Capítulo Seis

 

Houston se quedó sentado en el interior del vehículo, con las manos cerradas sobre el volante, confundido y enfadado. Estaba tan nervioso, que no era capaz de arrancar la camioneta. Y por otra parte, sabía que no podía dejar a una mujer en un lugar como ese.

Pensaba que Carley lo había traicionado aunque su corazón le decía lo contrario. Durante el baile se había dejado conquistar por el hechizo de aquella mujer. Había perdido el control. Pero la maldijo porque también lo había engañado. Le había mentido.

Oyó que Carley llamaba a la portezuela del copiloto y abrió, pero ni siquiera la miró. Era tan bella, la deseaba demasiado. Habría bastado una mirada para hacerlo perder la razón, sobre todo ahora que sabía que lo conocía de una forma más que íntima.

Por fin arrancó el motor, aunque no se pusieron en marcha. Al menos había algo de lo que estaba seguro: Carley no era la mujer de sus pesadillas. No podía ser la mujer que le causaba tal terror. Debía de ser otra.

Durante unos segundos permanecieron en total silencio. Pero, por fin, ella se atrevió a hablar.

–Por favor, perdóname. Deja que te explique. No pretendía hacerte daño. Solo intento hacer lo que debo, para ayudarte.

–¿Y mentir te parece una forma de ayudarme?

–No te he mentido. Me he limitado a no contarte la verdad. Créeme, hay una gran diferencia.

–Ya. ¿Y por qué no me lo explicas?

–Soy psicóloga. Lo recuerdas, ¿verdad? Cuando comprendí que habías perdido la memoria, hablé con un especialista en amnesia. Me recomendó que no te presionara y que no te hablara de tu pasado. Si no lo recuerdas por ti mismo, cabe la posibilidad de que pierdas los recuerdos para siempre.

Houston apretó los dientes. No comprendía que Carley pudiera actuar con tanta calma en una situación tan tensa.

–Estaba decidida a esperar hasta que te acordaras de mí –continuó ella.

–Pues lo siento, pero no te recuerdo –dijo, con ojos llenos de lágrimas–. ¿Quién soy, Dios mío?

Carley lo tocó en un hombro para animarlo.

–Eres un hombre fuerte, valiente y cariñoso. Lo superarás. He venido para ayudarte.

–No quiero tu ayuda, maldita sea… Me gustaría recordarte. Me gustaría recordarlo todo, pero no va a suceder. Tu presencia solo añade más confusión a mi vida.

Bajo las luces del aparcamiento, Houston la miró y notó el dolor en sus ojos.

–¿Cómo me llamo?

–Witt. Witt Davidson.

–¿Witt? –preguntó él, intentando recordar–. No es un gran nombre.

–A mí siempre me gustó. Es tan fuerte como tú.

–Preferiría que me sigas llamando Houston. Es el único nombre que reconozco.

Carley sonrió.

–Por supuesto. Ya te he dicho que es mejor que no intentes ir demasiado deprisa. Si lo haces, podrías perder la verdad para siempre.

–¿Tengo familia, hermanos o una esposa?

–Tus padres murieron cuando eras muy joven. Creciste con tus abuelos en un rancho del oeste de Texas. Pero ya están muertos. Fuiste hijo único y no estabas casado.

–Entonces, a nadie le importa que esté perdido…

–A mí sí.

–¿Cómo me encontraste? ¿Y por qué?

–Fue gracias a Manny Sánchez. Trabajasteis juntos hace años. Te reconoció y me lo notificó.

–¿Manny? ¿En qué trabajábamos? ¿Era algo legal, o ilegal? ¿Y por qué te llamó a ti? –preguntó, confuso.

–Era algo legal, descuida –respondió, observándolo con intensidad–. Además de ser amantes, tú y yo también trabajábamos juntos. Estamos del lado de la ley, Houston. Eres uno de los tipos buenos. Y estoy segura de que recobrarás la memoria tarde o temprano. Solo necesitas tiempo.

–Dime qué pasó. ¿Por qué me dispararon?

–No lo sé y me gustaría saberlo. Desapareciste. Estabas allí y de repente ya no estabas…

La desesperación de Carley era tan obvia, que él quiso abrazarla y reconfortarla un poco. La tomó por los hombros y la besó en los labios, suavemente al principio, pero enseguida lo hizo de un modo más apasionado, casi salvaje, apretándose contra ella.

Carley pasó los brazos alrededor de su cuello, sorprendida por la fuerza de su deseo, pero Houston se apartó de inmediato. Aquello era muy frustrante. Ella sabía más sobre él que él mismo. Carley tenía la llave de su pasado, de toda su vida.

–No puedo soportarlo –confesó–. No quiero saber nada más.

Esta vez, Houston arrancó el vehículo a toda velocidad. Pero sus pesadillas lo asaltaron de repente, al unísono, y lo obligaron a frenar en seco. En el fondo sabía que ella había dicho la verdad. No era un delincuente, sino un policía.

Volvió a arrancar de nuevo, más tranquilo.

–Tendrás que darme más tiempo. Necesito asumir la información que me has dado –declaró, mientras intentaba concentrarse en la conducción.

–Quiero ayudarte. Por favor, Houston, no te cierres. No te haré daño, pero tal vez podría…

–No –la interrumpió–. Mira, voy a estar muy ocupado en el rancho durante los próximos días. La sequía nos ha hecho daño porque la hierba se ha secado y las reses solo pueden comerse los cactus. Les gustan mucho, pero les hacen daño si no les quitamos los pinchos. Solo esperamos que sea suficiente para que se alimenten hasta que lleguen las primeras lluvias de la primavera.

–¿Puedo ayudar?

–Es un trabajo muy duro, Carley. Algunos de los chicos y yo acamparemos lejos, para tener más horas de sol. Tendremos que trabajar deprisa y no puedes hacer nada. Ni siquiera tendré tiempo para pensar, aunque es lo que debería hacer ahora. ¿Seguirás en el rancho cuando hayamos terminado?

–Por supuesto.

–Bueno, entonces tal vez podamos hablar más tarde.

Carley lo miró con esperanza y él sintió un intenso dolor. Cabía la posibilidad de que no recobrara nunca la memoria y de que no volvieran a ser ni compañeros ni amantes. Era una perspectiva terrible, porque ella sí lo recordaría.

–Aunque por otra parte –añadió él– es posible que no tengamos nada de lo que hablar. Ya veremos.

 

 

La mañana siguiente amaneció calurosa y húmeda, pero a Carley no le importó. Había pasado la noche en vela, recordando las caricias y palabras de Houston.

Mientras vestía a Cami, recordaba que había estado a punto de perderlo. Había dicho que no quería escucharla, que no la quería cerca y que no quería que lo ayudara. Entonces la niña debió de notar su tensión, porque se puso a llorar sin saber lo que sucedía.

–Por favor, Cami, pórtate bien. Tu mamá también está a punto de llorar y no me estás ayudando demasiado. ¿Quieres ponerte de pie? Venga, lo harás bien…

Carley la puso en el suelo y la niña se quedó muy sorprendida. Hacía tiempo que estaba aprendiendo a caminar, pero hasta entonces siempre lo había hecho agarrada a alguien. La situación la puso tan nerviosa, que decidió encontrar el equilibrio de la forma más fácil y se puso a gatear.

Su madre suspiró y la tomó en brazos.

–Parece que nadie confía en mí últimamente. Está bien, Cami. Sé que puedes andar y que lo harás sola, pero ya lo harás más adelante.

La mañana fue desastrosa. Cami se portó mal durante el desayuno y Carley dejó caer un café. Después intentó dejar a la niña en la sala de juegos, pero la pequeña se aferró a su cuello y comenzó a llorar otra vez. No tuvo más remedio que quedarse un buen rato con ella hasta que consiguió tranquilizarla. Varios niños de su edad se acercaron para intentar animarla. Una niña de cabello oscuro dio unos golpecitos a Cami y dijo:

–No pasa nada.

Carley sintió una profunda angustia. Había estado tan preocupada con sus propios problemas que no había pensado en los problemas, de los niños del rancho. Sus vidas eran muy complicadas; sin embargo, allí estaban, intentando animar a su hija.

Mientras mecía a Cami, observó a la niña de pelo oscuro. Obviamente era mexicana, y se preguntó cómo habría acabado allí. Decidió que echaría un vistazo en profundidad a las fichas de los pequeños y dejó a Cami entre sus amigos.

–Cami, tengo que ir a trabajar –dijo–. Pórtate bien y juega con tus amigos. Te veré más tarde.

Carley caminó hacia la salida y, cuando llegó a la puerta, se volvió para mirar a su hija. Pero Cami ni siquiera la miró.

 

 

Un par de días más tarde, llamó a Reid a su oficina. El policía parecía tener prisa y estar enfadado; pero, a pesar de todo, la escuchó con atención.

–Los archivos son un desastre. Empiezo a pensar que alguien los ha desordenado deliberadamente. En cuanto a Houston, no ha vuelto a aparecer desde la noche de nuestra cita.

–No me gusta nada que Davidson ande por ahí sin saber quién es.

–Te aseguro que está más seguro entre vacas de lo que lo estaría al volante de un coche en una autopista. Al parecer, sabe cómo comportarse en el campo.

–Pues será mejor que regrese hoy mismo. Quiero que lo protejas, ¿está claro?

–Sí, señor. Y ahora, escucha… ¿Puedes enviarme una copia de los registros del rancho Casa del valle?

–Puede que tarde un poco. Es posible que necesitemos una orden judicial para obtenerlos.

–¿Podrías intentarlo al menos? Espero que me ayude la encargada de los servicios sociales de la zona. Voy a cenar con ella esta semana, pero tal vez no quiera echarme una mano.

–De acuerdo. Iniciaré el papeleo necesario. Puede que alguno de mis amigos del registro nos ayude a agilizar el proceso. ¿Necesitas algo más?

–Más tiempo. No creo que dos semanas sean suficientes para conseguir algo con Houston.

–No es posible. Diez días más es todo lo que puedo concederte. Te necesito aquí. Hasta hemos tenido que llamar a Manny para que nos ayude en México. Por cierto, te envió los archivos que querías por correo porque era la única forma de que los recibieras personalmente.

–¿Quieres decir que Manny ya no está aquí?

–No, de modo que ten cuidado. Un informante nos ha dicho que piensan realizar un envío de niños en los próximos días. No hemos encontrado prueba alguna que lo asocie con el rancho, pero algo me dice que está relacionado. Es posible que estés muy cerca de su centro de actuación.

–¿Quieres que aparte a los niños de todo esto?

–No, estarán bien. Además, no debemos poner sobre aviso a los culpables. Mantén los ojos abiertos. Si necesitas algo, estaremos cerca.

Cuando dejó de hablar con su jefe, Carley estaba más nerviosa que nunca. Dos semanas no eran tiempo suficiente para conseguir que Houston confiara en ella. De hecho, sospechaba que su tiempo se habría terminado antes de que se cumpliera el plazo.

 

 

Houston se secó el sudor de la frente con un pañuelo y volvió a ponerse el sombrero. Detuvo su yegua mientras avanzaba hacia los establos; pensó en los últimos días.

Él y el resto de los hombres habían hecho todo lo que habían podido por el ganado. Incluso una granja cercana les había prestado algunas balas de heno. Pero lo demás estaba en manos de la madre naturaleza.

Por otra parte, se alegraba de que sus compañeros y los propios caballos pudieran descansar; pero él no podría hacerlo. Tenía mucho trabajo por delante y debía actuar con rapidez.

En cuanto dejó de trabajar, comenzaron a asaltarle las imágenes. Imágenes de Carley bajo él, sonriendo, con los brazos extendidos, pidiéndole que volviera con ella. Pero esta vez algo le decía que no eran simples ensoñaciones, sino verdaderos recuerdos del pasado.

Por desgracia, no la había visto desde la noche del baile. Y su ausencia ni siquiera había servido para que dejara de pensar en ella. Bien al contrario, la imaginaba día y noche y no se podía concentrar en nada. El papeleo del rancho se estaba acumulando de una forma casi ridícula, y su despacho estaba lleno de solicitudes de nuevos niños que todavía no había cursado. Además, aquel era el primer día de vacaciones para los niños que iban al colegio y al día siguiente todo estaría lleno de adolescentes esperando instrucciones para realizar nuevos trabajos.

Se dirigió hacia su despacho, que se encontraba en la parte trasera del lugar destinado a los juegos de los niños. Pero antes se detuvo para echar un vistazo a los animales. Daban mucho trabajo y pensó que debía sentirse molesto por ello. Pero no era así. Le encantaban y eran perfectos para los pequeños. Por una parte se sentían queridos y útiles y, a por otra, podían realizar ejercicio físico.

En aquel momento sintió un golpe en la espalda. Cuando se volvió, vio que una de las niñas más pequeñas le había arrojado un balón.

–¿Adónde crees que vas, pequeña? –preguntó él, mientras se inclinaba para tomarla en brazos–. Vaya, pero si eres la hija de Carley… ¿Cómo te llamabas? ¿Cami?

La niña lo miró con grandes ojos abiertos, muy alegre. Al verla de cerca notó que no tenía exactamente los ojos de su madre. Los suyos tenían vetas grises, y le pareció una combinación de colores interesante.

–Papá –dijo la niña.

Houston lo lamentó por la pequeña. Pensó que necesitaba tanto un padre, que lo estaba confundiendo con él. Pero mientras la observaba, pensó algo que no se le había ocurrido hasta aquel momento. Aquella niña podía ser su hija. Sin embargo, no quiso considerar la posibilidad. No podía creer que, de ser cierto, Carley no se lo hubiera dicho.

En cualquier caso, pensó que podía ser algo parecido a su padre mientras ella y su madre estuvieran en el rancho. Le apetecía ayudar a Carley con la pequeña y, además, era una buena excusa para pasar más tiempo con ella. Necesitaba saber si sentía lo mismo que él, o si podía olvidar el pasado y construir un nuevo futuro a su lado.

Justo entonces apareció Carley.

–¡Cami! Oh, menos mal que estás bien… Se le escapó a Rosie hace un rato.

Carley acarició a la niña y miró a Houston. El vaquero las observó a las dos y sintió una profunda emoción. Era obvio que Carley quería mucho a su hija y habría dado cualquier cosa por saber qué había visto en él antes de que perdiera la memoria.

En aquel momento tuvo un pensamiento muy oscuro. Si Cami era hija de otro hombre, cabía la posibilidad de que Carley se hubiera quedado embarazada de la niña después de que él desapareciera. No en vano, le había confesado que había estado enamorada de él. Pero eso no quería decir que, tras su desaparición, no hubiera estado con alguien más.