Vivíamos cerca del puerto, así que tardé poco en llegar. Mi padre solía llevarme allí de pequeño a menudo, e incluso en días tranquilos o en los que no se esperaba mucha pesca me dejaba acompañarlo. Cuando fui algo más mayor, me di cuenta de que debía de causar más molestia que otra cosa, porque siempre estaba en medio del barco. Pero era feliz con el movimiento de aquellos barquitos, con mi chaleco puesto, y sintiéndome como un pirata surcando los siete mares. Siempre que encontraba un instante de tranquilidad, sacaba mis cuadernos y lápices, me sentaba en un rincón de la cubierta y dibujaba. Guardaba los colores en mi mente, empapándome de sus tonalidades y sombras, para después mezclarlos tranquilamente sentado en el patio de nuestra casa.
Todos aquellos recuerdos eran de momentos que habían sucedido tiempo atrás y muchos comenzaban a desdibujarse en mi memoria. Con el paso de los años había dejado de acompañar a mi padre, sustituyéndolo por mis amigos o los estudios. No sabía cómo había ocurrido exactamente, pero en algún momento decidí que era demasiado mayor para navegar con él y jugar a los piratas. Ya solo cruzaba el puerto de paso. Era inevitable que, en esos años, uno de los escenarios más importantes de mi infancia hubiera cambiado enormemente. Muchas personas habían renovado sus embarcaciones, sustituyendo los equipos de pesca por otros más modernos.
Lo único que parecía inalterable era el bullicio que flotaba en el ambiente. De una forma extraña convivían la tranquilidad del mar, el sonido del agua y las voces de los trabajadores, entre los que, siempre recordaría, había una camaradería envidiable.
Dejé atrás el puerto y comencé a caminar por el que años después se convertiría en un paseo marítimo. El ajetreo del puerto empezaba a quedar lejos, sustituido por una brisa cálida que traía las voces del mar y de los niños que se divertían en la arena en ese momento. Y volví a sentirme en casa, por millonésima vez ese día desde que había bajado del avión.
Paseé despacio, ignorando los coches y alguna bicicleta que pasaron cerca, sin ser capaz de despegar la mirada de la playa. Iba como ensimismado, recordando mi infancia y los dibujos; mi mente giraba a toda velocidad, como un torbellino. Por eso no me enteré cuando el verdadero huracán chocó conmigo y me tiró al suelo, golpeándome el trasero contra los baldosines del paseo. La risa de Gael lo inundó todo.
—¡Será posible! ¡Lo que estoy viendo ahora!
—Joder, Gael. Qué susto. —Lo aparté de un empujón, molesto.
—Maldito mocoso, ¡anda que me llamas para decir que has vuelto! —dijo entre risas, mientras estiraba su brazo hacia mí para sostenerme mientras me levantaba, aún algo aturdido.
—Lo habría hecho si pudiera haber adivinado que ocurriría esto. —Intenté aguantar la risa hasta que me encontré con los enormes y expresivos ojos castaños de mi amigo.
Los dos estallamos en nuevas carcajadas y me abrazó efusivamente, dándome algunas palmadas amistosas.
Me había criado con Gael y su familia, que vivían justo en la casa de enfrente. Tanto él como sus hermanos y sus padres eran personas cordiales y amistosas, que no dudaban en ayudar a quien lo necesitase.
No obstante, siempre había visto a Gael como alguien más especial. Era calidez y verano. No había persona en el mundo que pudiera sentirse a disgusto a su lado, estaba completamente seguro. Trataba igual de bien a todas las personas que se cruzaban en su camino, no tenía problemas para ponerse a hablar con un desconocido en la guagua. Siempre llevaba el pelo castaño y ondulado muy revuelto, como si no supiera que peinarse estuviera permitido (y recomendado) y, aunque en general era un desastre para las fechas, todos sabíamos que podíamos contar con él.
—Me he enterado por tu madre, que me la he encontrado al salir de casa. En serio, ¡aquí el desastre soy yo! Te tenía por una persona responsable. Qué decepción —dijo, adoptando un tono desengañado muy fingido.
—Si hubiera sabido que te ofenderías tanto… —Sonreí, burlón—. En realidad, solo llevo aquí unas horas. Aunque se me han hecho eternas.
—Lo dices como si no tuvieras ganas de volver.
—La verdad —titubeé— es que lo he dudado.
—¿Cómo? ¿De verdad que no echabas de menos todo esto? —En aquel momento estaba verdaderamente sorprendido, mientras que con un brazo rodeaba mis hombros y con el otro hacía un gesto abarcando toda la playa, como un padre orgulloso que le estuviera señalando a su hijo las tierras que heredaría—. ¿De verdad que no echabas de menos a tu familia? O… ¿no me echabas de menos? ¿A mí?
—A ti no te he echado en falta ni un poquito —dije, rojo de risa.
—Ah, claro, por eso no tardaste en llamarme llorando el primer día que llegaste a esa gran ciudad, ¿verdad?
Ahí tenía toda la razón. Los primeros días estaba tan asustado y agobiado que lo llamaba para desahogarme, ya que no quería preocupar a mis padres. Sabía que no me lo estaba reprochando, como también era consciente de que él había respondido a esas llamadas con una preocupación sincera.
—Mira, vamos a hacer una cosa. Quítate esas apestosas zapatillas, que seguro que huelen a pie muerto de pijo madrileño, y ven conmigo.
Le hice caso, bromeando entre dientes.
—Mis pies muy pijos no son, precisamente.
De hecho, seguían siendo los pies de un isleño que no era consciente de hasta qué punto había echado de menos su hogar.
—Aunque reconozco que a rosas tampoco huelen… —Se echó a reír mientras me quitaba las zapatillas y los calcetines.
—Ni que lo jures. Vamos, te echo una carrera.
Me dio un golpecito en la nuca y empezamos a correr con todas nuestras fuerzas. Por supuesto, sus piernas largas y delgadas le permitían dar unas zancadas enormes, así que terminó ganando.
Al llegar al borde del mar, dejó sus zapatillas en la arena sin mirar dónde caían y salpicando a dos niños que estaban tumbados en sus flotadores naranjas. Se quejaron, indignados, y le dedicaron miradas asesinas, pero Gael siguió avanzando, salpicando más agua a su alrededor. Llegué a su lado casi sin aliento.
—Podrías… haberme… avisado… de esa… dichosa carr…, de esa carrera… —Sentía que me estallaban los pulmones.
—¡Ja! Ha sido divertido, mocoso. ¡Hay que darle alegría a la vida!
Le miré muy serio, hasta que dejó de reírse, algo preocupado. Entonces me agaché y empecé a salpicarle agua también.
—Conque hay que darle alegría, ¡pues toma!
Al final acabamos enzarzados en una batalla campal, empujándonos el uno al otro, para consternación de aquellos niños que terminaron por salir a la arena, llamando a sus madres.
Después de un rato de risas, salimos empapados y nos sentamos en la arena. Éramos conscientes de que llegaríamos a casa hechos un desastre, pero en aquel momento no nos importaba absolutamente nada.
—Tengo que reconocer que había echado muchísimo de menos todo esto, Gael. No sabía cuánto —confesé en voz alta.
Mi amigo me miró con cierta gravedad, asintió como si entendiera perfectamente de lo que hablaba. Después, volvió la vista hacia el horizonte, algo más serio.
—Es lo que tiene esta maldita isla. No eres consciente de lo mucho que se convierte en tu hogar, ni de lo capaz que es de hacerte sentir en paz… Incluso aunque ella misma te arrebate a las personas que quieres.
Sabía que hablaba de su mejor amigo, al que había perdido hacía un año. Jamás había visto a Gael tan triste como en aquella época.
—Y eso es lo que la hace mágica, mocoso. Resulta contradictorio, pero es así. —Se giró hacia mí, con una emoción en la cara que no supe identificar—. No me imagino en ningún otro lugar como estoy ahora aquí.
Iba a responderle cuando algo detrás de mí captó su atención. Se levantó de un salto, recuperando su sonrisa y gesto habituales, levantando una gran cantidad de arena que me cayó directamente encima. Me agité un poco, intentando quitarme la arena de encima como pude, sorprendido y algo molesto.
—Maldita sea, me ha caído arena en los ojos, ten más cuidado…
Pero mi amigo no me escuchaba. Ya estaba levantando los dos brazos, agitándolos en el aire (y, en consecuencia, echándome más arena encima), gritando con alegría.
—¡Eloise! ¡Hola, hola!
Sacudiendo la cabeza para quitarme la arena que continuaba cayendo sobre mí, giré la cara para descubrir a la responsable del cambio de comportamiento de Gael.
Y entonces la vi.