así, por cuanto el género es un cajón de sastre cuya pluralidad evita la simplificación y, por consiguiente, su rápida defenestración. ¿Que cuál es la relación del post-rock con lo progresivo? Quizá el sopor de Ganger (puro Canterbury), el desprecio de algunas bandas por la pintura emocional en favor de una expresividad mucho más matemática y teórica, ese sentido de la trascendencia que arrastra el género. Pero estos puntos no se aprecian especialmente en Disco Inferno, Insides, Bark Psychosis y la mayoría de las bandas para las que se inventó la terminología en un principio; cuando se escucha su música, se halla una búsqueda musical todo lo abstracta que se quiera, pero vital y llena de sentimiento.

El primer post-rock es ante todo idealismo, un inaudito idealismo. Se trate de las innovaciones del dub, de la remixología o la sampledelia del hip hop, entre otros ejemplos, el post-rock está marcado por la tecnología y sus aplicaciones musicales. Sobre todo, este rock se deja arrastrar por la ciencia del sampler, por su capacidad transformadora; lo fascinante del aparato es su habilidad para reinventar la guitarra, convertir su sonido en nubes, cataratas, tormentas perfectas. Como en Cocteau Twins (los inauditos Cocteau Twins), la guitarra eleva los más etéreos muros de sonido a través de telarañas de samples ambientales, de esas voces lejanas suplicando por no bajar nunca de la nube. Pero lo que impactó realmente a la gran «generación perdida» del pop británico (Seefeel, Disco Inferno, Bark Psychosis, Insides, Laika) fue el rock estratosférico de My Bloody Valentine, y su Glider EP (1990) en particular: una perfecta unión de ruido, belleza y euforia, a un tiempo el sonido más sofisticado del dance —esas guitarras tratadas hasta el punto de parecer beats— y el non plus ultra del rock de gravedad cero. Loveless (1991) supuso la confirmación del visionario talento de Kevin Shields. Free jazz, ambient, noise rock, hip hop, se funden sin ningún prejuicio, epígonos bien avenidos en una disonancia de guitarras etéreas, cataratas de samples y voces cargadas de vértigo: el momento más bello de los noventa y uno de los más grandes de la música de todos los tiempos.

De entre los grupos de post-rock surgidos alrededor de aquellos tiempos, Seefeel fue el más influido por My Bloody Valentine. Evidente desde Plainsong EP (1993), esta influencia se asociaba en su música con el ensueño electrónico del primer Aphex Twin, para elevar un puente entre el dreampop de los ochenta y la experimentación techno-ambient que el sello Warp —su hogar discográfico a partir de Starethrough EP (1994)— tenía como especialidad. Para la continuación de Quique (1993), una obra tan absorbente y emotiva como críptica, el ególatra Mark Clifford aniquiló sin concesión tanto los elementos rock del grupo como los arquetipos del sonido envolvente: el tenebrista Succour (1995) no envolvía en nubes (sino que daba latigazos de herrumbroso ambientcore) y nunca se plegaba a la modalidad de la canción, ni siquiera en un sentido sui generis. La relación de Clifford con sus compañeros se deterioró y el grupo se desplegó en dos mitades, Disjecta (alias electrónico del cabecilla) y Scala (alias electro-rock de sus ex compañeros) . Hay que señalar también la secreta magnitud de Mark van Hoen (Locust), antiguo productor de Seefeel, que tras un extraño y sugestivo paso por la texturología, asaltó con dos accesibles discos pop, Morning Light, que el propio Van Hoen señala como su disco más logrado, y Wrong, según el art rock de Kate Bush.

De entre los grupos obsesionados con reinventar la guitarra, Disco Inferno no solo condujo esta ambición a sus cotas más salvajes, sino que la adaptó a rotundas composiciones pop en EPs del lustre de Last Dance (1993), A Rock to Cling To (1993) e It’s a Kid’s World (1994). Ian Crause, impactado por las producciones de The Bomb Squad para Public Enemy, cambió sus muchos pedales por un sinte de guitarra y vertió sus conocimientos de garage en el lenguaje del sampler sin perder la vehemencia por el camino. Sus experimentos culminan en el esplendor de D.I. Go Pop (1994), una obra maestra de sugestividad y potencia insobornables, un hallazgo sombrío y arriesgado, que representa para muchas bandas posteriores —los excelentes Piano Magic, por ejemplo— una conquista modélica.

Cuando solo era una banda de aficionados, Disco Inferno tenían consigo al teclista Daniel Gish, al que Crause despidió por «ser un tipo conflictivo»; Gish desembarcó en otro proyecto, Bark Psychosis, guiado por el inteligente y ambicioso Graham Sutton. El matizado pop de Hex (1994), prolongación del The Colour of Spring de Talk Talk, es un prodigio de magnetismo, sutileza e inventiva, una magnífica ilustración de las infinitas posibilidades que el sampler of rece a los francotiradores de la música popular. La música de Bark Psychosis no se articulaba alrededor de My Bloody Valentine, sino de un amplio abanico de tendencias y perspectivas (además de Talk Talk, el primer jungle, el free jazz o las músicas étnicas), y certificaba el eclecticismo de las fuentes postistas.

Según Katharine Gifford (Snowpony Stereolab, Moonshake), «el post-rock supone una ética; en cuanto al sonido, depende de la colección de discos de cada uno». Las manipulaciones de los géneros de vanguardia fueron moneda corriente durante esta época: el aislacionista The Third Eye Foundation propagó un drum’n’bass (Ghost) hecho de sangre y cielo; el dúo Insides propuso algo así como una versión dance de Cocteau Twins, donde ritmos programados daban pábulo a letras inteligentes y dolidas, sobre el deseo y su contrariedad; Flying Saucer Attack dieron con un sesudo remake del folk psicodélico y el space rock de Loop y Spacemen 3; Dave Callahan filtró swing, dub, hip hop e incluso música clásica en la coctelera de Moonshake (The Sound Your Eyes Can Follow; 1994), y su ex compañera Margaret Fiedler abrazó junto a Guy Fixsen un inquietante, vigoroso jungle en clave indie (Silver Apples of the Moon) que evolucionó en el futuro hacia el trip-hop etéreo (Sounds of the Satellites) y el hip hop imbuido de Miles Davis (Good Looking Blues), siempre con el impacto sentimental como prioridad. «La experimentación no tiene sentido sin efecto emocional —dice Guy Fixsen—, y creo que nuestra música alcanza tanto lo primero como lo segundo.»

Hace más de ocho años que al pop británico le falta experimentación y sentido emocional, bandas con más arte y verdad que chulería. En agosto de 1994, cuando el Defmitely Maybe de Oasis asaltó las tiendas de discos, la generación post-rock, contraria al concepto clásico de «grupo de guitarras» y a la reivindicación de un ultraísmo inglés en las fuentes de inspiración, fue desplazada por los medios hacia el peor de los anonimatos. Quizá por la decepción, aquellos que antaño trataron de buscar un equilibrio entre lo accesible y lo futurible decidieron decantarse por lo segundo, y el post-rock electrónico se volvió cada vez más frío, más matemático; matemáticas dub. Dejando a un lado ciertas bonitas anomalías (los alemanes Schneider TM, Kreidler, To Rococó Rot y Tarwater; The Third Eye Foundation), el post-rock electrónico suele ahogarse en el cripticismo y anula sus conexiones con la humanidad. Guy Fixsen lamenta que tantos grupos, críticos y melómanos asocien la intelectualidad al aburrimiento: «Se diría que un músico actual tiene dos opciones: una es ser intelectual, que significa que debes hacer música instrumental, desenfocada; y la otra es ser emocional, que significa que debes hacer música tradicional y, por tanto, corriente. Los mejores grupos son aquellos que, como nosotros o Radiohead, adoptan las dos opciones al unísono».

Amparados en una necesidad vital y en una firme decisión de conseguir la autonomía creativa que muchos críticos les negaban, Radiohead se decidieron a dar el gran paso de grabar un disco donde no resonase el deja vu: OK Computer (1997). Sin ser un logro concluyente, esta matizada, sofisticada exploración de los traumas de la generación de la (sobre)información y del miedo de los jóvenes a ser tocados, amados o investigados, demostró que las aspiraciones dramáticas del rock (cercanas en Thom Yorke a la autoparodia) podían sintonizar con el riesgo. Todavía más atípicos han sido Kid A (2000) y Amnesiac (2001), donde Radiohead le piden prestado a Warp su primer catálogo, su deambular entre el pop y la electrónica de escucha, como plataforma de una reflexión cuasi apocalíptica (entre el cripticismo necesario y la comedia involuntaria) sobre la pérdida de la calidez en los tiempos del SMS. No es, ni mucho menos, un binomio revolucionario, pero confirma a Radiohead como redentores de la conciencia científica del rock. «Ha habido discos más experimentales y originales —señala Guy Fixsen—, pero tanto Kid A como Amnesiac poseen una notable individualidad y, sobre todo, emoción. Lo probable es que, debido a su popularidad, dejen una marca desproporcionada en los libros de historia, pero Radiohead tendrán mi respeto.» No el de Stuart Braithwaite (Mogwai), quien los define como «egomaníacos» y aboga por Hood («avanzados pero accesibles») como modelo de conducta.

 

Indietrónica: nuevas aventuras en el lo-fi

 

Mogwai siempre será rock, nunca será un grupo totalmente electrónico. Nunca venderemos los suficientes discos como para pagarnos un estudio de la hostia y muchos aparatitos, así que tendremos que hacer las cosas por la vía más directa, el rollo duro [risas]. Eso sí, seremos indietrónicos.

 

STUAKT BRAITHWAITE (Mogwai)

 

 

La música dance inteligente alcanzó, durante mediados y finales de los noventa, un academicismo de marcados estereotipos en cuyo espectro no había espacio para la inmediatez. Casi todos los músicos bajo el yugo del género respetaban los códigos impuestos por el avance; fórmula desdeñable por cuanto no favorece la implicación, ni mucho menos la emoción. Pero no se trataba de emocionar, sino simplemente de hacer vanguardia. Buscando futuro, la IDM se ha movido en varias direcciones: el fragor de la calle (hip hop), el ruido y el gabba (más rápido, más alto: glitchcoré), el techno y, como aquí veremos, el pop. A finales de los ochenta y principios de los noventa, algunos indie kids consiguieron demostrar la necesidad que había de un cambio de procedimiento; no solo logran dar aires frescos a la IDM, sino que a través de su experimentación lavan la imagen del pop alternativo —en peligro por el muzak de Bungalow, Labrador, March y otros sellos de tontería twee— y llevan a cabo una obra influyente, tan influyente como la que Bjórk planteó en 1992. El preciosismo de Vespertine, por cierto, no habría sido posible sin múm (Yesterday Was Dramatic... Today Is OK), formación emblema de esa «indietrónica» cuyos logros están libres del escepticismo.

Habiéndose curtido en la distribución, el berlinés Thomas Morr se ha dedicado en los últimos años a dar buenas razones para creer en este trasvase de la música indie (de guitarras) a la electrónica de modos más o menos íntimos. Morr Music (su sello) no hace trampas: se autodefine como un sello de pop y no persigue a toda costa el vanguardismo de qualité. La idiosincrasia de Morr pertenece al legado de los sellos indies clásicos, tanto en lo que se refiere al apartado estrictamente musical (su primer recopilatorio tenía como título Putting the Morr Back in Morrissey, sus grupos se admiten influidos por Slowdive, My Bloody Valentine o Stereolab) como a la estructuración del sello propiamente dicha: cada formación es tratada como una pieza indisoluble del mosaico, como parte del plan, no como ave de paso en una estructura eternamente movible. «La mayoría de los sellos electrónicos —explica Morr— no trabajan con artistas residentes, como los clásicos sellos independientes. Creation, 4AD o Too Puré no eran simples máquinas de edición, sino que trabajaban codo con codo con sus bandas y, por supuesto, las abrazaban y protegían contra todo riesgo.»

La electrónica sensitiva de Manual, Styrofoam o los enormes Lali Puna ya ha sido requerida por compañías de gran presupuesto, pero todavía no hay bajas en Morr Music. La estilización impuesta por la indietrónica (en términos estrictamente sonoros, una mezcla de ritmos microscópicos, clicks’n’cuts, melodías de caja de música y ambient modesto) ya genera interés en la industria, debido en parte a las ventas del Vespertine de Bjórk, para cuya preparación la musa islandesa se agenció a indietrónicos como Consolé (también miembro de los asombrosos The Notwist) u Opiate y se zambulló de lleno en el laptop. «La. aparición de estos pequeños ordenadores está cambiando la música —comenta Marius de Vries, productor fetiche de la Gudmundsdóttir— Es lo mejor que ha podido pasarle al pop independiente y a la electrónica: ahora los grupos tienen más facilidad para intentar y realizar nuevas ideas, para hacer las cosas de manera más rápida.» Al precavido Thomas Morr le asusta la homogeneización del sonido: «Muchos grupos parecen usar el mismo software y los mismos plugins; pocos tienen el talento de aportar algo emotivo. Empezó como una forma de facilitar las circunstancias de producción y se ha convertido, a mi pesar, en un lenguaje tópico».

Desde esta perspectiva se impone una criba de los grupos que pueblan el estilo; como justamente dice Thomas Morr, «solo se quedarán los mejores». El cuqueante indie rock de Dntel y la conversión de Hood a la IDM con enlaces al hip hop marciano prometen nuevas vías de expresión para el movimiento: tan emotivo resulta el Life Is Full of Possibilities del primero como el Cold House de los segundos, discos que se podrían decir nacidos del genio. Y de la persecución de un rock que no quiera regresar al pasado y quedarse en un imaginario enclave de los setenta, sino dar con una nueva perspectiva de sonido, una experimentación imbuida de sentimiento.

«Hemos intentado durante mucho tiempo desembarazarnos de lo prescindible, y finalmente lo hemos conseguido —dice Chris de Hood en hoja de prensa—. Estoy harto de la música de fondo, la música como estilo de vida, la música que puedes deslizar en tu vida y vivir con ella. Hay que hacer música que se retuerza dentro de ti, que empiece a tomar espacio en tu vida, a hacerte peticiones nada razonables.» Se trataba de eso, ¿no?