Capítulo Dos

 

El hombre al que había conocido como Witt Davidson la miró, y preguntó con típico acento texano:

–¿Es tu hija?

–Sí, se llama Camille en honor a su abuela paterna –respondió.

Carley se había preguntado muchas veces cómo reaccionaría al ver por primera vez a su hija. Pero nunca había imaginado una situación similar.

–Un nombre precioso para una niña preciosa.

–Gracias. Normalmente la llamamos Cami.

Al oír la voz del hombre, la niña se había tranquilizado por completo. De hecho, levantó la cabeza para mirarlo, su rostro se iluminó y lo apuntó con un dedo:

–¡Papá! –exclamó.

–No apuntes con el dedo, corazón, no es educado.

Houston Smith entrecerró los ojos y observó con detenimiento a la niña. Había algo en la pequeña que le resultaba muy familiar.

Durante los meses que llevaba en Río Grande se había acostumbrado a la inquietante sensación de que todo y todo el mundo le resultara, de algún modo, familiar. Pero aquella sensación era particularmente fuerte con Carley Mills y su hija.

Tal como Gabe y Luisa habían comentado, un hombre sin pasado podía tomar fácilmente a un enemigo por amigo. Carley no le parecía un enemigo, pero le dio la impresión de que ocultaba algo. No entendía qué estaba haciendo en aquella zona de Texas una mujer de obvia existencia urbana, con su hija. Pensó que el traje que llevaba costaba más de lo que ganaría allí en seis meses y, desde luego, no estaba acostumbrada al campo.

Sin embargo, se sentía extrañamente atraído hacia ella. Cuando la tomó entre sus brazos para evitar que cayera, sintió el incontrolable deseo de besarla.

Hasta entonces había controlado bien sus deseos. De hecho, había tenido mucho cuidado con todo. Cuando la doctora Luisa lo encontró en una carretera, casi sin vida, ambos pensaron que lo habían dejado allí porque lo creían muerto. De ser cierto, era obvio que alguien había intentado asesinarlo. Y no podía saber si aquella mujer suponía alguna amenaza para él, de algún modo.

Entonces la niña levantó los brazos y habló:

–Quiero ir contigo…

–No, cariño. No puede tomarte en brazos ahora –dijo su madre–. Además, no debes ir con desconocidos. Podría ser peligroso.

Houston sonrió a la niña, aunque no quería acercarse a ella. Se encontraba incómodo sin saber por qué.

–Lo siento. En general es tímida con los desconocidos, pero te agradezco que la hayas tranquilizado –dijo Carley–. Es evidente que tienes talento con los niños.

–No creas. Se parece mucho a ti, sobre todo cuando sonríe.

–¿Tú crees? La gente dice que es la viva imagen de su padre. Excepto por los ojos, claro.

Él pensó que tenía razón. Tanto la madre como la hija tenían ojos de color verde. Pero el cabello y el aspecto de la niña eran distintos. Entonces pensó que se parecía a la imagen que veía en los espejos cuando se miraba en ellos. Pero su propio rostro le resultaba tan poco familiar, que se dijo que la imaginación le estaba gastando una mala pasada.

–¿Dónde está su padre? –preguntó, antes de darse cuenta–. Oh, lo siento, no pretendía entrometerme en tus asuntos…

Houston se volvió para marcharse. Pero antes de llegar a la puerta, se detuvo y se llevó una mano a la cabeza. Tenía la impresión de que nunca conseguiría librarse de aquellas jaquecas.

–¿Te encuentras bien? –preguntó ella–. Y por cierto, tu pregunta no me ha molestado. Es perfectamente normal. El padre de Cami desapareció poco antes de que ella naciera. Él ni siquiera sabe que existe.

Houston acarició el rostro de la mujer al ver que sus ojos se llenaban de lágrimas; pero enseguida apartó la mano, sin saber por qué se estaba comportando de aquel modo con ella. De todas formas, aquello le sirvió para averiguar algo sobre la recién llegada. Alguien le había hecho mucho daño y sospechaba que el culpable era el padre de la niña. Incluso se había referido a él con un término muy extraño: desaparecido. Se preguntó si no sería una forma elegante de decir que había muerto.

Cuanto más tiempo pasaba allí observándola, más ganas tenía de tomarla entre sus brazos y besarla. Era una sensación tan intensa y sorprendente a la vez. Pero entonces se oyó un ruido a sus espaldas y observó un cambio en Carley que le llamó mucho la atención: la mujer asustada adoptó de repente una mirada de evidente dureza, acerada.

Definitivamente ocultaba algo.

 

 

La doctora Luisa Monsebais entró en la cocina y se sentó junto a Houston. Era una mujer mayor, de pelo canoso, pero se movía con la agilidad de una quinceañera.

–¿Va todo bien?

–Por supuesto, doctora. Hasta tenemos una nueva empleada –dijo, mirando hacia Carley y la niña–. Doctora Carley Mills, te presento a la doctora Luisa Monsebais, la pediatra favorita del rancho.

–¿Doctora?

–Sí, estoy especializada en psicología infantil. He venido para sustituir a Dan Lattimer.

–Encantada de conocerte, Carley.

Las dos mujeres se estrecharon las manos. Entonces Luisa tomó a Houston del brazo, lo miró de forma pícara y preguntó:

–¿Vas a tomarte la tarde libre?

La broma de Luisa lo sorprendió. Desde que lo había encontrado en aquella carretera, siempre se había comportado con él de forma amigable pero distante. Aunque, en realidad, no recordaba nada sobre el encuentro. Solo recordaba haberse despertado diez días más tarde en el rancho.

Luisa había tomado la decisión de llevarlo allí en lugar de un hospital. Cuando le preguntó por qué, la mujer respondió que estaba herido de bala y que llevaba una funda de pistola; así que pensó que podía tratarse de algún delincuente al que perseguía la policía y no quiso entregarlo cuando estaba entre la vida y la muerte. Luisa explicó que, de haber fallecido, ya habría tenido ocasión de realizar los formulismos necesarios.

Más tarde, cuando quedó claro que no recordaba nada, Luisa lo persuadió para que permaneciera en el rancho y olvidara su pasado. Le estaba muy agradecido por todo lo que había hecho por él. Hasta había convencido a Gabe Díaz para que lo contratara, a pesar de que no tenía referencias. Gabe era el único, junto con Luisa, que sabía que padecía amnesia. Y se había encargado personalmente de solucionar todo el papeleo legal para su contratación.

En aquel momento, Gabe y Luisa eran todo lo que tenía.

–No has contestado a mi pregunta…

–No creo que haga gran cosa esta tarde porque mañana tengo que trabajar –respondió, antes de volverse hacia la recién llegada–. Me alegra que te quedes en el rancho, Carley, pero yo que tú no saldría al sol con ropa como la que llevabas hoy.

Houston se levantó entonces y salió de la sala. En cuanto estuvo afuera, pensó en Carley. Era preciosa, la mujer más bella que había visto, con aquel cabello rojizo y sus exóticos ojos verdes. Su fragancia le resultaba muy familiar y la piel era extremadamente suave.

Tenía la sensación de que no era la primera vez que se veían. Su boca parecía conocer sus labios. Sus manos parecían conocer su piel. Pero no podía saber si era un recuerdo de algo real o simple imaginación.

 

 

Carley miró al alto vaquero por el cristal de la puerta, mientras el hombre se alejaba levantando polvo con las botas. Tuvo que resistirse al impulso de salir corriendo hacia él.

La visión del hoyuelo que se le hacía en las mejillas cuando sonreía, de su cabello rubio y de aquellos ojos azules que se oscurecían cuando se enfadaba, la había emocionado. Además, era tan vulnerable en aquel momento que deseaba abrazarlo hasta que no tuviera más opción que recordarla.

–Houston es un hombre especial, ¿no te parece?

–Sí, desde luego que sí.

–¿Y quién es la pequeña? No recuerdo haberla visto antes.

–Es mi hija, Cami. Va a vivir aquí conmigo.

–Mmm. No se parece mucho a ti.

–Bueno, tiene mis ojos…

La mujer la miró en silencio durante unos segundos, y acto seguido sonrió. Por su actitud supo que Luisa había llegado a algún tipo de conclusión, pero Carley no quería discutir nada con nadie de momento. Primero tenía que encontrar un teléfono.

–Será mejor que la lleve a dormir. Hemos tenido un largo día.

–¿Habéis venido esta mañana? ¿Desde dónde?

–Desde Houston. Y ha resultado mucho más largo de lo que imaginaba.

La doctora rio.

–No me extraña que estés cansada. Son kilómetros y kilómetros de cactus y nada más. ¿Eres de la ciudad?

–He estado viviendo allí varios años, pero nací en Carolina del Sur y crecí en Nueva Orleans.

–No me digas más. Seguro que naciste en Charleston.

–Acertaste –dijo, algo incómoda por la inteligencia de la mujer–. Pero ahora tengo que dejarte. Será mejor que lleve a Cami a dormir.

–Lo comprendo, pero tenemos que hablar, jovencita. Sospecho que tienes que explicar unas cuantas cosas. Suelo estar aquí por las mañanas para ver cómo están los niños. Hoy me he quedado hasta más tarde porque uno de ellos estaba enfermo –dijo, tomándola del brazo–. Pero quiero que sepas una cosa, Carley. Houston significa mucho para mí. Y no permitiré que nadie le haga daño.

Luisa la miró con ojos entrecerrados, para enfatizar que estaba hablando en serio. Sin embargo, no fue necesario. Carley la había entendido perfectamente.

 

 

Carley tomó la escalera para dirigirse al segundo piso, donde estaban los dormitorios. La primera planta estaba decorada de un modo funcional, como una institución típica, con suelos de linóleo y muebles de metal o plástico. En cambio, la segunda planta tenía un aspecto familiar y cálido, aunque el edificio necesitaba un arreglo urgente.

Todo estaba muy limpio y Carley pensó que se parecía a la mansión de su abuelo en Nueva Orleans. Incluso en el olor a limón y vainilla.

Cuando entró en el dormitorio, notó que alguien había puesto unas flores sobre la cómoda y que habían preparado la cama. Enseguida cambió los pañales a Cami y fue al cuarto de baño para llenar una botella de agua. Cuando regresó, la niña se había quedado dormida.

Al dirigirse a la cama, tropezó con la bolsa de viaje que había dejado en el suelo. Sonó algo metálico y la abrió. Entonces lo comprendió todo. En uno de los bolsillos había una fotografía de Witt, enmarcada. La había tenido durante meses en su dormitorio y la niña se había fijado en ella; por eso lo había reconocido de inmediato al verlo en el rancho. Definitivamente era muy lista.

Se dijo que tener aquella fotografía no era muy buena idea, así que la ocultó en una de las maletas, sacó el teléfono móvil y llamó a Reid Sorrels.

–¿Es Davidson? –preguntó él de inmediato.

–Ya lo sabes. Sí, no hay duda. Es él. Pero quiero que investigues a una mujer, la doctora Luisa Monsebais. E investiga también al administrador, Gabriel Díaz. Intenta enviarme una copia de los documentos sin que nadie se entere.

–De acuerdo. Estarán en el departamento de policía local mañana. Alguien te los llevará al rancho –dijo Reid–. Imagino que no te han reconocido, ¿verdad?

–No, nadie me ha reconocido. Aquí soy una completa desconocida y estoy totalmente sola.

–Bueno, intenta conectarte con el departamento a través de Internet, con tu ordenador portátil. Y llámame por teléfono dos veces al día.

Carley sonrió.

–Está bien, pero ponte en contacto con el doctor William Fields, del Instituto Neurológico de Chicago, y organízalo todo para que pueda hablar con él hoy mismo. Llámame cuando lo hayas conseguido. Estaré esperando.

Carley cortó la comunicación. Sabía que Reid estaba rompiendo todas las normas en aquel caso. En circunstancias normales, habrían ido a buscar a Witt y lo habrían interrogado. Pero había preferido enviarla a ella y esperar.

A fin de cuentas, Witt había sido uno de sus mejores agentes. Su desaparición lo había afectado mucho, y no solo por el evidente aprecio que le tenía, sino porque la propia Carley estaba tan alterada que había pasado varios meses intentando recuperarse mientras investigaba el pasado de su amante, en busca de alguna pista sobre su paradero.

Carley había hablado con sus antiguos profesores, había visitado las tumbas de sus familiares y hasta había charlado con sus vecinos y amigos, solo por tener una idea más aproximada de cómo era realmente Witt. Pero ninguno pudo darle pista alguna.

Descubrió que había tenido una niñez muy dura. Su madre había muerto cuando solo era un niño y su padre era un desequilibrado al que mataron durante una pelea. Pero en aquel instante no la preocupaba su infancia, sino por qué se había quedado todo aquel tiempo en el rancho.

Lamentablemente, sospechaba que el hombre que se hacía llamar Houston Smith era el único que podía darle todas las respuestas. Pero para ello tendría que conseguir que recobrara la memoria.

Dos horas más tarde sonó el teléfono. Eran el doctor Fields y el propio Reid, que hablaban por dos líneas distintas.

Carley le explicó la situación y escuchó atentamente al profesional, que no le dio demasiadas esperanzas.

–Al menos tenemos algunas hipótesis sobre lo que provocó su amnesia –dijo ella–. ¿No podría darnos una idea aproximada de las posibilidades de recuperación que tendría con cada una de ellas?

–Por favor, traducidme. No soy médico y no he entendido la mitad de lo que habéis dicho –intervino Reid.

–El doctor ha dicho básicamente que, si a una persona le sucede algo muy malo, puede que su cerebro elija no recordarlo. Y, a veces, el olvido se extiende a todos los recuerdos.

–Pero eso sería un problema más bien psiquiátrico…

–Sí. Y lleva tanto tiempo así, que es posible que se encuentre inmerso en un trastorno profundo de la personalidad. En ese caso tendría que pasar años en terapia.

–Espero que no sea necesario –dijo Carley, estremecida–. Tal vez no sea la negación, sino un simple golpe, lo que le provocó la amnesia.

–Es cierto, es otra posibilidad. Pero para salir de dudas tendría que hacerle un escáner.

–¿Y no podrías darnos una descripción general de los síntomas en cada caso, para hacernos una idea?

–Sí, claro. Los traumas cerebrales pueden provocar pérdidas temporales de memoria. Por ejemplo, de la propia identidad. En cambio, pueden no afectar a otras cuestiones, como las habilidades lingüísticas, porque se almacenan en otras zonas del cerebro.

–¿Pero recobrará la memoria? –preguntó Reid.

–En general, los pacientes suelen experimentar lo que llamamos «islas de memoria» después de un golpe. Son recuerdos fragmentarios que actúan como anclas de la memoria y que a medio plazo sirven para que la recuperen totalmente. Pero también cabe la posibilidad de que haya sufrido daños irreversibles.

–Carley, ¿quiere decir que tal vez no recuerde nunca ni quién es ni qué le ha pasado? –preguntó el policía.

–Calla y deja que se explique, Reid –declaró ella, con más calma de la que sentía–. ¿Sería útil que lo obligáramos a recordar, doctor? ¿Existe alguna droga que podamos utilizar?

–No. Intentar forzar a un amnésico es contraproducente. La mejor forma de actuar es otra: situarlo en un ambiente familiar para ayudarlo a recordar. Y si recuerda algo sobre el pasado, no hay que presionarlo, pero tampoco hay que olvidar el asunto. Es mejor hacer las cosas de tal modo que las recuerde él mismo, sin ayuda.

Carley le dio las gracias al especialista, que se marchó de inmediato, y acto seguido intentó tranquilizar a su jefe.

–Siento haberte metido en todo esto –dijo él–. Pensé que Witt recobraría la memoria enseguida, en cuanto os viera a las dos; pero ya veo que las cosas no han salido bien. ¿Qué vas a hacer ahora?

–Bueno, me quedaré con él, claro está.

–Pero ahora lleva otra vida. ¿Qué pasaría si tarda uno o dos años en recobrar la memoria?

–Me quedaré con él tarde lo que tarde.

–¿Y si no se recupera nunca?

Carley dudó antes de contestar.

–En tal caso, tendremos que crear nuevos recuerdos –respondió–. Creo que me amaba y en el fondo sigue siendo la misma persona. Puede que con el tiempo me ame de nuevo.

–Lo siento mucho, Charleston. Solo puedo darte un par de semanas más. Perder a Davidson ha sido duro. Pero perderte a ti sería más de lo que el departamento puede soportar.

–¿Solo un par de semanas?

–Es más de lo que debería darte. Pero, mientras tanto, ten cuidado. Siempre cabe la posibilidad de que los que provocaron su amnesia vuelvan a terminar el trabajo. Si quieres quedarte con él, perfecto. Pero serás responsable de su estado. En tales condiciones está totalmente indefenso.