–Le diré a Manny que lleve los documentos al rancho esta tarde –dijo Reid desde su despacho–. Pero observarás que ni Luisa ni Gabe tienen nada que ocultar.
Carley ya había llegado a esa conclusión. Sin embargo, debían seguir los procedimientos habituales.
–Bien, leeré los informes cuando los tenga. Por cierto, dile a Manny que esté en el rancho antes del anochecer. Voy a salir a cenar y bailar con Houston Smith.
–¿Tienes una cita con el padre de tu hija?
–Él no recuerda que lo sea, Reid. Estamos empezando de nuevo y tomándonos despacio las cosas.
–Buena suerte entonces, Carley. Si hay una mujer que pueda enamorar dos veces al mismo hombre, esa eres tú.
–Espero que tengas razón.
Tras hablar con Reid, Carley se dedicó al papeleo de su nuevo trabajo. La mañana había sido difícil para ella. Cada vez que Houston la tocaba, debía hacer un esfuerzo sobrehumano para no arrojarse entre sus brazos. Sin embargo, el médico la había advertido que tuviera cuidado con él, así que debía ser fuerte y contenerse.
Se concentró en las fichas del rancho y enseguida llegó a la conclusión de que el caos era peor de lo que pensaba. La persona a la que había sustituido no había prestado ninguna atención a las cuestiones oficiales, y muchos de los documentos estaban incompletos.
Al final se rindió y decidió llamar al departamento encargado de los servicios sociales. Preguntó por la inspectora que Luisa había mencionado y que resultó llamarse Fabrizio.
–¿Cuándo fue la última vez que revisó las fichas? –preguntó Carley.
–Nunca lo he hecho personalmente –respondió la mujer, con acento del este–. Uno de mis ayudantes se encarga de esas cosas. Además, la ley de Texas es clara en ese sentido. Debemos hacer inspecciones cada diez o doce meses. En cambio, en mi distrito intentamos hacerlo dos veces al año y todos los niños tienen una ficha con sus datos.
–¿Tienen archivos duplicados?
–Por supuesto.
–Pues no he conseguido encontrar los datos que estaba buscando en nuestros archivos. ¿Cuándo van a realizar la próxima inspección?
–Antes de diez días. Y espero que todo esté en orden cuando llegue mi ayudante –dijo la mujer, con frialdad.
–Entonces, ¿podría ir a verla un día de esta semana? Necesito hacer copias de los documentos que falten.
–Eso es altamente irregular. Hacer duplicados de los documentos no es responsabilidad nuestra.
Carley había oído muchas historias sobre la falta de colaboración de los funcionarios del lado mexicano de la frontera, pero no se había parado a pensar que los del lado de Estados Unidos eran iguales. Sin embargo, intentó ser amable con ella.
–Mire, usted parece una mujer razonable. Soy nueva en el valle y le agradecería mucho que me concediera una entrevista esta semana. Tal vez podría darme algunos consejos.
–Bueno, yo…
–Se lo ruego, señora Fabrizio. Dígame un día y la invitaré a comer.
La mujer aceptó de inmediato y le dio la dirección de un restaurante. Supuso que sería el más caro de toda la zona. Conseguir el duplicado de los documentos no iba a salir barato.
Pero olvidó el asunto en cuestión de minutos. Tenía que prepararse para su cita con Houston y no sabía qué ponerse porque, entre otras cosas, no sabía cuál era el vestuario más adecuado para bailar música country. Finalmente se decidió por un vestido bueno para todo. Lo sacó del armario y se duchó. Pero, por desgracia, su secador se estropeó justo cuando iba a secarse el pelo.
Para empeorar las cosas, Manny llegó con los informes cuando ella aún estaba en el cuarto de baño, y se negó a dejarlos allí. Quería entregárselos personalmente, así que quedaron en que se verían al día siguiente.
Cuando por fin bajó a la cocina, vio que Houston estaba charlando con Luisa. Miró al hombre y pensó que era muy atractivo. Llevaba una camiseta que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, al igual que sus pantalones vaqueros. Sus anchos hombros y la estrecha cintura le recordaron las noches de amor que habían pasado juntos.
–Siento llegar tarde –dijo casi sin aliento.
Luisa la miró de arriba a abajo y preguntó:
–¿Vais a ir a alguna parte?
–Sí, vamos a bailar y cenar –respondió.
En aquel momento apareció Rosie.
–Carley, ¿podrías poner a la niña en la cama? No me hace caso y no quiere dormirse.
–Está bien, te acompaño. Vuelvo enseguida, Houston. Espérame…
Houston se quedó allí, mirándola. Estaba preciosa. Cuando por fin reaccionó, notó que Luisa lo estaba mirando con intensidad.
–Por si te lo estás preguntando, te diré que no tenemos una cita –explicó él–. Solo me he comprometido a enseñarla a bailar. Ya sabes que no quiero citas con nadie. Ni siquiera sé si tengo esposa o novia en alguna parte, y no sería justo.
Luisa lo tocó, mirándolo de un modo más cálido y amable de lo normal.
–Es obvio que sientes algo por ella, Houston. Lo noto cuando la miras y creo que deberías darle una oportunidad.
–Pero…
–Mira, ella es psicóloga, ¿no es cierto? ¿Por qué no le hablas sobre tu amnesia? Tal vez pueda ayudarte. Y si no puede, me consta que al menos sabe escuchar.
–Bueno, si crees que puedo confiar en ella, no hay duda de que su opinión podría ser útil.
–Claro que puedes confiar en ella. Sé que tiene buen corazón y que no haría nada que pudiera dañarte. Inténtalo. A fin de cuentas, ¿qué puedes perder?
Houston no sabía si Carley tenía buen corazón, pero ciertamente tenía un cuerpo maravilloso.
Estuvieron en silencio hasta que llegaron al Café Wrangler, en las afueras de McAllen. Houston había elegido el lugar porque la comida era buena y sabía que los músicos siempre tocaban country. Cuando llegaron, todos los clientes se volvieron para mirarlos y no lo extrañó. Carley era preciosa y aquella noche se había puesto un vestido rojo tan ajustado, que daba una visión perfecta de sus generosas curvas.
El vestido tenía un escote en forma de uve que finalizaba entre sus senos. Además era corto, por encima de las rodillas, y mostraba unas piernas increíblemente largas. El espectáculo era tan maravilloso, que Houston no sabía dónde mirar primero. Así que procuró mirarlo todo, poco a poco.
Algunos hombres silbaron al verla y ella hizo una reverencia a modo de burla. Houston decidió llevarla a una esquina tranquila y alejada. En tales circunstancias habría sido capaz de taparla con una manta, para que no la vieran si por alguna razón se veía obligado a dejarla sola más de un minuto.
–¿Por qué te has puesto un vestido así? –preguntó él cuando se sentaron.
–Pensé que te gustaría. No sabía que debía ponerme para bailar…
–Me encanta, puedes creerlo –dijo sonriendo–. Estás preciosa. Demasiado para un sitio como este.
Houston no estaba mintiendo. En realidad estaba impresionante. Incluso en un lugar tan poco iluminado, su cabello brillaba y la piel resultaba tan sedosa que parecía pensada para ser acariciada. No llevaba maquillaje, pero daba igual; cuando sonreía, lo iluminaba todo.
La deseaba tanto que, sin darse cuenta, extendió una mano para tocarla. Pero se detuvo a tiempo y carraspeó, nervioso.
En aquel momento apareció una camarera.
–¿Qué vais a tomar?
–Aún no hemos visto el menú –dijo Carley.
–No tenemos menú.
–¿Qué tenéis?
–Aquí solo tenemos carne. Hay costillas, filetes, tacos y esas cosas.
–En ese caso yo tomaré un filete con puré de patatas y ensalada –dijo ella–. Y el tomará otro filete, poco hecho, con patatas fritas y judías. Ah, tráenos también un par de cervezas. La mía, con vaso.
Cuando la camarera se marchó, Houston miró a Carley con sorpresa.
–Acabas de pedir la cena por mí…
–Sí, ¿te importa? Estoy acostumbrada a pedir cuando voy con Cami, y se ha convertido en una costumbre. Espero que no te haya molestado.
–No me refiero a eso en absoluto. ¿Cómo sabías lo que iba a pedir?
–¿Es que querías otra cosa?
–No, y ese es el problema. Me has quitado las palabras de la boca. ¿Lees el pensamiento?
–Soy psicóloga, ¿recuerdas? Estoy acostumbrada a observar los gustos de la gente y me ha parecido que a ti te gustaba la carne poco hecha.
–Sí, ya –dijo él con desconfianza–. Por cierto, quería hablar contigo de paciente a psicóloga, si no te importa.
Carley lo miró en silencio durante unos segundos, antes de hablar.
–Adelante. ¿Qué puedo hacer por ti?
–Verás, yo… No sé quién soy.
La mujer se miró las manos, intentando pensar lo que iba a decir.
–¿Hablas en sentido literal, o existencial?
–No estoy bromeando. Si vas a tomártelo a broma, olvídalo.
Carley puso una mano sobre una de las manos de Houston.
–Lo siento. Por favor, cuéntamelo.
–Verás, hace año y medio me desperté y no recordaba nada de mi pasado. Es como una pesadilla de la que no pudiera escapar.
–Eso debe de ser terrible… ¿No recuerdas nada en absoluto?
Houston empezaba a arrepentirse de haber sacado el tema. No se sentía cómodo aunque Carley le mostrara evidente interés.
–Tengo lo que llaman sueños. Pero solo son imágenes rápidas y vagas que desaparecen enseguida.
–¿Crees que son recuerdos?
–Algo así. Sin embargo, no son claros.
–Cuéntame todo lo que sepas sobre ellos. ¿Te acuerdas de alguno en concreto?
–Sí. Creo que trabajé en un rancho o en una granja durante un tiempo. Recuerdo haber trabajado con animales.
–Bueno, ya es algo. ¿Alguna otra cosa? ¿Recuerdas personas o rostros?
Houston cerró los ojos e intentó concentrarse, pero sintió una fuerte punzada en la cabeza.
–No sé, hay algo que está a punto de surgir. Creo que es la cara de una mujer, pero no me llega… Ha vuelto a desaparecer.
–¿Puedes recordar algo de ella? El color de sus ojos, algún rasgo…
–No, no recuerdo nada. Solo el dolor. Puedo sentirlo.
La camarera regresó con las cervezas, les indicó que la comida estaría enseguida y se marchó de inmediato.
Carley sonrió y se sirvió su cerveza.
–No intentes forzarte. Y no hagas nada que te provoque dolor. Eso podría empeorar la situación.
Houston tomó su botella y se la puso en la frente para enfriarse un poco. Cerró los ojos unos segundos y, cuando los abrió, ella lo estaba observando.
–¿Qué ocurre?
–Me preguntaba de dónde sacaste el nombre que utilizas. ¿Se te ocurrió a ti, o te ayudó alguien?
Houston rio.
–Cuando me encontraron, estaba herido de bala. No llevaba identificación ni cartera, y mi ropa estaba destrozada. Luisa me salvó y, mientras intentaba averiguar algo de mi pasado, encontró una factura de una tienda de Houston en mis pantalones. La ciudad me sonaba mucho, así que decidí utilizar su nombre. Era algo familiar.
Unos segundos más tarde, la camarera dejó la comida sobre la mesa. Houston se alegró porque era una ocasión excelente para dejar de hablar de sí mismo. Además, estaba hambriento.
Carley estaba desolada, pero intentó que su acompañante no lo notara. Era obvio que Houston hacía lo posible por recordar. Todos los recuerdos estaban allí, encerrados en alguna parte de su cerebro, y no conseguía encontrarlos.
Cuando terminaron de comer, él cumplió su palabra y la enseñó a bailar algunos bailes de la zona. Sin embargo, Carley no estaba allí por eso. El baile era divertido, pero insuficiente. Quería estar mucho más cerca de él y habría hecho todo lo que hubiera querido. Sin embargo, no podía hacerlo hasta que se lo pidiera. Y no podía contarle la verdad.
Houston la tomó entre sus brazos. Ella cerró los ojos y disfrutó de un aroma que conocía bien porque asaltaba sus sueños. No había cambiado nada. Nada, salvo el hecho de que no se encontraba con Witt Davidson, sino con Houston Smith.
A pesar de todo, en pocos minutos olvidó los problemas. Se dejó llevar mientras sentía los latidos de su corazón y se dijo que estaba donde siempre había querido estar, junto a él, sintiendo su contacto. Entonces él inclinó la cabeza de tal modo, que sus bocas quedaron a escasos centímetros.
Houston le mordió un lóbulo y ella gimió. El sonido pareció animarlo aún más y Carley sintió que sus músculos se tensaban. Estaba muy excitada. Bailaban tan apretados el uno contra el otro como podían. Tan juntos, que notaba perfectamente su erección.
Entonces ocurrió algo inesperado. Houston murmuró:
–Charleston, cariño…
El corazón de Carley se detuvo durante un segundo. Siempre le había gustado que Witt la llamara Charleston. Había muy pocas personas que la llamaran por el nombre que le había puesto su padre, antes de morir.
–¿Cómo me has llamado?
–No lo sé –respondió, confuso.
–Me has llamado Charleston. ¿Cómo conoces mi verdadero nombre?
–Supongo que lo habré oído en alguna parte…
–No, Houston, no lo has oído en ningún sitio. En el rancho todos me conocen como Carley.
La mujer se apartó un poco de él y lo observó con detenimiento. Houston se pasó una mano por la cara y cuando la miró de nuevo, lo hizo con ojos fríos y acerados.
–No es la primera vez que hacemos esto, ¿verdad? Ya habíamos bailado juntos. Ya nos habíamos besado antes.
–Sí, es cierto. ¿Te encuentras bien?
–¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Qué éramos? ¿Estábamos casados?
–No.
–Entonces, ¿éramos amantes?
–Sí, pero…
–Espera un momento. ¿Has permitido que te contara lo de la amnesia cuando ya lo sabías? Has permitido que te besara como si fueras una desconocida y, sin embargo… Oh, Dios, no puedo enfrentarme a esto ahora.
Houston se dio la vuelta y se alejó rápidamente hacia la salida del local. Carley sintió pánico. No podía permitir que se enfadara con ella. Tenía que conseguir su confianza, así que lo siguió.
Cuando salió a la calle, echó un vistazo a su alrededor y vio que ya había subido a la camioneta. Intentó correr hacia él, pero le costaba por culpa de los zapatos de tacón alto. Estaba segura de que la escucharía aunque no pudiera contarle la verdad. No podía arriesgarse, porque cabía la posibilidad de que perdiera la memoria para siempre si lo presionaba.
Necesitaba que se recuperara por completo. En caso contrario, Reid insistiría en someterlo a observación y terminaría encerrado en algún tipo de institución.
No podía permitirlo. Debía hacer o decir algo. Debía impedir que huyera y tranquilizarlo un poco.
Llegó a la camioneta en el preciso instante en que arrancaba.
–¡Houston, no lo entiendes! ¡Espera!