Capítulo Cuatro

 

Carley cruzó las piernas y se acomodó en la silla del despacho de Gabe. Pensó que probablemente se habría sentido del mismo modo de haber sido una adolescente sin experiencia: asustada e incómoda.

Gabe invitó a sentarse a Luisa en otra silla y acto seguido cerró la puerta. Luego se sentó detrás de su escritorio y miró a Carley con detenimiento antes de empezar a hablar.

–Lo que digamos aquí no saldrá de esta habitación –declaró el hombre–, pero si vas a quedarte en el rancho, será mejor que seas totalmente sincera con nosotros.

–No te andes por las ramas –lo interrumpió Luisa–. ¿Esa niña es realmente hija tuya?

–Sí, claro que sí.

–Y también de Houston, ¿verdad?

–Sí.

–¿Y cómo has sabido dónde encontrarlo?

–Un amigo de un amigo lo vio en el rancho y me llamó. Después me las arreglé para conseguir el empleo.

–Comprendo –dijo Luisa–. Siempre pensé que alguien vendría a buscarlo en algún momento, pero no imaginé que sería la madre de su hija.

–¿Eres realmente psicóloga?

–Sí, por supuesto. Y estoy preparada y dispuesta para realizar el trabajo.

–¿Sabes que tiene amnesia? –preguntó Luisa.

–Sí.

–¿Y por qué no le has dicho quién eres?

–Él desapareció antes de que Cami naciera, así que no podría recordarla. Además, consulté con uno de los mejores neuropsicólogos del país y me recomendó que lo ayudase a recobrar la memoria, pero sin presionarlo. Podría ser peligroso para él.

–Entonces, ¿piensas quedarte hasta que se recupere? ¿Y qué pasará si no te llega a recordar nunca?

Carley sonrió. Era la segunda vez que le hacían la misma pregunta.

–Amo a ese hombre, Luisa. Y ahora que lo he encontrado, no me alejaré de él. Puede que llegue a recordar lo que compartimos, o puede que no. Pero siempre podríamos iniciar una nueva relación.

Gabe se tranquilizó. Al parecer, sus respuestas le habían parecido satisfactorias. Pero Luisa era más dura.

–¿No hay más personas que lo estén buscando? ¿Gente que pueda aparecer por aquí?

–No lo creo. No tiene más familia que nosotras. Su jefe también sabe que está aquí, pero prefiere esperar a que recobre la memoria.

–Maldita sea, jovencita, sabes muy bien lo que estoy preguntando en realidad –espetó Luisa–. ¿Houston Smith era un delincuente, o algo así, en su vida pasada?

Carley encontró aquello muy divertido, pero se sintió mejor. Sabía reconocer a la gente inocente cuando la veía. Si Gabe y Luisa habían llegado a pensar que Houston podía ser un delincuente, era prueba inequívoca de que ellos no lo eran.

–No, ni es ni ha sido nunca un delincuente –declaró–. Pero, ¿cómo y dónde lo encontrasteis?

–Lo encontré yo, en un camino cercano –respondió Luisa–. Le habían disparado y estaba inconsciente, cubierto de sangre. Lo llevé a mi clínica para que muriera en paz, porque pensé que estaba en las últimas. Pero Houston es un hombre muy duro. En diez días se recuperó por completo y no recordaba nada de lo sucedido. Supongo que es mejor así.

–Entonces, ¿crees que su amnesia se debe a algún golpe?

–Por supuesto. ¿Por qué si no? De hecho, me sorprende que no se haya quedado ciego, sordo, o algo peor?

–¿Y por qué no se lo notificasteis al sheriff?

–Bueno, nosotros… No sé, le cogimos cariño y pensamos que si lo habían herido de bala, tal vez fuera un delincuente o algo así –respondió Luisa–. Había sufrido tanto… Además, si no recordaba nada, no era justo que pagara por actos de los que ni siquiera tenía recuerdo.

–¿Puedes decirme algo más sobre el sitio donde lo encontrasteis?

Luisa la miró con atención.

–¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? Tengo la impresión de que no es la primera vez que interrogas a alguien. ¿Seguro que no hay nada que tengas que contarnos? –preguntó la mujer.

–Primero, contesta tú a la pregunta.

Luisa asintió.

–De acuerdo. Fue de noche, poco antes del alba. Yo había estado ayudando a una inmigrante a cuidar de sus hijos. Estaban cerca del río. La patrulla de la frontera los encontró y fui a buscarlos con mi coche, pero por el camino los faros iluminaron algo que parecía ser un animal. Cuando me detuve, vi que era un hombre y pensé que estaba muerto. Pero tenía pulso. Así que lo subí al vehículo e intenté reanimarlo.

–¿No vistes a nadie? ¿No encontraste nada que te pudiera dar una pista sobre lo que había sucedido?

Luisa se encogió de hombros.

–No, pero en aquel momento no tenía tiempo para esas cosas. Debía cuidar de los niños.

–¿Qué hay de la bala? ¿La guardaste?

–No la encontré porque lo atravesó limpiamente. Volví más tarde al lugar, pero no encontré nada –respondió Luisa–. Y ahora, contesta tú a mi pregunta. ¿Eres policía o algo así?

Carley no tuvo más remedio que asentir. Les dijo que no podía contarles nada más, pero que no tenían motivos para estar preocupados porque nadie se encontraba en peligro.

Más tarde, tras subir a su dormitorio, se quedó un buen rato mirando las estrellas. Le habría gustado mucho que las cosas fueran distintas. Se maldijo por no haberle contado a Witt lo del embarazo cuando había tenido ocasión de hacerlo, y tuvo que contenerse para no llorar. Recordó su desaparición posterior y se frotó el cuello para aliviar la tensión. A fin de cuentas, no tenía sentido que pensara en el pasado. Ya no podía cambiarlo.

Prefirió pensar en lo sucedido a lo largo del día. La esperaba una labor muy dura, la de conseguir que Houston Smith aprendiera a amarla de nuevo. Pero no sabía si podría conseguirlo en un par de semanas.

 

 

A Houston le encantaba levantarse temprano. La mañana le ofrecía silencio y soledad, un respiro de los terrores de la noche y del trabajo del día.

Mientras cruzaba la cocina, rio. La noche anterior había resultado muy diferente al resto. No había estado en vela precisamente por sus miedos, sino por una cálida y sensual mujer: Carley.

Había soñado con ella. La había imaginado desnuda, sobre él, mordiendo su cuello y clavándole las uñas en la espalda. Todavía podía recordar el tacto de su cabello, pero se dijo que no era un recuerdo real. Solo había sido un sueño.

Intentó concentrarse entonces en las pesadillas que se habían entrelazado con las escenas eróticas. Hacía semanas que habían desaparecido y, de repente, aparecían de nuevo. Eran tan inquietantes, que agradeció doblemente el silencio de la mañana.

Como no tenía recuerdos de su infancia, ni de familiares o amigos, agradecía sinceramente estar solo. No sabía quién le había arrancado los recuerdos, quién era su enemigo ni a quién le podía haber robado el corazón en el pasado. No lo sabía y no tenía miedo. Pero, por la noche, todo cambiaba y las pesadillas gobernaban su mundo.

De algún modo sabía que en su vida anterior había sido un hombre de acción. Sin embargo, no tenía forma alguna de saberlo.

Sacó una taza de un armario y se sirvió un café. Lloyd lo había preparado antes de marcharse a la ducha, y sabía que volvería a aparecer en media hora para iniciar el ritual con los desayunos de todas las mañanas.

Para entonces él ya estaría en los establos, con los animales. Si se daba prisa, tal vez pudiera tomarse un buen desayuno en un par de horas, o tal vez no. Así que apuró el café y volvió a pensar en las pesadillas. Habían sido más intensas de lo normal; se dijo que acaso era un castigo, por soñar con Carley y no dejar de pensar en ella.

En aquel preciso instante apareció el objeto de sus sueños.

–¿Qué ha sido ese ruido? –preguntó ella.

–¿Qué?

–Si no lo has oído, debes de estar sordo. Ven conmigo.

Houston permitió que lo llevara hacia la salida, pero solo porque se sentía hechizado por ella. Llevaba puesta una bata y zapatillas de andar por casa. Pero lo mejor de todo era su cabello, revuelto todavía y cayéndole por encima de los hombros. Necesitaba tocarlo.

–¿Adónde me llevas a estas horas? Acaba de amanecer…

–Afuera, bajo mi ventana. Quiero que me digas cuál es el ruido que me ha despertado.

Houston se tranquilizó y se dejó llevar, asombrado por la energía de aquella mujer. En lugar de esconderse ante algo que la había asustado, se había decidido a salir al exterior y se dirigía directamente a la fuente del supuesto problema.

Cuando llegaron al lugar, ella preguntó:

–¿No lo oyes?

Houston se concentró, pero no oyó nada salvo los habituales sonidos de las ranas y algunos pájaros.

–Lo siento, pero no oigo nada raro.

–¿No? ¿No oyes ese ruido? Es como si estuvieran atacando a alguien…

–¿Te refieres a los grajos?

–No, conozco el ruido que hacen esos pajarracos negros. Hay muchos donde vivo. He oído algo parecido a un grito.

–Ah, claro, son las chacalacas… –dijo él, entre risas–. Así es como llamamos a los pavos reales por aquí. ¿Te han asustado?

–No, no me han asustado. Estaba aterrorizada. ¿Y dices que ese ruido lo hace un pájaro?

–Sí. Son unos pájaros muy interesantes. No pueden volar, pero tienen una cola preciosa y enorme. Sin embargo, será mejor que volvamos a la casa. Ya hemos observado bastante a los pájaros.

–No he podido dormir casi nada –dijo ella mientras regresaban a la mansión.

–Lo siento. ¿Has tenido pesadillas?

–No. Es que todo es nuevo, y hay tantos ruidos extraños… Cuando oí a ese pájaro, me asusté.

Al llegar a la puerta, Carley se detuvo de repente y se volvió hacia él. Houston no esperaba ese movimiento repentino, así que chocó contra ella y tuvo que tomarla de un brazo para no derribarla.

El contacto de su piel fue desastroso para el vaquero. Sintió un calor tan intenso, que derramó el café que quedaba en su taza. Necesitaba ir más lejos y no pudo evitarlo. Le acarició el cuello y preguntó:

–¿Qué ocurre entre nosotros, Carley? ¿Por qué me siento como si hubiéramos vivido algo especial?

Carley no contestó. Se limitó a mirarlo con grandes ojos abiertos, extraordinariamente atractiva. Houston le acarició entonces el rostro y los labios, sin poder detenerse. La deseaba con toda su alma.

La mujer se apartó unos segundos después y se dirigió a la cocina.

–Si yo no hubiera estado aquí, ¿habrías salido sola?

–Por supuesto que sí –respondió–. Pero, ¿qué estás haciendo levantado tan pronto?

Houston la acompañó a la encimera de la cocina y dejó su taza a un lado.

–Siempre me levanto pronto. Tengo que empezar a trabajar.

Cuando se volvió para mirarla y darle algunas explicaciones sobre su trabajo, sintió algo parecido a una náusea. Ella estaba allí, apoyada en el marco de la puerta, sonriendo. Houston tuvo la impresión de que estaba a punto de recordar algo, pero no lo hizo. La sensación desapareció tan rápidamente como había aparecido. Se sentía muy frustrado.

–¿Ibas a decir algo más? –preguntó ella.

Carley lo miró con tremenda intensidad, como si su vida dependiera de la respuesta a la pregunta.

–No, no iba a decir nada más. En fin, tengo que marcharme. Te veré luego.

Houston se marchó sin decir una palabra más y Carley se quedó allí, desconcertada. Había creído notar un brillo de reconocimiento en los ojos del hombre y no podía soportar aquella situación. Cada vez que se alejaba, todo su cuerpo le pedía que lo siguiera.

Desesperada, subió a su dormitorio. Tenía que despertar a Cami y vestirse para empezar su primer día de trabajo.

Días antes pensaba que nada podía ser peor de lo que había sufrido tras la desaparición de Witt. Pero se había equivocado. Estar tan cerca de él, en tales condiciones, era mucho más duro. De hecho, era lo más duro que había vivido.

 

 

Pensó en lo que iba a hacer a lo largo del día. Se dijo que le gustaría salir y ver a Houston trabajando. Pensó que podía seguirlo hasta que la mirara de nuevo, con ojos de Witt Davidson. Pero también podía quedarse llorando en alguna habitación, compadeciéndose.

Bañó y dio el desayuno a su hija. Acto seguido bajaron ambas a inspeccionar la sala de juegos de los más pequeños y a conocer a otros niños de la edad de Cami, que se encontraban al cuidado de una mujer más que competente. A Carley la preocupaba que su hija tuviera problemas para acostumbrarse al rancho, pero no fue así. Le gustó mucho, y cuando quiso darle un beso de despedida ni siquiera le hizo caso.

Después dio una vuelta por la mansión. Estaba bien estructurada. Dos enfermeras se encargaban de los niños por la noche y las habitaciones estaban limpias y pintadas con colores alegres. Además, también le contaron que durante el día contaban con el apoyo de voluntarios de la zona, que cuidaban de los más pequeños, y que los adolescentes se encargaban de los bebés cuando salían del colegio.

No pasó mucho tiempo antes de que tuviera que regresar a su verdadero trabajo, el de agente del FBI. Reid quería que comprobara los archivos del rancho por si existía algo extraño en ellos.

Cuando entró en su nuevo despacho, intentó concentrarse. Sin embargo, no dejaba de pensar en Houston. Había trabajado codo a codo con él y sabía que lo acechaban algunos fantasmas del pasado. Su infancia había sido muy difícil y tenía algunos traumas. Pero, a pesar de ello, estaba convencida de que se podía recuperar y recobrar la memoria si le daban el tiempo suficiente. Solo había un problema: que no tenían tanto tiempo.

El sonido de la puerta la devolvió a la realidad. Cuando levantó la mirada, se encontró cara a cara con Luisa.

–¿Qué estás haciendo, jovencita?

–Trabajando. O intentándolo, más bien.

–Pensé que los psicólogos os dedicabais a trabajar con gente, no a encerraros detrás de un montón de documentos.

Carley se ruborizó.

–Es cierto, pero hay que actualizar las fichas de los niños. El Estado podría cortarnos la financiación si no se las entregamos a tiempo.

–Tu predecesor no le daba mucha importancia al papeleo. Recuerdo que los de servicios sociales han enviado alguna vez a una inspectora, pero nunca se ha puesto a mirar los archivos.

–Pues parece que alguien ha estado revolviéndolos. Están totalmente desordenados.

Luisa entrecerró los ojos y apretó los puños, disgustada.

–Un par de quinceañeros se pelearon anoche y Gabe no sabe qué hacer para tranquilizarlos –declaró de repente–. Tal vez deberías ir a ver si puedes hacer algo.

–Está bien –dijo, dejando el papeleo para más tarde–. Pero todavía no conozco bien el rancho, así que tendrás que indicarme el camino.

 

 

Una hora más tarde, uno de los chicos acompañaba a Carley hacia la mansión a través de los distintos graneros del rancho. Había estado charlando con él mientras terminaba su trabajo matinal. Y eso era precisamente lo que le habría recomendado que hiciera si no lo hubiera hecho ya antes. Todos los chicos procedían de ambientes duros y albergaban una enorme carga de frustración. Así que el trabajo era una forma magnífica para que descargaran su violencia y se relajaran.

De repente oyeron risas detrás del granero más cercano a la casa. Cuando se asomaron, vieron a Houston y Rosie. Al verlos, los dos los miraron con cara de culpabilidad.

–¿Qué ocurre? ¿No podéis compartir la broma con nosotros?

–Ssss…. No hables tan alto –dijo Houston–. El ayuntamiento no aprobaría lo que estamos haciendo y no queremos que nadie se entere. Un par de consejeros y yo hemos decidido dar clases de baile a los chicos los fines de semana.

–¿Tú? ¿Estás dando clases de baile a los chicos?

–Sí, claro, no soy tan mal profesor. No me digas que a ti tampoco te parece bien que bailen…

–No, no, estoy segura de que eres un buen profesor y de que la idea es buena, pero no sabía que también bailaras. ¿Sabes bailar country? ¿Podrías enseñarme?

–Por supuesto.

–¿Cuándo?

–¿Cómo?

–Que cuándo puedes empezar a enseñarme –respondió.

–Alguna de estas noches, supongo.

–¿Qué te parece hoy? Hasta puedo invitarte a cenar después de la lección.

–Tendré que hablar antes con Gabe y ver si me necesita para algo. Pero creo que no habrá problemas.

Carley estaba encantada. Iba a bailar con el hombre que amaba, lo que significaba que no tendría más remedio que tocarla.

–No te preocupes, yo me encargaré de hablar con Gabe y me aseguraré de que no sepa lo que vamos a hacer.

 

 

La tarde pasó muy deprisa para Carley. Comieron pavo, ensalada y gran variedad de entrantes; intentó ayudar a Lloyd en la cocina aunque la mayor parte del tiempo no pudo hacer nada, salvo mirarlo.

Cuando los niños terminaron de comer, se llevó a Cami a dar una vuelta por la casa. Estaba aprendiendo a caminar y se comportaba como si salir con su madre fuera lo más divertido del mundo. Al cabo de un rato, la puso en la cama para que echara una siesta e inició los preparativos de la noche.

Acababa de salir del baño cuando sonó el teléfono móvil. Sabía que era su jefe, así que aquello bastó para devolverla al mundo real, un mundo de amnesias y misterios por resolver.

Contestó la llamada y preguntó sin preámbulos:

–¿Te han dicho alguna vez que tienes la fea costumbre de llamar siempre en el peor momento?