Me quedé parada en el sitio. Sorprendida.
El chico tenía la piel morena, pero parecía natural, no como consecuencia de haberse pasado horas tomando el sol. Su pelo oscuro se veía hecho un desastre: revuelto, empapado y lleno de arena, al igual que el de Gael, algo que le otorgaba un aire infantil. Lo que me llamó la atención fue sin duda su expresión. No tenía unas facciones especialmente atractivas, pero su rostro emanaba una tranquilidad que me hizo pensar en una tarde despejada y sin nubes, con un mar relajado meciéndose suavemente.
Se llamaba Ian.
O al menos eso gritaba la niña pequeña que corría hacia él como una loca.
Cuando lo tuve más cerca, pude comprobar que mi primera impresión era cierta. Lo miré con curiosidad, hasta que un destello, una pequeña pista, se abrió paso en mi mente y lo reconoció. Sonreí para mis adentros, cuando las imágenes de un verano ya lejano se sucedieron descoloridas y diluidas entre mis recuerdos.
Se despidió entre dientes y echó a andar tras la niña, sin prestarnos más atención.
Gael se giró entonces hacia mí, sin abandonar la perenne sonrisa de su rostro.
—¡Francesita! Qué alegría verte. Podrías haberme llamado y hubiera estado impecable para ti, no con estas pintas.
—Anda, y yo que pensaba que estabas a punto de ir a una fiesta o algo así, con un atuendo tan… ¿hippy?
—Mira que eres mala, espero que no lo remates con algún recado de mi padre. —Me miró escéptico, a lo que respondí con una sonrisa maliciosa.
—Pues sí...
—No lo digas. Por favor, no lo dig…
—Tu padre necesita ayuda en la tienda.
Mi amigo fingió desmayarse y medio caerse en la arena, y los dos estallamos en carcajadas. Mientras hablábamos, no podía evitar mirar a Ian de vez en cuando, hasta que la niña tomó su mano y empezó a tirar de él en lo que me pareció un gesto bastante entrañable. Gael, por supuesto, se percató de la dirección de mi mirada.
—Es mi amigo Ian.
—¿De qué lo conoces?
—Es mi vecino, nos hemos criado prácticamente juntos. —Me miró extrañado—. ¿No lo conoces tú? Tiene tu edad, más o menos.
—Sí —dije despacio—. O eso creo.
—No te entiendo.
—Me ha recordado mucho a un niño con el que solía jugar en la playa algunos veranos… —Me encogí de hombros, algo confusa, intentando recrear algunas de esas imágenes que el encuentro con Ian me había producido—. No sé cómo se llamaba, pero tampoco estoy segura de que sea él.
—Estoy seguro de que lo recordarías, porque es todo un personaje. —Gael rio con ganas, echando la cabeza hacia atrás—. Y Naira no se parece en nada a él, menudo carácter tiene esa enana.
—¿Son hermanos? —inquirí, curiosa.
—Por supuesto, aunque, como te digo, no lo parecen. —Sonrió unos segundos más y después su rostro mudó a una expresión más seria—. ¿Qué tal estás hoy, Eloise?
—Bien… —Esquivé su mirada y decidí desviar la conversación—. Estoy motivada. Voy a trabajar en la pastelería de Conrado.
—¿En serio? —Su sorpresa era genuina—. ¡Me alegro! Con lo que siempre te ha gustado la repostería…
Sonreí ante su comentario. Ese era otro de los motivos que me habían decidido a aceptar la oferta del que era ya mi nuevo jefe. Lo único que no me había atrevido a confesar a mi padre. Desde que era pequeña, había desarrollado interés por la repostería. No sabía si era algo circunstancial o pasajero, así que decidí que no perdía nada por intentar trabajar en ello y comprobar hasta dónde realmente llegaba mi afición.
—También necesitamos el dinero. —Me encogí de hombros, como si no fuera importante, pero me arrepentí en cuanto vi la expresión de Gael.
—Sabes que siempre pueden…
—Gael, no. Por favor. —Lo miré con intensidad—. Ya nos ayudan lo suficiente. Y yo quiero trabajar. No hay nada más que hablar.
—Y tampoco quieres pasar más tiempo allí dentro, ¿verdad? —La sencillez de sus palabras me dejó clavada en el sitio—. En casa, me refiero.
—No…
Gael me abrazó con dulzura.
—Tranquila. No imagino lo que debe de ser. —Me acarició el pelo suavemente y se apartó, algo brusco, mirándome con su típica seriedad fingida, que siempre intentaba restar importancia a los temas más serios—. Solo te pido que cumplas tu misión como es debido y que me traigas todas las galletas de caramelo que sobren. Eres mi única esperanza.
Reí ante su ocurrencia y él me imitó.
Dejamos de girar en torno a los fantasmas que nos atormentaban y la conversación cambió a temas más ligeros. Gael aprovechó para seguir burlándose de mí un poco más.
Fui testigo de cómo nuestras sombras se iban alargando cada vez más. Poco a poco, los reflejos dorados que destellaban sobre la superficie del mar variaron del naranja a una tonalidad lila y, por último, se tornaron azul añil. Entonces decidí despedirme de él y regresar a casa, a mi prisión particular, con la sensación de que había pasado una eternidad desde que salí, aunque solo habían transcurrido unas horas.